UN REY CASI MAGO

   En estos tiempos en los que en los buenos deseos afloran, bien como expresión de solidaridad entre los hombres, bien como verdadera manifestación del espíritu navideño hacia el prójimo, viajaremos hoy por la historia hasta el siglo XVIII para contar una anécdota propia del espíritu de estos días.

   Y es que hoy hablaremos de un rey, que había nacido en España, pero llegó de Nápoles para ser rey de los españoles, y trajo de Italia ministros, artistas de todos los ramos y los preciosos belenes napolitanos con la representación del nacimiento del Niño Dios y en los que los Reyes Magos van ganando protagonismo, hasta ser en la fiesta de la Epifanía personajes muy principales.

   No fue Carlos III un Rey Mago, pero en la siguiente historia, con la que quiero felicitar en estas señaladas fechas a los lectores de este blog, actuó como si lo fuera.

   Caminaba Carlos III por palacio cuando descubrió a uno de sus pajes dormido en un sillón. Al acercarse a él, descubrió en el suelo un papel que resultó ser una carta. Al parecer había caído de alguno de los bolsillos del paje dormido, pues a él iba dirigida. Era de su madre. Si hubo dudas en el monarca entre devolverla a su dueño o leerla, venció la curiosidad por conocer su contenido. Decía la madre a su hijo cómo gracias a él, desde que estaba en palacio, con el dinero que enviaba, ella y sus hermanos habían dejado de pasar hambre y penalidades, alabando su actitud de buen hijo.
   El rey conmovido, deslizó unas monedas de oro en el bolsillo del sirviente y apartándose, al momento, llamándole a voces, lo despertó.
   Cuando el paje llegó ante su señor, el rey le dijo:
   ─Te has quedado dormido, muchacho.
  ─Perdón, majestad. No he podido resistir y el sueño me ha vencido─ contestó el paje.
   ─Bueno, no te preocupes. Dime: ¿qué llevas en los bolsillos?─, le preguntó el rey.
   El joven al hurgar en ellos y descubrir las monedas palideció de miedo, y contestó:
  ─Majestad,  estas monedas no son mías. No sé como han llegado hasta aquí, pero soy inocente.
   El rey tratando de tranquilizarle, le dijo:
   ─No te preocupes muchacho. ¿Qué te hace pensar que no ha sido Dios, quien las haya puesto en tus bolsillos? Tú tienes una madre, unos hermanos, que necesitan de tu ayuda; y Dios se sirve tanto de la mano de un rey como de la de un jornalero, para sus fines. Anda, envía el dinero a tu madre y dile que yo cuido de ti y de ella.

Adoración de los Reyes Magos. Placa de esmalte pintado.
Siglos XV-XVI. Colección Ayuntamiento de Valencia.

    Desde este espacio siempre ocupado del pasado, les deseo en las presentes fiestas y futuro año los mejores deseos de bien y prosperidad.

    Y muy particularmente a una persona especialmente querida por mí, a la que espero sirva de alegría, siquiera un instante, la presente dedicatoria.
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DINERO, BALAS Y SANGRE. EL COLONIALISMO EN EL SIGLO XIX

   Si algún siglo ha sido paradigma de la prepotencia de unos pueblos sobre otros de manera generalizada, ese no ha sido otro que el siglo XIX. El ánimo imperialista de las grandes potencias tuvieron trágicas consecuencias para muchos pueblos, que atrasados en su desarrollo cultural y tecnológico, nada pudieron hacer frente a esos otros humanos que, como fieras, sin sentido integrador  o evangelizador los aplastaron, en ocasiones, hasta su exterminio.

                                                         *

   Descubierta en el siglo XVII, no fue hasta 1803 cuando Tasmania, una isla del tamaño de Ceilán o Irlanda, fue colonizada por los ingleses: ocho soldados, varios voluntarios, entre las que se encontraban varias mujeres, y veinticuatro convictos llegaron aquel año a la isla. Escaso número de invasores si se considera que Tasmania se hallaba poblada por unos 7.000 aborígenes. Sin embargo, la brutalidad de aquellos visitantes, que cazaban indiscriminadamente canguros y hombres, pronto puso a la población autóctona en trance de desaparecer. En 1820 la población blanca había aumentado considerablemente y paralelamente disminuido la población aborigen. Era la conocida “Guerra Negra”. En grandes extensiones los canguros fueron exterminados para dedicar los pastos a la cría de ganado ovino y la mano del hombre blanco cambiaba el modo de vivir de una población marginada. Los aborígenes que quedaban comenzaron a robar a colonos solitarios. Era la justificación para masacrarlos. Se les perseguía como animales y se les mataba sin contemplaciones y sin el menor remordimiento. La muerte de un colono multiplicó las persecuciones. Comenzaron las batidas y, aunque se pagaban cinco libras por cada tasmano capturado, apenas uno de cada diez era presentado con vida a las autoridades.

