UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

   En Winchester, Inglaterra, se celebra una gran ceremonia. Es 25 de julio de 1554 y en su catedral, frente al altar, están sus protagonistas. Se celebra la boda de una reina y de un futuro rey. Los contrayentes: María, de treinta y ocho años, soltera, poco agraciada, mellada debido a su afición a los dulces, católica, culta, reina de Inglaterra y muy enamorada; y Felipe, de veintisiete, viudo, atractivo, reservado, católico también, príncipe y, cumpliendo los deseos de su padre, muy resignado, formalizan ante Dios y los hombres un enlace que parece culminar con éxito la política matrimonial del emperador.

   Había sido deseo de Carlos V, el emperador y padre del novio, que aquella boda se celebrara. Los intereses del imperio así lo requerían. Convencido de la dificultad de obtener para su hijo el imperio alemán, pensó que una alianza matrimonial con la Inglaterra de María Tudor dejaría a Francia totalmente aislada, y consolidados y engrandecidos los ducados que Felipe iba a heredar en Flandes y Borgoña.

   Pero el camino hasta llegar allí no había sido precisamente un camino de rosas. La llegada de María, una católica, al trono inglés había contado con una fuerte oposición, pero más aún la tiene ahora el futuro matrimonio con el príncipe español. La propuesta para contraer matrimonio con Felipe le ha llegado a María muy poco tiempo después de ceñir la corona inglesa. Se la transmite, por orden del emperador Carlos, Simón Renard, un borgoñón embajador en Inglaterra. María parece entusiasmada, aunque quiere conocer a Felipe, su pretendiente, antes de aceptar; pero esto es imposible. El emperador no lo consiente. María tiene que conformarse con un cuadro;  aunque no sea un cuadro cualquiera. Cuando llega la pintura a manos de la reina, ésta, dicen, queda locamente enamorada. La apostura de príncipe y la mano de Ticiano han bastado para ello. Y se decide: contra viento y marea dará el sí quiero a Felipe.

Felipe II. Anónimo flamenco. S. XVI.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Las negociaciones hasta la firma de las capitulaciones matrimoniales no son cosa fácil. El embajador Renard y el conde Egmont, hombre de confianza del emperador designado para tal propósito y para otros más discretos y menos confesables, se emplean en conseguir unos pactos beneficiosos para Felipe, pero los ingleses, recelosos de los españoles, temerosos de ver comprometida la independencia inglesa, imponen muchas restricciones al poder del futuro rey consorte, que sólo será rey mientras la reina María viva. También que los hijos del matrimonio, de haberlos, si el príncipe Carlos muere sin descendencia, serán los herederos de la corona española.  Tampoco Francia, permanece ajena: causa en parte de la política de alianzas del emperador, los ingleses no aceptan ser utilizados y se reservan libertad de acción para el caso de que España y Francia entren en guerra.

   Muchas otras condiciones quedan redactadas, pero al fin, superados los obstáculos, obtenida la licencia papal, pues María es tía segunda de Felipe, el plan del emperador Carlos y los anhelos de María Tudor se hacen realidad. Al salir los novios de la catedral de Winchester el rostro de María está radiante y Felipe, en su papel de esposo solícito, hace cuanto puede por complacerla.

   Ese mismo año, en noviembre, se restaura el catolicismo en Inglaterra y casi de inmediato comienza la persecución de los protestantes. El obispo de Gloucester, John Hooper, es arrestado. Había dicho el prelado poco antes que morir ahogado era el mejor final que cualquier sacerdote católico podía encontrar. Como una pesada broma, el destino dispone que sea el fuego el final deparado para los protestantes y que a Hooper sean las llamas las encargadas de consumir su cuerpo. Una hoguera ante su propia catedral pone fin a sus días. No es el único. El arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, el de Worcester, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, obispo de Londres siguieron su misma mala suerte.

   Sin embargo no es Felipe el mayor promotor de la represión protestante, antes al contrario, se muestra condescendiente. La necesidad de congraciarse con el pueblo y los poderes ingleses, sobre todo si la reina muere antes de la cuenta, lo que resulta más que probable, y sin descendencia, lo que parece casi seguro, le obligan a obrar así. Pese a todo, la reina, una mujer madura, de salud precaria, trata de tener un hijo, y Felipe un heredero.

