LEONOR TELES. LA PASIÓN DE UN REY

   Hija de Martín Alfonso Teles de Meneses y Aldonza de Vasconcelos, era sobrina del conde de Barcelos y podía presumir de linaje pues estaba emparentada por parte de padre con los reyes de León y con los de Castilla por parte de madre; así que si Juan Lorenzo da Cunha, señor de Pombeiro, contrajo matrimonio con ella por su estirpe o por amor es difícil de saber, aunque quizás por ambas cosas fuera, pues Leonor era mujer bellísima,  aunque fría y ambiciosa, que sin ceder a pasiones desaforadas, era capaz hacer enloquecer de deseo a cualquier hombre, como pronto veremos.

   Tenía Leonor una hermana, María, que era aya de la infanta Beatriz de Portugal, una de las hijas tenidas por Pedro I con Inés de Castro, aquella noble gallega, protagonista de una de las más célebres historias de amor, cantada por poetas de todos los tiempos, primero amante del rey Pedro, luego su esposa, aunque algunos lo dudaron, y más tarde arrebatada de su lado por viles asesinos y sus cómplices; siempre llorada por su esposo y vengada su muerte al fin con la crueldad que hizo ganar al rey el apelativo de justiciero y cruel.

   Y visitando en Lisboa a su hermana María fue cuando conoció Leonor al rey Fernando I. Rey sin grandes prendas, de corto conocimiento y escasa perspicacia, guerreó contra Castilla una y otra vez, apoyó al Trastámara don Enrique, el fratricida asesino de su hermanastro Pedro e hizo y deshizo luego pactos con Aragón y con el moro de Granada en contra de aquél. Si su intención, como nieto de don Sancho, era aspirar a ser dueño de Castilla y Portugal, todo uno, no pudo elegir peor forma de hacerlo.

                                                        *

   Leonor está en Lisboa para consolar a su hermana en la pérdida de su esposo, el señor de Mafra. Piensa pasar una buena temporada allí, pues el señor de Pombeiro, ocupado en cacerías y batallas, se halla ausente de Beita, su residencia; pero el tiempo pasa, su estancia en Lisboa se prolonga en demasía y el señor de Pombeiro, ya en Beita, insta a su mujer a la vuelta. Es tarde para ello. Fernando de Portugal ya está rendido ante el enigmático poder de seducción de la bella ambiciosa, y ella dispuesta a ser reina de Portugal en cuanto el papa anule su matrimonio con el señor de Pombeiro, cosa segura si el rey lo pide.


Muralla fernandina de Oporto. Pese a la desafortunada política respecto a
Castilla, Fernando I dotó de defensas las ciudades de su reino  e impulsó la marina, paso necesario para las posteriores empresas marítimas.

   Las hermanas Teles no sólo tienen en común su sangre, comparten imaginación y astucia para lograr sus fines. Con la ayuda de María, mucho mejor tratada por la historia que su hermana menor, Leonor hace caer en la trampa a Fernando, incauto y presa de una incontenible pasión por su amada. Así lo piensa Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, que no debió ir muy desencaminado en sus apreciaciones cuando otro insigne, Alexandre Herculano,  al hablar de Leonor, aunque con cierto anacronismo, decía de ella ser la Lucrecia Borgia portuguesa. Prepara, pues, María una entrevista entre su hermana y el rey, por la noche, en sus aposentos, en lo que promete ser para el rey una noche de felicidad. Al abrirse las puertas de la alcoba,  Fernando se encuentra junto al lecho con un altar. Ante él un sacerdote. Incapaz Fernando de cualquier oposición, sucumbe ante el requerimiento de la amada: “Casémonos primero y amémonos después”. Enardecido Fernando, esa noche, ama a Leonor con pasión. Simulacro que daría paso, libre Leonor del Señor de Pombeiro,  a las nupcias reales, lejos de Lisboa, donde a Leonor no se le quiere, en Leça de Bailio, cerca de Oporto, en 1371. Al poco le nace un hijo, Alfonso, segundo intento, tras el malogrado Pedro, de dar un heredero a Portugal. Tampoco Alfonso vive mucho, sí lo hará Beatriz, infanta a la que casarán con Juan I de Castilla.

