Aunque el complot es conocido como la Conspiración del
Triángulo, las precauciones de los conjurados para mantener ese modelo no
fueron lo suficientemente estrictas como para asegurar el anonimato de los participantes. Este
modelo se fundamenta en que cada uno de los miembros de la intriga sólo conoce
a otras tres personas. Gráficamente, se podría representar como un entramado de
triángulos. El vértice de cada uno de ellos está ocupado por un miembro de la
trama, que sólo conoce los nombres de quienes ocupan en sentido descendente los dos vértices
inferiores de su triángulo y en sentido ascendente el del que ocupa el vértice
superior de un nuevo triángulo. Nadie conoce, y nadie, pues, puede delatar más
que a esas tres personas a las que conoce, y por tanto rota una cadena, no es
posible poner nombre a los restantes vértices y llegar a la cúspide de la
pirámide, el vértice superior ocupado por el cabecilla.
El principal detenido sí conocía a muchos de los
implicados, que lograron escapar, cuyos nombres se llegaron a conocer merced a
la declaración que bajo tortura se le arrancó. Sin embargo otro de los
detenidos, Juan Antonio Yandiola, que resultaría absuelto en el proceso, no
aportó gran cosa durante su interrogatorio, quizás por no saber nada pese al
trato recibido, que no cabe duda cuál fue al leer la nota escrita por el propio
Fernando VII dirigida a José Manuel de Arjona, consejero del rey y alcalde de
su real casa: “Palacio, 29 de febrero de
1816. Arjona: Estando Yandiola negativo a todo lo que se le pregunta, te
autorizo para que eches mano de los apremios a pesar de haberlos yo abolido
(…), por ser este caso gravísimo y
excepcional.”
Pero veamos los hechos. Dos años lleva Fernando VII
en España desde que Napoleón consintiera su regreso a España y aquél llegara el
22 de marzo de 1814. Los españoles ya han empezado a sufrir en sus carnes los
efectos de su intolerancia. No resulta raro que el descontento se manifieste
enseguida, y así, en 1815, al año siguiente del retorno del rey, se pone en
marcha una conspiración contra el rey Fernando, cuya cabeza más visible es
Vicente Ramón Richart.
*
Vicente Ramón Richart había nacido en Biar. Abogado, durante la Guerra de la Independencia desempeñó,
como él mismo dijo, diversos servicios a favor del Rey y la Patria por tierras
castellanas y andaluzas. Fue comisario de guerra y en 1812, al servicio de don
Juan Martín, se ocupó de las cuentas de la división militar a cuyo mando estaba
“el Empecinado”. En 1813 ya se encontraba en Madrid. Pronto, con Fernando VII
ya en España, se conducirá por un camino sin retorno, mezcla de idealismo, por
su carácter liberal y aversión al rey tirano; y resentimiento, convencido de
merecer mejor suerte en atención a sus méritos.
Por todo ello Richart decide pasar a la acción. El
plan del que él y otros, mucho más importantes
y discretos, son alma, consiste en secuestrar al rey y obligarle a jurar la Constitución de
Cádiz.
Richart pone el marcha el complot. En la calle
Leganitos de Madrid hay una barbería. Su dueño es un tal Baltasar Gutiérrez,
que no se ha privado en los últimos tiempos de acusar en voz alta al rey felón
de todos los males que minan la Nación. Richart y Gutiérrez se reúnen, hablan,
primero con recelo, sobre todo Gutiérrez; luego con franqueza. Pide Richart,
que sabe de las muchas relaciones del barbero, le ponga en contacto con dos
militares para que lleven a cabo el plan. Los quiere Richart alistados fuera
de los cuarteles, entregados a la causa y dispuestos a sus planes. Y Gutiérrez
cumple. Al poco le presenta a los cabos de la infantería de marina Francisco
Leyva y Victoriano Illán.
Conforme Richart con los militares llevados por
Gutiérrez, se entrevista con ellos y les instruye sobre cómo desarrollar el
plan.
─Conminareis al rey a que os acompañe al carruaje que
estará dispuesto para su traslado a palacio─ les dice Richart.
Nada hacer temer a los conspiradores que el rey
pueda resistirse. Su carácter, escaso de valor, como siempre fue, así lo hace
creer, pero Richart advierte que si acaso tal cosa sucediera, si el rey se
revelara como lo que no es: valiente y bravo, y opusiera resistencia, antes que
desistir en el rapto, el rey deberá morir.
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Fernando VII |
Al oír a Richart, Leyva e Illán protestan. Una cosa
es raptar al rey, están conformes en ello; otra matarlo. Un regicidio es cosa
distinta y de gravísimas consecuencias para ellos y para la Nación. Pero Richart
se impone autoritario, y los militares callan, y al hacerlo parece que otorgan.
Nada más lejos de la realidad. El miedo a ver sus manos manchadas con la sangre
de un rey supera el temor que Richart pueda infundirles en el ánimo si no
obedecen.
Francisco Leyva y Victoriano Illán confiesan a sus
superiores los planes en los que participan. Ellos mismos, como si trataran con
ello de mostrar su arrepentimiento, de purgar su culpa, participan en el
arresto de Richart. Mientras, el general O’Donoju, el héroe de la guerra de la
Independencia; el mariscal Mariano Renovales o el político Ramón Calatrava ponen
pies en polvorosa y logran escapar; a Portugal e Inglaterra la mayoría. Peor
suerte corren el zapatero Manuel Montero, el herrero Pedro Montalvo, Manuel
Molina, carpintero, Blas Blázquez, tratante de aguardientes o la criada María
Fernández, que son detenidos y el 4 de
mayo de 1816 condenados a distintas penas de cárcel.
Richart y el barbero Gutiérrez son condenados a
muerte, el primero, con orden de que ejecutada la pena, el verdugo le corte la
cabeza y sea ésta colocada en el Camino Real, fuera de la Puerta de Alcalá. Y
así sucede. El 6 de mayo de 1816, en la plaza de la Cebada de Madrid, una soga
rodea el cuello de Vicente Ramón Richart. Poco después su cabeza es exhibida en
el Camino Real, quinientos pasos más allá de la Puerta de Alcalá.