EL CRISTO QUE LLEGO DEL MAR

  Antiquísimo, dicen que llegó contracorriente un nueve de noviembre de 1250, y que lo hizo milagrosamente, pues el río Turia bajaba muy crecido y aun así, la fuerza del río no pudo impedir que aquel crucificado, llegado desde las lejanas tierras de la antigua Fenicia, alcanzara la ciudad de Valencia. Así lo cuenta una crónica de 1672, recogida en 1709 por Joseph Vicente Ortí.

  La figura, de enorme tamaño y peso, policromada, y en la que llama la atención la disposición de la cabeza, cuenta la tradición
que fue tallada por Nicodemo, discípulo de Cristo, y que permaneció en tierras fenicias hasta la toma por los musulmanes de la ciudad de Berito, a la que había llegado desde Tierra Santa. Cuando los musulmanes tomaron la ciudad, como si de una nueva Pasión se tratara, las imágenes cristianas fueron destrozadas y mutiladas, arrojándolas luego al mar, también la tallada por Nicodemo.


   Tras largo viaje por mar el Crucificado encalló en la ribera derecha del río Turia, de donde fue rescatado y llevado a la próxima ermita de San Jorge, desde la que, para facilitar su culto, fue trasladado a la catedral de Valencia. Hasta dos veces se hizo así, y otras tantas la imagen desapareció de la Seo y fue encontrada de nuevo en San Jorge, por lo que se decidió dejarla allí y construir la iglesia que recibe su nombre, la del Santísimo Cristo del Salvador. Por tan milagroso se le tenía y tanta devoción causaba entre los fieles que, se declaró festivo el día nueve de noviembre y, cada vez que la ciudad padecía alguna calamidad era sacado en procesión. Para recordar su llegada, la ciudad construyó, en el lugar en el que fue visto por primera vez, un monumento reconstruido hace pocos años. 

EL LIBRO

   Ésta es la historia de un libro que no se puede leer, pero que muchos han deseado poseer. Alguno de ellos pagó una fortuna por ser su dueño.

   No se sabe con certeza cuando se escribió, no se conoce su autor, y se desconoce de qué trata su contenido. Un enigma que no ha podido ser desvelado aún. Los primeros propietarios del libro quisieron creer o hacer creer que su autor era el monje franciscano Roger Bacon. Éste tuvo una larga vida. Vivió durante casi todo el siglo XIV. Fue un sabio en el sentido estricto del término: filósofo, astrónomo, óptico, dominó varias lenguas y llegó a ser conocido como “doctor admirable”, pero quizás la atribución al monje inglés de la autoría del libro no fuera más que una estratagema del verdadero autor, con el fin de dar al libro prestigio y antigüedad.

   El primer propietario conocido, y según sospechas de algunos investigadores recientes, autor del libro, fue Edward Kelley, un alquimista farsante, que logró embaucar a John Dee, un eminente científico del siglo XVII, inglés como él, al que convenció para ir a Praga, donde estaba la corte de Rodolfo II, el excéntrico emperador del Sacro Imperio. Rodolfo coleccionaba de todo: amantes, enanos, que encargaba a sus médicos buscar por toda Europa, enfermedades, y… arte.  Kelley mostró al emperador el libro. Estaba escrito con caracteres extraños, con imágenes fantásticas: plantas desconocidas, figuras geométricas de significado misterioso, también personas, que Kelley aprovechó bien para despertar la curiosidad del emperador y su necesidad de poseerlo. El libro pasó a manos de Rodolfo a cambio de seiscientos ducados de oro. El emperador mandó descifrarlo. Nadie lo consiguió. Pasó el tiempo, el derrocamiento de Rodolfo, con el cuerpo enfermo y la mente trastornada, a manos de su hermano Matías, hizo cambiar el libro de dueño. Varios propietarios en los años siguientes trataron de conocer su contenido: no se consiguió descifrarlo, y sí  que se le perdiera la pista. Hubo que esperar hasta 1912 para que un lituano, del que tampoco se sabe gran cosa, activista de la izquierda política antes que librero asimilado por los negocios capitalistas, lo comprara en un convento de jesuitas en Italia. El comprador, Wilfred Woynich, hizo el encargo a varios especialistas para que descifraran su contenido. Como había sucedido siglos atrás, nada consiguieron.


