Fueron muy notables los fabricados en Paterna, donde su producción fue muy abundante, aunque no exclusiva. También en la vecina Manises y otros lugares se pintaron y cocieron estas piezas. Hoy, siguiendo las técnicas ancestrales, aún se fabrican. Sin tener la utilidad práctica de otros siglos, los fabricados hoy son destinados al puro ornato, con el único fin de la contemplación de lo bello.
SOCARRATS
CÓMICOS
Pero si importante era tener un lugar donde representar, para el pueblo y los grandes señores que acudían a estos corrales de comedias, las funciones que los famosos autores de la época escribían, no lo eran menos quienes las interpretaban.
Eran muchos los intérpretes, tanto hombres como mujeres, que alcanzaron notoriedad. En bastantes ocasiones contraían matrimonio, no tanto por un cariño sincero, sino por cuanto les estaba prohibido a las actrices ejercer la farándula como solteras. Y es que las actrices eran muy perseguidas por galanes de alta alcurnia que acudían a los corrales no sólo a disfrutar de la escena, sino a la conquista de las cómicas, y se trataba con esa imposición mantener la virtud de las mismas. Fue peor el remedio que la enfermedad, si es que había tal, pues no sólo los galanteos de unos y las coqueterías de otras se sucedían, sino que los maridos resultaban a los ojos del mundo complacientes consentidores. Poco importaba que para los esposos el amor no fuera sustento del vínculo matrimonial, la burla y el escarnio recaían sobre ellos. Aunque no en todos los casos fue así: Jusepa Vaca y Juan Morales era un matrimonio de actores muy de moda durante los reinados de Felipe III y Felipe IV. Ella, según se decía, coqueta y muy perseguida por conquistadores de la nobleza; él, según aseguraban, muy celoso. Varios, cuenta el conde de Villamediana, fueron los pretendientes a los favores de Jusepa. Duques como el del Pastrana, Feria o Rioseco; marqueses como los de Alcañices, Viñaflor, Peñafiel o Villanueva del Fresno o condes como Olivares y Saldaña disputaron su favor mientras él, esposo vigilante, hizo pública la amenaza de ensartar con su acero a quien osara entretenerse con su esposa. Alguno debió darse por aludido pues durante una función, unos dicen que el duque de Medina, otros que el conde de Villamediana, desde su asiento se levantó recitándole a Morales:
Con tanta felpa en la capaTambién entre los hombres hubo histriones de mucha fama. Entre los más notorios, si no el que más, cabe recordar a Juan Rana, al que apodaban así, con evidente sorna, por su supuesta aversión al agua; aunque su verdadero nombre fue Cosme Pérez. Era tenido por el más chistoso de los cómicos. Tal era su gracia, que era salir a escena y antes de pronunciar palabra el público reía y aplaudía a rabiar. Él, que lo sabía, se permitía, como los bufones o los enanos de palacio, hacer ingeniosos comentarios que a nadie se le habrían tolerado. Tanto éxito tenía, que los más célebres comediógrafos del Siglo de Oro escribían obras exclusivas para él, en especial entremeses, que titulaban con el nombre del actor: Los dos Juan Rana, El desafío de Juan Rana o Juan Rana toreador fueron escritas por Calderón de la Barca para él; Benavente, maestro del entremés, le escribió El doctor Juan Rana. Muchos otros hicieron lo mismo.
Su última intervención se produjo durante el reinado de Carlos II. En el cumpleaños de la reina madre, Mariana de Austria, se representó el entremés de Calderón, El triunfo de Juan Rana, en el que el propio actor, ya retirado, mermado en sus facultades y tan mayor que apenas podía moverse, se interpretó a sí mismo en el papel de estatua. En 1672, Cosme Pérez moría en su madrileña casa de la calle Cantarranas, hoy, y desde 1844, de Lope de Vega.
EL DONANTE
El cuadro que ilustra este texto es obra de Luis de Morales, pintor pacense conocido como “El divino”, por la mucha producción religiosa a la que dedicó su arte. Este “Calvario” es conocido también como “El Crucificado y don Francisco Roca revestido con hábitos de coro”, pues ese era el nombre del personaje que arrodillado ocupa la parte derecha de la tabla.
Calvario, de Luis de Morales. Museo de Bellas Artes de Valencia. |
Aunque el cuadro mostrado parece un claro ejemplo de donante retratado, a cuyas expensas se realiza la obra, este óleo sobre tabla con don Francisco Roca, indudablemente donante de muchos bienes a los templos valencianos durante su vida, fue en realidad cumplido y agradecimiento de las monjas agustinas del convento de San Cristóbal, al que tanto benefició en vida, cuando el canónigo a sus 74 años falleció el 16 de octubre de 1581, disponiendo las sores fuera colocada la tabla en el altar mayor de la iglesia conventual.
