Ya
habían puesto en práctica durante el corto reinado de Alfonso XII la
alternancia, pero es ahora, España sin rey, con una reina extranjera como
regente, desconocedora, aunque con buen juicio que demostrará más de una vez en
el futuro, de los problemas de España, cuando el turnismo político toma
auténtica carta de naturaleza. Hasta el propio Alfonso XII, en su lecho de
muerte, había recomendado a la reina
Cristina se pusiera en manos de aquellos
dos políticos. Y así fue porque, según
los acuerdos tomados en El Pardo, Canovas y Sagasta seguirán esa política
durante los siguientes años, manteniendo España en paz, pero adormecida, sin
grandes sobresaltos, salvo los propios de un país siempre atenazado por la corrupción,
el caciquismo, el atraso de una economía apenas desarrollada. Ni siquiera los
republicanos, tan activos en el pasado, salvo alguna fracasada intentona, eran
un problema serio, pues divididos, casi todos integrados en la fuerza
liberal de Sagasta, parecían un recuerdo lejano. Tan sólo los atentados
anarquistas y las incipientes y cada vez más notorias manifestaciones obreras,
sin olvidar los problemas que la sangría de Cuba, auténtico callo que impedía
siempre un caminar firme y seguro de España, suponían un problema para la
Nación.
Pero
Cuba, más aún Filipinas, estaban muy lejos, y en España eran las verbenas y la
zarzuela, los toros y las procesiones, las diversiones que engañaban el hambre
de un pueblo analfabeto y pobre, del que parecía que sólo unos pocos
regeneracionistas estaban dispuestos a combatir.
Así
Cánovas, jefe del partido conservador, malagueño erudito, inteligente,
infatigable trabajador y ante todo pragmático, artífice de la Restauración,
todo un éxito personal del político conservador que logró aceptaran como rey a un Borbón quienes antes habían expulsado a la reina Isabel; y Sagasta, jefe de los liberales, un ingeniero de
caminos riojano, de aspecto romántico, sin la erudición de Cánovas, con
antecedentes revolucionarios, pero en este tiempo ya atemperados sus impulsos
juveniles, con fama de masón, de gran instinto político y tan pragmático como
Cánovas, son
capaces de mantener la paz, contentando a todos los poderes: Corona, Iglesia,
Ejército y oligarquía, que se mantienen tranquilos, con la garantía que la
estabilidad que unos y otros proporcionan, amañando las elecciones, si es
preciso, y lo es casi siempre, turnándose en el poder para el bien de todos
ellos, incluso después de introducir en 1890 el sufragio universal, gracias al encasillado(1), sobre todo en el medio rural, apoyado por los caciques y el
pucherazo en las ciudades, facilitado por expertos muñidores.
Ejemplos innumerables de tales chanchullos durante aquellos “años bobos” fueron conocidos. En las listas de Barbastro, contó Pascual Madoz: “Me encontré con tantos muertos que me pareció que había votado el cementerio”.
Ejemplos innumerables de tales chanchullos durante aquellos “años bobos” fueron conocidos. En las listas de Barbastro, contó Pascual Madoz: “Me encontré con tantos muertos que me pareció que había votado el cementerio”.
*
Pero
todo parece llegar a su fin cuando don Antonio Canovas, presidente del Consejo,
casi septuagenario, pero activo pese a sus achaques, llega en el verano de 1897
al guipuzcoano balneario de Santa Águeda, para disfrutar de unos días de reposo. Le acompaña
su esposa Joaquina. Casi una docena de policías forman parte de su escolta que, con discreción, se ocupan de la seguridad del presidente.
En
Santa Águeda todos se conocen, son todos clientes habituales. Todos, menos uno.
Emilio Rinaldini es huésped también, pero nadie le había visto nunca antes.
Llega con el propósito de seguir un tratamiento para curar su faringitis. Una
tarjeta suya parece acreditar sus palabras cuando Rinaldini se registra como
corresponsal del periódico italiano Il Popolo. Nada sospechoso hace pensar a
los escoltas del Presidente que Rinaldini pueda constituir un peligro. Viste
correctamente, aunque con la modestia de un corresponsal de prensa; se comporta
con educación, sin llamar la atención, acaso la falta de relación con otros
huéspedes es la única nota discordante, suficiente para que el marqués de Lema,
que acompaña en sus vacaciones a Cánovas, lo mire con algún recelo y se lo
observe a sus próximos.