     Hoy después de pasar por las manos de varios nuevos dueños, uno de los cuales pagó en 1964 más de 20.000 dólares, el manuscrito, compuesto por varias pliegos de pergamino, algunos desplegables con dibujos extraños, recibe el nombre de su último descubridor, Woynich, y descansa en las estanterías de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.
    
   Allí ha sido objeto de varios recientes estudios: la hipótesis que se va imponiendo, después de estudios apoyados en programas informáticos desarrollados para el caso, es que seguramente no haya nada que descifrar, que todo fuera una farsa de alguien, quizá Kelley, que escribió algo sin significado, y lo mostró al mundo haciendo creer que significaba algo.

   O puede que Kelley no fuera su autor. Al fin y al cabo, los expertos no se ponen de acuerdo sobre la fecha en la que fue escrito, que muy bien pudo ser varias décadas antes a los tiempos en los que Kelley y Dee estaban en Praga al servicio del obsesivo emperador Rodolfo. Si fuese así,  quién lo escribió y a quién se quiso engañar constituyen otro misterio, o puede que lo que parece no significar nada, signifique algo, que las hipótesis actuales sean rebatidas y debamos esperar otros cuatrocientos años para saber lo que quiso ocultar el autor del manuscrito Voynich. 
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Nota: Enlace a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, con imágenes digitalizadas del libro aquí.

EL OTRO CURA MERINO

   Martín Merino Gómez había nacido en Arnedo, en 1789. En 1813 tomó los hábitos e ingresó en la orden franciscana, pero no tenía buen carácter y su mal genio no tardó en manifestarse. En Santo Domingo de la Calzada comenzó a indisponerse con sus hermanos de claustro. No es fácil saber si fueron sus compañeros los que acabaron hartos de Martín o éste cansado de la vida conventual, lo que sí se sabe es cómo se despidió del abad: “Quédese en paz con su rebaño, que yo, si no puedo ser en otra parte un gran político, tendré la vanagloria de ser otro Lutero”, toda una declaración de intenciones.

   Esto y sus tendencias políticas liberales, pues, le obligaron a huir de España tras el trienio liberal. Una parroquia en Burdeos lo mantuvo ocupado hasta que en 1841, ya en España, vino a establecerse en Madrid, en la iglesia de San Sebastián.

   En la capital discurren sus días. Vive de decir misas por los difuntos y prestar dinero a las viudas pobres a un interés muy poco caritativo; y esto, porque parece que en 1843 le había tocado la lotería. Cinco mil duros fueron suficiente capital para ejercer de prestamista desaprensivo; pero la falta de caridad hacia sus deudores se la tomaban éstos por su cuenta, hasta el punto que pocos devolvían los réditos del capital prestado y aún el propio principal. De su poco ejemplar vida da cuenta el hecho de vivir en un mísero cuarto, en marital convivencia con su ama de llaves, en la calle del Infierno, donde algo de ese nombre se le adhirió al alma y el 2 de febrero de 1852 sintió una llamada muy distinta a la recibida cuarenta años atrás, cuando el traje talar se convirtió en el uniforme de su hacer.

   Aquel dos de febrero la reina Isabel, que mes y medio antes había tenido su primera hija, Isabel Francisca, acaba de oír misa en la capilla del Palacio Real. La gente, el pueblo de Madrid, la espera en la calle, y aún dentro de palacio, para aclamarla y felicitarla por el reciente alumbramiento. Precisamente éste era la causa de los oficios en palacio y de los que se iban a celebrar instantes después en la basílica de la Virgen de Atocha. Acompañan a la reina, su madre María Cristina, el rey Francisco de Asís,  los duques de Montpensier, el nuncio del papa, el Arzobispo de Toledo... También la recién nacida, la infanta Isabel Francisca, llevada por una de las camareras de la reina, la marquesa de Povar, se encuentra en el lugar.

   Viste la reina aquella mañana muy elegante contaron las crónicas después que lucía un traje de terciopelo verde y sobre él, manto carmesí, reflejando en su rostro la hermosura de sus veintiún años y la felicidad de su recién estrenada maternidad.

