No suele el viajero repetir mucho las visitas a los lugares que ya conoce, sin embargo, a Jaca, en la que estuvo hace ya bastantes años, no le importa volver, porque tiene mucho que enseñar, y el viajero mucho que aprender en aquellos valles, que fueron territorios carolingios dependientes de Aquisgrán y acabaron separándose, en tiempos del conde Galindo Aznárez II, de la Marca Hispanica, allá por el año 890.
Desde que en el siglo XI el conde Sancho
Ramírez la hiciera ciudad, Jaca no ha dejado de contar en la historia de Aragón
y de España. De su importancia germinal el viajero dirá que antes de ser ciudad
fue castro, villa conocida por los romanos y luego por visigodos, pero que con
Ramiro I, el primer rey aragonés y sobre todo con su hijo Sancho Ramírez, la
que pronto sería ciudad, comenzó a ganar prestancia con aquello con lo que las
ciudades presumían ante las demás: su catedral.
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Jaca. Tímpano de la catedral. |
Dos construcciones soberbias adornan Jaca que
brillan sobre todo lo demás, las dos puestas bajo la advocación de San Pedro: una
es civil, el castillo, hoy conocido impropiamente como ciudadela; y otra
religiosa, la catedral. El viajero por seguir el orden del tiempo se asoma
primero a ésta que es larga y, según le parece, muy alta su nave principal para ser románica. De
planta basilical, con tres naves, si acaso lo que menos gusta al viajero sea la
capilla mayor. Sabe que es obra del siglo XVIII, que su construcción implicó la
desaparición del ábside principal y al viajero esto le hace la idea de que el órgano
que aloja parezca estar embutido en el fondo de un pasillo que acompaña
mal al resto de la fábrica, y eso pese a tener sus paredes cubiertas por pinturas
de Manuel Bayeu, hermano y cuñado de pintores.
Bajo el altar hay tres urnas de plata.
Guardan los restos de Santa Orosia, la patrona de la ciudad; los de San Voto y
San Félix, los hermanos santos que fundaron el santuario de San Juan de la
Peña; y los de San Indalecio. No impresionan gran cosa al viajero estas urnas,
a diferencia de lo que va a suceder con lo que le espera en la nave del lado
del evangelio; y es allí donde el viajero se entretiene durante más tiempo. En
el hastial, en el brazo que hace de crucero, hay un sepulcro labrado en
alabastro con mucho esmero del que fue obispo de Alguer, don Pedro Vaquer, y
encima, apoyada en el muro del arcosolio, una imagen en alabastro también de la Virgen de la
Asunción. Sabe el viajero que es una de las imágenes de mayor importancia que
la catedral tiene. El marqués de Lozoya dijo mucho y bueno de ella y el
viajero, con esa recomendación, pese a la deficiente iluminación, se aplica en
distinguir los detalles.
Siguiendo por la misma nave hasta los pies
del templo el viajero llega a la capilla de la Trinidad, con el que es a decir
de muchos el mayor tesoro artístico de la catedral. Como en tantos otros
lugares, una moneda permite, como si sucediera un milagro, que se haga la luz.
El motivo principal, la Santísima Trinidad, representa al Dios Uno y Trino, con
un Dios Padre de tan clara vocación miguelangelesca que al viajero lo primero
que le viene a la imaginación al verlo es el Moisés del genial escultor
italiano. Tal maravilla hace que sea de justicia decir que quien la hizo se
llamaba Juan de Anchieta, natural de Azpeitia y cuya influencia y escuela
perduró durante mucho tiempo.
De las obras civiles, el castillo es la obra
más importante. A finales del siglo XVI Felipe II mandó erigirlo, aunque la
mayor parte de las obras se realizarían durante el reinado de su hijo Felipe
III. Se halla en un estado de conservación excelente, en parte por los cuidados
y reparaciones recibidos en los últimos años y en parte por su escasísima
participación en acciones de guerra. Desde que se finalizó su obra, tuvieron
que pasar casi dos siglos en ser usado para lo que fue construido y aún así,
con sus protagonistas con los papeles cambiados, porque, en su único episodio
bélico, eran los franceses los que lo defendían de los españoles, que trataban
de rendirlo. Hacia 1809, las tropas francesas tuvieron fácil adueñarse de la
fortaleza ante la escasa oposición presentada por unos escasos cuarenta
defensores, entre los que se encontraba un joven Francisco Espoz, que luego
tendría mucho que ver en la recuperación del castillo. Allí estuvieron los
franceses hasta que en 1814, tocando fin lo que para Napoleón comenzó como un
paseo triunfal y al fin una pesadilla, el mariscal don Francisco Espoz y Mina
ordena tomar Jaca y recuperar el castillo que él mismo había tenido que
abandonar derrotado cinco años antes. El 17 de febrero de 1814, después de
recuperar Jaca y poner sitio al castillo, oficiales españoles y franceses
firmaban las condiciones de la capitulación.
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Castillo de San Pedro. |
El viajero, que ya ha dicho que vuelve a Jaca
después de unos años, casi diez años después de su primera visita, tiene
motivos, como los tiene un alumno que deja para septiembre alguna asignatura.
