Cuando el viajero llega a Gerona sabe
enseguida hacia donde debe ir. La mole de su catedral, como un faro, le avisa. Construcción
altísima y encaramada sobre un montículo sobre el que se asienta, lo domina
todo; aunque no está sola, porque la iglesia de San Félix tiene una torre que rivaliza
con ella. Rodean la catedral grandes jardines, de un verdor exuberante, y los
restos de la muralla.
Para verla por dentro el viajero, desde la
plaza de la Independencia, ha cruzado el río Onyar por una de las pasarelas que
entran en el barrio antiguo, ha visto las multicolores fachadas de los
edificios que por su parte posterior se asoman al río y, ya en la judería, auténtico
dédalo de callejones empinados, el viajero llega a la plaza de la Catedral, a
los pies de la escalinata. Tiene ésta un solo tramo, pero con tres terrazas en
cada lado, que sirven de descansillo, y que el viajero agradece mucho. Arriba
ya, el viajero entra en el templo. Si por fuera, de la fachada el viajero no ha
dicho nada por no merecerlo mucho en su humilde opinión, del interior no
pararía de hablar durante buen rato. Gótica, de una sola nave, la catedral es
anchísima, dicen que es el templo de estas características más ancho de Europa(1),
altísima, con triforio que la circunda, y larguísima. A partir del crucero la
girola nos hace creer que estamos en un templo de tres naves, pero de nuevo al
salir del deambulatorio la amplitud del templo se vuelve a imponer, y eso que
un horroroso coro, de medianas dimensiones, afea el espacio e impide apreciar en
toda su extensión la espaciosa nave.
Pero
el viajero quiere contar lo que ve con orden: en la girola, entrando por el
lado del evangelio está la sacristía. En su entrada, un sepulcro parece hacer
de dintel a la puerta. Es el sarcófago de Ramón Berenguer II, Cabeza de Estopa, así conocido por sus rubios cabellos. De este príncipe la leyenda cuenta que
alternaba las tareas del gobierno con su hermano Berenguer Ramón, personaje
éste de malos instintos y que deseaba el gobierno para sí solo, cuando
aprovechando un viaje o una cacería, que no esta claro que hacía Cabeza de
Estopa en el bosque que le trajo la ruina, se vio abordado por unos
desconocidos y resultó muerto. Tampoco se sabe con rigor si fue Berenguer Ramón
quien dio o mandó dar muerte a su propio hermano; el caso es que acabó creyéndose
así y la historia, implacable con los felones, a acabado llamándole “el Fratricida”.
Saliendo de la catedral por los pies de la
misma, el viajero baja, con mucho menos pesar, la escalera que tanto le costó
subir y se dirige a la próxima iglesia de San Felix, también gótica. Allí hay
otro sepulcro. El del patrón de la ciudad San Narciso.
Tiene esta iglesia dos sepulcros del Santo Obispo,
el más nuevo es neoclásico, labrado en el siglo XVIII, y ocupa una gran
capilla. Este sepulcro guardó los restos del santo hasta 1936 cuando extraídos
de la urna fueron dispersos y arrojados al río Onyar. Antes habían estado en
otro sepulcro, mucho más antiguo, del siglo XV, de alabastro, que ocupa una pequeña
capilla cerca del presbiterio. Junto a esta capilla hay un cuadro.
Representa el famoso milagro de las moscas.
El viajero hace algo de memoria y sabe que
aunque al hablar de Gerona venga rápido a la mente la formidable defensa hecha
ante los franceses durante la Guerra de la Independencia, tan bien contada por
don Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, algo más de quinientos
años antes la Ciudad ya fue escenario de otra defensa no menos heroica.
En 1285, Felipe III el Atrevido está a punto
de invadir el reino de Aragón. Cuenta el francés con mucha ayuda, primero la del
papa, que además de prestar sus
ejércitos ha excomulgado al rey aragonés, dando carácter de cruzada a la
expedición francesa y nombrando un legado con grandes poderes en la persona del
cardenal Juan Cholet, que se permite el lujo, imprudentemente, de desposeer a
Pedro III de su reino y nombrar y entregar la corona aragonesa a Carlos, el
hijo menor del rey francés, que tan imprudente como el legado, reparte señoríos
entre sus caballeros; después cuenta con la ayuda de Jaime de Mallorca, hermano
carnal de don Pedro, traidor a su hermano, que si bien no aporta soldados,
permite la entrada francesa por el Rosellón.
Son muchos los enemigos, y muy poderosos, y
don Pedro no cuenta con aliados. Está solo, tanto que hasta los nobles aragoneses
le han dado la espalda. Sólo cuenta con catalanes para defender sus tierras. Únicamente Castilla, en su retaguardia, se ha
declarado neutral.
Tras una relativamente fácil entrada del
ejercito francés en tierras catalanas, las tropas de Felipe, que quintuplican(2)
en número a las de Pedro, se aprestan a la toma de Gerona, ciudad importante
que el rey aragonés considera plaza principal en la defensa de Cataluña.
La defensa de Gerona, pues, la encomienda don
Pedro al vizconde de Cardona, Ramón Folch, que, vacía la ciudad de civiles, la
ocupa con unos tres mil quinientos hombres, entre ellos dos mil quinientos
almogávares y seiscientos ballesteros sarracenos de probada eficacia en el tiro,
dispuesto a vender cara la pérdida de la ciudad.