   De pronto, entre la multitud que se agolpa, un fraile se destaca, se aproxima a la reina y se inclina. Parece que realiza una reverencia ante su soberana, que va a pedirle algo, a entregarle una carta, mas sin que nadie pueda impedirlo, el fraile empuña un fino cuchillo que lleva oculto bajo la sotana, se abalanza sobre la reina y clava el acero en el cuerpo de Isabel. Hacer esto Merino y saltar sobre él los alabarderos que la protegen es todo uno, pero el daño ya está hecho. Merino es reducido y la reina con sus ropas ensangrentadas sujeta por los acompañantes que impiden se desplome.

Isabel II 
   
   Mientras Merino es dominado y a duras penas salvado de un inmediato linchamiento, la reina es llevada a sus aposentos. Los doctores Sánchez, Drument y Solís, con sumo cuidado examinan las heridas. El alivio es general. Aunque las lesiones podrían haber sido fatales,  el bonito terciopelo y, sobre todo, el rígido corpiño que rodea la figura de la reina le han salvado la vida. Como una segunda capa de costillas, las ballenas del corsé han detenido la afilada punta que el fraile demente empuñó. Los médicos, aunque sin comprometer un pronóstico, redactan un parte relativamente tranquilizador: “A la una y cuarto de esta tarde al salir S.M. la reina nuestra señora de la real capilla y al pasar por la galería derecha ha recibido una herida que, después de haber rozado en el antebrazo derecho, se encuentra en la parte media anterior y superior del hipocondrio del mismo lado la cual tiene siete a ocho líneas en su diámetro transversal”.

   Al mismo tiempo que los médicos cuidan de la reina, Merino es interrogado. Se trata de averiguar si ha actuado por su cuenta o por mandato de otros. El fraile, en continua exhibición de mal genio, da muestras de su mal carácter: grita que ha actuado solo y se muestra orgulloso de su “hazaña”. Pronto se llega al convencimiento de que es un demente. Aún así, su futuro esta escrito. La pena de muerte es el castigo que un tribunal constituido el día 5, tres después del atentado, le impone: “Fallamos que debemos condenar y condenamos al reo Martín Merino y Gómez, por el delito de atentado contra la vida de la reina Su Majestad doña Isabel II, a la pena de muerte en garrote vil y a ser quemado el cadáver y aventadas sus cenizas.”

    La Iglesia también toma parte en el asunto. Siendo uno de los suyos, antes de entregarlo al poder civil, se prepara una ceremonia para cumplir con las leyes canónicas: se le afeita la cabeza para eliminar la tonsura y se le despoja del hábito; pero no se olvida de él. Le insta al arrepentimiento y pide clemencia al brazo secular al que lo entrega. También la reina solicita perdón para su agresor. No lo obtendrá éste. Ni el propio condenado lo reclama ni las autoridades piensan concederlo. El día 7 de febrero, sobre un asno, entre insultos, lo conducen al cadalso. A las doce del mediodía, a la misma hora en la que Merino trató de privar de vida a la reina Isabel, el garrote le espera.  Apunto de ser ajusticiado pide hablar. Sobre los gritos del gentío vuelve a decir que sólo él es el responsable de aquello. Ni una palabra de arrepentimiento. 
 
   Y aún aseguran que dedicó palabras de desprecio al pueblo que le insultaba, mientras el verdugo giraba el tornillo y el silencio, que siempre se impone cuando la vida cede el paso a la muerte, se adueñaba de la plaza.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. HUESCA

  Como le ha sucedido al viajero con otras ciudades de poca fama, cuando llega a Huesca no está seguro de lo que la visita puede dar de sí. Y como otras veces, comprueba que cualquier lugar guarda secretos que pueden hacer de la visita un gran descubrimiento. Aunque contar lo siguiente sea empezar por lo más reciente, el viajero lo hace por ser lo primero que ha visto. Ha entrado en la ciudad y camino del centro circula por la calle del Parque, toda cubierta por la sombra de enormes plátanos que a principios de septiembre aún están cuajados de verdes hojas. En el parque que limita la calle por uno de sus lados están las famosas pajaritas de Ramón Acín.