   Marido y mujer Fernando y Leonor, él enamorado y entregado a ella, hermosa, seductora, arrogante, infiel, aquél no se da cuenta de nada. Leonor siempre tiene cerca al conde Andeiro. Cuando el rey se va, Andeiro llega. Era el conde Andeiro, noble gallego y fiel servidor del rey Fernando desde los tiempos en que éste, con aires de grandeza o añoranzas atávicas, había invadido Galicia, como en efímero sueño, pues debió abandonarla en cuanto el rey castellano se plantó con sus huestes para restablecer el orden, igual que Andeiro, pero éste es desterrado a Inglaterra, de donde volverá con la promesa de los Lancaster de ayudar a su señor.  Una vez más Portugal y Castilla están en guerra, pero los aliados ingleses, más parecen rivales que amigos. Saquean y avanzan, antes parecen buscar un botín que ayudar al portugués. Al fin la paz entre ambos reinos se acuerda con el casamiento de la infanta Beatriz, la única hija de Leonor y Fernando, con Juan I de Castilla, que como otras veces sucedió y muchas más se verá en la historia, sustituye a un hijo suyo en las bodas del infante castellano don Fernando con Beatriz, su prometida. ¿Un paso hacía la unidad de ambos reinos? Podría haberlo sido, pero el 22 de octubre de 1381, un aún joven, pero enfermo Fernando I de Portugal muere. Como si se abriera la caja de los truenos, las intrigas por obtener la corona de Portugal se suceden. Ya había sido muerta con violencia, tres años antes, María Telez por secuaces de su propio esposo don Juan, señor de Eza, hijo de Pedro I e Inés de Castro, infante con aspiraciones al trono. Fue aquel asesinato preludio de las maquinaciones de Leonor en su pérfida ambición: había despertado la intrigante en el señor de Eza los celos en contra de su hermana. El esposo le cree, ordena la muerte de la esposa y consuma su propia perdición. Más tarde sería preso en Castilla, quedando apartado de la lucha por la sucesión. No ocurre lo mismo con otro Juan, maestre de la orden de Avis, hijo ilegítimo de Pedro I, tenido con Teresa Lorenzo, en torno al cual se forma un partido en defensa del Portugal que creen no defiende la regente, que sólo vela por sí y su hija, sea con las armas lusas, sea con las castellanas del esposo de su hija.

Con la Ley das Sesmarias, Fernando I de Portugal dio impulso a la agricultura,
convirtiendo en tierras de labor grandes extensiones de terrenos yermos hasta entonces.

   Aunque sin el amor del pueblo y con la animosidad de la corte, sólo porque la ley lo manda, Leonor, en nombre de su hija Beatriz, asume la regencia. Aún no se ha enfriado el cuerpo del rey, cuando Leonor y el conde Andeiro conviven maritalmente. Juntos están cuando Juan, maestre de Avis, se presenta en palacio. Lo ha designado la regente para defender las fronteras frente a los ataques castellanos, quizás con la idea de apartarlo de la corte y, con su derrota, quedar desacreditado sino muerto, pero don Juan, menos ingenuo que otros y con partidarios, quiere ver con sus propios ojos lo que sucede en la corte. La reina regente y don Juan hablan, Andeiro está presente, desconfiado y precavido, mas todo discurre con normalidad, sin fricciones. Al salir de la estancia Andeiro acompaña a don Juan. Hablan los dos hombres en una sala contigua. Nadie sabe de qué. El maestre de Avis, saca un puñal y lo hunde en las carnes del conde. Andeiro yace moribundo. Y tras el favorito, sus partidarios. No se tarda mucho en saber fuera de palacio lo que en él sucede, se habla del peligro en el que se halla don Juan y como uno solo, acuden  gentes del pueblo a defenderlo. Si la regente, tan odiada, salva su vida es gracias al propio don Juan. y si lo es por debilidad o por nobleza, poco importa. Pero Leonor es de carácter vengativo, y ahora, en momento tan crucial, valora mal sus opciones. Llama al rey castellano, requiriéndole a conquistar Portugal. Error que pagará caro. Proclamado rey don Juan, debe defender Portugal frente al poderío castellano, que vela por los derechos de la reina Beatriz.  Apoyado por muchos, aún parte de la nobleza piensa en Juan de Eza, que prisionero en Castilla purga el asesinato de María Teles y resulta maniatado en sus pretensiones. Pero nada de esto importará. Tras casi dos años de batallas, en Aljubarrota, Juan I de Portugal dirá su última palabra, ya incontestable. Una nueva dinastía regirá los destinos lusos y ni Leonor Teles, prisionera en el convento de Santa Clara de Tordesillas, ni su hija Beatriz formarán parte de ese nuevo Portugal. 
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LA DESTRUCCIÓN DE UN IMPERIO

