El EXPEDIENTE PICASSO

   Cuando en agosto de 1921 don Juan Picasso recibió el encargo de instruir la causa sobre las luctuosas jornadas rifeñas, desconocía el general que terminada la misma el expediente sería conocido por el apellido de su instructor. Había ordenado la investigación don Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, a la sazón, ministro de Defensa en el gobierno de don Manuel Allendesalazar, un liberal que había sustituido al presidente asesinado Eduardo Dato el marzo anterior. Y aquel informe, encargado por orden de 4 de agosto, cuando el desastre de Annual había conmovido el corazón de los españoles, ni Eza ni el propio Picasso sabían que tendría también que recoger la hecatombe del Monte Arruit.

   La popularidad de don Juan Picasso no era tan notoria como la de algunos de los jefes actores de los hechos que tuvo que instruir, ni desde luego como llegaría a serlo su sobrino Pablo Ruiz. Don Juan aunque era un héroe de guerra, que había recibido la Laureada por una memorable galopada en Melilla en 1893, para la que se ofreció voluntario, y alcanzó el grado de general, era un hombre discreto y sobre todo honesto. A diferencia del general Berenguer, Picasso no quiso ser ministro de la Guerra.

   En 1919 es presidente del Consejo de Ministros el conde de Romanones.  En el mes de febrero Romanones ofrece el ministerio de la Guerra a Picasso. Éste, que no lo esperaba, responde al conde: “Pues se lo agradezco mucho, pero mire, prefiero seguir trabajando en lo mío y ser lo que soy, un militar honrado”.

   Y como militar honrado se comporta Picasso ante la tragedia en el Rif. Apenas ha tenido tiempo de comenzar la instrucción cuando recibe indicaciones para dejar al margen de su investigación las actuaciones del Alto Mando. Las recibe del recién nombrado ministro de la Guerra La Cierva primero, por dos veces, y por Berenguer, el propio jefe del Alto Mando después. Picasso, incorruptible, quiere saber la verdad, para eso se le ha nombrado, y se expresa con claridad. Con sutileza advierte al ministro de su voluntad de dimitir si se trata de doblar su voluntad:
     ─Sabrá que, por mi cargo de representante de España en la Sociedad de Naciones, he sido citado por la Comisión Consultiva para el próximo día 4 de septiembre. Si considera que mi servicio a España será de mayor provecho en Ginebra, me someteré a su criterio.
   Pero La Cierva no quiere que Picasso dimita. El general estará en Melilla preparando su informe los siguientes cinco meses.

   Pese al inmediato comienzo de la “reconquista” del Protectorado, la herida causada no cicatriza. Junto al expediente Picasso, en las Cortes se forman las comisiones de los Diecinueve y de los Veintiuno, así conocidas por el número de diputados que las componían, para determinar las responsabilidades de lo ocurrido. Pero en la calle, el pistolerismo envenena el clima social: víctimas de los atentados eran tanto los obreros, como los patronos. En Zaragoza el arzobispo Soldevilla muere asesinado; en las instituciones, la sensación de impunismo en la depuración de las responsabilidades por el desastre en el protectorado marroquí crispa las relaciones entre militares y civiles y, en general, la intransigencia envilece el clima político. En el verano de 1923, a cuenta del suplicatorio solicitado para procesar al general Berenguer, senador vitalicio por designación real, se produce un incidente en el Senado. Son protagonistas del mismo el general Aguilera y el jefe del partido conservador, señor Sánchez Guerra. Ya venía el ambiente caldeándose desde que el día 30 de junio, por otro incidente, el general había enviado una nota al señor Sánchez de Toca en términos rayanos en la impertinencia, cuando no claramente ofensivos, pero de los que no pensaba retractarse, que así fue escrita: “Muy Sr. Mío: En el diario de sesiones del Senado del jueves 28 de este mes de junio, he leído su discurso, en el que falta a la verdad; en él se dice que el suplicatorio del Sr. Berenguer, no se había mandado a usted, en aquella época Presidente del Senado, con arreglo a las costumbres establecidas y por conducto del Ministro de la Guerra, empleando adjetivos muy suyos. Como esta maldad de usted va dirigida contra mi persona, como Presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, maldad muy en armonía con su moral depravada, he de manifestarle que la repetición de este caso u otro análogo, me obligará a proceder contra usted con el rigor y energía que se merecen los hombres de su calaña”.