  Este escultor, dibujante y pintor nacido en el siglo XIX y muerto en el XX, de notoria trayectoria libertaria, fue fusilado en el mes de agosto de 1936 en el patio de la comisaría de policía de Huesca en la calle Coso Alto; pertenecía al grupo de los krausistas, aquella doctrina hermana del regeneracionismo, que trataba de fomentar un renacimiento de la sociedad a través de la educación. Y como ejemplo de la sinceridad de sus convicciones, no tuvo mejor idea –y vaya si fue buena que  dedicar un monumento a la infancia. Dicho y hecho, con material reciclado, en 1928, realizó dos pajaritas metálicas, auténticos emblemas de la ciudad hoy, que el viajero ve en el parque Miguel Servet, en los antiguos Jardines del palacio de Lastanosa. Del palacio no queda nada, fue demolido en 1894, pero de sus antiguos dueños sí. El viajero sabe que en la catedral hay una capilla con los retratos y los mausoleos de alguno de los más insignes de esta casa.

Las pajaritas de Ramón Acín

  Si de lo más reciente el viajero ya ha contado algo, de lo sucedido en tiempos más lejanos se ocupará ahora. Huesca es ciudad pequeña, en la que todo está a mano. Dos o tres horas dicen que es suficiente para visitarla y quedar satisfecho de ver lo que la ciudad ofrece: la Iglesia de San Pedro el Viejo, la catedral, la antigua universidad o la basílica de San Lorenzo.

  Pero el viajero a menudo insaciable, que tiene tiempo sobrado, se toma ese tiempo multiplicado varias veces y ve esto y otras cosas de interés.

  De la iglesia de San Pedro el Viejo, el viajero comprueba lo que ya sabía, que es preciosidad del románico en la que, en capilla aneja al claustro, guardan los oscenses los sepulcros de Alfonso I el Batallador y Ramiro II el Monje. De éste rey,  el viajero sólo dirá que además de sepulcro en esta iglesia, en el ayuntamiento existe un magnífico cuadro de José Casado del Alisal, en el que el autor representa el famosísimo episodio de la campana de Huesca; y en el edificio de la antigua universidad una sala donde dicen sucedió todo(1) .  

Huesca. Antigua universidad. (Ver cuadro de Casado del Alisal aquí)












  
  En la catedral, un impresionante retablo de Damian Forment deslumbra sobre todo lo demás. Se cuenta que el cabildo de la catedral oscense, en rivalidad con el de Zaragoza, encargó al maestro valenciano un retablo que hiciera sombra al hecho por el mismo Forment en El Pilar zaragozano. El viajero que ha visto los dos no va a decantarse por ninguno, porque de hacerlo no haría otra cosa que quedar mal con una u otra ciudad, y además, siendo justo con la elegida, sería injusto con la otra; pero sí dirá que el propio escultor debió quedar bien pagado de su obra cuando, a modo de firma, se colocó a sí mismo en una de las esquinas del retablo. Afirmación, sin duda, del orgullo que sintió al verlo terminado.

Autoretrato de Damián Forment. Capilla mayor de la catedral de Huesca
  
  Muchas más cosas enseña la catedral al viajero curioso: una la capilla donde están frente a frente los retratos de dos Lastanosa, Vincencio Juan y Juan Orencio, que vivieron en el siglo XVII, el primero: noble, erudito, mecenas y gran coleccionista de obras de arte; el segundo canónigo de la Seo oscense; y otra, subiendo las acaracoladas y angostísimas escaleras de la torre, la panorámica que en trescientos sesenta grados nos muestra todo lo que rodea la ciudad y ésta misma.

  Al viajero le va quedando tan poco tiempo como lugares en el que emplearlo, pero antes de comprar algo de los famosos caldos de Somontano acude a conocer lo que casi nadie va a ver: el convento y la iglesia de San Miguel. De que casi nadie va allí da fe el hecho de que el viajero lo encuentra cerrado, pero con aviso de que se puede visitar de cuatro a seis de la tarde. Entra en el zaguán del convento y pulsa el timbre que hay sobre el torno. Al momento una monja dice al viajero que enseguida otra hermana le dará paso a la iglesia. Es la hermana María Pilar que, toda amabilidad y dulzura, entrega al viajero un tríptico y contesta a sus preguntas. Dice que son once las hermanas que mantienen aquello, que hará unos treinta años que se quitó el yeso que cubría paredes y bóveda y que ha dejado un templo gótico a la vista de quien lo visita, que está bajo la advocación de San Miguel, y que por ello todo el mundo en Huesca, y aún fuera de ella, al hablar de su convento lo llaman como el de “Las Miguelas”.

