HISTORIA DE UN ENSAÑAMIENTO

    Cuando el 22 de marzo de 1814 Fernando VII regresa a España el pueblo le recibe con entusiasmo. No hace falta mucho tiempo para que los españoles comprueben cuáles son las íntimas intenciones del rey recién llegado. Tan retorcido en su pensamiento como mendaz en su palabra, libres sus manos para actuar a su antojo, no tarda en fijar su mirada en Manuel Godoy, príncipe de la Paz, el mismo Godoy al que en 1808 había salvado de las enfurecidas turbas en Aranjuez ─más por los ruegos de sus padres, que por sí mismo─, cuando Manuel, dueño de España hasta entonces, y del corazón de los reyes, sobre todo del de la reina María Luisa, salió de su escondite, tras pasar tres días envuelto en una alfombra de su palacio durante aquel motín.

    Viven los reyes Carlos y María Luisa en su exilio romano, en el palacio Borghese, y con ellos Godoy y sus hijos Luis y Manuel tenidos con  su amante, Pepita Tudó, que también le acompaña. También está Carlota, la primera hija de Manuel tenida con su esposa legítima, María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, que tras los sucesos de Aranjuez huyó a Toledo sin querer saber nada de su esposo, al que nunca quiso, ni a su hija a la que aborreció por recordarle siempre a su indeseado esposo.

   Pero Fernando, rey absoluto ya, no quiere a sus padres y mucho menos a Godoy, al que odia. A aquellos trata de hacerlos infelices; a éste lo perseguirá con saña durante todo su reinado, durante toda su vida. Así, muy poco tiempo después los manejos de Fernando logran que Godoy tenga que dejar Roma camino de Pésaro. Para ello no ha dudado en hacer uso de toda su influencia y poder, incluso ante el papa Pío VII, que le expulsa de los Estados Pontificios.

   Apenas deja Manuel a sus reyes, llega a Roma Antonio Vargas Laguna. Es el nuevo embajador ante la Santa Sede enviado por Fernando VII. La brillante carrera del extremeño Vargas se debe en buena parte a Godoy, que le asignó importantes destinos y premió con grandes distinciones. Vargas se lo reconoció entonces con el agradecimiento debido; pero ahora los hilos de España los maneja Fernando VII, está a su servicio y su misión es incomodar a los reyes padres y perseguir a Godoy, su antiguo benefactor. Y lo hace bien, con tanto empeño y tenacidad que Fernando años después le concederá el título de marqués de la Constancia.

    Cuando Napoleón tras su estancia en la isla de Elba irrumpe de nuevo en la escena europea, tiemblan las coronas europeas. Murat, desde Nápoles, se dirige a Roma y de ella huyen los reyes que se refugian en Verona, bajo la jurisdicción del Imperio Austro-Húngaro. Allí vuelven a ver los reyes a su amado Manuel. Aprovecha la reina para pedir a Francisco, el emperador, que dé cobijo a Godoy, constantemente acosado por Vargas, pero Manuel, pese a los insistentes ruegos de Pepita rehusa, no dejará a los reyes que tanto le aman.

   Derrotado Napoleón en Waterloo, todo vuelve a la situación anterior: Godoy a Pésaro, Pepita Tudó, nuevamente alejada de Manuel, está en Suiza, los reyes a Roma, ahora al palacio Barberini, en el que alquilan una planta. Aunque los reyes tienen una importante colección de pinturas, su situación económica no es buena, pues sus rentas se han visto considerablemente mermadas en los últimos tiempos. Sus muchos problemas no le hacen olvidar a Manuel. María Luisa, trata de protegerlo cuanto puede. Primero pidiendo a Pío VII que permita su regreso a Roma y que anule su matrimonio con la condesa de Chinchón para regularizar su relación con Josefa Tudó, ésta muy interesada también por sí y para conseguir legitimar a sus hijos tenidos con Godoy; y después testando a su favor.

Manuel Godoy por Agustín Esteve Marqués.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   El 24 de septiembre de 1815, María Luisa hace testamento, instituye heredero universal de todos sus bienes a Manuel Godoy, príncipe de la Paz, con el consentimiento de Carlos, el rey. Ruega a sus hijos acaten tal disposición, pero declara que si a pesar de su súplica no respetan sus hijos su deseo, sean beneficiados con la parte que por legítima les corresponda, adjudicándose el resto al heredero instituido. Termina designando a su esposo Carlos ejecutor del testamento: “Pues nadie mejor que él, con quien hemos tenido una sola voluntad ejecutará lo que acabamos de disponer en su presencia”.

    Pero toda la buena voluntad que ponen los reyes en favorecer a su amigo y fiel Manuel se ve entorpecida por los malos propósitos de Fernando que, por medio de Vargas Laguna, torpedea las acciones que los reyes hacen para favorecer a Godoy.