   En la primavera de 1555,  María anuncia que va a ser madre. Los signos de un estado de buena esperanza y un vientre abultado así lo hacen creer; pero el tiempo pasa, la dilatación se reduce y el heredero no nace.  La reina volverá a anunciar lo mismo en más ocasiones y otras tantas veces, la desesperación se instalará en su alma y la decepción en Felipe, que convencido de no obtener un heredero de María, comenzará a pensar en un futuro distinto.

   Con motivo de la abdicación del emperador, Felipe marcha de Inglaterra. Deja desconsolada a María, parte aliviado él. Casi dos años después, en marzo de 1557, Felipe regresa. María no cabe de contento, aún espera, seguramente sólo ella, el milagro de engendrar. Está de nuevo con ella su amado Felipe, pero éste no estará mucho tiempo, sólo el preciso para comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia, aún contraviniendo los pactos matrimoniales, que María no tiene en cuenta, pero el Parlamento sí, e influir en la reina para que su hermanastra Isabel sea designada sucesora, que aunque protestante está más alejada de Francia que la católica María Estuardo. La suerte en lo primero llega en ayuda de Felipe cuando un noble, Thomas Stafford, protestante inglés, exiliado en Francia, cruza el canal, llevando consigo una pequeña tropa de mercenarios, pagados en parte por Francia, toma el castillo de Scarborough, se declara lord protector y trata de encabezar una revuelta. La aventura, sin futuro alguno, tiene un mal final para Stafford, que es detenido y ajusticiado; pero supone para Felipe II, que ya tiene el apoyo de la reina, la suerte de comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia. Cumplido su objetivo deja Inglaterra para no volver y a María a las puertas del peor año de su vida. En 1558 el estado de salud de la reina María empeora, nada alivia su pena. Apenas comienza el año, otra desgracia rompe su corazón: la pérdida de Calais. Entristecida y sintiéndose abandonada escribe continuas cartas a Felipe, que las contesta con frialdad. Llora y pronuncia el nombre de su amado sin cesar, lo llama, implora que vuelva a su lado. Pero Felipe se limita a solicitar que sea Isabel su sucesora. Sola y abandonada, el 17 de noviembre de 1558 María Tudor deja este mundo, junto a su lecho hay un retrato de Felipe; para ella aquél no había sido un matrimonio de conveniencia.
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EL XIX. LA GLORIOSA

   Es la una y diez de la tarde del día 18 de septiembre de 1868; desde la fragata Zaragoza resuena la vigésimoprimera y última salva preludio de nuevos tiempos, anuncio del cambio que muchos esperan. Topete y Prim están ya en los muelles del puerto gaditano; ni siquiera han esperado a que los generales desterrados en Canarias lleguen a Cádiz. La revolución está en marcha. 

   Poco después el telégrafo hace llegar a Lequeitio, donde veranea la reina, la noticia del alzamiento. Allí, Isabel está con parte de su camarilla y, desde luego, con su amante de turno, Carlos Marfori, quien a la larga le será leal, como le pidió Narváez, tío suyo, antes de morir.

                                                      * * *

   Al día siguiente, ya en Cádiz los generales desterrados, se publica el manifiesto “España con honra”. Lo redacta López de Ayala y lo firman los generales Serrano, Prim, Dulce, Nouvilas, Primo de Rivera, Serrano Bedoya, Caballero de Rodas y el almirante Topete. El presidente González Bravo incapaz de controlar la situación presenta la dimisión y es sustituido, por deseo de la reina, por un militar, el general Gutiérrez de la Concha, quien nada más tomar posesión del cargo decide hacer frente a la situación por la fuerza, al tiempo que pide a la reina su regreso a Madrid, pero sin Marfori, por tener, dice, el sentir general de la nación mala opinión de él. 

                                                     * * *

   La reina, muy en su papel de soberana, con el mismo sentido común que le había puesto en situación tan delicada, una vez más, se deja aconsejar. El padre Claret, su confesor, el propio Marfori, ofendidísimo por la petición del presidente,  y el resto de consejeros y cortesanos le aconsejan, sin ponerse de acuerdo, sobre qué debe hacerse. También el marqués de Salamanca lo hace, quizás con mayor sensatez que ningún otro. Le plantea con realismo la delicada situación: sólo el príncipe Alfonso podría salvar la dinastía. Abdicar en él serviría para mantener a los Borbones en el trono, quizás.