   En 1830 se enviaron a la isla cinco mil soldados. Era la continuación de la Guerra Negra. El propósito del contingente enviado era confinar a la población tasmana, cada vez menor, en un extremo de la isla. Como en una cacería, separados los cazadores unos de otros por 45 metros, una larga fila de soldados avanzaba implacable. Los tasmanos retrocedían o morían. Tras varias semanas, la operación se dio por finalizada. Toda la población aborigen estaba cercada con el mar a sus espaldas. Quedaban tan sólo 300.

   Fue entonces cuando un metodista de nombre Robinson, aun a riesgo de su vida, se acercó a hasta los acorralados tasmanos, protegido por una mujer aborigen de nombre Truganina, y convenció a 200 de aquellos hombres arrinconados para emprender una nueva vida en la pequeña isla de Flinders, lugar protegido y libre de depredadores humanos. Allí fueron convertidos al cristianismo, vistieron ropas, aprendieron a utilizar cubiertos  para comer y a comportarse como “civilizados hombres blancos”, pero seguían muriendo a causa de las enfermedades. Diezmados, los últimos 45 tasmanos abandonaron la isla Flinders y se asentaron en Hobart, la capital, donde sin trabajo, marginados, siempre borrachos, fueron muriendo también.

   En 1859 tan sólo quedaban nueve mujeres, ninguna fértil. El último tasmano varón falleció en 1869. Se llamaba William Ianney y su cráneo y luego su esqueleto fueron robados. Truganina, la aborigen que protegió al metodista Robinson, murió en 1876, su cuerpo fue conservado en el museo de los tasmanos de Hobart, exhibido al principio, hasta que fue retirado y guardado en los sótanos del museo. En 1976 los restos fueron finalmente incinerados.



   Así durante todo el siglo XIX continuaron las cosas para muchos pueblos indígenas, especialmente de Africa, Oceanía, América, y tanto peor siguieron las cosas, cuanto mejores eran las armas, especialmente la fusilería, que empleaban los nuevos dominadores.

   Al terminar el siglo XIX los países europeos ya se habían repartido el mundo no civilizado, aquél que según ellos estaba habitado por pueblos inferiores, sobre todo en África, pero también en otras latitudes, donde sus poblaciones casi infrahumanas apenas contaban para las pocas naciones ─las naciones vivas─, convencidas de su supremacía no sólo militar, industrial, sino moral sobre aquéllas.

   En 1898 dos personajes siniestros destacan por la brutalidad de la que hicieron gala durante su periplo conquistador por el centro de África. El caso no es en exceso conocido, pero merece la pena hablar aquí de él, pues puede considerarse ejemplo del desprecio y la hipocresía de la naciones dominadoras en aquellos tiempos: eran Paul Voulet y Charles Chanoine, dos oficiales franceses de sanguinario historial nombrados para dirigir una campaña en Niger y las regiones próximas al lago Chad, y ponerlas bajo el dominio francés. Su carácter y la imprecisión de las órdenes recibidas parecían dar a aquella especie de horda carta blanca para todo tipo de desmanes si aprovechaban para sus propósitos. No se trataba de un gran ejército, apenas una partida formada por nueve oficiales, setenta soldados senegaleses y personal auxiliar. El grupo estaba bien aprovisionado, por lo que fue necesario contratar 400 porteadores negros, a los que nada se les pagaba y que pronto comenzaron a dar muestras de debilidad. La disentería comenzó a causar estragos entre los porteadores. Asustados y enfermos, sin paga, sin atención médica, los que no morían trataban de huir sin éxito. Las balas detenían a los que trataban de escapar y paralizaban a los que pensaban hacerlo, que eran encadenados con argollas sujetas a sus cuellos. Todo esto lo sabemos por la carta que uno de los oficiales, el teniente Peteau, escribió a su novia contando las brutalidades en las que se vio obligado a participar antes de ser expulsado de la misión por falta de interés y dedicación.