   No le cuesta mucho al embajador Vargas argumentar ante Pío VII razones que impidan anular el matrimonio de Godoy con la condesa de Chinchón, pero no logra convencerlo de que no atienda la petición sobre el retorno de Manuel.

   Cuando Godoy llega al palacio Barberini de Roma ve a su hija Carlota. Es ésta una jovencita que comienza a relacionarse con el infante Francisco de Paula, el hermano menor del rey Fernando. El brazo del rey se alarga de nuevo hasta Italia para perturbar la tranquilidad de los exiliados. Fernando no tolera que sangre de Godoy pueda mezclarse con su propia sangre aunque sea por la de su hermano Francisco de Paula. Otra vez Vargas Laguna que demuestra constante odio a su antiguo benefactor interviene.  Francisco de Paula es alejado de Roma. Las intrigas en el palacio Barberini son constantes. El embajador Vargas sabe como crear conflictos. El rey así lo manda y Vargas parece hacerlo con auténtica delectación.

   Convencido Godoy de que Fernando nunca aflojará su lazo, decide aceptar la hospitalidad del emperador Francisco I. Solicita ser aceptado como súbdito del Imperio Austro-Húngaro cuando fallezcan los reyes a los que sirve. También Josefa Tudó ayuda en el propósito. Cuando el príncipe de Metternich acude a Bagno a Corsena a tomar las aguas, Josefa, que está en Pisa, acude a verle. Se presenta con sus mejores galas, su propia belleza. Metternich queda impresionado. Poco tiempo después el embajador imperial en Roma, príncipe Kaunitz, comunica a Godoy la autorización del emperador a establecerse él y toda su familia en Austria.

   Godoy está constantemente vigilado en Roma, parte del personal del palacio Barberini está comprado por Vargas, al que informan, y resulta imprescindible actuar con sigilo. Con las máximas precauciones Manuel y Josefa deciden que sea ella o alguien de su confianza quien se ocupe de comprar unas tierras en su nueva tierra de acogida.  Deciden, pues, encargar la misión a José Martínez, en quien Pepita confía mucho; pero el brazo de Vargas es largo y la lealtad de Martínez corta.

   De la importancia que da Fernando VII a la fanática persecución de Godoy en el exilio da cuenta el hecho de que envía a Viena, como embajador, a don Pedro Ceballos, insigne personaje, ministro con Carlos IV, con José Bonaparte, también con Fernando. Nada más llegar a Viena, Ceballos se entrevista con Metternich, quien atónito escucha la petición del español para que se revoque la autorización dada a Godoy. De mala gana, sin comprender muy bien porqué, el emperador accede. Godoy queda solo y abandonado.


    Pero las desgracias para Manuel no llegan solas. A la muerte de su hijo Luis, a causa de una tuberculosis, sucede un empeoramiento en la salud de la reina María Luisa, que muere de una pulmonía el 2 de enero de 1819. Él mismo, de malaria,  está a punto de morir, pero se recupera. Poco después, el día 19 es el rey Carlos el que fallece. Mas con la muerte de los reyes no terminan las tribulaciones de Godoy. Muerta la reina y el albacea(1), el testamento de aquélla no se respeta; poco cuesta a Fernando incumplirlo y que sus hermanos hagan lo mismo, repartiéndose entres ellos todas las obras que hay en el palacio Barberini.

   Godoy queda sumido en una gran depresión. El embajador Vargas Laguna mantiene la presión sobre él. Le advierte que nunca regresará a España, que nunca podrá ser súbdito de otra nación, ni de Austria ni de Roma ni de Francia. Desde villa Campitelli escribe a Josefa. Su desánimo es patente: “No duermo dos horas por la noche. Tengo una estantería de libros al lado de la cama, y me entretengo en repasar las vidas de tantos desgraciados como me han precedido. El mundo está lleno de infortunados, y no hay rincón en la tierra que no esté regado con lágrimas de infelices”.

   Un pequeño respiro llega para Godoy poco después. Rafael Riego, alzado en armas, inaugura un periodo de esperanza para España y para el atribulado Godoy. Vargas Laguna, que tan implacablemente le ha perseguido durante los últimos años deja Roma. El rey jura a la fuerza la Constitución de Cádiz y pronuncia en la más célebre y cínica exhibición de falsía: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, su más absoluta demostración de hipocresía. Carlota, con su destino unido al de su padre hasta ahora, frustrados sus intentos de matrimonio por sus perseguidores logra levantar el vuelo. Se casa con Camilo Rúspoli, conde, aunque pobre, con el que vuelve a España. Pero la alegría para Manuel dura poco, apenas tres años. El duque de Angulema al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis restituye el absolutismo en España y el breve paréntesis de calma para Godoy termina. Fernando prosigue su acoso implacable. Sigue residiendo en Roma, ahora con Josefa que se ha reunido con él. Allí reciben la noticia del fallecimiento de la condesa de Chinchón. Un mes después en enero de 1829 Manuel, ya libre, y Josefa contraen matrimonio.

