Tenía cara de ángel, era rubia, de
ojos azules y hermosa. Como era de buena familia, pues su padre, Francisco
Barreto, había sido gobernador de la Indias Portuguesas, Isabel había recibido
una educación acorde a su posición. Además, estaba dotada de una fantasía
desbordante y las lecturas que hallaba en la biblioteca de su padre y las
aventuras que de él o de quieres le visitaban por razón de su cargo oía, estimularon
su interés por la aventura. Aún no había cumplido los veinte años cuando la
hermosa Isabel partió para Lima, como dama, en el séquito de doña Teresa de
Castro, la esposa del virrey del Perú don García Hurtado de Mendoza, marqués de
Cañete. Allí estaba Isabel Barreto cuando conoció a don Álvaro de Mendaña. Era
don Álvaro hombre maduro, personaje de notable fama, almirante, adelantado
de la mar océana y descubridor de las islas Salomón, del que la joven Isabel
quedó prendada. Ofrecía ella su juventud y belleza, y él su experiencia y los
derechos sobre aquellas islas descubiertas. Y así es como, una vez casados,
Isabel se embarcó en la aventura de su vida.
El 9 de abril de 1595 zarpa del
puerto de El Callao una pequeña flota al mando de don Álvaro de Mendaña y del piloto
Pedro Fernández de Quirós, que al fin haría de cronista de aquella aventura,
quizás bajo el sesgo del enfrentamiento, a veces justificado, con doña Isabel. Son cuatro embarcaciones en las que caben pertrechos,
soldados y varias mujeres las que inician aquella expedición. Isabel, en el galeón San Jerónimo, la nave capitana,
acompaña a su esposo. Van en busca de las Islas Salomón, que veinte años antes
había descubierto don Álvaro y que, con las capitulaciones obtenidas de Felipe
II, se propone colonizar y gobernar.
Pero el viaje se torna
complicado, y aunque descubren unas islas, a las que Mendaña bautiza con el
nombre de Marquesas, como homenaje a la esposa del virrey benefactor del viaje,
su incapacidad para encontrar las islas que descubrió veinte años atrás y la
enfermedad que contrae y que, finalmente, le arrebata la vida, parece dar por
terminada la aventura.
Pero no es así; aún tuvo tiempo
Mendaña, antes de morir, de dejar a su esposa el mando de la expedición, siendo
así la primera mujer almirante de la historia. La designación no fue vista con
buenos ojos ni por Fernández de Quiros ni por los marineros y soldados, casi
todos hombres rudos siempre dispuestos al motín cuando las cosas venían mal
dadas. En esas condiciones Isabel Barreto debe tomar sus primeras decisiones. No
quiere seguir la ley del mar y en vez de arrojar el cuerpo de don Álvaro a las
aguas, busca tierra donde enterrarlo. Lo hace, pero al dejar tierra toda la
fuerza desbocada de la naturaleza arremete contra de los expedicionarios. Se
desata un temporal, que por ser cosa conocida por aquellos marinos experimentados
preocupa menos que lo que extrañados y temerosos empieza a caer desde el cielo,
que parece fuego. Una lluvia ardiente de cenizas procedente de algún volcán en
erupción cubre la cubierta. Isabel decide abandonar la rada en la que están
fondeados. Deben el San Jerónimo y su compañera, la carabela Santa Isabel,
superar los arrecifes y alcanzar alta mar, mas como entre Escila y Caribdis, lo
que atrás dejan es insignificante calamidad comparada con lo que les espera en
los arrecifes. Una enorme ola causada por un maremoto inunda la cubierta del
galeón. El San Jerónimo está peligro, como una cáscara de nuez en medio del
torbellino, resulta gobernable a duras penas. El timonel es arrancado de su puesto por un
golpe de mar. Quirós, el piloto, se aferra a la rueda de timón en su lugar.