   Trata el conde de Romanones, Presidente del Senado, de convencer al señor Sánchez de Toca para que desista de su intención de leer la carta en la Cámara, pero el señor Sánchez, inconmovible a los ruegos del Conde, no cede. La carta más que un ataque a él, es una afrenta a toda la Cámara, dice; y ésta debe conocerla. En la sesión del día 3 de julio, a la que no acude el general Aguilera, toma la palabra el señor Sánchez. Explica cómo un ayudante del general lleva a su domicilio la carta, que a continuación lee a los senadores presentes. La impresión causada en la Cámara es colosal. Los rumores iniciales dan paso a voces de protesta en contra del ofensor. Bien lo supo otro senador, el general don José Villalba, que alzando su voz en defensa del ausente Aguilera, recibió tan sonora oposición que debió sentarse sin pronunciar palabra.

   El día 5 de julio hay nueva sesión en el Senado. Momentos antes de comenzar están en el despacho del Presidente de la Cámara el presidente del Consejo de Ministros, señor García Prieto, y el general Aguilera. Ha sido llamado éste por el conde de Romanones para conocer la verdad sobre unas declaraciones de la que se ha quejado el jefe del partido conservador, el señor Sánchez Guerra, que espera en la antesala del despacho del Conde. Al terminar la reunión, se encuentran Aguilera y Sánchez Guerra. Dice el primero al segundo:
    ─Los militares estamos hartos del gobierno y de los civiles, tan responsables como nosotros en el asunto de Marruecos, con la diferencia de ser nuestro honor virtud incomparable.
    ─Tenga cuidado, general, con lo que dice ─replica Sánchez Guerra─, el honor no es patrimonio privativo de los militares. Pertenece al hombre sin distinción de clase, sea militar o civil.
    Alterado, Aguilera reacciona con violencia y alarga un manotazo sobre el rostro de Sánchez, que responde de igual modo. Varios senadores presentes los separan y, al momento, el conde de Romanones hace pasar a los contendientes a su despacho, donde bajo la autoridad del Presidente se disculpan.

Don José Sánchez Guerra pintado por Julio Romero de Torres.

   Mas, como responder al airado luego, es echar leña en el fuego, al poco, comenzada la sesión, el general Aguilera, recordando la carta al señor Sánchez Toca trata de defender al Consejo Supremo de Guerra y Marina que él Preside. De nuevo se oyen rumores, el Presidente trata de acallarlos con la campanilla. De pronto, se percibe un gran alboroto proveniente del fondo de la sala. Dos señores la emprenden a bastonazos entre sí. Algunos ujieres y varios senadores que abandonan sus escaños acuden para separarlos. Incluso se informa al Presidente que uno de los contendientes porta un arma. El Presidente agita la campanilla pidiendo orden, pero el escándalo es monumental y apenas se le escucha. Si no fuera porque los hechos pueden ser dramáticos, parecerían grotescos, viendo desde el fondo de la sala al Conde agitar la campanilla como si no tuviera badajo y mover sus labios como si careciera de voz. Por fin, aquietada la situación y calmados los ánimos, habla el Presidente: “Señores senadores, es lamentable el espectáculo que se está dando, y yo ruego a todos que guarden orden. Los debates los dirige la Presidencia y en ningún caso las imposiciones de la fuerza material. Yo ruego a los señores Senadores que se sienten…”
     Dos meses después, el Capitán General de Cataluña, general Primo de Rivera declaraba el estado de Guerra y se trasladaba a Madrid para formar un Directorio Militar.

                                                      *

   Tuvo tiempo Picasso, pues falleció en 1935, de ver como su informe sería buscado por aquellos que querían ocultar su verdad o apoderarse de ella. El expediente fue registrado y protegido por quienes quisieron que la justicia prevaleciese. El director de la Escuela Especial de Ingenieros Agrónomos, y diputado liberal en las Cortes, don Bernando Sagasta, sospechando que Primo de Rivera, en cuanto llegase a Madrid, buscaría el expediente, acude al archivo de las Cortes. Como presidente de la Comisión de los Veintiuno, retira el expediente(1), en realidad parte de él, y lo entrega a Enrique Jiménez Girón, un compañero suyo de la Escuela de Ingenieros, para que lo esconda y guarde. No tarda mucho el general Primo en averiguar que es cosa de Sagasta no encontrar el informe donde debía estar, y a él acude don Miguel para tener lo que desea. Pero Sagasta nada dice, salvo que él ya no lo tiene y que no sabe donde está. Mas nada hizo el general contra Sagasta, y Primo de Rivera, empeñado, no sólo en buscar responsabilidades de lo ocurrido en Annual y jornadas posteriores, sino en establecer un juicio histórico de lo hecho por España desde 1909 en Marruecos desde los tiempos de la Semana Trágica y El barranco del Lobo, que depure responsabilidades, civiles y militares, y regenere la Nación del marasmo en el que se halla, buscará otros caminos.