   Ese mismo año Godoy trata definitivamente de sacudirse el yugo real. Compra el feudo de Bassano a la familia Giustiniani y obtiene del papa Pio VIII la concesión del título de príncipe de Bassano.  Tiene escasas rentas, pero le otorga la ciudadanía romana y le pone a salvo de la persecución fernandina.

                                                         *

   Pese a tener la ciudadanía romana y haber recuperado una cierta tranquilidad, Godoy marcha a París en 1832. Ya no estará Josefa con él, aunque será ella quien se ocupará de administrar, con escaso acierto, la cada vez más menguada hacienda del antiguo valido. En condiciones económicas cada vez más precarias, viendo en distintos inmuebles parisinos, conocerá el fallecimiento de Fernando VII, comenzará a escribir sus memorias y formulará, sin éxito, distintas peticiones para la reposición de sus bienes y honores. Nada se hará desde España por él. Será Luis Felipe, el Rey Ciudadano, quien le conceda una pensión que alivie su mala situación económica de la que no se repondrá nunca.

   Finalmente, en 1847, a sus ochenta años, Godoy recibe la autorización para regresar a España, se le reponen los títulos de duque de Alcudia y Sueca, el rango de capitán general y se le concede la gran cruz de San Hermenegildo. Pero don Manuel Godoy y Álvarez de Faria no volverá a España. El 4 de octubre de 1851 muere en París, en el número 20 de la Rue de la Michodière, Tenía 85 años. Medía vida en la cumbre, en la cúspide del poder, la otra media, en el exilio, perseguido y olvidado. Siempre fiel.

(1) En realidad poco antes de morir, Carlos remitió una carta al embajador Vargas Laguna en la que desautorizaba el testamento de la reina  por ser contrario a las leyes y renunciaba a su albaceazgo.
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GÓLGOTA

   Hay en la iglesia de San Juan del Hospital de Valencia, en la capilla de San Miguel, un Calvario. Está pintado sobre el muro del arco, en el intradós, y cuando en 1248 un artista de nombre desconocido se dedicó a colorear al temple dicha capilla, construida pocos años antes por los caballeros sanjuanistas, difícilmente se le pudo pasar por la cabeza que en menos de un siglo su obra sería tapada y olvidada hasta casi setecientos años después.









  Entre otras escenas pintó una crucifixión. Tosca, plana, 
sin perspectiva,  pero con todos los ingredientes simbólicos de la Salvación de los hombres.  Entre ellos la presencia de los dos ladrones: Dimas, que, aunque sin rostro, se intuye mira a Jesús, que parece devolverle la mirada, y Gestas, cuyo rostro, bien conservado, vuelto, es atrapado por un demonio que lo lleva a los infiernos. De Dimás, canonizado por el propio Jesucristo en el Gólgota, el evangelio de Nicodemo, uno de los evangelios apócrifos, narra la leyenda de cómo huyendo la Sagrada Familia hacia Egipto por la persecución de Herodes fue aquélla asaltada por una partida de bandidos. Uno de los ladrones, Dimas, impidió que sus compañeros causaran mal alguno a José y su familia, y éste le avisó que llegaría el día en el que su hijo, al que ahora protegía, le salvaría para la vida eterna, como así sería treinta y tres años después, cuando en la cruz Cristo le dijo: “Antes de que acabe el día estarás conmigo en el reino de los cielos”.

   En 1348 las epidemias aconsejaban extremar la higiene y se entendió preciso cubrirlo todo con una capa de cal. A ésta, nuevas capas de yeso se le iban a unir, para acabar convirtiendo el templo románico-gótico, que de los dos estilos hay en él, aunque más del segundo, en una abigarrada iglesia barroca.

   A finales del siglo XIX y sobre todo en el XX, el templo, sin uso litúrgico por el traslado del párroco a otra sede, fue quedando en el abandono y fue usado como almacén, taller y hasta sala de cine. Su estado y el poco aprecio que se le tenía pusieron la piqueta a sus puertas, que final y afortunadamente fue usada no para destruirlo todo, sino para liberar el monumento de su piel barroca, dejando a la vista la maravilla que hoy podemos contemplar.





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El XIX. EL REY LLEGA Y YO ME MUERO ¡VIVA EL REY!

   El 27 de diciembre de 1870 hace frío en Madrid. Nieva. Hacia las siete de la tarde el general Prim sale del edificio de las Cortes. Mientras espera el coche que le llevará a su domicilio, se detiene a hablar un instante con varios diputados que forman un corrillo.