   Para conseguir nuevos porteadores los feroces Voulet y Chanoine imponían el terror para vencer cualquier resistencia. Penetraban en las aldeas, incendiaban las chozas y asesinaban a cuantos se les resistían. De éstos tomaban sus cabezas separadas del cuerpo, las sujetaban en el extremo de unas picas y así conseguían el sometimiento de los que habían dejado con vida.

   Mientras todo esto sucedía la novia de Peteau envío la carta a un diputado. Enterado el gobierno, éste se vio obligado a intervenir. Ordenó al teniente coronel Klobb se dirigiera al encuentro de Voulet y le sustituyera en el mando. La búsqueda no resultó difícil para Klobb. El rastro de muerte y destrucción dejado al paso de la sanguinaria partida de Voulet señalaba el camino sin pérdida: aldeas quemadas, cuerpos de nativos colgando de los árboles, cadáveres por doquier. El 10 de julio de 1899, Klobb alcanza la posición de Voulet. Le envía unos mensajeros que le entregan una nota en la que le insta a entregarle el mando. La respuesta de Voulet es retadora: tiene seiscientos fusileros, número muy superior a los de Klobb, y le advierte que no se acerque a su campamento. Los excesos de Voulet continúan. En el ataque a una aldea cercana mueren dos de sus soldados. La respuesta es inmediata: ciento cincuenta mujeres y niños cuelgan de los árboles como castigo y escarmiento. Convencido Klobb, de superior rango, de que el rebelde y sus oficiales blancos no le dispararían, ordenó a los suyos que no dispararan y se aproximó al campamento de Voulet; pero en el campamento rebelde sólo estaba él. Voulet había enviado a sus oficiales con parte de la tropa fuera del campamento. Escaramuzas ordenadas por Voulet, para mantener alejados a sus oficiales. Cuando Klobb estuvo tan cerca que pudo hacerse oír, insistió en la rendición del rebelde. Voulet ordenó a sus fusileros que hicieran dos disparos de salvas. Klobb continuó avanzando. Fuera de sí, Voulet ordenó disparar de nuevo, ahora con fuego real. El coronel fue alcanzado y rodó por el suelo. Klobb se incorporó, pero un nuevo disparo acabó con su vida. Era el 14 julio de 1899. Ajenos a la tragedia, en la metrópoli los franceses celebraban su fiesta nacional.

   Cuando de regreso los oficiales franceses de Voulet supieron lo sucedido, recibieron la propuesta del rebelde: se dirigirían hacia el lago Chad y fundarían un reino bajo su soberanía. No pareció bien la propuesta a los sargentos senegaleses que se amotinaron. En las refriegas, Chanoine el más próximo oficial a Voulet perdió la vida y al día siguiente el propio Voulet.

   Los oficiales y resto de aquella partida, tratando de lograr méritos con los que eludir su responsabilidad, se encaminaron hacía la ciudad de Zinder, tomándola antes de la llegada de tropas regulares a las que entregaron la plaza. Redimidos, pues, con aquella conquista, las autoridades, olvidaron el asunto. ¿Qué importaba lo sucedido? Y la vida y la muerte continuaron en África.
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LA HISTORIA EN LOS CUADROS. LA PRISIÓN DE FERNANDO VALENZUELA

   No procedía de una familia ilustre, pero estaba decidido a entrar en el mundo de los poderosos a toda costa; y se empleó bien en ello. Había nacido en Nápoles un 17 de enero de 1636, hijo de Francisco Antonio Valenzuela, rondeño, y de Leonor Enciso Dávila, madrileña. Así constaba en el folio 68 del libro octavo de bautismo de la parroquia de Santa Ana de Palacio de Nápoles, donde fue bautizado con los nombres de Fernando, Feliz, Domingo, Antonio.