Tumba de don Antonio Cánovas del Castillo en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid. |
El
domingo 8 de agosto don Antonio y doña Joaquina han oído misa temprano y se han
retirado después a sus habitaciones del primer piso, donde el Presidente ha
despachado algunos asuntos. Pasado el mediodía sale el matrimonio para
dirigirse al comedor de la planta baja. Como quiera que durante el camino, al
pie de las escaleras, se encuentran con una señora, huésped del balneario, que
entabla conversación con doña Joaquina, el Presidente las deja solas charlando
y avanza un poco mientras espera que su esposa lo alcance. Un poco más allá, en
la galería que da al jardín hay unos bancos y don Antonio, sentándose, comienza
a ojear el periódico “La Epoca”, para
hacer tiempo hasta que su esposa se reúna con él. Es el momento que aprovecha Miguel
Angiolillo Gollí, que ese es el verdadero nombre de Rinandini, para acercarse a
don Antonio y descerrajarle un tiro que atraviesa el periódico que Cánovas tiene
desplegado ante sí, penetra por el pecho y sale por la espalda de don Antonio.
Dos disparos más alcanzan al Presidente, que interesan su cabeza y garganta. Al
momento Cánovas cae desplomado sobre el suelo de la galería. En medio de un
charco de su propia sangre lo encuentra ya su esposa que ha acudido veloz al
oír los disparos. Arrojándose sobre el cuerpo inerte de su marido lo llama,
tratando de reanimarlo, más viendo infructuosos sus esfuerzos, furiosa, se encara
al asesino, increpándolo por el vil y cobarde crimen, quien, con la
tranquilidad de quien está acostumbrado a causar el mal, contesta a doña
Joaquina que no es un asesino y que por ser ella una señora, no lo ha hecho
antes, buscando en la soledad del presidente el momento de vengar a sus compañeros
de Montjuich.(2)
Doña
Joaquina de Osma y Zavala, rota por la pena, apenas se separa un instante del
cuerpo de su esposo, incluso durante los trabajos de embalsamamiento del
cadáver del esposo arrebatado se aleja de su lado; pero su inicial y
comprensible deseo de ejemplar castigo sobre el criminal, se torna al fin digna
clemencia, y al terminar la exposición del cadáver en su finca de La Huerta, en
la calle Serrano de Madrid y salir el cortejo fúnebre con asistencia de los
marqueses de Alcañices, Mochales, del Pazo, de Lema, diputados, senadores,
diplomáticos y del duque de Sotomayor en nombre de la reina regente, llamó a éste
y le dijo: “El mayor sacrificio que puedo hacer ante la tumba de mi marido es
perdonar al asesino. Dios me oye, yo le perdono”.
Detenido
el criminal, poseedor de un amplio historial delictivo, todo se resuelve con gran rapidez y escaso sensacionalismo.
Sustituido en su puesto el inspector Puebla, responsable de la seguridad del
Presidente, y muy afectado por lo sucedido, el día 15 de agosto, apenas una
semana después de los hechos, en Vergara, un consejo de guerra juzga a Miguel
Angiolillo acusado por el ministerio fiscal de asesinato con premeditación y
alevosía contra la autoridad constituida, sin circunstancias atenuantes ni
eximentes, solicitando la pena de muerte en garrote vil, mientras la defensa se
limita a solicitar benevolencia para el reo justificándola en la enajenación
del asesino. Cinco días después, en la mañana del día 20, en la cárcel de
Vergara, es cumplida la sentencia.
Los
tiempos del turnismo estaban próximos a su fin, pero antes, y la desaparición de Cánovas y el cambio de política en Cuba, posiblemente tuvieran mucho que ver, España debía sufrir su último
calvario del siglo: el desastre del 98.
(1) El encasillado consistía en el reparto de las actas de diputados previamente a la elecciones, otorgando los puestos en los distritos electorales unipersonales, casillas, a las personas designadas. Resultaba fácil a los caciques doblar voluntades a favor de los designados o encasillados, que tan sólo debían salir elegidos, con independencia del número de sufragios obtenidos.
(2) Sus compañeros de Montjuich fueron los anarquistas procesados por la masacre perpetrada durante la procesión del Corpus de Barcelona, del año 1896, en la que murieron doce personas y hubo una treintena de heridos. En dicho proceso, lleno irregularidades, resultaron condenados a muerte y ejecutados varios de los acusados y otros muchos condenados a largas condenas de cárcel.