   En tres ocasiones, ese mismo día, le han advertido de la posibilidad de un atentado contra su persona. Varios diputados, alguno republicano, le aconsejan que varíe su itinerario habitual. Pero don Juan, que no usa escolta por no dar la sensación de debilidad,  con desdén temerario ignora consejos. ¿No sigue siendo acaso él quien, con indecible valor, bandera en alto, despreciando el fuego enemigo, dirigió su tropa en Castillejos? Sube, pues, a su landó con sus ayudantes Nandín y Moya y se dirige al palacio de Buenavista, su residencia.

   Al llegar a la calle del Turco dos coches se cruzan en el camino del que lleva a Prim y obstruyen su paso. Uno de sus ayudantes se asoma para ver qué ocurre, cuando ve a varios individuos embozados que se dirigen con armas en las manos hacia el coche del conde de Reus. Moya enseguida advierte lo que va a pasar. Casi sin tiempo para reaccionar avisa a don Juan.
   ─Mi general, nos hacen fuego.
  Un instante después, subidos a los estribos del carruaje, varios hombres abren fuego contra el general Prim. Las descargas encabritan a los caballos que atizados por el cochero y medio desbocados se abren paso a duras penas entre los otros coches y se dirigen atropelladamente hacia el ministerio. Cuando se detiene el coche,  doña Paquita, la esposa del general, espera. El trueno de los disparos ha llegado a sus oídos. Prim desciende del coche. Deja un reguero de sangre a su paso. Consciente de la gravedad, quizás más que nadie en ese momento, dice que ha sido levemente herido mientras ordena a un criado que le quite la levita, pues se está desangrando.

   No tarda en llegar el médico de la cercana Casa de Socorro, que le practica las primeras curas. Luego le atiende el doctor Losada, que le extrae siete balas. Tiene una herida en el hombro que le ha destrozado la cabeza de húmero y sangra abundantemente; se le amputa el dedo anular de la mano derecha, que está muy dañada y aunque los primeros partes, sin firmar por los médicos, son optimistas, lo cierto es que las heridas son mortales de necesidad(1).

  Muy poco después del atentado Serrano y Topete acuden al ministerio a ver al general Prim, que pide al duque de la Torre, el regente, que sea el almirante quien se haga cargo del gobierno, del ministerio y acuda a Cartagena a recibir al nuevo rey el día 30. Serrano y Topete, compañeros de Prim en el 68, no comparten con él el nombramiento de Amadeo, pero dadas las circunstancias todo se hace como desea. Tras unos partes médicos esperanzadores, en la tarde del día 30, el día de la llegada a Cartagena de Amadeo de Saboya, se informa de la extrema gravedad del herido, que sintiéndose morir dicen que pronuncia el lamento sobre lo que con tanto anhelo buscó y no podrá vivir: “
El rey llega y yo me muero. ¡Viva el rey!”. Pocas horas después a las nueve de la noche Prim expira. Serrano está con él.


  Amadeo, recién llegado a Cartagena a bordo de la Numancia, recibido por Topete, fue informado de la muerte de Prim. No es hasta el 2 de enero cuando Amadeo llega a Madrid. Acude a la Basílica de Atocha. Allí está instalada la capilla ardiente con los restos de Prim. Amadeo ora durante un rato, luego se acerca hasta doña Francisca, la viuda. Acompaña a Amadeo, el duque de la Torre. Tras dar el pésame a la viuda, le anuncia:
   ─No quedará impune este crimen. Encontraremos a los culpables.
  ─No tendrá vuestra Majestad que buscar mucho a su alrededor  ─contesta doña Francisca.

   Después, a caballo, con gallardía, Amadeo se dirige hacia la Carrera de San Jerónimo. Las Cortes le esperan. Oye la Constitución, que es leída, la jura. Amadeo de Saboya es rey de España; aunque reinar será para él una carga que no podrá soportar.