   Creso era rey de los lidios. Gobernó su pueblo, en la península de Anatolia, unos cinco siglos antes de Cristo. Nada más llegar al poder inició una serie de campañas para someter a los pueblos griegos de Asia. No tardo mucho en conseguirlo. Efesios, dorios, licios, frigios, bitinios y otros muchos pueblos cayeron bajo su férula. Sometidos también los jonios, pensó entonces extender sus conquistas a las islas que éstos habitaban. Preparaba una escuadra con la que invadir las islas jónicas, cuando llegó a Sardes, la próspera capital de su reino, un griego que le anunció que aquellos isleños a los que trataba de invadir estaban preparando a su vez un gran ejército de diez mil jinetes dispuestos a lo mismo sobre su reino. Creso creyó al griego y ordenó paralizar la construcción de las naves y concertar una alianza con los isleños.

   Tiempo después Creso, viendo el creciente poder de los persas, puso su mirada en el Oriente. Para asegurarse el éxito quiso conocer la opinión de los oráculos. Despachó enviados a muchos de ellos con instrucciones de traer informes por escrito de lo que él mismo estaba haciendo el centésimo día tras su partida. Al regreso de todos los comisionados, resolvió Creso que sólo el oráculo de Delfos era capaz de vaticinar su futuro con garantías, pues sólo este oráculo había logrado saber que Creso, pasados los cien días desde que marchasen los delegados, había partido por la mitad una tortuga, un cordero y puestos en un caldero los había puesto a cocer.

   Mandó entonces Creso nuevos enviados a Delfos. Debían preguntar si su reino emprendería una expedición sobre Persia y si contaría con el apoyo de algún ejército aliado. La respuesta no pudo complacer más a Creso: le decía el oráculo que si procedía a la invasión de Persia destruiría un gran imperio y le aconsejaba buscar el mejor y más fuerte aliado de entre los griegos para ello. Así lo hizo y firmó alianza con los lacedemonios.


Delfos

   Para asegurarse aún más, envío unos nuevos comisionados. Cuando llegaron a Delfos, interrogaron a la pitonisa si sería duradero el imperio de su señor sobre la Persia del vencido Ciro. Otra vez fue grande la satisfacción de Creso al conocer la respuesta, pues le advertía que cuando un mulo fuese rey de los medos, abandonase aquel reino, cosa que juzgaba imposible pudiera suceder.

   Decidido, pues, Creso a conquistar la Capadocia, llegó al río Halis, la frontera de sus reinos. La dificultad para cruzar aquel río de caudalosa corriente y sin puentes con los que ganar la otra orilla era grande, pero la solución la dio Tales de Mileto, presente en aquella marcha, quien ordenó que río arriba del campamento lidio se cavara un canal que discurriera por la retaguardia de las tropas lidias y que más abajo, se uniera de nuevo al cauce del río. Quedó así dividido en dos ramas el río con su caudal igualmente dividido y vadeable en ambas ramas.

   Ya en Capadocia, los lidios de Creso sometieron la región de Pteria, mientras Ciro, reuniendo su ejército, salió a su encuentro. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuando cayó la noche sin que ninguno de los dos bandos hubiera vencido, se retiraron y Creso, en inferioridad numérica, decidió regresar a Sardes. Con ayuda de los espartanos y los egipcios, con los que había llegado a una alianza también, volvería en la primavera para hacer cumplir los vaticinios del oráculo.