   Pese a todo, la reina al fin parece decidirse por su vuelta a Madrid; pero cuando se lo comunica al rey Francisco de Asís, éste se opone con rotunda firmeza. Le advierte que con su regreso estarán perdidos, que lo mejor es partir hacia Francia. Isabel se resiste, atiende a quienes aún le dan esperanza de resolver la situación con su vuelta a la Capital.
   ─Harás que nos maten ─insiste Francisco de Asís─ si te empeñas en volver.
   ─Paco, me lo pide el gobierno, que cree que aún estamos a tiempo.
   ─¿A tiempo de qué, Isabel? Sólo hay tiempo para una cosa. Debemos marchar a Francia.
                                                  
Francisco de Asís de Borbón. Rey consorte de España.
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)
                                                  
   Y mientras tanto la revolución avanza imparable: el duque de la Torre,  general Serrano, avanza, por tierra, camino de Madrid. El general Prim, por mar, bordea la costa mediterránea, alcanza Cartagena, Valencia y Barcelona, y consolida la revolución en el litoral mediterráneo. Se van formando juntas revolucionarias que poco a poco, y no sin esfuerzo, van afianzando la revolución por el resto de España (1) ­.

   Pero el gobierno no se da por vencido. Desde Madrid se envía un ejército hacia Andalucía al objeto de frenar el avance del general Serrano. Cerca de Córdoba, en Alcolea, las tropas de Serrano, duque de la Torre y las de Pavía, marqués de Novaliches, enviado por el gobierno, toman posiciones. Como en tantas otras batallas de las que la historia habla, un puente, éste sobre el Guadalquivir, “El puente de los veinte ojos”, es objetivo de ambos bandos. Hay duros enfrentamientos, pero cuando Novaliches es herido la desbandada del ejército enviado por el gobierno es general. Serrano, con caballeroso comportamiento, propio de la época, permite la retirada del enemigo, quien tras su derrota negocia con el duque de la Torre y decide unirse a éste para llegar juntos a Madrid. La derrota de las tropas gubernamentales el 28 de septiembre en Alcolea y el pronunciamiento en Madrid el 29 al ser conocida aquélla obliga a ceder el poder en la Capital a una junta revolucionaria.

                                                      * * *

   Finalmente, Isabel decide dejar España con su amante Marfori. Aún, José Osorio, duque de Sesto y marqués de Alcañices, trata de persuadirla. Insiste el duque en que todavía es posible resolver la situación, que no tiene más que poner rumbo a Madrid, donde el pueblo la aclamará otorgándole el laurel de la gloria. La reina, tan inconsistente en su pensamiento como en sus actos, menos dispuesta en atender su interés que en satisfacer su capricho, contesta al fiel Osorio, haciendo gala de su siempre veleidoso carácter, con una de sus más célebres frases: “Mira Alcañices, la gloria para los niños que mueren y el laurel para la pepitoria”.

   El 30 de septiembre la reina sale de España. Camino de Pau primero y después de París, Isabel II nunca volverá a reinar. Tres días después llega a Madrid el general Serrano, y queda a la espera de que también lo haga el general Prim. Cuando llega éste el día 7, lo hace entre apoteósicas muestras de entusiasmo. Al día siguiente España tiene un Gobierno provisional presidido por Serrano, con Prim y Topete en las carteras de Guerra y Marina, respectivamente; y el 6 de diciembre se publica para el mes siguiente, enero de 1869, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes.

   La revolución ha triunfado, y sin embargo los problemas de España siguen siendo los mismos.


(1) El detalle de uno de estos episodios locales quedó bien explicado en el Blog “Pinceladas de Historia Bejarana” en su artículo “Béjar, protagonista de un hecho”
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EL FIN, EL PRINCIPIO

   Si sabemos que no hay nada más certero que la seguridad de nuestro fin, ninguna cosa es más incierta que la hora del mismo. Es desconocer el minuto en el que se parará el reloj de la vida, lo que la llena de ilusión y esperanza, aunque haya quien trate de esquivar, sin lograrlo, su propio destino, como cuando pidió Sibila a los dioses ser inmortal. Éstos le concedieron el favor; pero al pasar el tiempo comprobó que, aunque era inmortal, aunque su existencia se mantenía aferrada al mundo, su cuerpo envejecía. Fue entonces cuando cayó en su error. Había pedido no morir, pero olvidó pedir no envejecer. Su oráculo seguía siendo famosísimo. Vivía en una cueva en la que predecía el futuro de quienes le preguntaban, siempre con gran acierto, de ahí que la bien ganada fama de su oráculo incluso se acrecentara. El tiempo siguió pasando y su cuerpo con el paso de los años se había encogido tanto y era tan frágil que tuvo que ser introducida en una botella para evitar que se dañara. Ella que predecía con acierto el futuro ajeno no había sido capaz de contemplar el suyo, por ello, cuando unos visitantes al verla así, disminuida y quejosa, le preguntaron si quería algo, ella no acertó a decir otra cosa que: “morir”.

