De
cuantas historias de amor han sido en la historia, algunas se han hecho famosas
por continuar más allá de la muerte de alguno de sus protagonistas. El caso de
cómo, loca de amor, Juana sufría en vida la separación de su amado Felipe y
después de muerto el esposo, era incapaz de separarse de él(1), no ha sido el único que los libros de historia nos
cuentan. En realidad, mezcla de leyenda e historia, muchos de estos casos han
sido inspiración de grandes obras de la literatura.
Hacia
1640 Luis Vélez de Guevara escribió, con cierta fantasía, en “Reinar después de
morir”, unos hechos ocurridos trescientos años antes, que la historia cuenta
así:
En
Portugal reina Alfonso IV. Es hijo de Dinis y de Isabel, la reina santa. En
1309 contrae matrimonio con Beatriz de Castilla. Pese a ser el heredero
legítimo, alberga la sospecha de que su padre siente predilección por otro de
sus hijos, éste bastardo, tenido con Aldonza Rodríguez, que también lleva por
nombre Alfonso. Esto supone que las relaciones entre padre e hijo no sean buenas
y que los celos que siente el heredero de su hermanastro Alfonso Sánchez, que
con tal nombre se le conoce, sean causa de guerras civiles entre padre e hijo,
aunque de las disputas siempre la reina Isabel se ocupe, incluso
interponiéndose entre los dos bandos en el propio campo de batalla, hasta
neutralizarlas.
Como
había sucedido entre su padre y su abuelo, tampoco Pedro se llevaría bien con
su padre el rey Alfonso. Pedro había estado casado con la infanta castellana
Constanza Manuel. En vida de ésta Pedro había tenido como amante a Inés de
Castro, hermosísima mujer, llegada a Portugal como asistente de la princesa castellana,
pero al morir Constanza, su viudo decidió proseguir con igual intensidad y sin
tapujos su relación con Inés.
Los
versos de Vélez de Guevara dejan fuera de toda duda el amor que se profesaron
los amantes.
El alma al verla salió
por la puerta de los ojos,
y a sus
plantas, por despojos,
las potencias
le ofreció;
el corazón se
rindió
sólo con
llegar a ver
esta divina
mujer,
y ella, viéndome rendido
y en su
hermosura perdido,
pagó con agradecer.
Pero
no debió gustar mucho a los nobles portugueses ni al propio rey Alfonso las
relaciones de Pedro con Inés, con la que tuvo varios hijos que, a los ojos de
algunos nobles y al fin también del rey, parecieron un inconveniente para el
mantenimiento de la soberanía portuguesa independiente de la castellana, por lo
que, por impulso real o al menos con su consentimiento, al llegar el 7 de enero
de 1355, ausente Pedro, tres cortesanos, Pedro Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco, llegan a Coimbra y
dan muerte a Inés degollándola.
Pedro,
al conocer el asesinato de su amada Inés, rabioso, ciego de ira, se enfrenta a
su padre. Se declara una guerra civil. Pedro saquea propiedades reales en el
norte de Portugal y se dirige a Oporto, sitiándola. Finalmente, como había
sucedido con Santa Isabel que intercedió entre su abuelo Dinis y su padre,
ahora su madre Beatriz media entre padre e hijo y evita el enfrentamiento,
comprometiéndose ambos a no guardarse rencor entre ellos ni Pedro a buscar
venganza contra los autores materiales del crimen.
Pedro
tiene paciencia y espera. Aplacada su ira, mas no su deseo de venganza, cuando,
muerto su padre el 28 de mayo de 1357, fue coronado aún no se había apagado en
él la sed de venganza. Logró que dos de los asesinos de Inés, Coelho y Gonçalves, que estaban en
Castilla le fueran entregados –López Pacheco había huido a Francia–, los sometió a tortura hasta morir y
declaró a Inés como legítima esposa suya.
Monasterio de Alcobaça, escenario de la leyenda en la que Inés de Castro se convirtíó en reina después de morir. |
Es
a partir de ese momento cuando la leyenda se apodera del relato, deja de ser
historia de los hechos, para ser la historia de lo que alguien deseo que
hubiera sido: que Pedro no sólo rehabilitara el nombre y la memoria de Inés,
sino también su cuerpo, colmándolo de
honores. Ordenó que se exhumaran los restos de Inés, que permanecían en
Coimbra, en el convento de Santa Clara, y que fueran trasladados a Alcovaça,
monasterio de importancia fundado a principios del siglo XII por Alfonso
Henríquez, el primero de los reyes que tuvo Portugal, en el lugar en el que dos
riachuelos se juntan: el Alcoa y el Baça. Lo mandó erigir para conmemorar la
reconquista de Santarem, y quiso que fuera tan importante, que lo hizo para
alojar a mil frailes. Allí, puesto el cadáver de Inés sentado en un trono junto
a él, también sentado en otro igual, ordenó que nobles y cortesanos
presentaran sus respetos a la reina, y
besaran su mano en señal de acatamiento.
Dos
sepulcros encargados por Pedro, uno para Inés y otro para sí mismo, piezas excelsas del arte gótico funerario fueron
labrados para ser colocados uno junto al otro ─hoy separados en contra de la
voluntad del monarca, uno en cada brazo del crucero de la iglesia de Alcovaça─,
como reconocimiento a su mutuo amor.
(1) Además del citado caso de Juana y
Felipe, más extensamente contado en “Las cosas del querer” y el menos conocido
de la poetisa Carolina Coronado que tuvo a su fallecido esposo Horacio Perry momificado en su
casa de Sintra hasta su propia muerte, también en “Locuras de amor” fue
contado otro caso, impregnado de leyenda y contado por el mismo autor en
“Noches lúgubres”. Es el del escritor José Cadalso, perdidamente enamorado de
la actriz María
Ignacia Ibáñez, quien tras la muerte de la amada, pretendió exhumarla de la
fosa en la que fue enterrada para verla por última vez.