   Una nueva comisión, ésta de los once, se forma para investigarlo todo. Parte de algunos de los papeles de Picasso de los que Sagasta no dispuso, de informes a los ministerios, que se solicitan, pero que considerados como reservados, no se encuentran o su solicitud se pierde en un lento y tortuoso camino burocrático, o de documentación de otros archivos militares. Se solicita, pues, mucho material, pero poco se aporta al fin. El asunto languidece y en 1929, la comisión se disuelve.  Abandonado Primo de Rivera por el rey, en enero 1930 presentó su dimisión al monarca y se retiró a París. Allí moriría pocas semanas después.

   Pero no era tiempo aún de volver el expediente a su archivo. Sustituía a la dictadura del general Primo, la “dictablanda” del general Berenguer, precisamente uno de los protagonistas del expediente Picasso, y después el gobierno del Almirante Aznar, hasta que con el nuevo régimen republicano, vio Sagasta el momento de restituir el expediente al archivo de las Cortes.

   Había pasado el tiempo y las penas, si no olvidadas, iban a ser eclipsadas por otras aún peores que llegaron años después. Y aquello que tanto revuelo causó, ya no parecía ser si no una más de las desgracias que la historia depara a los pueblos.

(1) Así quedó recogido, con independencia de cualquier otro registro, en uno de los legajos, una anotación del funcionario, a lápiz de color rojo, indicando: “Se los llevó el señor Sagasta”.
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INGENIO Y GRACIA

   Felipe IV, el rey planeta, era un gran cazador y rijoso inagotable que mantuvo una corte divertida en la que los cortesanos, contagiados del entusiasmo real, corrían por los pasillos del viejo alcázar de alcoba en alcoba, en lances que estimulaban la inspiración de poetas. Uno de aquellos poetas más queridos del rey Felipe era don Francisco de Quevedo, quien dotado de ingenio sin igual, hacía con sus versos amigos y lo contrario en proporciones parejas.

     Aunque cabe la duda de si realmente ocurrió o es fruto de la fama bien ganada por Quevedo de atrevido cortesano y poeta insolente, se atribuye a don Francisco haber ganado una apuesta en la que a la reina Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, se atrevió a decirle lo que nadie más osó. Al parecer padecía la reina un defecto físico que la obligaba a caminar con cierto balanceo del cuerpo, y que era sabido molestaba a la reina cualquier cosa que se lo recordara. Pendenciero, bravucón, deslenguado y con el mismo defecto que la reina sufría, pero ingenioso y audaz, compinches de taberna apostaron con el poeta una comilona a que no sería capaz de decirle a la reina que cojeaba de un pie. No era don Francisco persona que se amilanase con facilidad y aceptando el reto, hízose con un ramo de claveles y otro de rosas, y presentándose ante la reina al paso de su carruaje, le mostró los ramos diciendo, en un ejemplo ya clásico de calambur: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad  escoja".

    Tampoco el rey Felipe se libró de su descaro. En cierta ocasión estaba don Francisco con el rey planeta, cuando éste le pidió le improvisara unos versos. Don Francisco solicitó a su Majestad le diera pie para la composición y no tuvo el monarca mejor ocurrencia que alargar una pierna para que Quevedo la tomase. Lo hizo el poeta que recitó en el acto:

          ¡Buen pie! ¡Mejor coyuntura!
Paréceme, gran señor, 
 que yo soy el herrador 
y vos la cabalgadura. 

   Se discute si tal episodio tuvo como protagonistas al rey y a Quevedo, o si don Francisco dedicó los versos a un cortesano que con la misma audacia que pudo haber tenido el rey, se dirigió así al poeta. Sí es seguro que don Francisco, fuera quien fuese el requirente, tenía valor sobrado para contestar con el descaro del que andaba sobrado.