Los ataques franceses son constantes, pero la
defensa de los de Cardona es heroica. El conde de Foix, por orden del rey
Felipe, se entrevista con Cardona. Quieren los franceses que el sitio a la
ciudad sea breve y ofrecen al vizconde convertirlo en un hombre rico, el más
rico del reino, si entrega la plaza. Folch rechaza la propuesta. Dos días
después, un pequeño grupo de sarracenos sale de la ciudad; los ballesteros se
acercan al campamento francés con todo sigilo, penetran en una tienda, asaetan
a cinco caballeros, toman prisioneros a treinta y ocho más y, con el mismo
sigilo con el que han llegado, regresan a la ciudad. Cuando a la mañana
siguiente, 28 de junio, los franceses descubren los cadáveres de los caballeros
muertos achacan su muerte a civiles catalanes del campamento. A la vista de los
sitiados varios de estos civiles son ejecutados. La respuesta de Cardona no se
hace esperar. Los treinta y ocho caballeros franceses capturados aparecen
colgados por los pies en lo alto de las murallas gerundenses.
La visión de los suyos colgando de las
murallas espolea el furor de los sitiadores. Un grupo se lanza contra una de las
puertas de la ciudad, mas en ese momento aquéllas se abren y una fuerza
irresistible de almogávares sale a su encuentro. El desastre para los franceses
es enorme y el campo queda sembrado de cadáveres. Los sitiadores tratan de
recuperar los cuerpos de sus caídos. No lo consiguen. Por el contrario, en el
intento, caen muchos más, varios caballeros entre ellos. Felipe ordena negociar
otra vez. Manda ofrecer quinientas libras a cambio de poder recoger los cuerpos
de los nobles franceses caídos a los pies de las murallas, luego mil ante la
negativa de Cardona; pero es inútil. Ramón de Folch no tiene precio, y contesta:
─ Ni
quinientas ni mil ni cien mil libras que se me ofrecieran serían suficientes. No
hace falta pagar nada para dar honores a los cuerpos de unos caballeros.
Y
dicho esto permite el paso a los franceses para retirar a sus muertos, quedando
los franceses muy impresionados por la generosidad del vizconde y su despego
por el dinero.
El
tiempo parece transcurrir en contra de los sitiados, cuyas provisiones merman rápidamente,
y sin embargo la realidad es otra.
La
tradición cuenta que un hecho milagroso vino a poner la situación de parte de
Cardona: al parecer los franceses acudieron con las peores intenciones a la
iglesia de Santa María extramuros donde se encontraba el sepulcro del patrón de
la ciudad, San Narciso, profanándolo. En ese momento comenzaron a salir del
sepulcro del Santo Obispo ingentes cantidades de moscas, que provocaron una
epidemia que comenzó a diezmar el ejército francés. Muchas debieron ser y
horrible su visión cuando un cronista dijo que eran “grandes como uñas, de color negro y verde”. Fuera por mediación
San Narciso o por el hacinamiento de cien mil hombres y sus respectivas bestias
concentradas en pleno estío en mínimo espacio, sin higiene de ninguna clase, lo
cierto es que iniciada la epidemia, ésta se extendió con la velocidad del rayo
y se produjeron tantas bajas que los franceses, viendo que de seguir así las
cosas la conquista de la plaza sería imposible propusieron, en un último
intento negociador, la capitulación de Gerona a lo que los sitiados, sin
vituallas y en situación desesperada, pero desconocida por los franceses, accedieron, pero en condiciones tan ventajosas
para ellos que se pactó la entrega de la ciudad bien avanzado el mes de
septiembre, prácticamente cuando los franceses habían perdido la guerra y, apenas
ocupada Gerona, Eustaquio de Beumarchais bajo cuyo mando estaba la cuidad la
tuvo que devolver.
El viajero vuelve a la realidad, apunto de
salir, cerca de una capilla próxima a la salida ve a una mujer sentada ante una
pequeña y vieja mesa. Tiene varios objetos religiosos, rosarios, estampas… y
tres ejemplares de un libro. El viajero saluda a la señora, curiosea y pide
permiso para ojear el libro. Toma el primero, que está sobre los otros dos. Se
nota que muchas otras manos anteriores a las del viajero han pasado aquellas
páginas. Es una “Vida e historia de San Narciso” escrita por el presbítero José
Mercader y Bohigas, que lo escribió en 1954, siendo cura párroco de aquella
iglesia de San Felix. La edición es del mismo año en el que fue escrito y al
viajero le impresiona mucho pensar que aquel libro pueda llevar esperando en
aquella mesa que alguien lo compre más de sesenta años. Al viajero, viendo la
incrédula cara de la señora que está tras la mesita, se le antoja que su
impresión no anda muy alejada de la realidad. El viajero pregunta el precio y
la señora se lo da en euros, pero como traducción del que debía tener en
pesetas hace mucho, como si el tiempo se hubiera detenido; y el viajero conforme
con el precio deja el ejemplar que ha visto y dice a la señora que se lleva el
libro, pero el que esta debajo del que ha estado mirando.
Otras muchas cosas enseña Gerona al viajero:
los baños árabes, el antiguo monasterio de Sant Pere de Galligants, con su
torre octogonal de estilo románico lombardo, preciosa, y dos paseos muy
recomendables, uno por el adarve de la muralla, desde donde el viajero
contempla la mejor vista de la ciudad y un relajante paseo por la porticada Rambla
de la Libertad.
(1) Hay un pequeño pueblo en el sur de Francia, Mirepoix, cuya iglesia de una sola
nave es tenida en aquel país por la de mayor anchura del mundo. El viajero
la ha visto y, aunque no sabe con exactitud las dimensiones de esta iglesia, sí
puede asegurar que es tan espectacular su arco que, ciertamente, rivaliza con la de Gerona en anchura.
(2) La mayor parte de cronistas y autores
coinciden en que Felipe III contaba con unos 200.000 efectivos entre
caballeros, infantería y tropa de todo tipo, frente a los 40.000 integrantes
del ejercito de Pedro III.