DIMISIONES
Los ceses que sucedían por mandato de quienes estaban por encima del destituido también eran frecuentes. Y no siempre estos ceses nacían de la incapacidad de los cesados. En estos casos, a veces, se producían avisos espontáneos que alertaban al desprevenido, como sucedió en 1834 cuando se produjo el relevo en la presidencia del Consejo.
En los últimos meses del reinado de Fernando VII era jefe del gobierno don Francisco Cea Bermúdez. Había sido nombrado este político y diplomático malacitano, a la vuelta de su embajada londinense, para hacer frente al pretendiente Carlos María Isidro.
En septiembre de 1832
disfrutando el rey del periodo estival en la Granja, enfermó de gravedad. Fernando VII había tenido con su cuarta esposa María Cristina de Borbón dos hijas, Isabel y
Luisa Fernanda, y considerando casi imposible un nuevo vástago varón a la vista
del achacoso estado del monarca, el ministro Calormarde, afecto a don Carlos,
pretendió con la firma del moribundo rey la derogación de la Pragmática Sanción. Se privaba así,
para el futuro, a la pequeña Isabel del trono, para evitar, decían, una guerra
segura por la posesión de la corona de España. Pero el intento fracasó, en
episodio que la histografía ha difundido profusamente por su bizarría, y tanto
don Carlos como Calomarde fueron alejados de Madrid.
Al morir el rey el 29 de septiembre de 1833, la reina María Cristina confirmó en el cargo a Cea Bermúdez. Trató Cea, fiel a la reina, de oponerse tanto a los liberales, libres de la persecución ya, como al Pretendiente, que desde el manifiesto de Abrantes, aún caliente el cuerpo de su hermano, y otros decretos posteriores, se hacía llamar Carlos V y reclamaba para sí el título de rey. Apenas un día después del manifiesto hubo un levantamiento carlista en Talavera de la Reina, al día siguiente fue Bilbao la que se pronunció. Después Navarra, Logroño y otras regiones y ciudades se alzarían en favor del Pretendiente. Comenzaba una guerra civil entre Cristinos y absolutistas carlistas.
Mientras, Cea, de pensamiento absolutista, se había mostrado condescendiente con Miguel, el rey de Portugal, al contrario que con don Pedro, mejor visto por los liberales y por la propia María Cristina. Miguel había estado prestando ayuda a don Carlos, desterrado en aquel país entonces, y María Cristina, tras consultarlo con su consejeros más próximos, tomó la decisión de sustituir a Cea en la presidencia del Consejo.
Determinada la reina al cese, pero sin saberlo aún Cea, alguien debió filtrar las intenciones de María Cristina, y una noche en la que se celebraba en el palacio de Villahermosa un baile de disfraces, concurrieron al mismo tres personajes disfrazados de arlequín. Cada uno de ellos llevaba escrito en la espalda una de las letras que componen el apellido del Presidente. Y mientras evolucionaban los participantes en la fiesta al son de la música, los arlequines, en un paso del baile, se aproximaron formando la palabra CEA, para en el siguiente, cambiar su posición y dejar que todo el público pudiera leer la palabra CAE. El caso fue sonadísimo, tanto por la audacia de los protagonistas como al conocerse las identidades de alguno de los atrevidos arlequines, pues entre ellos se encontraban Ventura de la Vega y José de Espronceda.
Pero hubo un tiempo en que las dimisiones de los políticos españoles no se hacían esperar tanto. El genio que exhibían al ejercer sus cargos, la dignidad de los dimisionarios o el escaso apego al sillón, causas ahora inimaginables, los hacía renunciar con una frecuencia que hoy nos parece asombrosa, quien sabe si convencidos de que en el futuro nuevas oportunidades se les presentarían.
Una dimisión debida al temperamento sanguíneo del protagonista la encontramos en el general Narváez, personaje principal en la historia de España durante buena parte del siglo XIX.