    Todo lo contrario, en la misma época, sucedió en Francia, cuando Luis XIV preguntó cierto día a Nicolás Boileau su edad. En el colmo del ingenio y la coba, el poeta e historiógrafo del rey contestó adulador: “Señor, yo nací una hora antes que Vuestra Majestad, para narrar la grandeza de vuestro reinado”.

    Otra apuesta dio lugar a una respuesta ingeniosa, pero que seguramente no hizo ninguna gracia a la apostante. Era trigésimo presidente de los Estados Unidos el republicano Calvin Collidge. Conocido por ser hombre de pocas palabras, siendo motivo de retos relacionados con su falta de locuacidad. Su mandato transcurrió durante parte de los locos años veinte del siglo XX, y quizás por ello presa de alguna chifladura, en cierta ocasión se le acercó una señora y le dijo:
   ─Señor Presidente, he apostado con mis amigas que si hablaba con usted, me dirigiría al menos tres palabras. 
     ─Ha perdido─ fue la respuesta.

   Otro político, éste español, coetáneo de Collidge, también conservador, diputado, senador vitalicio y ministro, don Saturnino Esteban Collantes, se hallaba en la tribuna durante una sesión parlamentaria. De pronto las pinzas de sus tirantes se rompieron y los pantalones de don Saturnino se deslizaron hacia donde las leyes de la inercia de Newton indican que discurren los objetos cuando no hay fuerzas que actúen sobre ellos. Imperturbable don Saturnino, se inclinó un instante, subió la prenda y sin mostrar azoramiento alguno exclamó: “Puestas las cosas en su sitio”, y prosiguió su discurso.

    Y si los políticos han sido ingeniosos en sus expresiones, a veces, los religiosos no han querido ser menos. No consta el nombre del prelado. Tampoco el de la señora que causó la observación, pero fue el caso que durante una cena de gala frente al prelado ocupó el asiento una hermosa dama provista de amplio escote sobre el que, sujeta por una cadenita de oro, resplandecía una cruz de diamantes. Notó la dama la fijeza del prelado sobre sí, preguntándole la dama al obispo: 
   ─¿Se fija usted en el crucifijo que llevo colgado del cuello, eminencia? 
   ─Señora, no me fijo en la cruz, sino en el calvario que la sostiene.

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EL PRERROMÁNICO ASTURIANO

   El viajero al llegar a Santa María del Naranco se siente conmovido por una inexplicable emoción. Lo que ve es tan antiguo, tiene casi mil doscientos años, está tan bien conservado y es de tan gran belleza, que se alegra, una vez más, de romper sus prejuicios acerca de la tosquedad de las gentes, incluida la nobleza, de la alta Edad Media, como si la dura vida de supervivencia o las sucesivas guerras, o el atraso material, visto desde el siglo XXI, fuera incompatible con el aprecio de lo bello y el deseo del refinamiento.

   Y le cuesta comprender cómo hasta 1985 esta iglesia, que nació como palacio, y la de San Miguel de Lillo, apenas cien metros carretera arriba, no hayan sido consideradas patrimonio de la humanidad mucho antes.

   Estas dos joyas son, quizás, las más preciosas del arte prerrománico asturiano, a las que con justicia se les da también el adjetivo de ramirense, por ser este rey quien hiciera levantar un conjunto de edificios  en la ladera del monte Naranco en las cercanías de Oviedo.

Santa María del Naranco

San Miguel de Lillo
















   Poco es lo que se sabe de los orígenes de estos edificios. Se supone que no estuvieron solos y que, a decir de Sánchez Albornoz,  fueran más los edificios construidos, y que estos dos que el viajero admira sean los únicos supervivientes de otros erigidos en tiempos de Ramiro I, rey de corto reinado, pero de gran importancia para el reino asturiano.

   Sin descendencia Alfonso II el Casto, que había recibido la corona de Bermudo, eligió al hijo de éste, Ramiro, vástago de la estirpe cántabra, para sucederle. Pero ocurrió que estando Ramiro, viudo de su primera esposa, en tierras castellanas para contraer segundas nupcias, falleció el rey Alfonso. Debió ser dicha muerte repentina, pues Ramiro, que no había asegurado su elección, vio como Nepociano trató de apoderarse de la corona. Como tenía este Nepociano algún parentesco con el rey muerto, se creyó con algún derecho, y partidarios de Ramiro y Nepociano se enfrentaron en Cornellana, junto al Narcea. Victorioso Ramiro, fue elegido y entronizado, y Nepociano, tras su captura, privado de la vista y enclaustrado hasta el ocaso de sus días.