(1) Pese a las recientes investigaciones que tratan de aclarar las circunstancias del magnicidio, el asesinato de Prim es uno de los grandes misterios de la historia contemporánea española. No sólo las dudas sobre el verdadero momento del fallecimiento del general, dada la gravedad de sus heridas, tiñen de incertidumbre el caso, sino, y muy especialmente, la autoría del crimen que es todavía una incógnita. Las primeras sospechas recayeron sobre José Paul y Angulo, antiguo colaborador de Prim en la hora de la revolución septembrina, luego acérrimo enemigo suyo, que desde el periódico “El combate” arremetía contra el general al considerar que había olvidado ya los principios que inspiraron la revolución. Así lo escribiría años después, desde París, en un documento exculpatorio sobre su participación en la muerte del general.  Hubo más sospechas; y no quedaron libres de ellas ni el duque de Montpesier, siempre presente en cuanta conspiración hubo en España, ni el propio general Serrano, duque de la Torre, al que hay quien piensa se refirió la viuda cuando Amadeo, al darle el pésame por la muerte de don Juan, le dijo que no tendría que ir muy lejos para encontrarlo.
   Las obstrucciones a la investigación fueron constantes y los 18.000 folios de los que se compuso el sumario no lograron esclarecer los hechos. Sorprendentemente a finales de 1877, pocos meses antes de la boda entre Alfonso XII y María de la Mercedes, hija del duque de Montpensier, el fiscal solicitó el sobreseimiento del caso, lo que se logró para los más importantes implicados. Finalmente en 1893, veintitrés años después del atentado, se sobreseyó definitivamente el sumario. 
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SUEÑOS Y REALIDAD

   Los sueños han venido a perturbar la vida de los hombres desde tiempo inmemorial. La tradición yahvista nos cuenta alguno de estos episodios y la literatura ha usado más de una vez de las tradiciones islámicas, recreando hermosos cuentos sobre los sueños y los aconteceres venideros.

 Unos de los primeros sueños conocidos son los interpretados por José, el undécimo hijo de Jacob, su favorito, cuya historia(1), contada en el Génesis, nos relata también como se valió de la acertada interpretación de los sueños para eludir la esclavitud a la que sus envidiosos hermanos le habían condenado.

   Habían éstos decidido matar a su hermano José, pues estaban celosos de que fuera el preferido de su padre. Además, José contó a sus hermanos un sueño que había tenido: les dijo que había soñado que estaban en el campo atando gavillas, cuando de pronto su gavilla se levantó, manteniéndose en pie, mientras las de sus hermanos permanecían postradas en el suelo. Ellos interpretaron que José les decía así que sería su rey y que deberían someterse a él; y le odiaron aún más. Cuando José fue enviado por su padre al campo para averiguar cómo estaban sus hermanos y el ganado que estaban cuidando, lo prendieron y lo arrojaron a un pozo mientras discutían sobre el destino que iban a dar a su hermano. Acertó a pasar por donde ellos estaban una caravana que iba camino de Egipto y aprovecharon su paso para vender a su hermano como esclavo; luego dijeron a Jacob que José había sido devorado por las fieras del bosque y entregaron a su padre la túnica manchada con la sangre de un cordero que habían matado para engañarle.

    Al llegar José a Egipto entró como esclavo en casa de Putifar, un rico oficial de la guardia al servicio del faraón. José por sus habilidades y conocimientos fue encargado por Putifar para llevar la administración de su casa. La esposa de Putifar se fijó en él y trató de seducirlo.
    ─José, ven, acuéstate conmigo.
   Pero José la rehusaba y le decía:
  ─Mi señor, Putifar, tu esposo, ha puesto toda su hacienda en mis manos. No manda ni hace ni deshace en ella, pues confía en mí. Sólo tú, su esposa, queda fuera de mi autoridad.
     Ella dominada por el celo insistía una y otra vez. Cierto día en el que se encontraban solos en la casa, la mujer se acercó a José y volvió a incitarlo:
   ─Yace conmigo, José ─le dijo, mientras lo sujetaba─, pero él rechazándola, se apartó, perdiendo parte de sus vestidos que quedaron en las manos de la mujer.
    En cuanto José hubo salido, la mujer comenzó a gritar, llamó a los criados de la casa y les contó que José había tratado de forzarla, pero que al gritar había huido dejando sus ropas.
    Cuando llego Putifar le contó lo mismo:
    ─ Trajiste un esclavo hebreo, que se ha apoderado de tu casa y hoy ha tratado de violarme, de apoderarse de tu mujer. Mira, éstas son las ropas que dejó cuando comencé a gritar y tuvo que huir.

   Al escuchar Putifar lo que su mujer le contaba, montó en cólera, y mandó prender a José, que fue encarcelado.

   Sin embargo, en la cárcel, al poco tiempo, el jefe de la prisión le encargó del cuidado de los presos. Coincidió estando él allí con el copero y el panadero del faraón, que habían sido encarcelados por ofender al faraón. José servía a estos dos presos y cierto día, cuando José los vio tristes y les preguntó qué les ocurría, le contaron los sueños que habían tenido la noche anterior.

   El copero dijo a José que había soñado con una viña que tenía tres ramas. De las ramas brotaban hojas y flores y al madurar crecieron racimos de uvas. El copero tomó las uvas, las exprimió y puso el mosto en la copa del faraón que la tomó con sus manos. José le dijo: las tres ramas son tres días. Dentro de tres días te llamará el faraón y te repondrá en el cargo que tenías. Luego pidió al copero que cuando fuera libre y estuviera cerca del faraón intercediera por él, pues era injusto que él estuviera allí, ya que no había hecho nada para merecer ese castigo.

