EL ASESINATO DE LINCOLN Y ALGO MÁS

   Cinco días después de la rendición del general Lee en Appomattox el 9 de abril de 1865, y la victoria en la práctica de la Unión sobre los estados del Sur en la Guerra de Secesión Americana, el presidente Lincoln asiste a una función de la comedia del dramaturgo británico Tom Taylor: “Our American Cousin”. Acompañan al presidente en el palco del Teatro Ford de Washington su esposa Mary Todd, el Mayor Henry Rathbone y la hija del senador por Nueva York, la señorita Clara Harris, prometida del Mayor. Ha excusado su asistencia, que tenía prevista con su esposa, el general Grant, el vencedor de Appomattox.
 
  Por raro que parezca, esa noche nadie cuida del presidente. Su guardaespaldas William Henry Crook había terminado su servicio a las cuatro de la tarde. Le sustituye el policía John T. Parker, pero Parker, una vez el Presidente en el palco presidencial, abandona su puesto y en compañía de otros ayudantes del presidente visita una taberna cercana. Más tarde diría para exculparse que el presidente le había liberado hasta el final de la obra.  

   Sorprendido por encontrar expedito el camino, John Wilkes Booth, un joven de 26 años simpatizante de la causa confederada y recalcitrante conspirador, llega hasta el palco presidencial, abre su puerta y empuñando una pistola Deringuer(1) de un solo tiro dispara contra la cabeza del presidente. La reacción del Mayor Rathbone no se hace esperar. Trata de detener al agresor, pero éste, arrojada su ya inservible arma de fuego al suelo, empuña un cuchillo, hiriendo al Mayor. Booth huye, pero en lugar de hacerlo por los pasillos por los que había llegado, se encarama al antepecho del palco y salta sobre el escenario, con tan mala fortuna que una de las espuelas de sus botas se engancha con una de las banderas que decoran la balaustrada. Booth sufre una fractura del extremo distal del peroné derecho. Pero renqueante, dañado su tobillo, aún logra confundir al público, que cree que aquello forma parte de la función, cuando grita “Syc semper tyrannis”, mientras el magnicida huye por un lateral y monta en un caballo que sus cómplices habían preparado para su huida.

   Quizás pensara Booth que la muerte del presidente paralizaría la administración unionista y sus ejércitos, dando, quién sabe, una última oportunidad a las ya escasas, débiles y descompuestas tropas confederadas desde la derrota de Appomattox. Pero nada de eso sucederá.

   Herido de muerte el presidente, nada pueden hacer los doctores Leale y Taft, los primeros en atenderle, que determinan ante la previsible hemorragia mover lo menos posible al herido. Lo trasladan a un cuarto propiedad de un sastre dueño del edificio cuyas habitaciones estaban en alquiler, justo enfrente del teatro Ford. Allí llegó el doctor King, médico personal del presidente y el cirujano Joseph Barnes. Ante la gravedad de la herida, con orificio de entrada por la región occipital, sin salida, y la imposibilidad de extraer el proyectil, se limitan a vigilar y asistir al herido, tratando de aliviar su agonía. A las siete horas y veintidós minutos del día 15 de abril de 1865, el presidente Lincoln fallece. Era un Sábado Santo.

   Desde el primer momento se inicia la persecución del asesino y sus cómplices. Atendido Booth en su tobillo por el doctor Mudd, el fugitivo se refugia en la granja de Richard Garret, y hasta allí llegan los perseguidores. Conminan los soldados a Booth a rendirse, pero éste responde con su arma de fuego, entablándose un tiroteo, del que Booth resulta muerto. Un disparo en el cuello del magnicida, como revelaría la autopsia, destrozó las cervicales y médula de Booth.

   Con la muerte del asesino y la detención de los cómplices, que serían juzgados y ahorcados, parece que la historia del asesinato del 16º presidente de los Estados Unidos podría darse por terminada. Sólo el doctor Mudd, también detenido y condenado, salvó su vida por el indulto concedido por Andrew Johnson, el sucesor de Lincoln.