   El viajero lee en “El reino de Asturias” de don Claudio Sánchez Albornoz la idea de ser el maestro de la Cámara Santa de Oviedo el autor de estos dos edificios ramirenses: el palacio real, que pasando el tiempo, dejaría de prestar usos palaciegos para consagrarse como capilla y la iglesia de San Miguel de Lillo. Sea la hipótesis de don Claudio acertada o no, el viajero sólo puede alabar el buen gusto del maestro y lo acertado del rey Ramiro en su elección.

   Poco más dirá el viajero de estas maravillas erigidas en tiempos tan lejanos, de las que puede ofrecer el recuerdo que de ellas pudo retener con su cámara, pero no la emoción que su contemplación produce en el visitante.
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ENANOS

    En un tiempo en el que la medicina apenas servía para aliviar males aplicando ungüentos, preparando infusiones o sometiendo al paciente a sangrías, la acondroplasia no figuraba entre las preocupaciones de los médicos de la época. Más bien se consideraba el enanismo como una anomalía de la que se aprovechaban los monarcas para su propia diversión.
  
    En todas las cortes europeas, los enanos eran buscados como bufones. Muchos de ellos gozaban de una inteligencia clara, que supieron utilizar en beneficio propio. En el siglo XVI, el primero de los Carlos que tuvo España como rey, y más tarde su hijo Felipe usaron de los servicios de estos personajes. Luego, Felipe III prescindiría de ellos casi por completo. Aquello duro poco. Felipe III tuvo un reinado breve. No llegó a cumplir los cuarenta años. Anciano en plena juventud fue sentado junto a una estufa en un frío día de invierno. La rigidez del protocolo le mató. Sólo el ayudante del Rey, el duque de Uceda, tenía atribuciones en los menesteres personales del monarca. El rey, sufrido, no se quejaba del calor que le subía hasta la cabeza, pero el marqués de Tovar sí advirtió las molestias del soberano, comunicándoselo al duque de Alba. Ninguno de los dos se atrevió a retirar el brasero. El duque de Uceda se encontraba fuera de Madrid. Se le hizo llamar y regresó precipitadamente. El rey, con los sudores producidos por el exceso del calor estaba consumido. Tenía fiebre alta. Contrajo una erisipela y al poco murió. Su hijo, Felipe IV, tuvo un reinado largo. Reanudó la presencia, en palacio, de los enanos y bufones. Velázquez, el pintor del rey, los reprodujo profusamente en sus cuadros. Eran pintados a menudo junto a perros para dejar patente su brevedad física. Sin embargo muchos de ellos, inteligentes, alcanzaron prebendas y distinciones.

Autorretrato de Velázquez. Museo de Bellas Artes de Valencia
   
   Mari Bárbola era de origen alemán. Fea, gordinflona y de rostro achatado, estaba al servicio de la reina. Recibía muchos regalos y amasó una nada despreciable fortunita. Velázquez la pintó en el cuadro de Las Meninas contrastando su fealdad con la delicadeza de la infanta Margarita María. Al lado de Mari Bárbola, con un pie sobre el mastín “León”, Velázquez retrató a Nicolasito Pertusato. Más listo que el hambre, también estuvo al servicio de la reina. Intrigante, pero cauto y discreto, logró que la reina lo nombrase ayudante de cámara. Desde entonces fue don Nicolás. Se hizo rico dejando como herencia tres casas en Madrid y más de quince mil ducados.

   Hubo más personajes, muchos de ellos pintados por Velázquez, que los retrata con toda crudeza: el Niño de Vallecas llamado el Vizcaíno, don Diego de Acedo, el Primo, personaje inteligente, prestó servicios en dependencias administrativas. Era mordaz en sus juicios, cualidad que se permitía explotar como bufón amparado en su aspecto.