Trata de mantener el rumbo, pero otro bandazo lo hace rodar por la cubierta.
Cuando se rehace y trata de volver, ve a Isabel Barreto, sujeta al timón, que
mantiene el rumbo. Al día siguiente,
lejos ya de aquel infierno, azul el cielo y el mar quieto, en el San
Jerónimo dan gracias por estar vivos. Isabel se ha ganado el respeto de todos,
pero no su obediencia, aún.
Nada se sabe de la Santa Isabel.
Tampoco de su tripulación. El sentimiento de soledad es enorme. No tardan en
oírse voces que murmuran. Sin saber donde ir, quieren volver, unos al Perú,
otros a Filipinas.
Galeón español del siglo XVI. Así de imponente surcaba los mares el San Jerónimo a cuyo mando estuvo Isabel Barreto, la primera almirante de la historia. |
A Isabel la fuerza de los
acontecimientos la torna dura como la piedra. No ha cumplido los treinta años y
nada en ella recuerda al ángel embarcado en El Callao. Es ahora una fiera que
se ha desprendido de sus ropas de mujer, usa las de su difunto esposo y se
comporta como el virago que nadie sospechaba podía ser. Está decidida a
encontrar las islas Salomón. Como heredera de las mismas quiere cumplir el
sueño de su esposo y el suyo propio. Cuando un marinero de nombre Medina,
descontento, rebelde y agitador, trata de hacerse seguir por el resto de la
marinería, Isabel lo hace llevar a su presencia:
─¿Qué pretendes Medina?
─Los hombres hemos hablado,
exigimos volver a casa. Nada bueno obtendremos permaneciendo aquí. Muerto don
Alvaro, los hombres no comprenden qué busca la señora, sino una muerte segura ─contesta
Medina.
─¿Nada bueno? ¿Una muerte segura?
¿Acaso no sabéis quién manda aquí? Habláis, Medina, de muerte. Yo os daré a
conocer el significado de esa palabra.
Y dirigiéndose al contramaestre
doña Isabel ordena:
─Prendedle y colgadlo de la verga
del trinquete. Y a vosotros ─dijo desde el alcázar, dirigiéndose a los demás que
se agolpaban en la cubierta─, mirad y aprended la lección. Os lo advierto, mi
misión es gobernar las islas Salomón y a vosotros. Nada me desviará un ápice de
mi objetivo, que lo fue de don Álvaro también.
Y sin dejar que Medina termine de
hablar sobre sus pretensiones, es izado y, tras permanecer un día entero a la
vista de todos, arrojado su cuerpo al mar. Ya todos le obedecerán en el futuro.
Sin saber donde, Isabel y el
piloto Quirós buscan las Islas Salomón, derrotan hacía el Sur, descubriendo numerosas
islas aún desconocidas; pero habitadas por pueblos antropófagos, deben desistir
del desembarco. Pronto la comida escasea y en los toneles del San Jerónimo el
agua se corrompe. Ello obliga a arrostrar nuevos peligros cuando al divisar una
isla, decide doña Isabel desembarcar.
Con la mayor cautela, ella al
frente, con la espada de Mendaña y un grupo de soldados avanza por la selva, en
busca de agua. La fortuna les lleva a un poblado, apenas unas cuantas chozas.
El lugar es siniestro, pues en el interior de una de las chozas penden cabezas
humanas. Aterrados, se apoderan de lo necesario, hasta un cerdo que hallan en
los corrales es llevado a rastras, regresando a toda prisa. Pero antes de
llegar al San Jerónimo, les salen al paso un grupo de guerreros indígenas, que
comienzas a lanzarles flechas. Una de ellas alcanza a un soldado, que sigue
corriendo, pero al poco pierde el conocimiento. El arpón de las flechas está
envenenado. Lo llevan a cuestas. Cuando por fin logran llegar al San Jerónimo,
el cuerpo del herido está hinchado y amoratado. Nada es posible hacer por él,
salvo rezar por su alma.