   Cuanto el joven Fernando tuvo la edad, quiso prestar servicio de armas, como su padre, que era capitán al servicio del rey de España en tierras italianas, pero poco después, cumplidos los 18 años, se convierte en paje en la casa del duque de Infantado, el virrey, y puesto que si posee o carece de algo, esto es de escrúpulos y aquello de una ambición desmedida, a falta de inteligencia, se apoya en su juventud, apostura y viveza, quizás sus únicos valores, para comenzar a medrar.

   Su ascenso social comienza cuando, ya en España, logra meter cabeza en el alcázar, en los postreros años del reinado de Felipe IV, al conocer a doña María Ambrosia de Ucedo y Prado, una doncella venida a menos, al servicio de la reina como moza de retrete primero y de cámara después, con la que contrae matrimonio. Premio a sus nupcias con la servidora real es su nombramiento como caballerizo del rey Carlos II.

   A partir de ahí su ascenso es imparable. La reina que le estima mucho, le ayuda multiplicando los favores hacia el obsequioso Valenzuela, que a falta de otros méritos, sabe agradar a la reina. También el padre Nithard, el valido, le aprecia y ayuda.

   Cuando en 1669 don Juan José de Austria, aquel hijo querido por Felipe IV al principio y aborrecido al fin, hermanastro del rey Carlos aún menor de edad, arroja del poder al jesuita Everaldo Nithard, confesor y valido de doña Mariana de Austria, Valenzuela ve su oportunidad. No llegará enseguida, aún tres años habrá de esperar hasta que la reina le entregue el poder. Para conseguirlo el vivaz Valenzuela se emplea a fondo.

   Como una de sus habilidades más notables es la de espiar, informa a su señora, la reina, de todo tipo de chismes, incluso los más escabrosos, ocurridos en aquella corte corrupta. La reina desvalida en aquel ambiente lleno de intrigas, rumores, dimes y diretes, queda atrapada por su informador, maestro de maestros en esos mismos asuntos. Se le empieza a conocer como “El duende de Palacio”, y su ascenso, el de un advenedizo, y su cercanía a la reina no es bien visto por muchos.

   Valenzuela asciende peldaño a peldaño, acumula cargos, sabe como atraer voluntades. Es nombrado introductor de embajadores, primer caballerizo, también recibe el hábito de Santiago. Se convierte en secretario de la reina viuda y del rey Carlos, también encantado con él. Parece que está listo para el gran salto, y la reina doña Mariana, entregada, dispuesta a darle el empujón definitivo.

   Dueño de la privanza el marqués de Villasierra, título que con otros de menor rango también se hizo premiar Valenzuela, su empeño es consolidar su poder y llenar sus bolsillos. Lejos de plantear un programa que intente solucionar los problemas del reino, se afana en atraer las voluntades de sus enemigos hacia su persona, también la del pueblo, y para ello no duda en darle a éste lo que quiere, que es lo que el adusto y rígido jesuita había restringido o prohibido: las corridas de toros, las serenatas, las representaciones en las corralas; en fin todo lo que al pueblo divierte y, como no, reduciendo el precio de muchos artículos de consumo;  y a aquellos, en la corte, lo que también anhelan. El comercio de cargos, el cohecho, incluso la simonía, cualquier favor que comporte el agradecimiento y la lealtad es distribuido sin pudor. Y mientras la corrupción reina en el alcázar madrileño, los nobles se rebelan, pues ven en Valenzuela al advenedizo arribista que, en la cima de su ambición, consigue la grandeza, más que por sus méritos por la flaqueza del rey: cazaban monarca y valido juntos cuando una perdigonada arrojada por la real arma abre las carnes de Valenzuela. En desagravio, Valenzuela es beneficiado con la grandeza. Y casi sin espera llega la protesta. Muchos de los Grandes de España: Uceda, Alba, Medina Sidonia, Osuna, Hijar…, hasta dieciocho, elevan un manifiesto contra el favorito. Exigen acabar con el estado de podredumbre moral instalada en el gobierno. Piden a don Juan José que de nuevo regrese, y que como hizo con el padre Nithard, aparte a Valenzuela del gobierno. Y aún más, a la misma reina Mariana, de la corte.

   Avisado y requerido, pues, don Juan José de Austria, en su retiro aragonés, se pone en marcha camino de Madrid, al tiempo que se constituye una junta formada por el condestable de Castilla, duque de Frías; el almirante, duque de Medina de Rioseco; el duque de Medinaceli y el arzobispo de Toledo, Pascual de Aragón, crítico siempre con Valenzuela y sus desmanes, y desairado por la reina cuando ésta salía en defensa de su favorito; mientras Valenzuela huye de Madrid.