                                                         *

   Sin embargo, la ficción, a veces, parece querer apoderarse de la historia. En 1873, un tal John St. Helen, en trance de muerte, confesó al abogado Finis L. Bates, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth. Según afirmó, era él quien había asesinado al presidente Lincoln. Aseguraba que el cuerpo del hombre muerto en el granero de los Garret era el de un empleado de la granja llamado Ruddy St. Helen, que sorprendido en el granero con unos documentos que Booth le había pedido le buscara, fue abatido por los soldados, confundiéndole con él. Bates no creyó de momento tan novelesco relato, que atribuyó al carácter teatral de St. Helen en momentos tan atribulados; pero el caso es que St. Helen sobrevivió a su enfermedad y poco tiempo después abandonó Texas.

   Años después, en el hotel Grand Avenue de Enid, Oklahoma, moría un hombre por los efectos que la estricnina que él mismo había comprado para quitarse la vida. Se llamaba David E. George. Era pintor de brocha gorda, y muy aficionado a la bebida. George, tres años antes había contado a la señora Kuhn una historia fabulosa. Quería hacerle creer que no era quien decía ser, que su verdadero nombre era John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln en 1865. La señora Kuhn, naturalmente, atribuyó las fantásticas declaraciones de George a su embriaguez y después de contárselo al que pronto sería su esposo, el reverendo metodista Enoch Covert Harper, dio el asunto por olvidado. Pero cuando en 1903 el reverendo Harper conoció la noticia del suicidio de George fue a ver el cadáver del difunto y reveló al embalsamador la historia que tres años antes le había contado su esposa.

   El cadáver embalsamado de George fue entregado a la funeraria de William Broadwell Penniman, que lo dejó expuesto a la espera de que alguien reclamara el cuerpo. Puesto que la espera parecía hacerse larga, Penniman decidió utilizar la momia de George como reclamo publicitario de su tienda de muebles, negocio al que también se dedicaba Penniman. Sentó al difunto en una silla, le colocó unos ojos de cristal y sujetó en sus manos un periódico. Así estuvo varios años, hasta que Finis L. Bates entró en escena de nuevo. Bates reconoció el cadáver de George identificándolo con el John St. Helen que había conocido en Texas, en 1873.

   Finalmente, Bates escribió un libro Escape and Suicide of John Wilkes Booth” y la momia comenzó un periplo de exhibiciones en exposiciones y circos durante mucho tiempo. Fue vendida, alquilada, sufrió un secuestro, felizmente resuelto con el pago del rescate. En 1931 se convocó a un grupo de médicos para determinar la autenticidad de la teoría de Bates. No se obtuvieron conclusiones claras y todo terminó en un fenomenal escándalo. De vuelta al circo, la momia de George siguió con su atribulada “vida”. En la década de los cincuenta se sabe que estaba en un sótano de Filadelfia. Después ya nada se supo de ella.

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SOCARRATS

   De entre las varias acepciones de este término valenciano tan relacionado con el fuego, quizás sea la artística la menos conocida. Socarrat es la capa de arroz que en contacto con la paella queda tostada y crujiente, delicia de los entendidos de universal plato valenciano. Por socarrats son conocidos también los habitantes de Játiva. Dicho gentilicio oficioso proviene del incendio que provocaron las fuerzas de Felipe V, cuando tras la batalla de Almansa, la población, que había sido partidaria del archiduque Carlos, fue saqueada y reducida a cenizas. Pero socarrats son también las hermosas losas de barro sin vidriar, que se cocían en los hornos de los alfareros valencianos. Tienen un origen medieval y durante los siglos XV y XVI era frecuente colocarlos como decoración entre las vigas de los techos de muchas casas y en sus aleros. También en los palacios, cuando los techos no estaban decorados por artesonados de madera, mucho más caros, se utilizaban los socarrats.


    Estaban pintados en tonos rojizos, marrones y negros, y se usaba para ello óxidos de hierro para los colores rojizos y de manganeso para los negros. Los motivos de los socarrats fueron muy variados. Los artesanos, en buena parte moriscos, los decoraban pintando con trazos gruesos formas geométricas, vegetales, animales tanto reales como imaginarios: grifos, dragones; y también figuras humanas o angelicales. De especial belleza eran las composiciones representando músicos, damas y caballeros en escenas galantes.

   Fueron muy notables los fabricados en Paterna, donde su producción fue muy abundante, aunque no exclusiva. También en la vecina Manises y otros lugares se pintaron y cocieron estas piezas. Hoy, siguiendo las técnicas ancestrales, aún se fabrican. Sin tener la utilidad práctica de otros siglos, los fabricados hoy son destinados al puro ornato, con el único fin de la contemplación de lo bello. 