Sibila Cumana. Tapiz.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Y sin embargo, es en el último momento, en el que rebosante el corazón de paz interior, convertimos el morir en vivir, para comenzar una nueva vida.

   Pocos han expresado tan bien, con tanto sentimiento, como José Selgas, un poeta romántico del siglo XIX, el momento en que un niño, sea de la edad que sea, porque ante la eternidad nunca se deja de serlo,  ve una nueva luz, una nueva vida: 

                                 Bajaron los ángeles
                                 besaron su rostro,
                                 y cantando a su oído, dijeron
                                 “Vente con nosotros”
                                 Vio el niño a los ángeles,
                                 de su cuna en torno,
                                 y agitando los brazos, les dijo:
                                 “Me voy con vosotros”
                                 Batieron los ángeles
                                 sus alas de oro,
                                 suspendieron al niño en sus brazos,
                                 y se fueron todos.
                                 De la aurora pálida
                                 la luz fugitiva,
                                 alumbró a la mañana siguiente
                                 la cuna vacía.

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EL COLLAR

   En la capilla real del Palacio de Versalles está a punto de comenzar la Santa Misa. Es 15 de agosto, se celebra la Asunción de la Virgen y oficia Luis René Éduard de Rohan Guéménée, cardenal, príncipe del Sacro Imperio, primado de Alsacia, obispo de Estrasburgo, embajador, miembro de la Academia, Limosnero Mayor de Francia..., cuando unos alguaciles se presentan en palacio y detienen al príncipe de la Iglesia. La sorpresa es enorme, pero el escándalo aún será mayor cuando se conozca la causa del arresto.

   Todo había comenzado tiempo atrás, cuando el camino de Juana de Valois se cruzó con el de la marquesa de Boulainvilliers. Siendo aquélla una niña aún, las cosas para la pequeña Juana comenzaron a cambiar. Juana, aunque de ilustre apellido, era hija de Jacques de Luz de Saint Rémy de Valois, personaje de vida poco ejemplar, descendiente de un bastardo reconocido por Enrique II. Al morir Saint Rémy dejó en la miseria a la madre de Juana, que poco pudo hacer por ella y sus otros dos hijos. Pero aquel encuentro casual con la marquesa de Boulainvilliers abrió unas puertas que nunca hubiera soñado tener ante sí.

    La marquesa procura a Juana una educación elemental en un internado. Después Juana, ya jovencita, ejerce diversos oficios y por último ingresa en un convento; pero no es una vida de monja la que Juana piensa que más le conviene. Es joven, hermosa, muy ambiciosa y es una Valois. El primer paso tras escapar del convento es casarse con un oficial de la gendarmería, un tal Antonio Nicolás La Motte, al que Juana seguramente no quiso nunca, pero que, ambicioso él también, o contagiado de la avidez de su esposa, el interés mantiene unidos. Porque el interés de Juana es ascender, lo mismo que el de Nicolás. Ella poco a poco se introduce en la corte, le presentan al cardenal Rohan y éste no tarda en convertirla en su amante y favorecer al esposo de la querida, mejorando su posición en la milicia, al tiempo que él mismo se autotitula conde, lo que viene de perlas a Juana, ahora ya condesa de La Motte Valois.

   Juana intriga sin pausa, maquina sobre su futuro, y ama. No es el cardenal su único amante. Un vividor de nombre Rétaux de Villette, tolerado por el conde, forma parte de su vida y va ha tener protagonismo importante en los planes de la condesa, que cada vez mejor informada averigua los íntimos anhelos de Su Eminencia el cardenal Rohan: agradar a la reina María Antonieta y con ello, quién sabe, alcanzar un importante puesto en el gobierno(1).

   Y el cardenal, tontorrón, se deja embaucar por la pérfida condesa y sus ayudantes. Una casualidad pone en manos de la condesa de la Motte el arma para consumar su engaño: el capricho de la reina por las alhajas, y muy particularmente por un collar que los joyeros Boehmer y Besenge tienen en su muestrario y que muy apurados debido a su altísimo precio, un millón seiscientas mil libras, no logran vender ni por lo mismo la reina comprar.