La prisión de don Fernando Valenzuela por Manuel Blas Rodríguez Castellano
y de la Parra. Museo de Bellas Artes de Valencia


   El viernes 28 de diciembre de 1676 Valenzuela llega con su familia al monasterio de El Escorial. Ha dispuesto el rey Carlos que se refugie allí y a fray Marcos de Herrera, el prior, se encargue de su protección, pero cuando el 12 enero de 1677 el duque de Medina Sidonia y el primogénito de la casa de Alba, con quinientos soldados, se adentran en el monasterio, nada podrá hacer el prior para llevar a cabo el mandato real.

   De lo sucedido en aquellas infames horas existe crónica que por su detalle afean mucho la memoria de los participantes, pues tras entrar como una horda en el convento, fray Marcos es requerido a la entrega del perseguido, mas como el prior exigiese a Medina Sidonia y Alba el mandato real por el que ejercían su autoridad, a fin de confrontarlo con el suyo, y diciendo los profanadores de recinto sagrado que dicho mandato era verbal, fray Marcos opuso a las palabras la orden a su cargo con la firma del rey Carlos, negándose a la entrega de don Fernando.

   Mas decididos a todo trance a lograr su propósito, comienza la tropa, transformada en turba de bandidos, a buscar a Valenzuela, primero en el convento, luego en la Iglesia, atosigando a frailes y cometiendo daños sin cuento. La infructuosa búsqueda indujo a don Pedro Álvarez de Toledo a negociar la entrega con el prior. Dijo Alba, pues, a fray Marcos, que tenía cosas de interés que hablar con don Fernando, y se avino el prior a condición de que fuera en la iglesia; que sólo él y Medina Sidonia por un lado y Valenzuela por otro estarían en la conversación, y él mismo y su monjes de testigos sin ningún soldado presente en sagrado recinto. Así se hizo ante el altar mayor lo que de antemano era inútil para Valenzuela, pero no para sus perseguidores, que tras intensa búsqueda no habían hallado a don Fernando, y ahora confirmaban su presencia en el Monasterio.

   Retiradas las partes, don Fernando en su escondite de nuevo, entran las tropas sin contemplaciones. A la búsqueda del antiguo valido, suman aquellos feroces armados la codicia: en el convento se roba cuanto de valor encuentran, incluso en las habitaciones de doña María, la esposa de don Fernando. La impudicia de los asaltantes avergüenza. Le roban sus ropas, hasta las camisas, y buscando mayores bienes, dinero o alhajas, destripan los colchones; en el templo los incidentes aún son de mayor gravedad, al hurto de bienes se une la profanación de capillas, la blasfemia. Y quienes pueden detener aquello, antes al contrario, sino complacidos, lo consienten.

   Hay sospechas de hallarse Valenzuela escondido en lugar próximo al camarín del tabernáculo del Sagrario. Eso y que un fraile acertara a pasar por allí, confundió a algunos de aquellos brutos saqueadores, que comenzaron a gritar: ¡Valenzuela, Valenzuela!, disparando sus armas. Pero el trueno de aquellos disparos en la casa de Dios obraron en el prior el terror que domeñó su deber, redujo su voluntad y poco después don Fernando Valenzuela fue entregado a don Antonio.

   La suerte estaba echada para el favorito corrupto, desleal y ambicioso, que fue trasladado a Madrid, y luego a Consuegra. Era el comienzo de un tortuoso peregrinaje que le llevaría a Filipinas y más tarde a Méjico, donde terminaría sus días. Pero esa es otra historia.
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LEONOR TELES. LA PASIÓN DE UN REY

   Hija de Martín Alfonso Teles de Meneses y Aldonza de Vasconcelos, era sobrina del conde de Barcelos y podía presumir de linaje pues estaba emparentada por parte de padre con los reyes de León y con los de Castilla por parte de madre; así que si Juan Lorenzo da Cunha, señor de Pombeiro, contrajo matrimonio con ella por su estirpe o por amor es difícil de saber, aunque quizás por ambas cosas fuera, pues Leonor era mujer bellísima,  aunque fría y ambiciosa, que sin ceder a pasiones desaforadas, era capaz hacer enloquecer de deseo a cualquier hombre, como pronto veremos.