   El panadero al ver que el copero salía tan bien parado en la interpretación de su sueño contó a José el que él había tenido. Le dijo que iba caminando y sobre la cabeza llevaba tres cestos de mimbre con pastas, pero los pájaros se acercaban y se las comían. José le dijo: los tres cestos son tres días. De aquí que pasen tres días el faraón te llamará a su presencia y mandará que seas colgado y las aves comerán tu carne.

   A los tres días llamó el faraón a los dos prisioneros, y se cumplió lo que José había dicho. Sin embargo el copero no le habló al faraón de José.

   Pasados dos años, el faraón soñó un día que estaba en el Nilo. Vio que salían del río siete vacas gordas y hermosas y tras ellas siete flacas y feas, y éstas se comieron a aquéllas sin que mejoraran su aspecto, que seguían raquíticas y feas. Otro día,  soñó de nuevo el faraón: vio que nacían de la tierra siete espigas grandes y granadas y después otras siete pequeñas y sin fruto, pero que se tragaron a las primeras. El faraón, preocupado por el significado de aquellos sueños, mandó llamar a todos los magos conocidos, pero ninguno supo interpretar sus sueños. Entonces el copero recordó a José y advirtió al faraón que cuando estuvo en la cárcel había un hebreo que sabía interpretar los sueños, pues a él mismo se los había interpretado con acierto.

   Mandó el faraón traer a José y le contó los sueños que había tenido. José escuchó atento y dijo:
   ─Los dos sueños son una misma cosa. Dios ─porque es él quien me dice lo que sucederá─ anuncia a Egipto que habrá siete años de abundancia y tras ellos siete años de penuria y hambre. Guarda durante los años de abundancia grano y provisiones, pues pronto llegarán los años malos y el hambre asolará toda la tierra.
  
    El faraón conforme con lo dicho por José dijo:
   ─Puesto que es Dios quien te ha dado la sabiduría serás tú quien ponga remedio a la desgracia que se avecina. Serás virrey de Egipto y todos harán lo que tú ordenes.

El Patriarca José. Estuco en la iglesia de los Santos Juanes de Valencia.
Obra de Giovan Giacomo Bertesi (Soresina, 1643-Crémona, 1710).
Forma parte del grupo de estatuas de las doce tribus de Israel que
decoran la iglesia. Muy deterioradas durante la Guerra Civil
Española, fueron restauradas a partir de antiguas fotografías.

   Y así fue como durante los años de abundancia, se llenaron los silos de grano y los almacenes de provisiones, y cómo cuando terminaron y llegaron los siete años de escasez Egipto no pasó hambre, y llegaban gentes de otros países en busca de comida.

                                                  *

   También nos habla de sueños un cuento, basado en tradiciones árabes, publicado por Gustav Weil hacia 1862 y recopilado después por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en su “Antología de la literatura fantástica”.

   Cuenta como un hombre, de nombre Yacub, que había sido un rico hacendado, pero al que la mala fortuna lo había llevado a la miseria, quedó dormido bajo la higuera del patio de su casa. Allí tuvo un sueño que le advertía que volvería a ser un hombre rico. Debía vender lo poco que tenía y viajar a Isfahan, en Persia, donde encontraría su fortuna.

   Al despertar el hombre hizo lo que en sueños se le había indicado y poco tiempo después estaba en Persia, en busca de riquezas. Pero la mala suerte hizo que en las proximidades de la mezquita en la que pasaba la noche unos ladrones asaltaran una casa. Viéndose mezclado en la algarada formada, acabó siendo detenido y llevado ante el juez.

   Éste le preguntó por las razones de su presencia en el lugar, y el magrebí, hombre honrado, dijo al juez:
   ─No soy culpable de nada. Estoy en Isfahan por un sueño en el que se me decía que aquí abandonaría la pobreza y volvería a ser el hombre rico que fui.
   ─Iluso ─le dijo el juez sonriendo y compadeciendo la ingenuidad del hombre─  tres veces he soñado yo la forma en la que me haría rico, encontrando un tesoro en una casa de El Cairo, en la que hay un jardín, en el jardín un reloj de sol y más allá, en el centro, una higuera, bajo la que soñé se halla un gran tesoro. Vaya, buen hombre, a su tierra y resígnese con su destino. No son los sueños los que le sacarán de su pobreza.

   El juez compadecido le entregó unas monedas y le instó a volver a su casa. El hombre volvió a su ciudad y al llegar a El Cairo entró en su casa, llegó al jardín, miró el reloj de sol, tomó una azada, comenzó a cavar bajo la higuera que hay en el centro; y dejó de ser pobre.