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CÓMICOS

   Durante el reinado de los Austria, y especialmente durante el de los Austria menores, el teatro fue divertimento habitual de las gentes. Al principio las representaciones se celebraban en las plazas, a veces sobre tablados montados ex profeso, en ventas o posadas, en patios de palacios y casas particulares; pero ya vencida la mitad del siglo XVI las funciones comenzaron a presentarse en espacios destinados a ello. Se les llamó corrales, pues era en esos patios que separaban las casas de vecinos, en los que se acomodaba el tablado y construían pequeñas gradas y palcos, a veces protegidos por tejadillos, quedando el centro del patio descubierto y ocupado por bancos y sillas. Descendientes, si así se puede decir, de aquellos espacios son los actuales patios de butacas de nuestros modernos teatros. También, en ocasiones, se abrían ventanas en las paredes de las casas que cerraban el local, que si no eran aprovechadas por los vecinos, se alquilaban a espectadores dispuestos a pagar al propietario por acceder al mirador.

   Pero si importante era tener un lugar donde representar, para el pueblo y los grandes señores que acudían a estos corrales de comedias, las funciones que los famosos autores de la época escribían, no lo eran menos quienes las interpretaban.


   Eran muchos los intérpretes, tanto hombres como mujeres, que alcanzaron notoriedad. En bastantes ocasiones contraían matrimonio, no tanto por un cariño sincero, sino por cuanto les estaba prohibido a las actrices ejercer la farándula como solteras. Y es que las actrices eran muy perseguidas por galanes de alta alcurnia que acudían a los corrales no sólo a disfrutar de la escena, sino a la conquista de las cómicas, y se trataba con esa imposición mantener la virtud de las mismas. Fue peor el remedio que la enfermedad, si es que había tal, pues no sólo los galanteos de unos y las coqueterías de otras se sucedían, sino que los maridos resultaban a los ojos del mundo complacientes consentidores. Poco importaba que para los esposos el amor no fuera sustento del vínculo matrimonial, la burla y el escarnio recaían sobre ellos. Aunque no en todos los casos fue así: Jusepa Vaca y Juan Morales era un matrimonio de actores muy de moda durante los reinados de Felipe III y Felipe IV. Ella, según se decía, coqueta y muy perseguida por conquistadores de la nobleza; él, según aseguraban, muy celoso. Varios, cuenta el conde de Villamediana, fueron los pretendientes a los favores de Jusepa. Duques como el del Pastrana, Feria o Rioseco; marqueses como los de Alcañices, Viñaflor, Peñafiel o Villanueva del Fresno o condes como Olivares y Saldaña disputaron su favor mientras él, esposo vigilante, hizo pública la amenaza de ensartar con su acero a quien osara entretenerse con su esposa. Alguno debió darse por aludido pues durante una función, unos dicen que el duque de Medina, otros que el conde de Villamediana, desde su asiento se levantó recitándole a Morales:  

                                 Con tanta felpa en la capa
                                 y tanta cadena de oro
                                 el marido de la Vaca
                                ¿qué puede ser sino toro?

   Otro caso de matrimonio de actores, sin duda tocados por el afecto mutuo fue el formado por Miguel Ruiz y Ana Martínez, a la que todo el mundo llamaba “La Baltasara”. Estaba especializada en interpretar papeles de hombre, lo que no impedía tener una legión de adoradores. Uno de ellos era estudiante en Salamanca, y tan prendado estaba de la actriz, que dejó sus estudios para poder manifestarle su pasión en todo momento. Pero sucedió que tras una función en el corral de la Olivera, en Valencia, Baltasara, tocada por un estado de gracia espiritual, decidió sacrificar su vida a la fe cristiana, y renegando de cuantas ligerezas cegaban su entendimiento, dejó el teatro, abandonó a su marido y marchó a Cartagena para consagrar su vida al ascetismo. Fue entonces su esposo, que sin duda la quería, o al menos la necesitaba, pues fue acompañado de una figuranta de la compañía, en pos de la esposa. Pero llegados a la ermita, tratando de convencerla para que volviera al siglo, fue Baltasara la que convenció a su consorte y aun a la acompañante, que adoptaron también la vida eremítica. Años después Vélez de Guevara, con Rojas Zorrilla y Antonio Coello compusieron “La gran comedia de la Baltasara” basada en la historia verdadera de la gran actriz.