   Más no contaba el lidio que Ciro, al que llamarán el Grande, cruzase el río Halis, y ante Creso en su propia capital, se dispuso a la lucha. A la temible caballería lidia de Creso, Ciro opuso los camellos, usados para el transporte de vituallas, que dispuso en primera línea, delante de la infantería, y tras ésta la caballería. Cuando se produjo el choque entre ambos ejércitos, los caballos lidios, al sentir la presencia de los camellos, de los que temen hasta su olor, se encabritaron, descabalgando a sus jinetes. La lucha, que fue feroz, se entabló entre las fuerzas de a pie, y los lidios acabaron retrocediendo y  refugiándose tras las murallas de Sardes, que fue finalmente tomada y Creso cautivo. Se había cumplido el oráculo: había sido destruido un gran  imperio, el suyo.

Nota: No supo entender Creso que aquel mulo al que se refería el oráculo no era otro que Ciro, hijo de una meda y de un persa.
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EL NACIMIENTO DE UN REINO

   Cuando el conde de Portucal, Enrique de Borgoña, falleció, se inició la regencia de su viuda doña Teresa, hija del rey leonés Alfonso VI. De la otra hija, Urraca, había logrado el conde borgoñón engrandecer su condado portucalense con tierras gallegas por el Norte y alcanzar grandes extensiones en las tierras del Duero por el Este. Doña Teresa, hermosa y de naturaleza sensual, pronto encontró el afecto del conde gallego Fernando Peres. Tampoco tardó mucho en ser armado caballero el infante Alfonso Henriques, que enseguida exigió a su madre el abandono de la regencia y reclamó sus derechos, pero doña Teresa se negó a ello,  pues contaba con el fuerte brazo del conde Peres; mas al morir la reina doña Urraca, el nuevo rey Alfonso VII volvió su vista hace el Oeste, recuperando Galicia y las regiones del Duero ganadas por el viejo conde.  Allanada doña Teresa a la nueva situación, reducido el condado a sus límites primeros, muchos caballeros se pusieron del lado del infante Alfonso Henriques, que decidido se enfrento a su madre.

   Se rebeló, pues, Alfonso Alfonso Henriques, y en la disputa, ocurrida en Guimaraes, salió mal parada doña Teresa. La leyenda insiste en que doña Teresa fue hecha prisionera por su hijo, que fue emplazado por aquélla a un juicio de Dios: “Alfonso Henriques, hijo mío, me has encarcelado, encadenado y arrebatado las tierras que me dejó mi padre y me has separado de mi marido; ruego a Dios te pase como a mí, y puesto que has sujetado con hierros mis pies, te sean rotas las piernas mediante hierros. ¡Haga Dios que esto suceda!”; pero la realidad parece ser menos fantástica, pues los derrotados huyeron a las tierras gallegas del conde Peres.

   Durante el reinado de Alfonso VII, el emperador, varios intentos de Alfonso Henriques por unificar la Galicia del norte del Miño con la del sur fracasan. Al fin, los reveses militares y la amenaza almorávide, deciden al portugués a dirigirse hacia el Sur. El triunfo en los campos de Ourique hincha de moral, pero también de sentimiento nacional a los nobles portugueses, que allí mismo declaran a Alfonso Henriques rey. Su nueva condición agudiza el ingenio del astuto Alfonso Henriques que aún es vasallo del rey leonés como señor de Astorga, y piensa que le conviene sacudirse ese yugo para sustituirlo por otro con la misma o mayor autoridad, pero más suave, lejano y exigente con él, y a la vez protector. Con el sibilino proceder del cardenal Guido, presente como legado del papa Lucio II en Zamora, Alfonso VII reconoce a Alfonso Henriques como rey de Portugal, y confía en su vuelta al redil leonés más tarde. Alfonso Henriques se reconoce entonces vasallo del papa, resulta así intocable para cualquier otro rey cristiano y libre ya, dedica sus energías a consolidar su situación y reino.