(1) Aun con la dificultad que entraña situar en el tiempo los hechos, la mayoría de los estudiosos suponen que la historia de José sucedió en tiempos de la dominación de los Hiksos, intervalo de tiempo especialmente obscuro, pues de él apenas hay escritos ni monumentos que avalen cuanto se ha dicho, con certeza absoluta. La historia de los egipcios, bien documentada hasta aproximadamente el año 1730 antes de Cristo, sufrió un silencio casi absoluto hasta el año 1580. Ciento cincuenta años de los que poco se sabe, y en los que debió vivir José la historia contada en el Génesis. Si bien es cierto que no hay testimonio escrito, salvo la Biblia, de la vida de José  en Egipto y el poder que allí alcanzó, sí que se conserva aún el nombre de Bahr Yusuf, "Canal de José", para designar  un canal que surte de agua el oasis, hoy ciudad de Medinet-el-Raivum, situada unos 130 kilómetros al sur de El Cairo y que, según las antiguas leyendas, fue ordenado construir por el bíblico José, ministro del faraón.
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EL XIX. SE BUSCA REY

   Tras el triunfo de la Revolución, en febrero de 1869 se forman las Cortes Constituyentes. La pugna entre monárquicos y republicanos es el signo que marca el presente y lo hará en el futuro, pero la revolución no la han hecho los republicanos y jamás, ni el almirante Topete ni los generales Serrano y Prim, este último, en realidad,  auténtica “alma mater” de aquella aventura, piensan en una república. Así, la revolución, aunque antiborbónica, tiene vocación monárquica, pese a la tenaz oposición del republicano Castelar y los suyos,  y a nadie extraña que pronto sea presentado un proyecto de constitución que consagra la monarquía como sistema de gobierno, sin perjuicio de su talante liberal, auténticamente liberal.

   Una vez aprobada y promulgada el 1 de junio de 1969 la nueva constitución, Serrano es designado regente y Prim asume la presidencia del Consejo de Ministros. Prim, con Serrano “en jaula de oro”, según palabras de Castelar,  queda con la manos libres.

   A partir de entonces la elección de un rey se convierte en asunto capital, aunque no en el único quebradero de cabeza para Prim: la  supresión de las quintas, cuestión que Prim había enarbolado como bandera del cambio en los nuevos tiempos no se lleva cabo. La necesidad obliga. La guerra en Cuba, iniciada casi al mismo tiempo que la revolución en España,  precisa soldados y Prim, presidente del Gobierno y ministro de Guerra los necesita. Aun así anuncia la presentación de un proyecto de ley que modifique el sistema de quintas, reduciendo el tiempo de servicio y suprimiendo la redención por dinero, que libera de prestar el servicio a los mozos de familias pudientes. Sin embargo, cuando se discute la Ley, dicha exención, finalmente, no es incluida en ella.

  También los carlistas ocupan buena parte de las preocupaciones del conde de Reus. Las guerrillas del pretendiente don Carlos ayudan, y mucho, a deteriorar más aún la ya muy precaria paz ciudadana. De la delicada situación social da cuenta un caso sucedido en Tarragona, ciudad en la que se convoca una manifestación republicana bajo el lema: “Viva la Republica Federal”. La encabeza el general Pierrard, que es medio sordo para su desgracia y diputado para dicha suya. Durante el transcurso de la misma sale al paso de la manifestación  el secretario del Gobierno Civil, don Raimundo Reyes, que para hacerse oír por el sordo Pierrard, se ve obligado a gritar. Interpretadas aquellas voces por algunos exaltados como una discusión, aprovechando la confusión del momento, toman a don Raimundo y le dan muerte. El escándalo es tan grande que se detiene a Pierrard, al que se quiere hacer culpable de los hechos. Su condición de diputado le salvará de sufrir tan engorroso proceso.

   Nadie, ni la oposición ni los partidarios del gobierno ni los carlistas ni otras fuerzas sociales son ajenos al estado de inseguridad. Si los republicanos se echan al monte formando partidas guerrilleras, también partidarios del gobierno forman partidas violentas. La dirigida por un tal Ducazcal recibe el contundente nombre de “Partida de la Porra”. Felipe Ducazcal es propietario de una imprenta, se había significado mucho en el pasado editando octavillas en contra de la reina Isabel. Ahora, bien considerado, recluta en los barrios de Madrid a los integrantes de la banda, que revienta mítines, alborota en las manifestaciones y llega a mayores propinando palizas a ciertos periodistas molestos, alguno de los cuales muere a causa de las heridas producidas en los asaltos.

