Apenas
había transcurrido un mes desde que en la
Isla de León habían sido convocadas las Cortes en aquel mes de septiembre de
1810, pese a la falta de apoyo de la Regencia, cuando comenzaron los debates sobre la trascendental Ley de Libertad de
Imprenta.
De
lo que iba a resultar de aquel debate y de la propia existencia de las Cortes
dio aviso el diputado Muñoz Torrero. Era este diputado por Extremadura,
sacerdote, pues muchos fueron los clericales miembros de aquellas cortes, y
antiguo rector de la Universidad de Salamanca, reformista y de talante liberal.
Sus primeras palabras, en el discurso inaugural de las Cortes, fueron una
declaración de intenciones y un resumen de lo que se pretendía lograr en una
nación invadida y en guerra, en una ciudad sitiada con unas cortes
constituyentes dispuestas a reformar la sociedad con los aires que habían soplado
precisamente por la nación invasora, pero desde un punto de vista propio,
reformista y no revolucionario: poner fin al antiguo régimen, al de los
privilegios, y cimentar una nueva sociedad bajo criterios justos de igualdad,
en la que los hombres se nivelaran por sus méritos y no por su cuna.
El asturiano Agustín Argüelles fue uno de los
más activos diputados entre las filas liberales.
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Unos y otros, en diciembre de 1810, se pusieron manos a la obra para redactar un borrador de constitución que en poco más de un año vería la luz. Mas no sólo se impusieron aquellas cortes la misión de redactar la primera Constitución que ordenase la vida nacional ─el Estatuto de Bayona, promulgado por José I Bonaparte fue publicado en la Gaceta de Madrid, pero no fue efectivo(1)─, sino que aprobaron leyes que pretendían cambiar entonces o en el futuro la sociedad española: la supresión de los señoríos(2), de los gremios o la abolición de la tortura o de la Inquisición.
Se
comenzó tratando de libertad, de la libertad de decir y escribir lo que se
quisiera, de la libertad de prensa. Como dijo el diputado Muñoz Torrero: “La previa censura es el último asidero de
la tiranía” y, superado, con la aprobación de la Ley, ese escollo, pronto
se vio en la cabecera de las publicaciones la libertad recién ganada. Todos
cabían, fueran de signo absolutista y contrarios a las reformas o liberales y
de talante reformista.
El
Redactor General, El Duende de los Cafés o La Abeja Española; el Centinela de
la Patria o El Observador eran algunas de aquellas cabeceras que del lado de
los reformistas o de los absolutistas veían la luz en el Cádiz de aquella
España en guerra. Pero aún había otros, cuyo nombre no dejaba lugar a la duda
sobre su pensamiento. Tal era el caso de El Robespierre Español, polémico,
provocador y jacobino, que tuvo reacción inmediata con la aparición de otras
publicaciones cuyos títulos no eran menos explícitos en cuanto a su ideario: El
Censor General o el de interminable título conocido como El Procurador General
de la Nación y del Rey, que también tuvo réplica en su talante y contraste
hasta en su título, por mor del gracejo gaditano, en “El Conciso”, que no contento con su
apelación a la brevedad tenía en el “Concisín”, un menudísimo suplemento,
exagerada condensación de la actualidad contada por un niño a su padre.
Todo
ello no era más que el reflejo de las diferencias políticas entre los
diputados. Fue entonces cuando se declararon las tendencias que agrupaban a los
diputados por afinidades. Liberales eran los partidarios de las reformas, serviles
los contrarios a ellas, absolutistas opuestos a todo cambio.
Pero
aquellas Cortes, confinadas en el Cádiz asediado por los franceses, legislando
para una España en guerra, apurada y ajena a las ideas liberales y
reformadoras, carecieron de continuidad y su obra corta vigencia, pues al
llegar Fernando VII, liberado por Napoleón, desde su jaula dorada de Valençay,
eran pocos los que querían recordar su abdicación, los sucesos de Bayona y su
sometimiento a Napoleón, antes al contrario esperaban al rey como “El Deseado”,
y aunque la obra de aquellos hombres de Cádiz quedó sin efecto, y muchos de
ellos perseguidos y aún muertos por el nuevo absolutismo establecido, habían
puesto una semilla que acabaría enraizando en la nuestra piel de toro.
(1)
En realidad sus efectos prácticos no se hicieron notar. Las circunstancias del
gobierno de José I, en guerra con la Nación y su propio texto, que obligaba a
que su entrada en vigor gradual lo fuese tras edictos o decretos reales
nunca se produjeron. Aun así el Estatuto fue invocado como fuente de Derecho
vigente, al tomar posesión de sus cargos los Consejeros de Estado, el 3 de mayo
de 1809, y jurar el Estatuto y por invocación del rey, en defensa de sus
prerrogativas, ante los generales de su hermano Napoleón, que trataban de
imponerse en su reino.
(2) Fueron especialmente dificultosos los debates
sobre este asunto. Finalmente se acordó la supresión de los señoríos
jurisdiccionales, mas no los territoriales.