   Con astucia, la condesa habla con el cardenal, hace creer al purpurado su íntima relación con la reina, le engaña diciéndole cuánto gustaría a la reina comprar el collar y cuánta discreción desea mantener en el asunto; y cómo no, cuánto agradecería tal servicio. Atrapado en la red de la condesa, que ha ido preparando el terreno con ayuda de Rétaux de Villette, excelente falsificador, le muestra una nota firmada por María Antonieta de Francia, que convence al cardenal sin reservas. Rohan, entregado a su ambición y a sus propios sueños, con su talento encogido por las pasiones no advierte el error de Rétaux: la reina sólo escribe su nombre de pila al firmar.  A finales de enero de 1785 el cardenal Rohan compra el collar en nombre de la reina, firma el contrato y acuerda en él los cuatro plazos semestrales, de igual importe cada uno de ellos, que deberán ser satisfechos en pago de la pieza. Por supuesto, el propio cardenal se constituye en fiador de la operación.

   El último día de enero el collar ya está en manos de la condesa. El cardenal, con cándida inocencia, se lo ha entregado para que lo ofrezca a la reina.


   Para consolidar el engaño, los canallas orquestan una nueva partitura, cuyas notas van ha sonar como música celestial en los oídos del incauto; porque como si escuchara el canto de un ángel va a oír el prelado la voz de su reina. El conde de La Motte busca entre las prostitutas de los jardines del Palais Royal una dispuesta a hacer el papel de su vida. La elegida es Nicole Leguay, conocida como madame de Signy, a la que se le dijo representaría el papel de una baronesa, cuando en realidad su actuación iba a ser la de doble de reina María Antonieta. Se le adiestró en lo que debía decir y hacer, y fue llevada a los jardines de Versalles en noche cerrada, cuando la escasa luz impedía reconocer a la actriz, que era apenas una silueta. Pese a ello la baronesa Oliva, que ese nombre le pusieron los directores de la farsa, tenía un más que notorio parecido con la reina, fue vestida y arreglada conforme a los propósitos de los canallas y con una rosa en la mano, se le advirtió que se presentaría ante ella un gran señor, enamorado y entregado.

    Avisado el ingenuo cardenal de una discreta cita con la reina como señal de agradecimiento y prueba de amistad, Rohan es conducido hasta el jardín de Venus por el farsante Rétaux disfrazado de sirviente real, ante la supuesta reina. Al llegar ante su soberana, olvidando sus prerrogativas,  se inclina y habla:
   ─ Sabed, majestad, cuán sinceros son mis sentimientos de lealtad a vuestra persona. Sabed, cuán feliz soy por serviros, majestad.
   ─ Quedad tranquilo, pues todo el pasado queda borrado─ contesta la baronesa en su papel de reina, al tiempo que entrega la rosa a su admirador.
   En ese momento, Rétaux y la condesa de la Motte irrumpen en la escena. La función se representa con la precisión de un reloj.
    ─ Los condes de Artois se aproximan majestad─ anuncia Rétaux.
     Es el momento de la despedida. El cardenal toma la mano de la reina, la besa y, acompañado por la condesa de la Motte, se retira con rapidez, mientras Rétaux y madame de Signy, que no entiende nada de lo sucedido, se alejan por otro camino.

    El cardenal Rohan es feliz, mientras Juana, el conde, que ha vendido parte de los diamantes en Londres y el eficaz Rétaux viven a lo grande de lo obtenido en la venta del collar y de las dádivas con las que Rohan agradece a la condesa los servicios de todo tipo prestados. Mas el tiempo pasa y el inocente, que bajo los hábitos de servidor de Dios oculta sus debilidades por el mundo, pero que no engaña a la condesa de La Motte ante cuyos ojos exhibe la mayor ingenuidad, próxima a la idiotez, al fin comienza a preguntarse porqué la reina no vuelve a pensar en él, porqué nunca luce en su cuello el collar que ya es suyo.

    Y  la condesa de la Motte, ingeniosa como sólo ella sabe serlo, vuelve a engañar al crédulo Rohan, que ciego, cree todo cuanto Juana le quiere hacer creer.