   Tenía Leonor una hermana, María, que era aya de la infanta Beatriz de Portugal, una de las hijas tenidas por Pedro I con Inés de Castro, aquella noble gallega, protagonista de una de las más célebres historias de amor, cantada por poetas de todos los tiempos, primero amante del rey Pedro, luego su esposa, aunque algunos lo dudaron, y más tarde arrebatada de su lado por viles asesinos y sus cómplices; siempre llorada por su esposo y vengada su muerte al fin con la crueldad que hizo ganar al rey el apelativo de justiciero y cruel.

   Y visitando en Lisboa a su hermana María fue cuando conoció Leonor al rey Fernando I. Rey sin grandes prendas, de corto conocimiento y escasa perspicacia, guerreó contra Castilla una y otra vez, apoyó al Trastámara don Enrique, el fratricida asesino de su hermanastro Pedro e hizo y deshizo luego pactos con Aragón y con el moro de Granada en contra de aquél. Si su intención, como nieto de don Sancho, era aspirar a ser dueño de Castilla y Portugal, todo uno, no pudo elegir peor forma de hacerlo.

                                                        *

   Leonor está en Lisboa para consolar a su hermana en la pérdida de su esposo, el señor de Mafra. Piensa pasar una buena temporada allí, pues el señor de Pombeiro, ocupado en cacerías y batallas, se halla ausente de Beita, su residencia; pero el tiempo pasa, su estancia en Lisboa se prolonga en demasía y el señor de Pombeiro, ya en Beita, insta a su mujer a la vuelta. Es tarde para ello. Fernando de Portugal ya está rendido ante el enigmático poder de seducción de la bella ambiciosa, y ella dispuesta a ser reina de Portugal en cuanto el papa anule su matrimonio con el señor de Pombeiro, cosa segura si el rey lo pide.


Muralla fernandina de Oporto. Pese a la desafortunada política respecto a
Castilla, Fernando I dotó de defensas las ciudades de su reino  e impulsó la marina, paso necesario para las posteriores empresas marítimas.

   Las hermanas Teles no sólo tienen en común su sangre, comparten imaginación y astucia para lograr sus fines. Con la ayuda de María, mucho mejor tratada por la historia que su hermana menor, Leonor hace caer en la trampa a Fernando, incauto y presa de una incontenible pasión por su amada. Así lo piensa Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, que no debió ir muy desencaminado en sus apreciaciones cuando otro insigne, Alexandre Herculano,  al hablar de Leonor, aunque con cierto anacronismo, decía de ella ser la Lucrecia Borgia portuguesa. Prepara, pues, María una entrevista entre su hermana y el rey, por la noche, en sus aposentos, en lo que promete ser para el rey una noche de felicidad. Al abrirse las puertas de la alcoba,  Fernando se encuentra junto al lecho con un altar. Ante él un sacerdote. Incapaz Fernando de cualquier oposición, sucumbe ante el requerimiento de la amada: “Casémonos primero y amémonos después”. Enardecido Fernando, esa noche, ama a Leonor con pasión. Simulacro que daría paso, libre Leonor del Señor de Pombeiro,  a las nupcias reales, lejos de Lisboa, donde a Leonor no se le quiere, en Leça de Bailio, cerca de Oporto, en 1371. Al poco le nace un hijo, Alfonso, segundo intento, tras el malogrado Pedro, de dar un heredero a Portugal. Tampoco Alfonso vive mucho, sí lo hará Beatriz, infanta a la que casarán con Juan I de Castilla.

