Siempre los espejos han ejercido una grandísima
influencia en el comportamiento de las personas. Desde el mito de Narciso
que al ver su propia imagen reflejada en las aguas quedó enamorado de ella, de
sí mismo, muchas han sido las obras de la literatura en las que los espejos han
sido coprotagonistas, casi con igualdad de rango, con los personajes que
reflejaban. También la pintura se ha ocupado de ellos.
Ovidio nos habló de Narciso, del imposible amor
sobre su amado, que se difuminaba al tratar de tocarlo, hasta que, roto el
espejo mil veces, desesperado, abatido, se convirtió en una flor(1).
Pero el espejo ya era conocido. El más antiguo que
se conoce y conserva se halla en el museo de El Cairo. Tiene unos cuarenta
siglos de antigüedad y posiblemente fuera fabricado por hebreos o egipcios, los
primeros que se dedicaron a ello. Fabricados con metales finamente pulidos su
uso fue extendiéndose.
Su propiedad de reflejarlo todo parece que
convenció a Arquímedes a fabricarlos como arma de guerra. Se dice que, durante la Segunda Guerra Púnica, en el sitio de Siracusa, los
construyó cóncavos, y dirigiendo con ellos el reflejo del Sol sobre las naves
de Marcelo, éstas fueron fulminadas por los concentrados y abrasadores rayos(2).
En el espejo
su dueño podía verse, pero a veces podía ver algo más, dando al espejo, en
estos casos, un carácter mágico. Por ello fue objeto deseado por magos y
alquimistas, cuyos reflejos eran puestos al servicio de reyes y personas
principales. Y no sólo el espejo cumplía
con su obligación de reflejar lo que se le ponía delante, también se creyó
posible que lo que en él se veía quedara allí guardado. Puede que por esta
razón Gutenberg, antes de inventar la imprenta, trató de hacer fortuna con la
fabricación de espejos. Aprovechando esta creencia instaló, en Strasburgo, una
fábrica para producirlos a un precio asequible. Su clientela eran los
peregrinos que viajaban a santuarios y lugares de culto, que los llevaban y, reflejados en ellos dichos lugares y las reliquias de los santos a los que
veneraban, creían ver atrapado en sus espejos algo de esa santidad.
Pero no sería hasta el siglo XVI cuando en la Venecia de los Dux comenzó
a usarse el vidrio. En Murano, isla veneciana a salvo de indiscretas miradas,
se guardaba el secreto del cristalino y famoso vidrio veneciano.
Y el espejo, pieza imprescindible en todo tocador,
en todo salón, se volvió rebelde,
sobrepasó sus funciones: comenzó, caprichoso, a hablar y a mostrar lo que había
más allá de él. Se convirtió casi en una ventana.
Los hermanos Grimm hicieron que un espejo hablara,
que contestase a una malvada reina que preguntaba a diario sobre su belleza. El
espejo, como si tuviera vida propia, contestaba, y la pérfida reina, con la información de su cristalino
confidente, llena de vanidad, cumplió el infame papel que Jacob Grim le dio.
Hans Christian Andersen, otro cuentista, también
estuvo preocupado por la magia de los espejos. En cierta ocasión viajo a
Nápoles. Había llegado a sus oídos que en la habitación de cierta casa había un
espejo mágico. Se decía que en él había desaparecido una niña vestida de verde,
como si hubiera sido engullida por el cristal. Aseguraban que de vez en cuando
la niña, convertida en mariposa, salía del espejo y sobrevolaba la estancia,
desapareciendo de nuevo en el espejo. Andersen quiso verlo. Alquiló la habitación y pasó una larga
temporada en ella. Nada sucedía. Decepcionado decidió marchar. A punto de
abandonar la casa, la criada que adecentaba la habitación, gritando, le urgió a
volver. Andersen, veloz, llegó a la habitación. Una mariposa parecía fundirse
en el espejo desapareciendo de su vista.
Jerónimo Scotto, un aventurero italiano, dicen que
poseyó uno, también mágico(3)
que le dio fama y le encumbró hasta que… perdió la magia y abandonó a su dueño.
Oscar Wilde también dio protagonismo a un espejo,
siempre visible, que reflejaba la juventud y belleza permanente de Dorian Gray,
mientras un cuadro, siempre oculto, tapado, escondía la fealdad física y moral
del reflejado en aquél. Gray descubriría, con horror, al destapar el cuadro, que
no siempre un espejo dice la verdad. Ambos, espejo y cuadro serían destruidos.
Y si los escritores se han ocupado de los espejos,
llenando páginas enigmáticas, los lienzos de los pintores nos enseñan, en un
alarde de imaginación, como los espejos pueden reflejar, sin necesidad del
azogue, a quienes se miran en ellos.
Para el genial Velázquez los espejos eran un reto.
En “Las meninas” los
reyes no están en la escena, podría decirse que eran ellos los que la
contemplaban, que eran ellos quienes hubieran podido pintar a su familia,
apareciendo, como quien hace una fotografía, reflejados en un espejo; pero no,
don Diego dejó claro que era él quien dirigía la escena. Con un pincel en la mano,
parece querer demostrar que puede pintarlo todo: lo que tiene delante y lo que
hay detrás.
(1) Narciso era hijo de Cefiso y de Leiríope. Fue objeto del amor de la ninfa Eco, que no vio, por más intentos que hizo, recompensado su amor con la atención de Narciso, que sólo tenía ojos para sí mismo. La enamorada ninfa se quejó a la diosa Némesis, rogándole sometiera a Narciso al inalcanzable amor que ella misma había padecido.
(2) Aunque la preparación de estos artilugios solares está más próxima a la fantasía que a la realidad, lo cierto es que Arquímedes, que resultaría muerto durante el sitio de Siracusa, sí diseñó y fabricó diversas armas arrojadizas de gran efectividad, que opusieron gran resistencia a Marco Claudio Marcelo, el general romano encargado del sitio.
(2) Aunque la preparación de estos artilugios solares está más próxima a la fantasía que a la realidad, lo cierto es que Arquímedes, que resultaría muerto durante el sitio de Siracusa, sí diseñó y fabricó diversas armas arrojadizas de gran efectividad, que opusieron gran resistencia a Marco Claudio Marcelo, el general romano encargado del sitio.
(3) Para saber algo más de este caso se puede acudir en historia intrascendente a "El espejo mágico de Scotto".