No tuvo tiempo de ver entonces una de las piezas más antiguas que guarda, más
bien esconde, la ciudad: el sarcófago de la infanta doña Sancha Ramírez, hija
de Ramiro I; pero que sabe que está en la iglesia del monasterio de las
benedictinas desde que en 1622 las monjas lo trajeron desde la iglesia de Santa
Cruz de la Serós. Siempre cerrada la iglesia del monasterio el viajero,
dispuesto a aprobar esta asignatura y con buena nota, pregunta. Le dicen que si
acude al monasterio las monjas le abrirán la capilla. No es la primera vez que
esto le ocurre, pero sí que nada más llegar y atenderlo la monja que se ocupa
de recibir a los visitantes, cuyo nombre olvidó preguntarle, y bien que lo
siente el viajero, ésta en lugar de acompañarle le entrega la llave para que él
mismo se sirva. Es una llave grande, de hierro viejo, pero bruñido el metal por
su uso y por la pulcritud con la que su dueña la conserva. El viajero abre el
portón y entra. Al momento otra monja entra en la iglesia por alguna puerta
próxima al presbiterio, enciende las luces y se sienta en uno de los asientos
del coro mientras el viajero descubre lo que venía a ver.
El sarcófago de doña Sancha está en una
capilla a los pies del templo, por donde ha entrado el viajero. Es una joya del
arte funerario románico. Si fue labrado a finales del siglo XI o a principios
del XII es cosa que no importa mucho al viajero, que lo admira y hasta puede
ver a la propia doña Sancha en una de las figuras que decoran uno de los
laterales del sarcófago.
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Sarcófago de la condesa doña Sancha. |
Ha leído algo el viajero de la importancia que
para la historia de Aragón tuvo esta infanta, que así nació por su origen,
aunque se la conozca más como condesa, pues ese título adquirió al casarse con
el conde Ermengol III de Urgel, del que quedó viuda, sin hijos, al morir el
conde en el asalto a Monzón. Ermengol, siempre en campaña, tuvo poco tiempo o quizás
poco interés; curtido en amores, viudo dos veces ya al unirse a Sancha, con
hijos de sus anteriores matrimonios, parece que tomó la afición de visitar el
harén que encontró en el palacio musulmán, que hizo suyos tras la toma de Barbastro.
Viuda, pues, doña Sancha tomó los
hábitos, pero sin renunciar al mundo. Con la total confianza de su hermano el
rey, se interesó por los asuntos del reino, ayudó en cuanto le mandó don Sancho
y contribuyó mucho a la educación de sus sobrinos, futuros reyes de Aragón don
Pedro y don Alfonso. El viajero satisfecho y agradecido devuelve la llave, da las
gracias y vuelve a la calle Mayor.
Al viajero siempre le ha gustado, cuando ha
sido posible, ver las cosas desde lo alto, y Jaca le brinda la ocasión de
hacerlo desde la cumbre del monte Rapitán que le acerca al cielo unos
trecientos metros sobre las cabezas de quienes caminan por las calles jaquesas.
Desde allí, contempla el valle de Canfranc, la peña Oroel, y a sus pies, ante
sus ojos con los que la abarca toda, Jaca. Detrás del viajero el fuerte
Rapitán. Comenzó a construirse en 1884 con la intención de defender los pasos
pirenaicos que desde su altura podía vigilar, pero aunque se artilló, cuando
fue terminado su uso apenas era ya necesario para lo que se había construido,
aunque sus muros sirvieron de cárcel unas veces y paredón de ejecuciones otras.
Hoy, como hace diez años el viajero lo ve cerrado y sin uso, por más que haya
leído que se usa para la celebración de actos culturales.
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Fuerte Rapitán. |
Callejeando de nuevo el viajero dedica un
rato a ver las cosas que cualquier folleto turístico le enseña y de paso
encontrar, por casualidad, aquellas otras que no lo hace. Después de ver la
Torre del Reloj, en un pequeño parque encuentra la ermita de Sarsa. No es éste
el sitio donde haya estado siempre. Donde hoy puede verla el viajero sólo lleva
cuarenta años, que es bien poco sabiendo que esas piedras colocadas unas sobre
otras hasta tomar forma de ermita románica fueron puestas hace
unos novecientos años. El pueblo al que la ermita servía de parroquia fue
abandonado en los años setenta del pasado siglo y la iglesia, que hubiera
acabado arruinada, traslada piedra a piedra hasta donde hoy está. No puede por
menos el viajero que agradecérselo a quien corresponda, pues aparte de
facilitar su contemplación, seguramente así la ermita logre cumplir otros
novecientos años, y aún más.
El viajero tiene que dejar Jaca, pero se
pregunta si acaso sea la penúltima vez que la vea. Porque Jaca ha sido parada y
fonda de peregrinos del Camino de Santiago en una de sus rutas francesas
desde hace siglos, como hoy lo es de veraneantes y turistas. Méritos para ser
así los tiene sobrados.