El
viajero se ha decidido al fin a escribir sobre esta ciudad. La ha visitado
varias veces y al menos puede decir ya que sabe caminar por ella sin perderse; aunque
a decir verdad, lo que más le guste a este viajero que todo lo mira y casi todo
lo ve es precisamente perderse en las ciudades de las que va a contar cosas.
Tuvo
el viajero, desde el principio, ayuda local que dirigiera su primer paseo por
los lugares de mayor interés; así los primeros pasos le llevaron por el paseo
marítimo y, asomado a la playa de San Lorenzo, posar la mirada en la que quizás
sea la vista más fotografiada de Gijón, la de la iglesia de San Pedro, a los
pies del Cerro de Santa Catalina, en el linde oriental del barrio de Cimadevilla.
El viajero se estrena como fotógrafo en esta ciudad encuadrando su cámara sobre
el más precioso monumento que en la villa hay, San Pedro al fondo.
Al
final del paseo el viajero llega al istmo que une la ciudad moderna con el
Cerro de Santa Catalina, que es también península, fortaleza y hoy sus baterías
artilleras mirador sobre el Cantábrico, donde Chillida ha rendido, como en San
Sebastián lo hizo con los vientos, pero a lo grande, un elogio al horizonte.
Al
pie del cerro el viajero se acerca a la iglesia de San Pedro, la que ya vio
desde lejos nada más llegar. Esta iglesia es reciente y para el viajero
armoniosa recreación de la que hubo hasta 1936, que no fue la primera, pues
bajo la advocación de San Pedro ya existía otra anterior levantada en el siglo
XIV, y destruida poco después de ser erigida. Y es que a finales de ese siglo,
cuando reinaba el jovencísimo Enrique III, Alfonso Enríquez, hijo natural de Enrique II, se sublevó contra su sobrino. Fue poco a poco retrocediendo el bastardo hasta
quedar reducido a los límites gijoneses, donde con los suyos y ayudado por
piratas ingleses, se hizo fuerte. Entre estos había un tal Harry Paye, conocido
por los españoles como Arripay. Fiero
y cruel individuo, Arripay cometió
atrocidades sin cuento, reduciendo a cenizas la ciudad y la iglesia de San
Pedro. Entre los sitiadores participaba un jovencísimo Pero Niño, hijo del
almirante Juan Niño. Cuando se rompió el cerco sobre Gijón, Arripay se hizo a la mar, huyendo. Pero
Niño salió en su persecución, mas el inglés logró escapar y refugiarse en sus
feudos ingleses de Poole. No olvidó Pero aquella fuga y años después él mismo
atacaría Poole, que sería saqueada por una flota franco-castellana.
Aunque
es posible que hurgando en la historia el viajero llegara a conocer detalles
del pasado astur o celta, o del discretamente romanizado, de Gijón, tiene
urgencia por ver el cogollo de la
Villa, el antiguo barrio de pescadores. Deja, pues, a un lado
los jardines que adornan Campo Valdés, recuerdo del pasado romano que la ciudad
tiene y cruza el istmo por la Plaza Mayor
para adentrarse en Cimadevilla o Cimavilla, como se dice en asturianu. Está esta plaza porticada en
tres de sus lados, y en el ayuntamiento situado en la vertiente oriental del
recinto, llama la atención del viajero, aunque no le sorprende demasiado, la
placa puesta en la fachada, que indica una altura sobre el nivel de mar de
nueve metros y cuarenta centímetros, cuando saliendo de la plaza y asomado al
paseo casi puede tocar el agua con sus manos. Cosa de los geógrafos, que tomaron
como punto de referencia el nivel del mar en Alicante, para desde allí hacer
los cálculos de altitud del resto de España(1).
En
Cimadevilla al viajero le falta tiempo, le faltan ojos para verlo todo: lo
primero, la casa natalicia de Jovellanos, hoy convertida en museo. Si la
capital del Principado tiene en Clarín su orgullo, Gijón puede, y con razón,
presumir de Jovellanos.
Mucho
podría decir el viajero de don Baltasar Gaspar Melchor María de Jovellanos, personaje
ilustrado al que su ciudad nunca ha olvidado. Fe de ello da la calle, el teatro,
el instituto de enseñanza que él mismo promovió, todos con su nombre, o el
magnífico monumento que de paisano tan insigne preside la Plaza del Seis de Agosto,
que así se llama desde que ese día de 1891 se inauguró la efigie de don Gaspar
en homenaje suyo y en recuerdo de esa misma fecha, pero del año 1811 en el que el
ilustrado gijonés, con su salud muy
quebrantada, llegó a su ciudad natal para verla por última vez.