   Tras renunciar a las tierras al Norte del Miño y demás tierras fuera del primitivo condado portucalense, la lucha del primer rey portugués, se obstina en el Sur, por donde el peligro acrece por el empuje de tropas sarracenas. En 1146 en una operación por sorpresa, digna de la mejor novela de aventuras,  toma Santarem: así en plena noche, se presenta el rey con sus hombrea ante sus murallas. Tres de sus mesnaderos se acercan al muro. Uno lanza la escala, ligero, pero cauteloso, alcanza el adarve, dando cuenta del vigilante más próximo. Cuando otro vigilante, guardián del portal, oye pasos cercanos, llama al que cree su compañero. El portugués, en el habla del enemigo, pide que se acerque. Sin darle tiempo, siega su cuello y arroja su cabeza al exterior. Es el aviso. Los otros dos portugueses que aguardan al pie del muro, lanzan sus escalas y ascienden con celeridad meteórica. Ya juntos los tres, abren las puertas de la ciudad. Santarem cae.

   Al año siguiente llega el turno de Lisboa. Ya no está solo Alfonso Henriques como en Santarem. Ahora tiene ayuda de cruzados ingleses, franceses e italianos. Se construyen catapultas, se elevan torres para el ataque. También la ciudad se apresta a la defensa. Arietes y flechas desde un lado, brea y aceite hirviendo desde el otro. Fuego por todas partes. Tras un primer intento cristiano, fracasado, se inicia el asalto definitivo. En octubre Lisboa, al límite de su resistencia, se rinde.

   Y así batalla tras batalla, ganando algunas veces para perder lo conquistado poco después; sin un reino y un ejército organizados; sin ser un buen estratega, aunque sí un aguerrido soldado, recorre tierras del Algarve empuñando su espada o con el cuchillo entre los dientes.

   En esas estaba Alfonso Henriques cuando, acaso la casualidad quiso que, aquella ordalía a la que su madre pareció condenarle cuando fue presa tuviera algo de verdad, En su osadía, Alfonso Henriques se dispone a tomar Badajoz, que queda fuera de los límites acordados al determinar qué tierras ganadas en la reconquista quedarán en poder de cada reino,  y Badajoz, cuyo valí es tributario del rey leonés Fernando II, debería quedar fuera de las pretensiones portuguesas. Como no sucediera así y Alfonso Henriques tomara la ciudad, el valí pide ayuda y Fernando acude a defender lo que cree suyo. Al llegar las tropas del leonés, Alfonso Henriques trata de huir. Torpe ya, sin los reflejos y la agilidad de sus años mozos,  sobre su montura, sufre un accidente, hiriéndose las piernas con unos hierros. Parece cumplirse así el designio, pero el rey de León, casado con Urraca de Portugal, hija de Alfonso Henriques, magnánimo, exige al suegro el abandono de todas las tierras tomadas fuera de los compromisos y lo deja  marchar a sus tierras portuguesas de Santarem, donde atacado mientras lame sus heridas, aún tuvo su yerno, con generosidad sin límites, que defenderlo de los ataques de nuevas fuerzas llegadas a la península: los almohades.

   Será Sancho I, hijo de Alfonso Henriques, quien heredará el reino portugués y comenzará a consolidar su identidad nacional.
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EL PUEBLO SE DIVIERTE

     Aunque Manuel Fernández y González no ha brillado como un gran literato, en su tiempo, su figura y sus obras animaron los ocios de las gentes que en el siglo XIX, si sabían leer, compraban la prensa para solazarse con los folletines del escritor sevillano.

   Escritor prolífico, Fernández y González abordó temáticas variadas, pero especialmente fue el género histórico el que más fama y seguidores le procuró, gracias a sus libros y sobre todo a las entregas que diariamente se publicaban en la prensa y que el público seguía con verdadera fruición. El éxito de sus folletines le hicieron rico, pero su vida desordenada y el desapego, por su carácter, de muchos de sus colegas, le condujeron a un triste final, pobre y abandonado por todos, que no olvidado, pues sus funerales, en 1888, fueron multitudinarios y presididos por un ministro. Un periodista, a modo de epitafio, escribió:

                                     En esta fosa cristiana
                                     reposa el mayor portento
                                     de inspiración, de talento
                                     y de vanidad humana.