   Sin embargo, en julio, el primer plazo para el pago del collar, fijado para el uno de agosto, se aproxima. La condesa viendo que la situación se torna comprometida, propone, en nombre de la reina, negociar una moratoria, pero desconfiados los joyeros por su propia naturaleza de comerciantes acuden directamente a la reina. Boehmer, liberado de intermediarios descubre el fraude.

   Esperaban los sinvergüenzas que el cardenal, en el peor de los casos, se hiciera cargo del pago, que tratara de ocultar no la estafa de la que había sido víctima, sino el ridículo que supondría para él la publicidad del asunto; pero los joyeros presos del pánico, angustiados por las posibles pérdidas, no quieren saber nada del cardenal. Reclaman a la reina y denuncian al Limosnero Mayor del Reino.

   Cuando el día de la festividad de Asunción de la Virgen el cardenal Rohan termina de ser interrogado en presencia de los reyes y del barón de Breteuil, ministro del rey, es trasladado a la Bastilla.  Breteuil no es precisamente partidario de Rohan, como no lo es María Antonieta y, los dos, cada uno por sus propios motivos, ponen gran interés en airear el asunto para desprestigiar al cardenal.

  También Juana es detenida. La condesa de la Motte arremete contra todos los que puede con tal de atenuar su culpa. Involucra a José Balsamo, muy conocido, querido y admirado a partes iguales por muchos, despreciado por otros. El conde Cagliostro, más conocido por ese título que parece que él mismo se atribuyó, es acusado por Juana como sujeto inspirador del engaño. Cagliostro es detenido, reside varios meses en la Bastilla, en peores condiciones que el cardenal Rohan, desde luego, y se le somete a un careo con la desvergonzada La Motte. Al fin el Parlamento lo absuelve, lo mismo que al cardenal.

   Muy decepcionada María Antonieta con la absolución de Rohan, al que odia, se queja. Insiste ante el rey. Sus súplicas o quizás las exigencias de la caprichosa reina no tardan en causar efecto. El cardenal es desposeído de todos sus honores: una abadía será su principado a partir de entonces. Tampoco el conde Cagliostro sale mejor parado. Parte para Inglaterra, desterrado de Francia. Una “lettre de cachet”(2) así lo ordena.

   Juana, por su parte, sí es condenada. El fuego en su espalda desnuda señalándola como ladrona se le aplica a la vista de todos, en la plaza. Poco después, tras fugarse o recibir ayuda para hacerlo, aparece en Londres; pero aún allí es perseguida, acosada; mas no  piensa dejarse detener. Desesperada, pone de forma drástica fin a todo. Abre una ventana y se arroja al vacío.

   La publicidad dada al caso por impulso de la reina y por Breteuil , se volverá contra aquélla y contribuirá, un poco más si cabe, a consolidar la mala fama de la reina que sólo firmaba como María Antonieta, que era reina de Francia, pero que su pueblo conocía como “La austríaca”.

(1) El desprecio y animosidad con los que regalaba la reina al cardenal provenía de los informes y comentarios que su madre, la emperatriz María Teresa de Austria, había vertido sobre las frívolas licencias que se había tomado el cardenal durante su embajada en Viena.

(2) Sobre las “lettres de cachet”, su uso y abuso, encontrará el lector cumplida información en el artículo “Las lettres de cachet en el Antiguo Régimen” del blog “De Reyes, Dioses y Héroes” editado por La Dame Masquée.

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¡DESPERTA FERRO!

    Ese era el grito que daban los almogávares, que aterraba a sus enemigos cuando, antes del combate, golpeaban sus azconas entre sí o contra las rocas, produciendo en el choque un espectacular chisporroteo mientras escuchaban el coro proferido por aquellos feroces y temerarios hombres, que “ni daban tregua ni la pedían”. 

    Era el aviso que hacía temblar al rival, que despertaba de su letargo el hierro de sus armas, siempre dispuestos ellos al combate, al saqueo y al botín. Era, pues, el principio del fin de quienes se atrevían ─y cada vez eran menos─ a enfrentarse a los almogávares. 