El 30 de diciembre de 1850 se celebra sesión en el recientemente inaugurado Palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo. Habla don Juan Donoso Cortés, amigo personalísimo, pero disidente con la forma de llevar los asuntos públicos, de Narváez, jefe del Consejo del Ministros. Aunque ya era víctima el duque de Valencia de anteriores críticas, el discurso del amigo hirió profundamente al presidente. Salió en su defensa Martínez de la Rosa, reconocido orador, que se creyó vencedor en aquel duelo de la palabra; mas cuando al cabo quiso confortar a don Ramón de la puñalada recibida, diciéndole: “La victoria ha sido nuestra”, el ánimo del presidente estaba tan afectado, aunque su genio tan vivo como siempre, que no tuvo por respuesta más que un “Pues disfrútela usted, porque esta misma noche presento mi dimisión a la Reina”. No era ésta la primera dimisión de don Ramón, ni sería la última, como tampoco de las que se le presentaron y no aceptó.
No mucho después, tras la Vicalvarada, pronunciamiento que puso fin a la década moderada, que sacó al veterano Espartero de su retiro logroñés para inaugurar, como presidente del Consejo, un bienio progresista con el liberal Leopoldo O’Donnell, se produjo otra sonada dimisión. No encajaban bien el duque de la Victoria y el conde de Lucena. En el mes de julio de 1854 habían aparecido juntos en el balcón del alojamiento del duque, dándose ambos generales un fraternal abrazo, cuando tan poco tenían en común, salvo su condición de espadones. Conforme pasaba el tiempo las diferencias se hacían más patentes. Tampoco la reina se hallaba cómoda. Ni gustaba a la soberana la desamortización de Madoz, que a regañadientes había firmado, ni los enfrentamientos entre moderados y progresistas.
El general Espartero. Anónimo siglo XIX. Museo Palacio de Cervelló (Valencia) |
Quedó dicho al principio que también ha habido dimisiones que presentadas no se llegaron a producir. La protagonizada por el general Narváez, de cuyo carácter ya sabemos, es de las más conocidas.
UCLÉS
El viajero que cruza tierras castellanas, ve a lo lejos el Monasterio de Uclés y decide verlo de cerca. Cuántas veces, de paso por la antigua carretera general entre Valencia y Madrid, atisbó el viajero, en la lejanía, la negra torre de pizarra del monasterio que anunciaba una imponente construcción. Y como imán atrayendo virutas metálicas, así se vio el viajero rodando en su automóvil, camino del conocido como Escorial Chico.
Lo que hoy hay es obra de la Orden de
Santiago, que construyó sobre lo que en tiempos de reconquista fue castillo de
frontera erigido por sarracenos. El viajero ha ido sabiendo que allí hubo
batalla grande, la de los Siete Condes, en la que perdió la vida, a cambio de
nada, un infante de Castilla. Tuvo que ser el octavo de los Alfonso, el héroe
de las Navas de Tolosa, quien liberara Uclés del yugo almorávide.
La
orden de Santiago estableció allí su “caput ordinis” encargando a reputados
arquitectos y artistas la edificación que el viajero ve. La Iglesia, sobria
como corresponde a la obra de Francisco de Mora, el aventajado discípulo de
Juan de Herrera, y de proporciones más que medianas, como debe ser habiéndola
hecho quién fue epígono del hacedor de la que dicen es octava maravilla de
mundo.
El viajero, aunque mediterráneo de carácter, admira por igual las sobriedades herrerianas de la renacentista iglesia, con sus líneas puras, y las del exuberante barroco del brocal del aljibe, obra pequeña, esencia de la filigrana pétrea, en el centro del patio porticado, en cuya panda Sur se abre una monumental escalera, tipo imperial, donde ¿cómo no?, un cuadro del apóstol Santiago el Mayor en la Batalla de Clavijo, a lomos de su montura blanca, blandiendo su espada, adorna uno de sus rellanos. Pintado por la mano de Antonio González Ruiz, que fue pintor de cámara de Fernando VI, no es el único lugar en el que Santiago Matamoros exhibe su icónica figura. Quizás el viajero debiera haber comenzado a contar que en la fachada principal, lugar de entrada al monasterio, remata su churrigueresca traza la efigie del santo patrón de España, anunciando que el lugar, es o fue la cabeza de la Orden de Santiago. Pero tampoco es mal momento contarlo al salir y abandonar el lugar, en una última mirada, antes de deslizarse por las rampas que discurren desde la explanada hasta la villa.
*
Pensaba el viajero guardar para sí, por considerar que despertaría poco interés en el lector, lo visto en el pequeño pueblo de Uclés, que hoy alcanza poco más de 200 habitantes, y cuyo devenir en la historia no es posible separar del seguido por el monasterio que le da sombra. Pero caminando por la villa y conocidos algunos de los acontecimientos ocurridos y la existencia de alguno de sus hijos, se ha visto impulsado a contar algo de lo que ha ido aprendiendo durante su paseo.
