Cuando una noche, a primeros del
pasado mes de octubre, me anunció Montserrat, emocionada y nerviosa, perdido el
apetito por la agitación ─un nudo en el estómago me dijo tener─, la publicación de su primera novela, vio
cumplida una gran ilusión. Hoy, “La corte del diablo” ya en las librerías, casi
olvidados los duros momentos de la gestación editorial, llega el momento de su
presentación en su propia ciudad.
Y es que se la veía llegar. Su
carrera como escritora, antigua devoción, toma el rumbo de la profesionalidad,
como debe ser en autora de talento. Adentrarse
en las procelosas aguas del océano editorial requiere valentía y fe. De las
dos anda cumplida Montserrat Suáñez, pero si la primera es atributo que sólo
depende de ella, la segunda es virtud compartida, que se apoya en tres pilares:
a la fe en sí misma, que sin desaliento exhibe, hay que sumar la fe que los
editores han puesto en ella, de manera expresa y con muy buen criterio; y la de
los lectores que, a buen seguro, con sus antecedentes, no tardarán en demostrar,
juzgando favorablemente la novela, cuya presentación en la Librería Central de
Gijón, calle San Bernardo, 31, se celebrará el próximo día 18 de febrero.
Influida desde su juventud por
los relatos de Alejandro Dumas, como ella misma ha dicho alguna vez, no es
casual la época elegida ni la temática de su primera novela: una obra que fiel
a la historia nos sumerge en las conspiraciones de personajes poderosos y sin
escrúpulos protagonistas de la historia y de una novela, en la que nos descubre
con técnica envidiable, pero amena, los hechos históricos presentados por
personajes reales la mayoría y de ficción otros, pero sin merma del rigor
exigible en una novela histórica.
Porque siendo la obra novela, es también
libro de historia y también retrato psicológico. Narración y descripción. Una
equilibrada armonía donde los hechos y la ficción se entremezclan, mientras una
mirada observadora nos describe con todo detalle el lujo en el que se mueven
los personajes: los vestidos de las damas, los trajes de los caballeros, sus
palacios, el mobiliario que los adorna, nada queda fuera de la mirada
escrutadora de la autora; tampoco la esencia de los propios personajes: su
alma, más no desde la pedantería de quienes elucubran ─y aburren─ con su trascendencia, sino mostrándonos la ambición, el ansia de poder,
los celos, la crueldad; y los anhelos, las pasiones, la ternura y la
amistad, a veces con la tensión que los hechos exigen, otras, muchas, con fino
humor que sin hacerla comedia, desdramatiza acontecimientos solemnes.
Y advierto una aspiración muy estimable
en una circunstancia. Es corriente en el infinito firmamento literario actual,
en el que tantas mujeres escritoras hay, y cuyos libros suelen ser perfectamente
identificables, que las escritoras no sean capaces, aun deseándolo, de ocultar
su género. Que sea esta novela una obra en la que si en su portada no figurara
nombre alguno, fuéramos incapaces de descubrirlo es asunto destacable. Que el
protagonista sea un hombre, hecho de por sí poco habitual en la literatura
escrita por mujeres, es especialmente meritorio, por cuanto rompe el sentido
feminista de la literatura escrita por mujeres.
La novela, no lo he dicho aún,
está ambientada en una época muy concreta: la
que transcurre entre finales de 1570, con la boda de Carlos IX con
Isabel de Austria, y las vísperas de la matanza de San Bartolomé, en el verano
de 1572. De esta masacre, quizás comienzo de una futura obra de la autora, hay un cuadro de François Dubois, el
único que al parecer se conserva de este pintor, expuesto en el museo de
Lausana, en el que, con toda claridad, se ve al almirante Gaspar de Coligny
cabeza abajo, siendo arrojado desde una ventana, causa de aquella sangrienta
jornada; a la reina madre, Catalina de Médicis, a las puertas del Louvre,
observando las víctimas de la matanza que ella misma ha provocado; y, aunque
con menor claridad, hay quien ha querido ver también al rey de los franceses,
al católico Carlos IX, arcabuceando desde una ventana del Louvre a los
hugonotes, aquellos protestantes fanáticos que, con los católicos igualmente
intransigentes, sumieron a Francia en constantes luchas de religión, que
condicionaron el devenir de la Nación: sus campañas militares, sus tratos con
otras potencias, su políticas matrimoniales. Aunque hoy los historiadores dudan
de la veracidad de esa última escena, pues argumentan que durante la matanza
del día de San Bartolomé dicha ventana no existía en realidad, lo cierto es que
existiera o no, sí refleja el carácter impulsivo y colérico del rey de los
franceses, como también la actitud indolente de la reina madre ante cualquier
sufrimiento que se oponga a sus intereses primero, o a los de sus hijos
después. Hay en la novela otros personajes reales: el duque de Anjou, Isabel de
Inglaterra…, perfectamente retratados; y ficticios, que dan consistencia al
argumento de una novela, obra literaria, sin duda.
En fin, no creo errar si señalo
que al placer que a los lectores de “La corte del diablo” supone leer la novela,
le precedió la satisfacción que su autora, Montserrat Suáñez, obtuvo al escribirla,
porque no fue un trabajo para ella hacerlo. Suerte para sus lectores su
decisión de compartirlo.
Recuerden,