El viajero, en su camino por
tierras de Aragón, se desvía de su camino para ver una fuente al decir de unos, al de otros pozo, que sabe está en Cella. Durante mucho tiempo se ha tenido, y aún hoy, aunque estrictamente no lo sea, por el nacimiento del río Jiloca, un
tributario del Jalón que las mezcla con las suyas, para entregarlas al Ebro.
Como en tantas ocasiones ocurre,
la leyenda invade el terreno de la historia cuando ésta carece de certezas y
detalles. Se cree que fueron los templarios quienes excavaron el pozo, y que
más tarde, cuando la importancia, el gusto por lo bello y los recursos dieron para ello, se
construyó el pretil que lo rodea; pero aún siguen vivas las leyendas que hablan
del afloramiento de las aguas que riegan los campos de Cella y sus alrededores.
Y a falta de una son dos las leyendas que se confunden y
toman una cosas de la otra y ésta se apoya en la primera para fraguar la
memoria de lo irreal.
Una nos habla de Zaida, la hija de alcaide que, pretendida por Melek, hijo del rey moro de Albarracín, y por don Hernando, conde de Abuán, caballero cristiano acompañante del Cid Campeador, que hizo de aquella tierra punto de encuentro en la toma de Teruel, se inclinó por el amor del cristiano, lo que despertó los celos del sarraceno y fue causa de trágico final para ambos.
Y es que por no querer contrariar
a Abú Meruán, el padre de Melek, puso a su hija como premio para aquel de los
pretendientes que lograra cumplir el cometido que les encomendaba. Solo el
vencedor lograría la mano de su hija, la hermosa Zaida. Tres años fue el plazo
dado y duro el trabajo encargado. A Melek el de reconstruir el acueducto que
los romanos, siglos antes, habían trazado desde Albarracín a más de cinco leguas,
llevando a Cella las aguas del Guadalaviar; a don Hernando, más difícil si
cabe, el de encontrar agua y hacerla aflorar en la misma población o sus
alrededores.
Quiso la fortuna que fuera el
conde de Abuán quien diera con un pozo antes de cumplirse el plazo. La alegría
de Zaida fue incontenible, y gozosa, se acercó al manantial donde, con sus
propias manos, recogió cuanta agua cabía en sus palmas y la ofreció al esforzado
conde, momento en el que acertó a pasar por allí Melek que, viéndose derrotado
y celoso por las atenciones que la dama prodigaba a su rival, ciego por la ira,
se abalanzó sobre don Hernando, que en defensa propia, dio muerte al príncipe
moro. Triste y rabioso, Abú Meruán, para vengar la muerte de su hijo, concedió
la libertad a un preso de la peor calaña al que pagó generosamente para que
diera muerte a don Hernando. Y así fue como muerto también el conde, Zaida murió
de pena y su espíritu sigue buscando en el fondo del pozo abierto el cuerpo de su
enamorado.
La otra, trágica como la anterior,
habla de muerte y venganza también, en tiempos de Alfonso I el Batallador. De
Cella era uno de los caballeros que acompañaban al rey en su avance hacia
Teruel. Era casado con una hermosa dama que despertaba la admiración de todos,
pero impuros deseos en un viejo y acaudalado vecino que, aprovechando la
ausencia del esposo, cierto día que la encontró a su paso, dedicó deshonestas
palabras a la mujer. El viejo, al verse despreciado en sus atenciones la empujó
y cayendo sobre unas rocas resultó muerta. En ese instante el esposo en un
estado próximo al de la clarividencia, retornó a Cella con ánimo vengativo,
encontrando a su esposa fallecida y al viejo culpable de su muerte aún en el
lugar. Sin vida también el lúbrico y rico anciano, se tuvo el lugar donde había
acaecido el doble crimen por lugar maldito y se decidió levantar una ermita,
mas al amanecer de cada día se encontraba deshecho lo construido durante el
día anterior. Si era el espíritu maligno del viejo rico, quien cada noche
desmontaba lo erigido durante día nadie lo sabía. Así día tras día, hasta que
un peregrino de paso por Cella, escuchando la historia, advirtió que sólo con
agua bendita lo construido por la mañana permanecería tras caer la noche. Se
bendijo el lugar y, en la madrugada de aquel día, se desató una tormenta
terrible y un rayo cayó donde se bendijeron las piedras. Y allí mismo, donde dicen hoy está
la fuente de Cella, comenzó a brotar agua.
Pero en realidad el origen de esta
fuente, el mayor pozo artesiano de Europa, es muy otra y nada tiene que ver
con leyendas y sí con los fenómenos naturales que supieron aprovechar los
templarios, que excavaron el pozo, cuando Alfonso II, el Casto, entregó la
futura villa ─fue Jaime I quien concedió dicho
título─ a dicha orden de caballeros. El caudal que es abundantísimo y
proviene del gran acuífero que desde Cella alcanza el subsuelo de Molina de
Aragón, se distribuye gracias a acequias que desde los dos cárcavos de la
fuente riegan los campos de la comarca. Pero lo que más llama la atención del
viajero es el pretil elíptico que, con sus ciento treinta metros de perímetro,
cierra el manantial y le evita el peligro de caer al pozo que alcanza una
profundidad de doce metros, y el templete que de manera tan armoniosa sirve para
forma uno de los túneles de desagüe. Sobre la puerta de entrada una placa
fechada en 1929 recuerda el bicentenario de la construcción del pretil y de
esta capilla puesta bajo la advocación de San Clemente de Alejandría, al que se
invoca para la obtención de aguas limpias y puras, como así le parece al viajero, viendo el cielo reflejado en ellas.