    El resto de cortes europeas también se divertían con estos personajes. A Flandes fueron algunos y de allí vinieron otros: don Antonio, el Inglés, un enano distinguido, que llegó a tener criado, había llegado a España desde Flandes, enviado por la Infanta Isabel Clara Eugenia para divertir a Felipe IV cuando aún era un niño. La mayor parte de ellos lograron tener una vida mucho más acomodada de la que hubieran tenido que padecer de haber vivido fuera del Alcázar, en las sucias y pobres calles del Madrid de los Austrias. Calles de hidalgos famélicos, curas necesitados, pícaros desnutridos y mendigos harapientos.
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MILAGRO

    Sucedió en Guadalajara el 11 de enero de 1495… Así, o de forma parecida, pudo comenzar el expediente que se dice abrió la Iglesia a causa de lo sucedido al morir don Pedro González de Mendoza en su palacio de Guadalajara.
   
    En la misma ciudad había nacido don Pedro sesenta y siete años antes en casa del marqués de Santillana, su padre, con el que estuvo muy unido. De los nueve hermanos que tuvo cuatro eran mayores y el primero de ellos, don Diego Hurtado de Mendoza, llegaría a ser el primer duque del Infantado por gracia concedida por los reyes Católicos.

 Guadalajara. Palacio del Infantado
   
    Pero si el primogénito inauguró un ducado cuyo titular lograría ser Grande de España, el quinto retoño del marqués fue considerado como el tercer rey de España. Dedicado a la carrera eclesiástica, pasó como obispo por distintas diócesis hasta ser creado cardenal, despertando la envidia del arzobispo de la sede Primada don Alonso Carrillo de Acuña. Éste fue importante personaje, intrigante y conspirador desde los tiempos de Enrique IV, que quedó con las ganas de poner sobre su cabeza el solideo rojo y que sin querer, al morir, dejó la plaza a su rival de toda la vida: don Pedro González de Mendoza.

    Don Pedro, según sus biógrafos, también fue influyente, muchísimo, pero sin doblez. No olvidó su papel pastoral, pero dedicó sus esfuerzos a la política, aconsejando a los Reyes Católicos, que lo tenían en mucha consideración, en especial doña Isabel.

    Tal fue su ascendencia sobre la reina que cuando ésta quedó sin confesor por el traslado, como arzobispo, del que tenía hasta entonces, don Fernando de Talavera, a la diócesis de Granada, influyó decisivamente en el nombramiento para dicho cargo en la persona de un fraile franciscano, apenas conocido, humilde, dedicado a la vida monástica, al que había conocido en Sigüenza: Gonzalo Ximénez.

    Gonzalo Ximénez había sido capellán mayor de Sigüenza por orden del cardenal don Pedro, en esos momentos obispo de la ciudad, pero Gonzalo, más dado al misticismo que a los asuntos del siglo, ingreso en la orden franciscana. De allí lo sacó don Pedro para presentárselo a la reina, que logró convencer al fraile, que aceptó, dócil, los deseos de su Católica majestad. Si grande llegó a ser el cardenal Mendoza, no menos lo sería su protegido, el nuevo confesor de la reina: la Historia le conocería como cardenal Cisneros.

    En su lecho de muerte el cardenal Mendoza estuvo rodeado de familiares y amigos. Entre estos Isabel y Fernando, que se trasladaron a Guadalajara al conocer el inmediato final de quien les sirvió leal siempre. Aquel undécimo día del mes de enero de 1454 apareció en el cielo, en la vertical de la casa del Cardenal, una cruz. Llamó la atención sobre ella el conde de Coruña, hermano del moribundo, pero fueron muchos los que la vieron. Allí, sobre la última morada terrenal de don Pedro estuvo largas horas de aquel día. Tanta seguridad tuvieron en la realidad de la cruz que se veía que hasta fue estimada su altura en unos cuarenta codos. Los reyes comunicaron el hecho milagroso a Roma, pero del expediente que se abrió para investigar lo sucedido no hay rastro conocido. Por qué y cómo desapareció se desconoce, pero de que existió parece no haber duda. Varias fuentes lo aseguran y dan cuenta de ello: una Historia de Toledo, obra de don Francisco de Pisa es una de ellas; otra los escritos de don Esteban de Garibay, cronista de Felipe II. Y no son las únicas.

    ¿Hubo quien quiso promover su canonización? ¿Tuvo enemigos que quisieron impedirlo? ¿Pesó en ello el hecho de haber engendrado dos hijos en su juventud? Son incógnitas difíciles de despejar en una ecuación, todavía sin respuesta.
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