En Winchester, Inglaterra, se celebra una gran
ceremonia. Es 25 de julio de 1554 y en su catedral, frente al altar, están sus
protagonistas. Se celebra la boda de una reina y de un futuro rey. Los
contrayentes: María, de treinta y ocho años, soltera, poco agraciada, mellada
debido a su afición a los dulces, católica, culta, reina de Inglaterra y muy
enamorada; y Felipe, de veintisiete, viudo, atractivo, reservado, católico
también, príncipe y, cumpliendo los deseos de su padre, muy resignado, formalizan
ante Dios y los hombres un enlace que parece culminar con éxito la política
matrimonial del emperador.
Había sido deseo de Carlos V, el emperador y padre
del novio, que aquella boda se celebrara. Los intereses del imperio así lo
requerían. Convencido de la dificultad de obtener para su hijo el imperio
alemán, pensó que una alianza matrimonial con la Inglaterra de María
Tudor dejaría a Francia totalmente aislada, y consolidados y engrandecidos los ducados
que Felipe iba a heredar en Flandes y Borgoña.
Pero el camino hasta llegar allí no había sido
precisamente un camino de rosas. La llegada de María, una católica, al trono inglés
había contado con una fuerte oposición, pero más aún la tiene ahora el futuro
matrimonio con el príncipe español. La propuesta para contraer matrimonio con
Felipe le ha llegado a María muy poco tiempo después de ceñir la corona inglesa. Se la
transmite, por orden del emperador Carlos, Simón Renard, un borgoñón embajador en
Inglaterra. María parece entusiasmada, aunque quiere conocer a Felipe, su pretendiente,
antes de aceptar; pero esto es imposible. El emperador no lo consiente. María tiene
que conformarse con un cuadro; aunque no
sea un cuadro cualquiera. Cuando llega la pintura a manos de la reina, ésta,
dicen, queda locamente enamorada. La apostura de príncipe y la mano de Ticiano
han bastado para ello. Y se decide: contra viento y marea dará el sí quiero a
Felipe.
Felipe II. Anónimo flamenco. S. XVI. Museo de Bellas Artes de Valencia |
Las negociaciones hasta la firma de las
capitulaciones matrimoniales no son cosa fácil. El embajador Renard y el conde
Egmont, hombre de confianza del emperador designado para tal propósito y para
otros más discretos y menos confesables, se emplean en conseguir unos pactos
beneficiosos para Felipe, pero los ingleses, recelosos de los españoles,
temerosos de ver comprometida la independencia inglesa, imponen muchas
restricciones al poder del futuro rey consorte, que sólo será rey mientras la
reina María viva. También que los hijos del matrimonio, de haberlos, si el príncipe Carlos
muere sin descendencia, serán los herederos de la corona española. Tampoco Francia, permanece ajena: causa en
parte de la política de alianzas del emperador, los ingleses no aceptan ser
utilizados y se reservan libertad de acción para el caso de que España y
Francia entren en guerra.
Muchas otras condiciones quedan redactadas, pero
al fin, superados los obstáculos, obtenida la licencia papal, pues María es tía
segunda de Felipe, el plan del emperador Carlos y los anhelos de María Tudor se
hacen realidad. Al salir los novios de la catedral de Winchester el rostro de
María está radiante y Felipe, en su papel de esposo solícito, hace cuanto puede
por complacerla.
Ese mismo año, en noviembre, se restaura el
catolicismo en Inglaterra y casi de inmediato comienza la persecución de los
protestantes. El obispo de Gloucester, John Hooper, es arrestado. Había dicho
el prelado poco antes que morir ahogado era el mejor final que cualquier
sacerdote católico podía encontrar. Como una pesada broma, el destino dispone
que sea el fuego el final deparado para los protestantes y que a Hooper sean
las llamas las encargadas de consumir su cuerpo. Una hoguera ante su propia
catedral pone fin a sus días. No es el único. El arzobispo de Canterbury, Thomas
Cranmer, el de Worcester, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, obispo de Londres siguieron
su misma mala suerte.
Sin embargo no es Felipe el mayor promotor de la
represión protestante, antes al contrario, se muestra condescendiente. La
necesidad de congraciarse con el pueblo y los poderes ingleses, sobre todo si
la reina muere antes de la cuenta, lo que resulta más que probable, y sin
descendencia, lo que parece casi seguro, le obligan a obrar así. Pese a todo,
la reina, una mujer madura, de salud precaria, trata de tener un hijo, y Felipe un
heredero.
En la primavera de 1555, María anuncia que va a ser madre. Los signos
de un estado de buena esperanza y un vientre abultado así lo hacen creer; pero
el tiempo pasa, la dilatación se reduce y el heredero no nace. La reina volverá a anunciar lo mismo en más
ocasiones y otras tantas veces, la desesperación se instalará en su alma y la decepción
en Felipe, que convencido de no obtener un heredero de María, comenzará a
pensar en un futuro distinto.
Con motivo de la abdicación del emperador, Felipe marcha
de Inglaterra. Deja desconsolada a María, parte aliviado él. Casi dos años
después, en marzo de 1557, Felipe regresa. María no cabe de contento, aún
espera, seguramente sólo ella, el milagro de engendrar. Está de nuevo con ella
su amado Felipe, pero éste no estará mucho tiempo, sólo el preciso
para comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia, aún contraviniendo los
pactos matrimoniales, que María no tiene en cuenta, pero el Parlamento sí, e
influir en la reina para que su hermanastra Isabel sea designada sucesora, que
aunque protestante está más alejada de Francia que la católica María Estuardo. La
suerte en lo primero llega en ayuda de Felipe cuando un noble, Thomas Stafford,
protestante inglés, exiliado en Francia, cruza el canal, llevando consigo una
pequeña tropa de mercenarios, pagados en parte por Francia, toma el castillo de
Scarborough, se declara lord protector y trata de encabezar una revuelta. La aventura,
sin futuro alguno, tiene un mal final para Stafford, que es detenido y ajusticiado;
pero supone para Felipe II, que ya tiene el apoyo de la reina, la suerte de
comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia. Cumplido su objetivo deja
Inglaterra para no volver y a María a las puertas del peor año de su vida. En
1558 el estado de salud de la reina María empeora, nada alivia su pena. Apenas
comienza el año, otra desgracia rompe su corazón: la pérdida de Calais.
Entristecida y sintiéndose abandonada escribe continuas cartas a Felipe, que
las contesta con frialdad. Llora y pronuncia el nombre de su amado sin cesar,
lo llama, implora que vuelva a su lado. Pero Felipe se limita a solicitar que
sea Isabel su sucesora. Sola y abandonada, el 17 de noviembre de 1558 María
Tudor deja este mundo, junto a su lecho hay un retrato de Felipe; para ella
aquél no había sido un matrimonio de conveniencia.