   Marido y mujer Fernando y Leonor, él enamorado y entregado a ella, hermosa, seductora, arrogante, infiel, aquél no se da cuenta de nada. Leonor siempre tiene cerca al conde Andeiro. Cuando el rey se va, Andeiro llega. Era el conde Andeiro, noble gallego y fiel servidor del rey Fernando desde los tiempos en que éste, con aires de grandeza o añoranzas atávicas, había invadido Galicia, como en efímero sueño, pues debió abandonarla en cuanto el rey castellano se plantó con sus huestes para restablecer el orden, igual que Andeiro, pero éste es desterrado a Inglaterra, de donde volverá con la promesa de los Lancaster de ayudar a su señor.  Una vez más Portugal y Castilla están en guerra, pero los aliados ingleses, más parecen rivales que amigos. Saquean y avanzan, antes parecen buscar un botín que ayudar al portugués. Al fin la paz entre ambos reinos se acuerda con el casamiento de la infanta Beatriz, la única hija de Leonor y Fernando, con Juan I de Castilla, que como otras veces sucedió y muchas más se verá en la historia, sustituye a un hijo suyo en las bodas del infante castellano don Fernando con Beatriz, su prometida. ¿Un paso hacía la unidad de ambos reinos? Podría haberlo sido, pero el 22 de octubre de 1381, un aún joven, pero enfermo Fernando I de Portugal muere. Como si se abriera la caja de los truenos, las intrigas por obtener la corona de Portugal se suceden. Ya había sido muerta con violencia, tres años antes, María Telez por secuaces de su propio esposo don Juan, señor de Eza, hijo de Pedro I e Inés de Castro, infante con aspiraciones al trono. Fue aquel asesinato preludio de las maquinaciones de Leonor en su pérfida ambición: había despertado la intrigante en el señor de Eza los celos en contra de su hermana. El esposo le cree, ordena la muerte de la esposa y consuma su propia perdición. Más tarde sería preso en Castilla, quedando apartado de la lucha por la sucesión. No ocurre lo mismo con otro Juan, maestre de la orden de Avis, hijo ilegítimo de Pedro I, tenido con Teresa Lorenzo, en torno al cual se forma un partido en defensa del Portugal que creen no defiende la regente, que sólo vela por sí y su hija, sea con las armas lusas, sea con las castellanas del esposo de su hija.

Con la Ley das Sesmarias, Fernando I de Portugal dio impulso a la agricultura,
convirtiendo en tierras de labor grandes extensiones de terrenos yermos hasta entonces.

   Aunque sin el amor del pueblo y con la animosidad de la corte, sólo porque la ley lo manda, Leonor, en nombre de su hija Beatriz, asume la regencia. Aún no se ha enfriado el cuerpo del rey, cuando Leonor y el conde Andeiro conviven maritalmente. Juntos están cuando Juan, maestre de Avis, se presenta en palacio. Lo ha designado la regente para defender las fronteras frente a los ataques castellanos, quizás con la idea de apartarlo de la corte y, con su derrota, quedar desacreditado sino muerto, pero don Juan, menos ingenuo que otros y con partidarios, quiere ver con sus propios ojos lo que sucede en la corte. La reina regente y don Juan hablan, Andeiro está presente, desconfiado y precavido, mas todo discurre con normalidad, sin fricciones. Al salir de la estancia Andeiro acompaña a don Juan. Hablan los dos hombres en una sala contigua. Nadie sabe de qué. El maestre de Avis, saca un puñal y lo hunde en las carnes del conde. Andeiro yace moribundo. Y tras el favorito, sus partidarios. No se tarda mucho en saber fuera de palacio lo que en él sucede, se habla del peligro en el que se halla don Juan y como uno solo, acuden  gentes del pueblo a defenderlo. Si la regente, tan odiada, salva su vida es gracias al propio don Juan. y si lo es por debilidad o por nobleza, poco importa. Pero Leonor es de carácter vengativo, y ahora, en momento tan crucial, valora mal sus opciones. Llama al rey castellano, requiriéndole a conquistar Portugal. Error que pagará caro. Proclamado rey don Juan, debe defender Portugal frente al poderío castellano, que vela por los derechos de la reina Beatriz.  Apoyado por muchos, aún parte de la nobleza piensa en Juan de Eza, que prisionero en Castilla purga el asesinato de María Teles y resulta maniatado en sus pretensiones. Pero nada de esto importará. Tras casi dos años de batallas, en Aljubarrota, Juan I de Portugal dirá su última palabra, ya incontestable. Una nueva dinastía regirá los destinos lusos y ni Leonor Teles, prisionera en el convento de Santa Clara de Tordesillas, ni su hija Beatriz formarán parte de ese nuevo Portugal. 
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LA DESTRUCCIÓN DE UN IMPERIO