   Y hablando de grandes actrices, no se puede pasar al capítulo de los actores sin nombrar a la más famosa de todas, María Inés Calderón, de la que ya se dijo algo en “El hermano mayor del rey”. Porque ese hermano mayor de Carlos II fue Juan José de Austria fruto de los amoríos del rey Felipe IV con “La Calderona”. Cinco años duraron aquellos amores, que obligaron a la renuncia de un marido y un pretendiente de alta cuna, y finalizaron con la comedianta en un convento.

   También entre los hombres hubo histriones de mucha fama. Entre los más notorios, si no el que más, cabe recordar a Juan Rana, al que apodaban así, con evidente sorna, por su supuesta aversión al agua; aunque su verdadero nombre fue Cosme Pérez. Era tenido por el más chistoso de los cómicos. Tal era su gracia, que era salir a escena y antes de pronunciar palabra el público reía y aplaudía a rabiar. Él, que lo sabía, se permitía, como los bufones o los enanos de palacio, hacer ingeniosos comentarios que a nadie se le habrían tolerado. Tanto éxito tenía, que los más célebres comediógrafos del Siglo de Oro escribían obras exclusivas para él, en especial entremeses, que titulaban con el nombre del actor: Los dos Juan Rana, El desafío de Juan Rana o Juan Rana toreador fueron escritas por Calderón de la Barca para él; Benavente, maestro del entremés, le escribió El doctor Juan Rana. Muchos otros hicieron lo mismo.

    Su última intervención se produjo durante el reinado de Carlos II. En el cumpleaños de la reina madre, Mariana de Austria, se representó el entremés de Calderón, El triunfo de Juan Rana, en el que el propio actor, ya retirado, mermado en sus facultades y tan mayor que apenas podía moverse, se interpretó a sí mismo en el papel de estatua. En 1672, Cosme Pérez moría en su madrileña casa de la calle Cantarranas, hoy, y desde 1844, de Lope de Vega.

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EL DONANTE

   Siempre la presencia del donante representado en las obras de arte ha parecido la de una figura contradictoria con la humildad. Si bien al principio, durante los años del gótico, el donante se mostraba en un lugar secundario, habitualmente arrodillado, en situación orante y con un tamaño claramente menor al de las figuras religiosas que componían la escena, con el paso del tiempo el donante fue ganando tamaño, afirmando ante los hombres su capacidad y su estatus social. Fue con el Renacimiento y ya bien entrado el siglo XVI, y más aún en los siglos siguientes, cuando los nobles y los ricos comerciantes igualaron si no superaron a la propia Iglesia en los encargos de obras de carácter religioso. Se hacían retratar en las obras que encargaban, y así ser reconocidos y trascender como mecenas y bienhechores de los templos a los que eran destinadas las obras.

   El cuadro que ilustra este texto es obra de Luis de Morales, pintor pacense conocido como “El divino”, por la mucha producción religiosa a la que dedicó su arte. Este “Calvario” es conocido también como “El Crucificado y don Francisco Roca revestido con hábitos de coro”, pues ese era el nombre del personaje que arrodillado ocupa la parte derecha de la tabla.

Calvario, de Luis de Morales.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   Don Francisco Roca era miembro de una familia asentada en Gandía y Valencia perteneciente a la pequeña nobleza. Había nacido en 1507, muy probablemente en Gandía, de cuya Colegiata fue deán, y ya establecido en Valencia, canónigo de su catedral. Beneficiado por el papa Paulo III, obtuvo crecidas rentas con las que favoreció a sus muchos sobrinos y contribuyó con generosas aportaciones a la fundación del Monasterio de San Juan de Ribera, y a mejorar el convento de San Cristóbal de Valencia. En este convento profesarían algunas de sus sobrinas como monjas y en él también ordenaría erigir el sepulcro de los Roca, donde serían enterrados algunos miembros de la familia.

    Aunque el cuadro mostrado parece un claro ejemplo de donante retratado, a cuyas expensas se realiza la obra, este óleo sobre tabla con don Francisco Roca, indudablemente donante de muchos bienes a los templos valencianos durante su vida, fue en realidad cumplido y agradecimiento de las monjas agustinas del convento de San Cristóbal, al que tanto benefició en vida, cuando el canónigo a sus 74 años falleció el 16 de octubre de 1581, disponiendo las sores fuera colocada la tabla en el altar mayor de la iglesia conventual.