   El éxito había cambiado su carácter. Durante la publicación en “La Discusión”, dirigido entonces por don Nicolás María Rivero, del folletín Luisa o el ángel de redención, por causas de espacio u oportunidad, cierto día no pudo publicarse la entrega correspondiente. Al enterarse el escritor, furibundo, acudió al periódico hecho un basilisco, más como se encontrara ausente el director, abandonó el local mientras despotricaba contra todos y clamaba por lo incalificable del caso.




   Su carácter beligerante le traicionaba con frecuencia: se reunía en el Ateneo de Madrid con varios contertulios. Hablaban de todo lo que en aquel siglo XIX era motivo de discusión: política, toros… En un momento dado discutió con uno de los socios del ateneo. Las cosas llegaron a mayores y el socio ofendido reto a Fernández a batirse en duelo. El escritor, muy corto de vista, incapaz de batirse en igualdad de condiciones, se negó a ello como pretendía su adversario, pero no a la lid. Propuso al rival, que puesto que el estaba medio ciego, fueran los dos, provistos de sendos cuchillos, encerrados a oscuras en una habitación y quien viviera pidiera se abriese la puerta y se hiciera la luz. El sentido común se impuso y el duelo de aceros no se celebró.

   Y es que tertulias y chismes sobre duelos, toros, sin olvidar las funciones teatrales, en un siglo de arrebatados románticos eran, al margen del afán por la supervivencia diaria del pueblo, asuntos de mucho entretenimiento en un siglo de continuos sobresaltos políticos.

   Siempre, pero en aquellos años del siglo XIX más, sin la competencia de nuevos espectáculos de masa que iban a llegar con el nuevo siglo, el mundo de los toros tenía una incuestionable presencia en la vida social de la época.

   Véase cómo a finales de 1872, la prensa anunciaba una fabulosa corrida de despedida: “Deseando despedirse dignamente del público de esta Corte, han convenido de acuerdo con la Empresa, siempre dispuesta a proporcionar al público todo género de novedades, en lidiar los días 3 y 10 de noviembre, dos corridas extraordinarias, matando en la del tres los seis toros Lagartijo, y en la del diez los seis toros Frascuelo, y presenciando la función, el que no trabaja, desde un palco de la plaza, dispuesto a reemplazar a su compañero en caso desgraciado.”

    Poco imaginaba la empresa organizadora ni el público que en la siguiente temporada ya no habría rey ni corte, aunque sí toros.




   Porque siempre, pero en estos años quizás más, el mundo taurino tenía gran presencia en la vida social de la época. No resulta extraño si atendemos a la personalidad de algunos toreros. Luis Mazzantini Eguía era uno de ellos. Nacido en Elgoibar en 1856, era hombre instruido, pues era bachiller, que ocupó importante puesto en las caballerizas reales en los tiempos de don Amadeo de Saboya; luego fue jefe de estación en varias localidades extremeñas; pero en su ser estaba marcada la ambición del éxito. Quiso ser cantante, pero carecía de facultades para el bel canto y, consciente de ello, decidió entregarse al arte de Cúchares. Frascuelo en Sevilla le dio la alternativa, confirmándolo Lagartijo en Madrid. Ya resultó imparable su éxito. Cuando no actuaba en el albero de las plazas, “el señorito loco”, como era conocido, con su levita acudía al Teatro Real, codeándose con la mejor sociedad de la época. Cuando se cortó la coleta, se dedicó a la política, siendo concejal del ayuntamiento de Madrid, y más tarde gobernador civil de Ávila y Guadalajara. Su fama de gran estoqueador le acompañó siempre. En cierta ocasión durante un debate en el ayuntamiento, retó a su oponente a duelo. Se negó el opositor y, cuando irritado, Mazzantini exigió razones de la negativa, su rival le dijo:
   No, porque si le mato, dirán que don Luis ha recibido su última cornada, y si me mata usted, dirán que don Luis ha dado su última estocada. Comprenderá que puesto que en ambos casos los cuernos me toca llevarlos a mí, no esté dispuesto.