  Al salir el viajero vuelve a sus pensamientos anteriores y recuerda haber leído que Huesca tiene el honor de tener el ultramarinos más antiguo de España aún abierto al publico. El viajero leyó también que tiene una interesante decoración y que venden todo tipo de productos propios de esa tierra y de otros lugares. El viajero va a la plaza del Mercado a verlo y comprueba que debe ser cierto esto de ser el decano de los “ultramarinos” porque luce escrito junto a su nombre, “La confianza”, en toldos y fachada, el año 1871, el de su inauguración por Hilario Vallier, un francés que lo dedicó a la venta de sedas y tejidos. Más tarde daría pleno sentido con sus mercaderías al ramo al que, hasta hoy, pertenece. Algo del afamado vino de Somontano, para él y para regalar, comprado en la bodega que el propio establecimiento tiene en el sótano del edificio se lo lleva el viajero como recuerdo y para dar futuro gusto al paladar.

(1)El relato de esta famosísima leyenda fue contado en el artículo “De las campanas” donde se puede ver la fotografía hecha por el viajero del cuadro de  Casado de Alisal.

Nota: Para los interesados en el personaje de Vincencio Juan Lastanosa ha sido publicada una interesante serie
 sobre él, su familia y las relaciones de aquél con don Juan José de Austria en el blog Reinado de Carlos II, y cuyo enlace  al primer capítulo puede seguir aquí.
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UNA GUERRA INÚTIL

    La España de los espadones está llena de actos de propaganda. En 1859 España entra en guerra. No es la Nación la que lo quiere, ni siquiera la que lo necesita. La situación económica ha ido mejorando mucho desde 1854 y durante esta década moderada hay buenas esperanzas. O’Donnell, un general prestigioso, antiguo golpista, como lo fueron otros antes también y lo serían ellos mismos y otros después, piensa que es un buen momento para que España recupere viejas glorias. Piensa que esto unirá a la Nación y afirmará entre las potencias europeas coloniales y encumbradas la presencia de otra, la nuestra, en franca decadencia internacional desde la pérdida de su imperio americano, drásticamente reducido apenas cuarenta años atrás. El pretexto para declarar la guerra apenas puede tenerse en cuenta, pero eso es lo de menos. O’Donnell está decidido, ha empezado a hacer preparativos tiempo atrás y todo está dispuesto.

    España tiene fijada la raya con Marruecos, alrededor de Ceuta, en virtud de un tratado firmado en 1845, pero no parece suficiente el territorio asignado. El ejército comienza a construir una casa fuerte más allá de los límites establecidos, en la zona neutral, pero todo cuanto los españoles construyen durante el día, durante la noche es destruido por los marroquíes. Ya hay causa para la guerra, eso y que una mañana los españoles ven que no sólo ya no está en pie lo que dejaron hecho la víspera, sino que el escudo de armas que separaba ambos territorios había sido dañado. España pide una reparación y Marruecos, que no quiere la guerra o quiere ganar tiempo, pide una tregua. No la habrá.

    A Marruecos va él, Leopoldo O’Donnell, jefe del gobierno de España y General en Jefe del ejército en Marruecos, y buena parte de los generales de mayor prestigio, pero antes se despide de la reina Isabel. Le promete el general la entrega en cuerpo y alma del bravo ejército español en cumplimiento de su deber. La reina, muy en su puesto, contagiada de patriotismo,  contesta al general: “Leopoldo, si yo fuera hombre te acompañaría”.
En la despedida está también el rey Francisco de Asís. Dice éste: “Y yo, O’Donnell, y yo”.

    Entre los generales que se desplazan a África hay un catalán de Reus, se llama Juan Prim, es general, conde de Reus y después de su intervención, marqués de los Castillejos y Grande de España, porque fue en Castillejos, donde gano fama de héroe.

    En este lugar, tan próximo a Ceuta, en el camino hacia Tetuán, objetivo de la campaña, se libra la primera gran batalla. No habían ido mal las cosas en los primeros momentos y los marroquíes se habían retirado, habían vuelto a atacar y a retirarse de nuevo. Pero aquello no era más que un espejismo, reorganizados, en enorme número atacan otra vez, causando los disparos dolor y muerte. Prim toma la enseña que sostiene el abanderado y grita:

  “Soldados, podéis abandonar esas mochilas porque son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera, la de la Patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas. ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general? ¡Soldados! ¡Viva la Reina!”.