Y nuevamente se impone el
carácter de doña Isabel, y su autoridad sobre aquellos hombres que únicamente
quieren escapar de aquel infierno y volver a casa. Decide que no puede quedar
sin castigo la muerte de aquel soldado y con un grupo de hombres bien armados,
con nocturnidad, próximo el alba, los españoles caen sobre el poblado, iniciando
una matanza despiadada, de la que tan sólo unos pocos se salvan huyendo hacia
el interior de la jungla. Vengado el español muerto, regresan al San Jerónimo y
zarpan.
Muchas más aventuras, si así se
puede decir de las penalidades que tuvieron que sufrir, vivirán aquellos
hombres y mujeres del San Jerónimo, hasta que a finales de enero de 1596 avistan
las costas filipinas. Apenas treinta y cinco supervivientes, de los ciento
veinte embarcados en El Callao logran ver tierra conocida, pero no el fin de
sus tribulaciones. A duras penas el San Jerónimo puede navegar, tan roto y
deshecho como quienes lo han tenido por casa los últimos diez meses está el
otrora arrogante galeón, pero quien no pierde su arrogancia es doña Isabel
Barreto. Soberbia siempre, cuando ya la costa salvadora está a la vista y sin
alejarse de ella, camino de Manila, Quirós propone desembarcar los cañones para
aligerar lastre en la perjudicada nave. Doña Isabel se niega; y cuando a pocas
jornadas de su arribada a Manila, la tripulación hambrienta, propone repartir
la despensa de a bordo, doña Isabel se niega otra vez, como se niega también a
que nadie desembarque por causa alguna sin su autorización. Tan férreo y
despótico mando desespera a los hombres y uno de ellos, casado con una de las
mujeres a bordo del San Jerónimo, de la que ha tenido un hijo, ayudado por los
indígenas desembarca y regresa con alimentos para la esposa y el hijo. Y es
entonces cuando se descubre en doña Isabel su verdadera falta de humanidad,
pues detenido el soldado a su regreso, manda doña Isabel se le ahorque de
inmediato por incumplir sus órdenes. Ni los ruegos del superior del soldado detenido
ni de Quirós son capaces de ablandar el duro carácter de la tirana. Sólo,
cuando al fin la esposa del soldado, deshecha por las lágrimas, ruega el perdón
para su esposo, doña Isabel, con la magnanimidad de quien manda, perdona la
vida del esposo de quien le suplica.
El 11 de febrero se adentran en
la bahía de Manila y pocos días después se disponen a atracar en el puerto de
Cavite para ser recibidos como héroes. Doña Isabel rescata sus ropas de mujer.
Es mujer joven y de singular belleza y no hace falta mucho para que al
desembarcar, formidable y altiva, despierte la admiración de todos. Recibida
con salvas, se la disputan en todos los salones. Un año permanecerá allí, hasta
que terminado el luto por Mendaña, otro marino, Fernando de Castro, llene el
corazón de Isabel y colme sus ansias de aventura. Sin embargo, tras hacer
escala en Acapulco, en Nueva España, las dificultades económicas para organizar
una nueva expedición en busca de las islas Salomón hacen imposible el viaje. Un
cambio de rey, dificulta aún más las pretensiones de la almirante y su nuevo
esposo. Felipe III revoca las capitulaciones a favor de don Álvaro de Mendaña,
y por tanto de su heredera doña Isabel, sobre las islas Salomón, y redacta otras
a favor del ya declarado enemigo de doña Isabel, su antiguo piloto Fernández de
Quirós. Nada lograrán los esposos en su audiencia en España con don Felipe, que
ratificará los beneficios concedidos a Quirós. Nada logrará ya, y el eco de la
primera almirante de la historia se desvanecerá poco a poco en su retiro
gallego, donde la gente hablará de ella como la ricahembra que hizo las
Américas.