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DIMISIONES

   Si el lector de este artículo pensara que en las siguientes líneas se van a exigir dimisiones andaría errado. Es de las dimisiones presentadas y de las causas que las motivaron, que las hubo muchas y variadas en el pasado, de lo que aquí se va a poder leer, y no de las que no se producen hoy, aun habiendo tantas y tan diversas razones como entonces para que se den.

   Los ceses que sucedían por mandato de quienes estaban por encima del destituido también eran frecuentes. Y no siempre estos ceses nacían de la incapacidad de los cesados. En estos casos, a veces, se producían avisos espontáneos que alertaban al desprevenido, como sucedió en 1834 cuando se produjo el relevo en la presidencia del Consejo.

   En los últimos meses del reinado de Fernando VII era jefe del gobierno don Francisco Cea Bermúdez.  Había sido nombrado este político y diplomático malacitano, a la vuelta de su embajada londinense, para hacer frente al pretendiente Carlos María Isidro.

   En septiembre de 1832 disfrutando el rey del periodo estival en la Granja, enfermó de gravedad. Fernando VII había tenido con su cuarta esposa María Cristina de Borbón dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda, y considerando casi imposible un nuevo vástago varón a la vista del achacoso estado del monarca, el ministro Calormarde, afecto a don Carlos, pretendió con la firma del moribundo rey la derogación  de la Pragmática Sanción. Se privaba así, para el futuro, a la pequeña Isabel del trono, para evitar, decían, una guerra segura por la posesión de la corona de España. Pero el intento fracasó, en episodio que la histografía ha difundido profusamente por su bizarría, y tanto don Carlos como Calomarde fueron alejados de Madrid.

   Al morir el rey el 29 de septiembre de 1833, la reina María Cristina confirmó en el cargo a Cea Bermúdez. Trató Cea, fiel a la reina, de oponerse tanto a los liberales, libres de la persecución ya, como al Pretendiente, que desde el manifiesto de Abrantes, aún caliente el cuerpo de su hermano, y otros decretos posteriores, se hacía llamar Carlos V y reclamaba para sí el título de rey. Apenas un día después del manifiesto hubo un levantamiento carlista en Talavera de la Reina, al día siguiente fue Bilbao la que se pronunció. Después Navarra, Logroño y otras regiones y ciudades se alzarían en favor del Pretendiente. Comenzaba una guerra civil entre Cristinos y absolutistas carlistas.

   Mientras, Cea, de pensamiento absolutista, se había mostrado condescendiente con Miguel, el rey de Portugal, al contrario que con don Pedro, mejor visto por los liberales y por la propia María Cristina. Miguel había estado prestando ayuda a don Carlos, desterrado en aquel país entonces, y María Cristina, tras consultarlo con su consejeros más próximos, tomó la decisión de sustituir a Cea en la presidencia del Consejo.

   Determinada la reina al cese, pero sin saberlo aún Cea, alguien debió filtrar las intenciones de María Cristina, y una noche en la que se celebraba en el palacio de Villahermosa un baile de disfraces, concurrieron al mismo tres personajes disfrazados de arlequín. Cada uno de ellos llevaba escrito en la espalda una de las letras que componen el apellido del Presidente. Y mientras evolucionaban los participantes en la fiesta al son de la música, los arlequines, en un paso del baile, se aproximaron formando la palabra CEA, para en el siguiente, cambiar su posición y dejar que todo el público pudiera leer la palabra CAE.  El caso fue sonadísimo, tanto por la audacia de los protagonistas como al conocerse las identidades de alguno de los atrevidos arlequines, pues entre ellos se encontraban Ventura de la Vega y José de Espronceda.

   Pero hubo un tiempo en que las dimisiones de los políticos españoles no se hacían esperar tanto. El genio que exhibían al ejercer sus cargos, la dignidad de los dimisionarios o el escaso apego al sillón, causas ahora inimaginables, los hacía renunciar con una frecuencia que hoy nos parece asombrosa, quien sabe si convencidos de que en el futuro nuevas oportunidades se les presentarían.

   Una dimisión debida al temperamento sanguíneo del protagonista la encontramos en el general Narváez, personaje principal en la historia de España durante buena parte del siglo XIX.

