Si hay tierras que a lo largo de
la historia han cambiado de dueños, pocas como la Cerdanya lo han hecho con
tanta frecuencia y bajo coronas tan distintas. Condes de Urgel, aragoneses, de
Barcelona, reyes francos, de Aragón, de Mallorca han gobernado aquellas
tierras, un altiplano de más de cinco kilómetros de ancho y veinte de longitud,
situado a más de mil metros de altitud, pero rodeados de gigantes de casi tres
mil, que lo hacen valle y fácil paso entre Francia y España. Mitad español,
mitad francés desde que en 1659 quedó rota su unidad política cuando por el
Tratado de los Pirineos, España cedió todos los pueblos al norte de la frontera
pactada, el viajero comienza a conocerla desde su extremo meridional.
Es Martinet, dejando atrás, aguas
abajo, las angosturas del río Segre, lugar de veraneo muy visitado, que si no destaca por grandes hechos históricos,
sí lo hace por haber sido escritas en ella muchas páginas sobre ella, ya que
fue aquí donde el desaparecido Nestor Luján, erudito escritor, periodista y
gran gastrónomo, escribió varias de sus más notables ensayos de carácter
histórico: La otra marquesa de Pompadour, Margot, la reina de los corazones o Madrid
de los últimos Austrias vieron aquí la luz.
Conforme avanza, el viajero ve
como se el valle se ensancha. Dejando atrás Bellver de la Cerdaña, casi sin
darse cuenta, llega a Puigcerdá, capital desde siempre de toda la comarca, y
hoy de la parte española.
Encaramado su casco viejo sobre
una especie de terraza asomada al Segre, el viajero asciende rodeando el cerro
y se acerca hacia las proximidades del lago, que es artificial y del que hay
noticias de su existencia desde el siglo XIII. Mediante acequias llegan a él
las aguas, hoy francesas, del río Carol, que han sido usadas a lo largo de
tiempo para múltiples menesteres de la población y de los campos circundantes.
Hoy, y desde hace cien años, hay alrededor de su perímetro arboledas y praderas
que hacen del paraje el gran parque de la localidad, gracias al diplomático
danés Germán Schierbeck, cónsul en Barcelona, que tomó Puigcerdá como lugar de
veraneo, impulsando iniciativas económicas, que atrajo a nuevos veraneantes y
donó a la villa los terrenos circundantes al lago, adquiridos por él mismo y
que como parque acabaría llevando su nombre.
Pero el viajero prefiere ver la zona urbana y a ello se dedica. En la plaza de los Heróes, junto al Casino Ceretà, pasa junto al pequeño obelisco de mármol rojo, símbolo de la defensa de los ceretanos frente a las tropas carlistas. Al lado justo, sin apenas separación, está la plaza de Santa María. Hay en esta plaza una torre campanario, a la que le falta la iglesia. Tuvo mala suerte la villa cuando, en los años treinta del siglo pasado, los españoles anduvieron reñidos en dos bandos, porque entre los 277 anarquistas miembros de la sede de la CNT-FAI de la localidad había un tal Antonio Martín, apodado El Cojo de Málaga, que mandaba sobre los demás y que más allá de defender ideas con la razón las quiso imponer por la fuerza, aterrando a la población de la que se hizo dueño. A la pérdida de vidas humanas sumó la destrucción de bienes: arrasó los archivos del registro de la propiedad y de la notaria, e insatisfecho con quemar papeles, se afanó en derribar piedras. Así fue como la torre de la parroquia de Santa María se quedó sola y sin templo a la que servir.
El viajero decide subir a la
torre para disfrutar del paisaje y decidir los caminos que seguirá una vez
abajo. Y al rato, puesto el pie en tierra firme otra vez, se adentra por la
calle Mayor, la más comercial de la villa. Caminando por ella, el viajero se
alegra mucho al comprobar que son muchas las pastelerías, repletos sus
escaparates de dulces de todo tipo. Sabe el viajero que no tardará en ser
vencido por la tentación, pero de momento resiste y avanza hasta llegar a la porticada
plaza de Cabrineti, bautizada en honor del militar defensor de la villa frente
a los carlistas y antiguo centro de la villa.
De regreso, saliendo de la
población, el viajero, al que le gusta adentrarse por caminos por donde nadie
entra, enfila un camino que a su entrada y muy discretamente anuncia ser el
camino de Rigolisa. Avanza y se ve obligado a apartarse a un lado para permitir
el cruce con un tractor de labranza. Ya no verá a nadie más durante el camino.
Tampoco al final del mismo, cuando ve la iglesia, precedida por una descuidada plazoleta.
La iglesia está cerrada. El viajero camina por los alrededores. En el lado
izquierdo de la ermita sigue un camino. Francia esta muy cerca, apenas a unos
pocos metros. Leyó el viajero que por ese camino entraron en España las tropas
alemanas, en retirada, cuando al término de la Segunda Guerra Mundial, Francia
volvió al poder de los aliados. El viajero
no imagina el lugar, que da la impresión de estar igual a como estuvo entonces,
más que en blanco y negro, toma su cámara y dispara.