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EL XIX. LA RESTAURACIÓN Y ALFONSO XII

   “Sire: Votre Majesté a été proclamé Roi hier soir par l’armée espagnole. Vive le Roi”. Ésta es la anónima nota recibida por el joven  don Alfonso durante su estancia en el antiguo palacete Basilewski, rebautizado como palacio de Castilla, residencia de la exiliada Isabel II, durante la visita que el futuro rey hacía a su madre para celebrar el fin del año 1874. Tiene don Alfonso diecisiete años recién cumplidos y culminan así los esfuerzos por restaurar al joven Borbón en el trono de España.

   Si el artífice económico de la Restauración es don José Isidro Osorio y Silva, duque de Sesto y marqués de Alcañices, que ha comprometido su fortuna, hasta verla muy mermada, en el mantenimiento de la corte de Isabel en el exilio, la educación del príncipe y atraer las voluntades a favor del joven Borbón, Don Antonio Cánovas del Castillo es el artífice político. El 31 de diciembre de 1874 don Antonio forma gobierno, que el nuevo rey, nada más llegar a España el 9 de enero siguiente, confirma mediante Real Decreto. Después, una vez en Madrid, don Alfonso emprende viaje al Norte. Aunque resueltos muchos de los conflictos ocurridos durante la República, persiste el problema carlista, pues su ejército se mantiene vigoroso y audaz en sus asaltos. Alfonso XII está dispuesto a cambiar ese estado de cosas, y su presencia en el frente cree Cánovas que contribuirá a cambiar el rumbo del conflicto; pero los resultados no son los esperados. En Lácar, el ejército liberal es vencido y Alfonso XII a punto de ser capturado. Durante aquellas jornadas hasta su vida corre peligro, tal es la cercanía al frente del joven rey. Convive con los soldados, come del mismo rancho que ellos y duerme en las tiendas del frente. Una mañana, al amanecer, sale de su tienda. El comandante Torrijos se acerca a él. Le está presentando la novedad. De pronto una bala alcanza al comandante. Don Alfonso se inclina para atenderle: “Animo, teniente coronel” le dice decretando así, allí mismo, su ascenso.

   Y sin embargo, a partir de entonces, durante la campaña de 1875, el ejército carlista fue cediendo terreno. El 27 de febrero del año siguiente, por el paso de Valcarlos, el pretendiente abandona España. Ya nunca volverá. Y Alfonso XII comenzará a ser conocido como el rey pacificador.

   No sientan bien a don Alfonso, por su débil naturaleza, las incomodidades padecidas en el frente. Un catarro, quizás algo más, aqueja al rey. La sangre de un vómito avisa de lo que nadie quiere pensar que pueda ser.



   Dominada la escena política por Cánovas  con la promulgación el 30 de junio de 1876 de una nueva Constitución, son los amores y amoríos del rey, sus venturas y desgracias, los que mantienen el interés del pueblo por su monarca: su boda por amor, como lo hacen los pobres, con María de la Mercedes, hija del duque de Montpensier; la desgraciada muerte del amor; sus escarceos con la contralto Elena Sanz, también con otras muchas; su matrimonio, ya sin amor, por razones de Estado, con María Cristina de Hasburgo, ella sí enamorada.

   Pero si el pueblo está pendiente de su rey, el rey también está pendiente de su pueblo. Durante las inundaciones ocurridas en Murcia en el otoño de 1879 el rey visita los pueblos anegados por las aguas. En un momento dado un hombre de edad, cubierto de barro se abraza al monarca. Ninguno de los hombres dice palabra; pero sus ojos vidriosos dicen más que el movimiento de los labios. Cuando se le recordaba el episodio el rey solía decir: “Ha sido el discurso más hermoso que he oído en mi vida”. Lo mismo ocurre cuando varios terremotos asuelan extensas zonas de Andalucía, sobre todo en Granada y Sevilla; y más tarde cuando la muerte acechándole ya, se presenta en Aranjuez, contra la opinión de médicos y gobierno, para asistir a los afectados por la epidemia de cólera que diezma la población. Hasta seiscientas personas fallecen diariamente en España a causa de la enfermedad. Se había introducido la epidemia por los puertos de Valencia y Murcia durante la primavera de 1885, pero pronto se extendió por otras regiones, llegando en verano de aquel año a Madrid. Durante las horas que dura su visita ofrece el Palacio del Real Sitio para alojar en él, si ello fuera necesario, a los afectados y después, se dirige al hospital Civil para agradecer en persona la labor que la madre superiora de las Hermanas de la Caridad, al servicio de aquel hospital, prestan a los enfermos; propósito que no puede cumplir, pues la Superiora de la orden, contagiada del mal, se halla al borde de la muerte.