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Teatro Jovellanos |
Pero
si el viajero no dijera nada más de don Gaspar ahora, sería tan injusto con él
como inmerecido el trato que recibió hombre tan sabio, honesto y patriota. Ganada
su fama por su propia valía, fue protegido por Campomanes, otro gran ilustrado
durante el reinado de Carlos III, que le encargó estudios y trabajos con los
que modernizar España. La Revolución
Francesa puso fin a muchas de las iniciativas de la España Ilustrada. No era fácil
comprender en España que la libertad se defendiera con la guillotina, y
Jovellanos, que era un reformista, no un revolucionario, que detestaba los
excesos de la Revolución,
pero defendía los principios del movimiento ilustrado, era en definitiva un
liberal, y comenzó a ser mal visto. Su amistad con Cabarrús y el odio que
suscitaba en la reina María Luisa también contribuyeron, y no poco, a su
desgracia. Mas siempre Gijón, su tierra, su ciudad, lo acogió bien. En la
pequeña capilla de los Remedios, al lado del museo, reposa don Gaspar.
Al
terminar con estas divagaciones el viajero se da cuenta de que todavía está en
Cimadevilla. Da unos pasos, apenas unos pocos, y llega a
la Plaza del Marqués, donde
está el Palacio de Revillagigedo, casa que fue de don Carlos Miguel Ramírez y
Jove, I marqués de San Esteban del Mar de Natahoyo, que fue quien mandó erigir
tan bello monumento. Cuando a mediados del siglo XIX el V marqués de San
Esteban contrajo matrimonio con
la V
condesa de Revilla Gigedo, supone el viajero que juntos ya en su descendencia
ambos títulos, el palacio comenzaría a compartir nombre con el que hoy es más conocido
y dado más fama.
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Palacio de Revillagigedo |
El
palacio es una joya arquitectónica como pocas. Fue erigido en los primeros años
del siglo XVIII y se construyó aprovechando una antigua torre puesta en pie doscientos
años antes, que quizás marcara el aspecto de fortaleza que el palacio luce,
pues tenido por barroco en todos los manuales de arte, sus torres almenadas y
la pátina que el tiempo le ha dado, le confiere una aire medieval que al
viajero complace mucho.
Y si
de Jovellanos habló el viajero porque era justo hacerlo y porque vio su
monumento en una plaza, en ésta del Marqués ve el monumento del otro personaje
que, sin ser nacido en Gijón, ha sido aceptado como propio, su figura decora el
escudo de la villa y no es menos justo hablar de él: don Pelayo.
De
este godo de sangre noble, hijo de Fáfila, un duque caído en desgracia durante
los tiempos de Witiza, el penúltimo rey godo, no se sabe gran cosa. Seguramente
que fue espatario, algo así como guardia real, del rey don Rodrigo; que tras la
debacle de la batalla de Guadalete huyó como otros hacia el norte, refugiándose
finalmente en la región donde vivían los astures, pero mandaban ya, aunque sin
rigor, los sarracenos invasores. Por ese tiempo debió ser nombrado el bereber
Munuza gobernador de estas tierras, estableciéndose en Gijón. Pelayo, que había
llegado a tierras asturianas con su hermana Hermesinda(2), debía vivir discretamente y relativamente
tranquilo, como cualquier otro godo huido, como los astures autóctonos, pagando
los impuestos personales o territoriales que garantizaban el respeto de las
costumbre y una convivencia sometida, pero pacífica. Una historia de amor o de deseo sucedió
entonces; y fue esta historia, legendaria o no, la que convertiría a Pelayo en
el caudillo, en el rey que daría el impulso de lo que los pueblos ibéricos
tardarían siete siglos en reconquistar.
Lo
que sucedió fue que Munuza, incapaz de sustraerse a la belleza de Hermesinda,
quedó prendado de la cristiana. Para despejar el camino no tuvo mejor idea que
enviar a Pelayo a Córdoba. No se sabe bien si el godo llegó a la capital del
emirato enviado con alguna misión o prisionero. Fuera como fuese, Pelayo logró
huir de Córdoba y regresar a Gijón. Como
no se sabe si Hermesinda tuvo opinión en este asunto, si correspondió de buen
grado las pretensiones del bereber o fue desposada sin que pudiera oponerse, no
dirá nada el viajero sobre el asunto, pero sí que el que no vio con buenos ojos
aquella boda fue Pelayo, que mostró su disgusto y pronto comenzó a intrigar en
contra de su repudiado cuñado y perseguido buscó refugio en las montañas.