Y en sentido inverso a como
hicieron aquellos alemanes de hace setenta años, el viajero entra en Francia,
pero por el paso fronterizo de la antigua Guingueta d’Ix, que ese fue el nombre
de la localidad hasta 1815, cuando, tras la caída de Napoleón, la visitó la
duquesa de Angulema, María Teresa Carlota, hija de Luis XVI y que por deferencia
a ella cambió su nombre por el actual de Bourg Madame. No se detiene allí, pues
el lugar no ofrece gran cosa al visitante y el viajero está deseoso de entrar
en España otra vez.
Porque Llívia
es villa española rodeada de tierra francesa por todos sus vientos. Ya quedó
dicho que en 1659 España tuvo que ceder, por el tratado de los Pirineos, parte
del valle; pero la ambigüedad del artículo 42 del tratado por el que los
Pirineos serían la división entre ambos reinos obligó a que tuvieran que
reunirse las partes para concretar los límites fronterizos. Unas primeras
conversaciones en Ceret, en marzo de 1660, terminaron en apenas un mes sin
acuerdo alguno. Como estaba prevista la boda de Luis XIV con la infanta
española María Teresa de Austria para junio de aquel mismo año, y los reyes
español y francés querían dejar resuelto el problema fronterizo antes de la misma,
a toda prisa, se reunieron don Luis de Haro y el cardenal Mazarino a fin de
solucionar el asunto. Trazar la raya que separase Francia de España partiendo
el valle en dos no era cuestión fácil.
El francés quería para Francia la Cerdaña en su totalidad, España que se
negaba, cedió las aldeas del Norte. Esto permitía a Francia unir el valle del
Carol al Oeste con el Capcir y el Conflent al Este y enlazar todas estas tierras
con el Rosellón. Acordado lo cual Luis y María Teresa contrajeron sus nupcias
en la isla de los Faisanes.
El viajero
pasea por Llívia, allí se instaló y aún se conserva la que fue farmacia más
antigua de Europa; y allí se produjo una nueva reunión entre funcionarios
españoles y franceses, para perfilar los acuerdos conseguidos poco antes por
Mazarino y Haro. España excluyó Llívia del pacto, por no ser aldea, sino villa
desde los tiempos del emperador Carlos V. Francia, que la quería, quiso
comprarla, ofreció 1.000
libras por ella, destacó tropas ante el enclave durante
las negociaciones, que se prolongaron varios meses, pero finalmente, el 12 de
noviembre de 1660 se firmó el tratado de Llívia, que quedó bajo la jurisdicción
española.
El viajero
continúa su marcha hacia el Norte. Mientras recuerda que todo el valle fue
apetecido siempre por ambas naciones pasando de un país a otro en los siglos
siguientes varias veces, llega a la ciudadela de Mont Louis, llave de la
Cerdaña por el Norte. Fue precisamente su situación estratégica la que animó a Luis XIV a encargar al ingeniero militar y
Comisario de Fortificaciones, marqués de Vauban, la fortificación de aquel
lugar desde el que dominar la Cerdaña y defender la entrada al Rosellón. El
viajero supera el foso y se adentra en la población amurallada. Entre
construcciones típicas con sus ventanas protegidas por contraventanas de madera
el viajero llega hasta la iglesia de San Luis, levantada en el siglo XVIII, sin
interés especial, si no fuera por un más que meritorio Cristo en madera de
sicomoro del siglo XV, que el viajero encuentra por casualidad al recorrer su
interior. De mucho provecho resulta también el paseo por sus murallas, pues el
conjunto está declarado como Patrimonio de la Humanidad, y juzga el viajero que
razones hubo para el premio.
Y si bajo el
reinado del Rey Sol fue construida la ciudad fortificada, es el astro solar el
que ha hecho famoso hoy el horno de Mont Louis. Construido a mediados del siglo
XX, consiste en una serie de espejos reflectantes que recogen la radiación
solar haciéndola converger en una pequeña zona donde se concentra toda la luz
solar, que es convertida en energía aprovechable.
Quizás las tres mil horas de sol que se asegura iluminan la región hicieron de
Mont Louis el lugar elegido para el primer horno solar, quizás ya, tecnología
superada, pero que al viajero le hace recordar que ya Arquímedes uso con el
espejo ustorio esa potente fuente de calor que es el Sol para vencer al enemigo.
El Sol empieza
a ponerse, es hora de que el viajero termine su andanzas por esta región de los
antiguos ceretanos, dividida entre dos países, de forma tan arbitraria que, aún
después de los acuerdos del siglo XVII, siguió enfrentando a unos y otros hasta
el definitivo amojonamiento y deslinde pactado en 1868 entre Francia y España.