   El 30 de diciembre de 1850 se celebra sesión en el recientemente inaugurado Palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo. Habla don Juan Donoso Cortés, amigo personalísimo, pero disidente con la forma de llevar los asuntos públicos, de Narváez, jefe del Consejo del Ministros. Aunque ya era víctima el duque de Valencia de anteriores críticas, el discurso del amigo hirió profundamente al presidente. Salió en su defensa Martínez de la Rosa, reconocido orador, que se creyó vencedor en aquel duelo de la palabra; mas cuando al cabo quiso confortar a don Ramón de la puñalada recibida, diciéndole: “La victoria ha sido nuestra”, el ánimo del presidente estaba tan afectado, aunque su genio tan vivo como siempre, que no tuvo por respuesta más que un “Pues disfrútela usted, porque esta misma noche presento mi dimisión a la Reina”. No era ésta la primera dimisión de don Ramón, ni sería la última, como tampoco de las que se le presentaron y no aceptó.

                                                         *

   No mucho después, tras la Vicalvarada, pronunciamiento que puso fin a la década moderada, que sacó al veterano Espartero de su retiro logroñés para inaugurar, como presidente del Consejo, un bienio progresista con el liberal Leopoldo O’Donnell, se produjo otra sonada dimisión. No encajaban bien el duque de la Victoria y el conde de Lucena. En el mes de julio de 1854 habían aparecido juntos en el balcón del alojamiento del duque, dándose ambos generales un fraternal abrazo, cuando tan poco tenían en común, salvo su condición de espadones. Conforme pasaba el tiempo las diferencias se hacían más patentes. Tampoco la reina se hallaba cómoda. Ni gustaba a la soberana la desamortización de Madoz, que a regañadientes había firmado, ni los enfrentamientos entre moderados y progresistas.

El general Espartero. Anónimo siglo XIX.
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)

     En 1856, agotado el proyecto progresista, cada vez más fuerte la Unión Liberal de O’Donnell, se reúne el Consejo de Ministros con asistencia de la reina. A cuenta de los desórdenes y el modo de atajarlos se produce una agria disputa entre Patricio de la Escosura, ministro de la Gobernación, y O’Donnell.
   Viendo imposible la avenencia, Escosura espeta a O’Donnell:
   ─Es evidente, don Leopoldo, que en este gobierno no cabemos los dos─, y anuncia su dimisión.
   No se queda atrás O’Donnell, que dimite también.
   Espartero, el jefe del gobierno trata de mediar, y advierte:
   ─ Si persisten en su postura y no se arreglan, también yo dimitiré.
  Surge entonces una oportunidad para la reina, que viendo en pie a Escosura camino de la puerta, le acepta la dimisión.
   Es entonces cuando también Espartero se dirije a don Patricio:
   ─Escosura, espere, que nos vamos juntos.
   ─Pues O’Donnell no me abandonará─ dicen que se le oyó decir a la reina.
   Y así fue.

                                                        *

   Quedó dicho al principio que también ha habido dimisiones que presentadas no se llegaron a producir. La protagonizada por el general Narváez, de cuyo carácter ya sabemos, es de las más conocidas.

   No hacía mucho que el duque de Ahumada, el segundo que llevaba ese título, había fundado la Guardia Civil. Era, es este Cuerpo paradigma del honor. Lo dice su propia cartilla y Reglamento desde 1844, año de su fundación: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. También debe ser “prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza”. Y así debió ocurrir, cuando en cierta ocasión, yendo el general Narváez, a la sazón jefe del gobierno, camino del teatro en coche de caballos, embocó una calle por cuyo paso estaba encargado de prohibir el tránsito un guardia civil. Mandó detener el carruaje el guardia, y de inmediato Narváez, irritado, exige se le franquee el paso, sin que el guardia ceda ante el imperio del general.
   Pide pues el Presidente al agente su nombre, y al día siguiente hace llamar a su despacho al duque de Ahumada, jefe del guardia. Narváez le ordena el inmediato traslado del atrevido guardia, pero el duque, tranquilo, deja su bastón sobre el escritorio del Presidente y contesta:
   ─No haré tal cosa, pues el guardia no hizo sino cumplir con su deber; ahora bien, ahí está mi bastón de mando; quien me suceda que ordene el traslado.
   A lo que el espadón, entregando un cigarro al duque, contestó:
  ─Tome, déselo al guardia de mi parte, y usted recoja su bastón; nadie es más digno que usted para llevarlo.

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