   Creso era rey de los lidios. Gobernó su pueblo, en la península de Anatolia, unos cinco siglos antes de Cristo. Nada más llegar al poder inició una serie de campañas para someter a los pueblos griegos de Asia. No tardo mucho en conseguirlo. Efesios, dorios, licios, frigios, bitinios y otros muchos pueblos cayeron bajo su férula. Sometidos también los jonios, pensó entonces extender sus conquistas a las islas que éstos habitaban. Preparaba una escuadra con la que invadir las islas jónicas, cuando llegó a Sardes, la próspera capital de su reino, un griego que le anunció que aquellos isleños a los que trataba de invadir estaban preparando a su vez un gran ejército de diez mil jinetes dispuestos a lo mismo sobre su reino. Creso creyó al griego y ordenó paralizar la construcción de las naves y concertar una alianza con los isleños.

   Tiempo después Creso, viendo el creciente poder de los persas, puso su mirada en el Oriente. Para asegurarse el éxito quiso conocer la opinión de los oráculos. Despachó enviados a muchos de ellos con instrucciones de traer informes por escrito de lo que él mismo estaba haciendo el centésimo día tras su partida. Al regreso de todos los comisionados, resolvió Creso que sólo el oráculo de Delfos era capaz de vaticinar su futuro con garantías, pues sólo este oráculo había logrado saber que Creso, pasados los cien días desde que marchasen los delegados, había partido por la mitad una tortuga, un cordero y puestos en un caldero los había puesto a cocer.

   Mandó entonces Creso nuevos enviados a Delfos. Debían preguntar si su reino emprendería una expedición sobre Persia y si contaría con el apoyo de algún ejército aliado. La respuesta no pudo complacer más a Creso: le decía el oráculo que si procedía a la invasión de Persia destruiría un gran imperio y le aconsejaba buscar el mejor y más fuerte aliado de entre los griegos para ello. Así lo hizo y firmó alianza con los lacedemonios.


Delfos

   Para asegurarse aún más, envío unos nuevos comisionados. Cuando llegaron a Delfos, interrogaron a la pitonisa si sería duradero el imperio de su señor sobre la Persia del vencido Ciro. Otra vez fue grande la satisfacción de Creso al conocer la respuesta, pues le advertía que cuando un mulo fuese rey de los medos, abandonase aquel reino, cosa que juzgaba imposible pudiera suceder.

   Decidido, pues, Creso a conquistar la Capadocia, llegó al río Halis, la frontera de sus reinos. La dificultad para cruzar aquel río de caudalosa corriente y sin puentes con los que ganar la otra orilla era grande, pero la solución la dio Tales de Mileto, presente en aquella marcha, quien ordenó que río arriba del campamento lidio se cavara un canal que discurriera por la retaguardia de las tropas lidias y que más abajo, se uniera de nuevo al cauce del río. Quedó así dividido en dos ramas el río con su caudal igualmente dividido y vadeable en ambas ramas.

   Ya en Capadocia, los lidios de Creso sometieron la región de Pteria, mientras Ciro, reuniendo su ejército, salió a su encuentro. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuando cayó la noche sin que ninguno de los dos bandos hubiera vencido, se retiraron y Creso, en inferioridad numérica, decidió regresar a Sardes. Con ayuda de los espartanos y los egipcios, con los que había llegado a una alianza también, volvería en la primavera para hacer cumplir los vaticinios del oráculo.

   Más no contaba el lidio que Ciro, al que llamarán el Grande, cruzase el río Halis, y ante Creso en su propia capital, se dispuso a la lucha. A la temible caballería lidia de Creso, Ciro opuso los camellos, usados para el transporte de vituallas, que dispuso en primera línea, delante de la infantería, y tras ésta la caballería. Cuando se produjo el choque entre ambos ejércitos, los caballos lidios, al sentir la presencia de los camellos, de los que temen hasta su olor, se encabritaron, descabalgando a sus jinetes. La lucha, que fue feroz, se entabló entre las fuerzas de a pie, y los lidios acabaron retrocediendo y  refugiándose tras las murallas de Sardes, que fue finalmente tomada y Creso cautivo. Se había cumplido el oráculo: había sido destruido un gran  imperio, el suyo.

Nota: No supo entender Creso que aquel mulo al que se refería el oráculo no era otro que Ciro, hijo de una meda y de un persa.
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