   Durante los casi once años de reinado Alfonso XII gana el  título de rey pacificador, apelativo poco difundido. Los gobiernos de Cánovas y Sagasta, sobre todo los del primero se emplean en conseguir o conservar la paz. El fin del conflicto carlista al principio del reinado, la paz de Zanjón, en Cuba, poniendo fin a la Guerra Grande, aquélla nacida en 1868 con el  grito de Yara, paz efímera, rota por la Guerra Chiquita, a la que el general Polavieja puso fin con victoria española, fueron algunas de las paces obtenidas para dicho reconocimiento.

    Y aún tiene tiempo Alfonso XII, al final de su reinado, de ejercer como rey pacificador o al menos, contribuir a la paz. Se había celebrado en Berlín la conferencia que con el nombre de la capital alemana a pasado a la historia. Allí se habían repartido los ricos países europeos el África negra. Eran tiempos de auge colonial, y las naciones con pretensiones, muchas, y con poder, unas pocas, trataban de consolidar imperios coloniales. El océano Pacífico, poblado de millares de islas, muchas sin más dueños que los nativos que las habitaban, eran apetecidas por los voraces países europeos y los Estados Unidos.  Uno de aquellos archipiélagos es el de las islas Carolinas, descubiertas, en el siglo XVI, por navegantes españoles y bautizadas así en homenaje al rey Carlos II. Colonizadas al principio, los misioneros que las habitaron fueron asesinados por los nativos. La falta de interés y de medios las mantuvo en el olvido hasta que el ánimo expansionista alemán alerta a España. Ambas naciones envían buques a fin de izar sus banderas en el archipiélago: España en la tierra que considera propia y Alemania en la tierra en la que considera no ha tomado posesión España. El 12 de agosto de 1885 el embajador alemán en España anuncia al gobierno de España la intención de ocupar Las Carolinas, ante el abandono español. La creciente tensión en las relaciones entre los dos países se ve acompañada por muestras de indignación popular que clama contra todo lo alemán. Alfonso XII escribe una carta al emperador Guillermo, mientras Cánovas y Bismark acaban aceptando el arbitraje del papa León XIII, quien con salomónica sabiduría otorga la soberanía a España y ciertos derechos comerciales al Imperio Alemán.

   En noviembre el estado del monarca es de suma gravedad. Está en el palacio del Pardo a donde se ha trasladado con la vana esperanza de aliviar los síntomas de su enfermedad. El día 23 sufre una recaída. Postrado en su lecho, Alfonso XII agoniza. El día 25, a las nueve menos cuarto de la mañana, con la reina a su lado, rodeado de su familia, la corte y el gobierno, el rey fallece.

   Al mismo tiempo, en otro lugar de Madrid, en su domicilio del número 14 de la calle que lleva su nombre, otro hombre, importante en la historia reciente de España, agoniza también. Es don Francisco Serrano, duque de la Torre. Admirado unas veces, criticado otras, fue militar y político, presidente del gobierno, jefe de Estado, regente,  casi rey. Ahora yace enfermo del corazón. Dicen que en su agonía, animado por una fuerza desconocida, se incorporó gritando:
   ─Dadme la espada. El rey se muere y debo estar a su lado.
   El 26 de noviembre, al día siguiente del óbito real, mientras se celebraban las exequias del rey Alfonso, casi olvidado, ignorado en su postrer momento entregaba su vida a Dios el último de los espadones del siglo XIX.

   Comienza una nueva etapa para España: la regencia de María Cristina de Hasburgo, algunos la llamarán doña Virtudes, que encinta dará a luz un nuevo rey. Es el comienzo del turnismo político  ─algunos llamarían a este tiempo los años bobos─, que es en realidad un remanso de paz si pensamos en lo sufrido por España antes y lo que tendrá que sufrir tras el asesinato de Cánovas y el desastre colonial.
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