  Su enorme fama como temibles soldados se debía a su contundencia en el campo de batalla, pero también a los actos individuales que alguno de ellos llevó a cabo, como cuando tras la conquista de Sicilia por Pedro III el Grande, los aragoneses solicitaron al rey de Aragón permiso para desembarcar en Italia. El rey, que conocía el carácter belicoso e inquieto de aquel grupo de fieros soldados dejó que unos dos mil de ellos saltaran al continente. Querían acción y botín, y las dos cosas iban a obtener. Las escaramuzas de aquellos dos mil almogávares eran continuas y las derrotas infligidas a los angevinos constantes. En una de aquellas expediciones cayó prisionero uno de aquellos implacables guerreros. Los caballeros franceses viendo el aspecto desarrapado del cautivo y la escasez de su impedimenta hicieron burla de él. Verlo solo e indefenso envalentonó a los franceses, pero el almogávar, cuyo nombre no ha pasado a la historia, pero sí sus hechos, lejos de amilanarse retó a que el caballero francés que tuviera valor se enfrentara a él, cada uno con sus armas, pues él tenía suficiente con su pequeña lanza y su corto y afilado cuchillo. Varios fueron los caballeros franceses que pretendieron enfrentarse a él considerando el choque como un pasatiempo. Al fin hubo un elegido para el combate. Con su caballo engualdrapado y el caballero forrado de metal todo su cuerpo y armado hasta los dientes se lanzó al galope contra el almogávar, que tranquilo, pie en tierra, esperaba la llegada del francés. Cuando el jinete estuvo a una distancia adecuada el almogávar lanzó su azcona con gran vigor contra la cabalgadura. Tal fue la fuerza y tanta la precisión que la lanza penetró tan profundamente en la bestia que ésta cayó desplomada a los pies del aragonés, su jinete conmocionado y el almogávar con su cuchillo, sin oposición, dispuesto a rematar al francés. El duelo, desde luego, fue suspendido por Carlos el Cojo, hijo de Carlos de Anjou, que presidía el lance. Y tal fue la admiración que despertó el almogávar que fue puesto en libertad y devueltas todas sus armas y pertenencias. 

  Pero ¿Quiénes eran aquellos guerreros? ¿De dónde procedían aquellos hombres tan admirados como temidos? Muchas hipótesis se han barajado tratando de contestar a estas preguntas. Alguna de ellas desbordante de fantasía.

   Lo más probable es que se tratara de una mezcla de catalanes y aragoneses acostumbrados a una vida independiente, sin señor que les mandase, endurecidos por la rigurosa vida de las montañas y curtidos en mil batallas en las zonas fronterizas. Sus correrías se adentraban hasta dos o tres días en el territorio musulmán, y ello les obligó a usar una impedimenta liviana y un armamento ligero, que les permitiera desplazarse con gran rapidez. 

  Recién estrenado el siglo XIV, la situación de los almogávares, ahora mandados por Roger de Flor, era algo comprometida. Fadrique es el nuevo rey de Sicilia. Había gobernado la isla para su hermano Jaime II de Aragón, quien había heredado la corona de su también hermano Alfonso, el tercero de los que con este nombre tuvo Aragón, pero cuando Jaime firmó el tratado de Anagni renunciando a Sicilia, don Fadrique que encontró el apoyo de los caballeros aragoneses y de los almogávares se negó a abandonar la isla y fue nombrado rey; luego, en 1302, con la paz de Caltabellotta, don Fadrique puso fin a la guerra contra los angevinos, se retiró de lo que aún mantenía en Italia, pero lograba ser reconocido también por el papa y los franceses como rey de Sicilia. 

Jaime II. Pintura al fresco de Ramón Stolz Viciano,1958.
Museo Histórico Municipal de Valencia. 

   Así las cosas, con el reino siciliano en paz, los almogávares, leales a la casa de Aragón, bien en el nombre de don Jaime, bien en el de don Fadrique, pero autónomos como lo fueron siempre desde sus orígenes, buscan nuevos horizontes. 

   Roger de Flor entra en contacto con Andrónico II. Es éste el emperador de Bizancio y se encuentra en apuros. Los turcos se apoderan de la península de Anatolia, y de seguir así las cosas, pronto podrán poner en peligro la propia Constantinopla. Como mercenarios independientes pero bajo bandera de Aragón, alcanzan un acuerdo con Andrónico. Roger de Flor y los adalides(1) sin perder un minuto, cumplimentan al emperador, cruzan el Bósforo y desembarcan en la península de Anatolia. En muy poco tiempo han causado enormes pérdidas entre los turcos, que se retiran. En Bizancio serán admirados primero, viviendo sus momentos de mayor esplendor; para ser al fin odiados, aunque temidos, y ver como sus días de gloria terminan fruto de rencillas y envidias entre sus adalides.

(1) Los adalides constituían la mayor categoría dentro de la jerarquía de los almogávares. 

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