    Tras el éxito y la victoria, el camino hacia Tetuán queda despejado. En las proximidades de Tetuán, el 4 de febrero de 1860, se libra la siguiente batalla. La resistencia marroquí es grande, el terreno pantanoso es una trampa para los españoles, pero Prim está allí, otra vez, en cabeza. Sable en mano, dicen que al verlo, los enemigos, que lo recuerdan, huyen. Tetuán cae. El día 6 a las diez de la mañana la bandera española ondea en la ciudad rifeña.

Detalle del mausoleo de Leopoldo O'Donnell y Joris.
Iglesia de las Salesas Reales. Madrid.

    Todo parece haber terminado. El príncipe Muley-el-Abbas, hermano del sultán, reconoce la derrota. Se reúne con O’Donnell, y le acompaña un ministro del sultán, Jetib. Un testigo de excepción, Pedro Antonio de Alarcón, está presente también y dará cuenta de lo que allí sucede, como también había dado cuenta de los detalles en el campo de batalla. Da la impresión de que las condiciones impuestas por España son aceptadas todas, hasta que en uno de los puntos se dice que Tetuán quedará bajo la soberanía española. Un gesto del príncipe hace saltar al ministro:
  ─ Nunca. Tetuán es marroquí. Antes de dejarla en manos españolas morirán todos los marroquíes por ella.
  ─Pues morirán ─grita O’Donnell mientras se levanta airado con intención de abandonar la reunión─. España la ha ganado en el campo de batalla, la reina la quiere y aquí estoy yo para que así sea.

    Es entonces cuando interviene el Príncipe. Pide al general que se quede, que reconoce la victoria de sus tropas, que es posible llegar a un arreglo. O’Donnell se queda. Escucha. Pide entonces Muley-el-Abbas dos días de plazo para contestar y se escusa diciendo que el sultán, su hermano, no comprende así las cosas, pero que hablará con él. O’Donnell mueve la cabeza, no piensa dar tiempo a que Muley-el-Abbas reorganice sus fuerzas. El general condescendiente con la prudencia del Príncipe no lo es tanto con el ministro Jetib. Se enfrascan otra vez:
  ─Tetuán es ya y seguirá siendo española. La imprudencia y la arrogancia no os llevará más que a un desastre mayor. Si estamos en Tetuán, también podemos estar en Tánger.
  Jetib replica:
 ─El Sultán no consentirá nunca en vuestras pretensiones sobre Tetuán. Y de Tánger olvidaos, si no somos nosotros, otros os impedirán tenerla.
  ─ ¿Otros? Europa no moverá un dedo en contra de España, no os equivoquéis.

    Pero los marroquíes no se conforman con su derrota. Atacan. Tratan de recuperar Tetuán. Fracasan. España hace lo mismo, ataca también, pone la vista en Tánger. Nuevas batallas, la última en Wad-Ras, con victoria española. Marruecos capitula y España acepta la rendición. Le conviene. Por fin la guerra termina, pero sin tomar Tánger. Y se firma un tratado de Paz.

    De lo absurda que fue aquella guerra e inútil el sacrificio de los nueve mil muertos que quedaron en el frente o en los hospitales, víctimas del cólera, da cuenta el tratado de paz firmado el 25 de marzo.

    España amplía los límites de Ceuta, recibe la cesión del enclave de Santa Cruz la Mar Pequeña(1), que en realidad no podrá ser ocupado hasta que, en 1934, el coronel Capaz plante la bandera de la república en aquel territorio; se obliga a Marruecos al pago de una indemnización de veinte millones de duros, que será pagado a plazos, y se pondrá la plaza de Tetuán bajo la soberanía española,  temporalmente, ya que deberá ser devuelta en cuanto queden amortizados los pagos de la indemnización. Escaso botín que España aceptó a cambio de dejar muchas madres sin hijos y muchas esposas sin maridos. Pronto el júbilo de aquella aventura quedaría en el olvido.

(1) Santa Cruz de la Mar Pequeña cambió su denominación por el de Ifni al hacer efectiva su ocupación España, siendo fundada su capital con el nombre de Sidi Ifni. Poco duraría la presencia española. En 1957 Marruecos atacó el enclave recuperando buena parte del territorio, desértico en su mayor parte. España conservó la capital hasta que, en 1969, fue, finalmente, cedida a Marruecos.
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