El
cardenal Giovanni María Mastai Ferreti tiene 55 años cuando el 16 de junio de
1846 la fumata blanca del palacio del Quirinal anuncia su elección como nuevo
vicario de Cristo en la tierra. Nunca vio nadie en él al futuro papa, pese a que había sido un cardenal muy popular
por sus ideas tolerantes, y que se había ganado las simpatías de los liberales
cuando, en 1843, un intento de secuestro fue neutralizado gracias a un
chivatazo.
Cuando
tras la muerte de Gregorio XVI, se celebró el cónclave para elegir nuevo papa,
nadie pensó que su recién ganada popularidad fuera suficiente para compensar su
juventud, inconveniente casi insuperable frente a las candidaturas de los
veteranos cardenales aspirantes al trono de San Pedro, en especial la del
cardenal conservador Lambruschini, el mejor situado en las preferencias de los
electores. Pero fuese el Espíritu Santo quien guiara el discernimiento de los
príncipes de la Iglesia o su propio entendimiento, el caso es que Giovanni
María había entrado como cardenal Mastai Ferreti y salía como papa Pío IX.
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Fiel
a su pensamiento, enseguida decreta la amnistía de los liberales presos por las
revueltas habidas en los Estados Pontificios durante el reinado de su
antecesor, introduce mejoras en los territorios papales y permite una
tolerancia nunca vista hasta entonces. Muchos se atreven a pensar en una Italia
unificada, algunos incluso con el papa al frente. Pío Nono es, a la vista de muchos,
un papa liberal y patriota; a la de otros, con su condescendencia liberal,
Metternich, entre ellos, un traidor. No
es extraño, pues, que los conservadores lo juzgaran con dureza.
Pero
dos años después de su nombramiento las cosas van a cambiar. En 1848 una ola
revolucionaria barre Europa. Aires constitucionalistas recorren la bota
de Italia, incluso en los Estados Pontificios. Como antes Sicilia, la Toscana o
el Piamonte, los Estados Pontificios logran tener su Constitución. Todos se
felicitan por ello. Todos menos los que entienden lo que está pasando. Es la
primera vez que un papa se somete a un Estatuto, que parece limitarle, pero
que en realidad está hecho a su medida. Nada ha cambiado; acaso el
pensamiento de Su Santidad, que retornando a presupuestos anteriores, se niega a
luchar contra Austria, una nación católica, protectora de los príncipes
italianos y contraria por tanto a los intentos integradores.
Cuando
en noviembre de aquel turbulento 1848 es asesinado Pellegrino Rossi, ministro
de Justicia de los Estados Pontificios, Pío Nono huye de Roma. En la Nochebuena
de aquel año, oculto bajo la sotana de un sacerdote corriente entra en Gaeta, su
refugio napolitano. Allí permanecerá mientras Garibaldi y Mazzini, en Roma,
imponen un régimen republicano claramente anticlerical. Pocos meses después cuando
tropas francesas recuperen Roma, en 1850, el papa volverá a ocupar la sede romana.
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Pío Nono. Mural en la Iglesia del San Lorenzo de Valencia,
obra del pintor y muralista valenciano José Bellver Delmás.
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Mas
ya nada será igual. Aquella huida deja en él una huella imborrable. Decepcionado,
convencido de ser el Risorgimento algo diabólico, de su maldad, y de quienes lo
lideran y siguen, la reconciliación no será posible. Lo sucedido en Roma y las
políticas liberales, pero anticlericales de Cavour, llevadas a cabo desde
Turín, recuerdan a más de uno la pugna entre el pensamiento de la Ilustración y
el anticlericalismo de la Revolución con la doctrina cristiana. Los siguientes
años, bajo la protección de tropas austríacas y francesas, serán los de defensa
a ultranza de los cada vez más exiguos y débiles Estados Pontificios frente a
las fuerzas unificadoras lideradas por Víctor Manuel II.
Pero
si en lo político su reinado fracasó con la total pérdida del su poder
temporal, con la entrada de Garibaldi en Roma, en lo religioso, en lo doctrinal,
su éxito fue universal. De ultramontano fueron tachados quienes apoyaban sus
iniciativas, y no sin razón. Se extendió el culto, ya iniciado con su
antecesor, y se definió como dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen
María, de la que era seguidor devotísimo, hasta el punto de atribuir a la Virgen la supuesta curación de su epilepsia. Igual
ocurrió con el Sagrado Corazón. Eran los tiempos de las apariciones
marianas de la Salette y Lourdes, de la masiva impresión de estampas con las imágenes
de santos. El mismo papa era reproducido y su efigie llevada según la rosa de
los vientos por todo el orbe. En el inconcluso Concilio Vaticano I, se decreta
la controvertida infalibilidad de papa, finalmente limitada a sus
intervenciones ex-cátedra, lo cual no fue poco en tiempos en los que el
ultramontanismo trataba de imponerse(1).
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El 7 de febrero de 1878
expira Pío Nono a sus 85 años de edad,
tras 32 de pontificado, el más largo habido nunca, si exceptuamos a San
Pedro. Había sido voluntad del pontífice que sus restos tuvieran su eterno
descanso en la iglesia de San Lorenzo extramuros y en 1881 se decide por fin
cumplir su voluntad. Pero los tiempos son
otros muy distintos a aquellos en los que al ser nombrado era aclamado por
todos. Desengañado, Pío Nono había fallecido prisionero de un rey saboyano(2), aunque muchos fieles
aún le amaban y acudían al Vaticano a venerar sus restos, no hacían lo mismo
los liberales, que lo consideraban un traidor. Al realizarse el traslado de sus
restos, para protegerlo, se forma una nutrida procesión en cuyo centro viaja el
féretro. La prensa anticlerical había incitado al desorden a los liberales y a
los miembros de la carbonería, furibundos antipapales, que en número igual o
mayor, salen al paso del cortejo. Los insultos y agresiones se suceden, pero al
llegar al puente de Sant’Angelo, se disponen los agresores al ataque, con el
propósito de arrojar el ataúd al Tíber. La tenaz defensa de quienes custodiaban
el féretro y una providencial intervención de la policía disuelve la marcha que,
con unos pocos miembros, logra llegar a su destino en San Lorenzo, donde una
lápida con la escueta inscripción en latín: “Huesos y cenizas del papa Pío IX”
recuerda el lugar de reposo del último papa guerrero de la cristiandad.
(1)
El papa habla ex-cátedra cuando ejerce el magisterio de pastor, definiendo doctrina
de fe y moral y referida a la Iglesia en su totalidad. No es cuestión sin
importancia dichas condiciones limitativas, que en la práctica ha permitido que desde
entonces sólo se ha tenido por infalible la declaración de Pío XII, en 1950, sobre la
Asunción de la Virgen.
(2) En realidad, Victor Manuel II había fallecido
poco antes, y el propio Pío Nono, su adversario en el mundo, había orado por él
y levantado todas las excomuniones con las que había anatemizado al monarca
Piamontés.