Poco
dirá de los lejanos tiempos en los que la población pasó por el gobierno de
distintos señores sarracenos, fue conquistada por reyes cristianos y recuperada
por los agarenos, hasta que de nuevo cristiana, se comenzó a construir el
monasterio, del que el viajero ya ha dicho algunas cosas.
Pero sí hablará de hechos más recientes. Porque si en algún momento el infortunio castigó a los habitantes de Uclés, fue cuando durante la guerra contra el francés, las tropas invasoras exhibieron la crueldad que nadie podía esperar de los hijos de una nación culta.
Se habían replegado las tropas españolas del general Venegas, pensando el general ser Uclés lugar ventajoso para la defensa. El 13 de enero de 1809, desde su atalaya en el convento santiaguista, Venegas se disponía a dirigir la lucha que sobre el llano entre el pueblo de Tribaldos y Uclés iba a enfrentarle a las superiores en número del mariscal Victor. Pronto se verían arrollados los españoles por el empuje de los franceses, y retrocediendo aquellos hacia Uclés, enseguida, con un Venegas herido, aunque levemente, iniciaron los españoles la retirada, casi en desbandada. Pocos fueron los que lograron huir, y aún estos perseguidos por el mariscal francés. Quedaba la Villa de Uclés abandonada a su suerte.
Y si penosa fue la derrota militar, más lamentable fue el castigo infligido por los vencedores sobre los civiles. Escarnecidos los frailes del monasterio, muchos fueron ahorcados. Parecida suerte corrieron las gentes de la villa. Degollados muchos hombres, tampoco las mujeres se libraron de la indignidad de los embrutecidos saqueadores. Algunas fueron, después de ultrajadas, quemadas vivas. Todo quedó arrasado. Arruinados los edificios públicos, los archivos municipales recogieron después lo sucedido con expresiones que no dejaban duda sobre las atrocidades cometidas.
El manuscrito R 62665 conservado en la Biblioteca Nacional relativo a La entrada bárbara, sangrienta y abominable de las tropas francesas en Uclés no puede ser más esclarecedor de los hechos: “(…) entraron en la villa los insolentes enemigos, y apoderados de las plazas, calles, conventos y casas empezaron el mas horrible saqueo de que no habra exemplar en la historia (…). No saciada su codicia y barbarie con el robo y el fuego, cogieron 69 personas, entre ellas tres sacerdotes, tres conventuales de la Orden de Santiago, tres frayles del Carmen Calzado, tres monjas del mismo instituto y varias mugeres, y les degollaron con la mas horrorosa inhumanidad”.
El
viajero pasea por la plaza Pública, que así se llamó hasta que le cambiaron el
nombre por el de Pelayo Quintero. En ella está el ayuntamiento, la iglesia de
Santa María, de construcción reciente, donde estuvo la anterior iglesia del
siglo XVI, y aun antes, según se dice, una mezquita. La plaza tiene, además, la
escultura con el busto del insigne ucleseño que desde 1925 le da nombre. Gusta
mucho al viajero comprobar cómo la villa se siente orgullosa de uno de su más
distinguidos hijos y por ello, ha indagado, siquiera muy superficialmente, la
justa causa de admiración por parte de sus vecinos. Ha sabido, pues, el viajero, que don Pelayo Quintero Atauri nació en 1867, que estudio Derecho y también
dibujo en la Escuela Superior de Pintura y Grabado, y que gracias a un tío
suyo, Román García Soria, el gusanillo por las cosas antiguas y la Arqueología,
ciencia de la que llegó a ser gloria, se apoderó de él. Fue también académico
de la Real Academia de la Historia, cronista oficial de Uclés, y en Cádiz, a
donde se trasladó, Director del Museo Provincial de Bellas Artes y delegado de
la Junta Superior de Excavaciones, además de otros muchos cargos que ahorrará
el viajero enumerar para no aburrir.
Aunque,
para terminar, el viajero contará una curiosidad sobre una de las
investigaciones llevadas a cabo por Quintero. Había sido descubierto en Cádiz,
en 1887, un sarcófago de época fenicia, datado hacia el año
En 1980, durante las obras de cimentación de una obra en Cádiz, algo llamó la atención de los operarios. Desenterrado lo tapado por la tierra durante dos mil cuatrocientos años, apareció un sarcófago con rostro de mujer. Acaso fuera el tan larga como infructuosamente buscado por don Pelayo Quintero, que nunca encontró, porque nunca pensó que el lugar donde se hallaba oculto era la tierra que había bajo la casa que él mismo habitó durante su estancia en Cádiz.