Al
viajero tanta ida y venida no le cansa, que lo que con gusto se hace ni fatiga
ni aburre, pero sí que le ha despertado un poco la sed. Y para refrescarse un
poco y reponerse un mucho, qué mejor que unos culinos de sidra escanciada desde una buena altura. Así que al
viajero, que no va solo, lo llevan a una de las muchas sidrerías que hay en
esta tierra y asiste a la liturgia del escanciado, palabra ésta de origen godo
por cierto, y contempla cómo desde la mayor
distancia que logra el escanciador separar una de sus manos con la botella de
la otra con el vaso, cae el caldo y rompe contra el vidrio. Dicho golpe dicen
que produce una suave aguja y aroma efímeros tan agradables como necesariamente
breve el tiempo para degustar el trago.
Desde
el istmo, el viajero tiene toda la ciudad ante sí. Las calles que desde allí
parten parecen las varillas de un abanico que abierto se extiende desde la
playa de Poniente y la de San Lorenzo por el Este hacia el interior. De entre
todas, Corrida, Instituto, Cabrales…, el viajero elige la de San Bernardo,
porque en ella florecieron muchos de los edificios modernistas que la burguesía
gijonesa levantó a principios del siglo XX y porque le lleva directamente al
paseo de Begoña.
En
este ajardinado paseo, junto al teatro Jovellanos, que antes fue teatro
Dindurra, contiguo al café del mismo nombre, el viajero pasea tranquilo,
contempla la iglesia de San Lorenzo y para descanso del cuerpo entra en el café
Dindurra. Aunque el local ha perdido parte de su encanto de ayer, según le
cuentan, puede decir aquello de que quien hermoso de joven fue, mantiene en la
madurez buena parte de la belleza juvenil. Y de este café, puede afirmar que al
menos conserva las columnas modernistas con evocación egipcia que le dan el
sabor clásico que al viajero gusta mucho.
No
dirá más de los muchos monumentos y detalles que el viajero ha ido viendo en
esta villa de Gijón. No se trata de hacer un inventario ni convertir este paseo
en una guía turística, pero sí tiene que mencionar al menos lo que ha visto en
dos de las parroquias del concejo gijonés, fuera del casco urbano: el soberbio
edificio construido en Cabueñes a mediados del siglo pasado que fue Universidad Laboral y hoy Ciudad
Laboral de la Cultura,
y que pasa por ser el edificio más grande de España.
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Quinta Bauer o Palacio de la Concepcion, en Somió. Luis Bellido González, arquitecto municipal de Gijón y autor de muchos proyectos en la ciudad,
como el Banco de Gijón o la iglesia de San Lorenzo, construyó
este palacete para el banquero Bauer en 1903. |
La
otra parroquia que no puede el viajero dejar de evocar es Somió. Parte del
Concejo siempre, pero desde hace apenas cuatro lustros parte de la parroquia de
Gijón, Somió es lugar encantador, plagado de villas rodeadas de jardines
levantadas para su solaz por algunas de las familias más pudientes que a
finales del siglo XIX y principios del XX, o en otros casos por indianos que,
repatriados sus caudales americanos, ordenaron construir sus mansiones allí. Para
dar cuenta del sitio sin resultar pesado, el viajero va a contar algo de uno de
los edificios que ha podido visitar. Se trata de un palacete rodeado por
extensa finca ajardinada y tapiada, que guarda el museo dedicado a Evaristo
Valle, pintor de la tierra cuya particular obra no ha podido encontrar mejor
acomodo que la casona que desde 1913 ocupó una sobrina del artista, y a su
fallecimiento cedió para ser museo del arte de su tío. Si del recinto los
jardines, que ocupan más de una hectárea y media, tienen gran fama y son muy
alabados por los visitantes, el palacete, visto desde ellos, con sus torres y
almenas, y aspecto historicista, causa al viajero la impresión de estar en otro
tiempo.
(1)
En 1874 se tomaron las mediciones efectuadas en el puerto alicantino,
consideradas como las que menor diferencia ofrecían entre la pleamar y la
bajamar, para determinar el punto de referencia que, como cota N1, se señaló en
el primer peldaño de la escalera del ayuntamiento de Alicante, situada a 3,409 metros sobre el
nivel medido en el puerto, y base de los cálculos que determinaron la altitud en
las restantes cotas elegidas en el resto de España.
(2)
Aunque Hermesinda parece ser el nombre más aceptado de la hermana de don Pelayo,
hay autores que la citan como Hormesinda o Adosinda. Ello lleva a confusión,
pues la hija del propio don Pelayo se llamaba Hermesinda, que casó con el rey
Alfonso I, cuya hija recibió el nombre de Adosinda.