   Pese a todo la búsqueda de un rey es asunto principal y, desde luego, no es problema menor: “No hay nada más difícil que hacer un rey” dirá Prim en las Cortes un año después de haberse aprobado la Constitución. Descartados los Borbones por el jefe del gobierno en su célebre discurso de los tres jamases comienza la frenética búsqueda de un rey para España.

El general Prim. Grabado. Museo de Historia de Valencia
   
   Muchos nombres se pronuncian durante aquellos meses. Se busca en Portugal. Reina allí Luis, hijo de María II y Fernando de Coburgo,  el rey consorte, y se piensa que éste, viudo y más o menos libre de compromisos, es una buena opción; pero justificada o no la preocupación de una posible unidad ibérica el propio don Fernando rechaza la propuesta, que si adquiere algún compromiso no es otro que contraer matrimonio con la cantante de ópera Elisa Hendler. El desairado rechazo de don Fernando provoca de nuevo la reacción republicana. Otra vez Castelar habla en las Cortes: “En vez de andar por el mundo buscando un amo, y un amo al cual nosotros tenemos que pagarle, busquemos todos aquí de buena fe, lo que todos debemos buscar: la libertad, la prosperidad de la patria…”
  
   Descartado Coburgo, se mira hacia Italia. La casa de Saboya está bien vista en España, al menos entre los progresistas. Se ofrece el trono al joven Tomás Alberto de Saboya, duque de Génova, de catorce años, sobrino del rey Víctor Manuel. En España parece que tras arduas negociaciones cuaja la propuesta, más desde Italia llega la renuncia. Al parecer la madre del pequeño duque recibe noticias sobre la sombría situación española, de lo difícil que resultará para su hijo, de aceptar semejante envite, salir airoso. Rechaza, pues, el ofrecimiento. La inmediata consecuencia es una crisis de gobierno que se salda con la dimisión de los ministros Ruiz Zorrilla y Martos. Tampoco da frutos la opción de otro Saboya, el duque de Aosta, de momento.

   Los fracasos en el extranjero inducen a buscar dentro de España a la desesperada. Imposible o casi, el caso es que se piensa en el anciano Espartero. Retirado en Logroño desde hace años, el duque de la Victoria tiene casi ochenta años. Se habla con él, sin que nadie lo considere una opción seria, ni siquiera él mismo, que halagado declina, como todos esperan, la oferta.

   Inglaterra, Francia, Alemania, todos tienen su mirada puesta en España y en la elección de su futuro rey, todos tratan de obtener influencia o impedir que otros la obtengan en la elección.

   El eterno candidato, el duque de Montpensier, el Orleans casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina destronada, preferido por los unionistas, ha ido ganando apoyos. Serrano, el regente ─en el que también se llegó a pensar como futuro rey(1)─ es uno de sus valedores. Finalmente también Montpensier queda descartado. No por la oposición del progresista Prim ni por la de Napoleón III, sino por la actitud del propio duque que en duelo a pistola dio cuenta de Enrique de Borbón. Había éste insultado al duque llamándolo pastelero francés,  y aquél ni corto ni perezoso retó al Borbón. El 12 de marzo de 1870 en un dramático duelo a pistola, Enrique resulta muerto y don Antonio, debido al escándalo, ve como todas sus pretensiones a lo que siempre aspiró, ser rey de España, se malogran para siempre.(2).

   Hubo otros candidatos: en el mes de junio, el alemán Leopoldo de Hohenzollern-Simmaringen declara su disposición a poseer la corona española. La falta de discreción dará al traste con esta opción. Enterado del asunto Napoleón III ─y también Eugenia de Montijo, que a estas alturas hace valer su opinión como ninguna otra─, presiona hasta conseguir la renuncia del aspirante y una guerra entre Francia y Alemania de la que aquélla saldrá mal parada. Tan mal, que supondrá el fin del Segundo Imperio.

   Por fin, en un nuevo intento, se logra que el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, hijo de Victor Manuel II de Italia, esta vez sí, aunque con algo de ayuda británica, que veía en el príncipe italiano una garantía de paz, acepte la corona y que las cortes aprueben su nombramiento, por mayoría sí, pero sin entusiasmo. Es 14 de noviembre de 1870. España ya tiene rey.


(1) Las dificultades para encontrar rey y el ofrecimiento del trono al general Espartero pudieron hacer nacer en el regente, el general Serrano ─o más bien en su esposa─, la aspiración de ceñir la corona de España.  Era doña Antonia mujer mucho más joven que el general, de gran belleza, ambiciosa y carácter dominante, que no se privó nunca de terciar en los asuntos de su esposo.

(2) Años después verá a María de las Mercedes, sangre suya, casada con Alfonso XII,  como reina de España

Nota: Los detalles del novelesco duelo entre el duque de Montpensier y don Enrique de Borbón fueron relatados en "Le exijo una satisfacción".
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