VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEVILLA

   Una sola vez ha estado el viajero en Sevilla, en una visita larga para verla, pero corta para conocerla, ya que de esta ciudad, capital de Andalucía, podría el viajero comenzar a decir y no encontrar final a sus palabras. Porque un país, una ciudad, un lugar se visita caminando, sí; pero también leyendo lo que otros caminaron y contaron a los demás.

   No guardará el viajero, como en otras ocasiones ha hecho, un orden cronológico, porque aunque la flecha del tiempo transcurre lineal, en Sevilla, el viajero lo percibe todo como un algo inmenso y sin orden. Primero, porque cuando al poco de llegar, en uno de los primeros paseos por la ciudad, por el barrio de Santa Cruz, se encuentra, más por casualidad que por otra cosa, la primera sorpresa: una calle corta, solitaria, con una pequeña, humilde y vieja casa, aunque bien cuidada, con sus ventanas enrejadas y bajo una de ellas una plaquita con tres palabras escritas: Velázquez, casa natal. El viajero sonríe. No es la primera vez que encuentra estos lugares escondidos y apartados fuera de las rutas turísticas y apenas visitados. Y no será su casa natalicia lo único que vea el viajero del genial pintor de nuestro Siglo de Oro, porque en la plaza del Duque de la Victoria, en la que el viajero espera encontrarse con el general Espartero, es con don Diego, pincel y paleta en manos, dispuesto a pintar el mundo de su época, a quien vuelve a ver.

   Poco después el viajero vuele a sonreír. De nuevo la suerte se alía con él, porque no muy alejado de los lugares donde los turistas, como un ejército de cazadores con sus armas convertidas en cámaras fotográficas, se agolpan en busca de instantáneas que llevar como recuerdo, el viajero encuentra otro lugar, regalo para la vista y remanso de paz: la plaza de Santa Marta. Camino de la catedral el viajero se fija en una persona que sale de un estrecho callejón, su entrada pintada de blanco, el pasillo que se abre blanco también. De haber ido distraído, y resulta muy fácil estarlo con la vista de la Giralda ante los ojos, es probable que el viajero hubiera pasado de largo, pero la curiosidad le puede y se adentra por el estrecho pasillo, dobla un par de veces al llegar a sendos recodos del camino y, tras cruzar un pequeño portal, llega a la plaza que al viajero le hace el efecto de ser un resumen de la Andalucía tradicional: muros encalados, rejas, naranjos, una cruz. Y otra vez, el viajero está solo en ese lugar. A quince metros la agitación de los turistas es frenética. A pie, en carruaje, la gente va de un lado a otro, vuelve, regresa otra vez: de la catedral, al palacio arzobispal, del Archivo General de Indias a los Reales Alcázares; pero allí sólo se escucha el silencio.



   El viajero durante este magnífico desorden que supone su trajinar por Sevilla vuelve a verse donde ya estuvo, en la plaza del Duque. Ha estado antes, muy cerca de allí, en el palacio de Lebrija y al salir, dispuesto a dar un paseo por la famosísima calle de las Sierpes, el viajero, de natural goloso, va a dar satisfacción a lo que más le gusta. Sabe que son famosos en Sevilla unos pastelitos que llaman yemas de San Leandro, y sabe también que se elaboran en el convento que hay bajo la advocación de este Santo. No los comprará en el convento, porque la impaciencia le hace sucumbir a la tentación donde más cerca las tiene, que es en el número uno de la calle de las Sierpes. Allí, en la famosa confitería “La Campana”, tras guardar turno pacientemente, compra una cajita de las famosas yemas que llevan el nombre del Santo, que fue obispo de Sevilla y hermano de otro más famoso aún y sevillano de adopción también: San Isidoro, autor de sus famosas Etimologías, compilación del saber de la época.

   El viajero dirá algo de San Leandro ─y de su hermano─, que no está bien tomar sus dulces, sin contar algo de lo que hizo y le llevó a los altares. Aunque parece que nació en Cartagena, como su hermano menor Isidoro, pronto se trasladó a Sevilla. Influyó mucho en la conversión de los godos arrianos al catolicismo, sobre todo de Hermenegildo, que abrazó la fe cristiana siendo, o apunto de serlo Leandro obispo de Sevilla. No estuvo solo en tal propósito. La esposa de Hermenegildo, Ingundis, una princesa franca y católica, tuvo también mucho que ver en ello. El caso es que convertido Hermenegildo, acabó revelándose contra su padre Leovigildo, arriano, proclamándose rey y provocando una guerra entre los godos españoles, en la que llevarían la peor parte, primero la ciudad de Sevilla, sometida a asedio por Leovilgildo, que acabaría tomándola el año 583; y después Hermenegildo y su familia. Él, porque fue capturado y, en una obscura y enigmática trama, asesinado en la cárcel de Tarragona donde estaba preso sin abjurar de su recién adquirido credo, lo que le valió la santidad cuando, en el siglo XVI, el papa Sixto V lo canonizó;  y su esposa e hijo, que, aunque habían sido puestos a salvo, eso creía Hermenegildo, bajo la custodia de los bizantinos, dominadores del sureste español, tendrían un futuro incierto: Ingundis parece que murió en el viaje, camino de Constantinopla, puede que en África, al decir de unos, en Sicilia, según otros; y Atanagildo, su hijo, del que sí parece que llegó a la capital bizantina, pero del que poco o nada se sabe.

   Pero no es de estas cosas de las que el viajero quiere seguir hablando, porque Sevilla aún no ha hecho más que comenzar a contarle cosas, y el viajero debe dar un paso más en su recorrido.

   Los dos hermanos, obispos y santos, tienen capillas en la catedral sevillana de mucha importancia, casi tanta como todo lo demás que el viajero verá en ella, una de las más grandes de la cristiandad. El viajero sube a la Giralda con mucho menos esfuerzo del esperado. Una rampa continua le lleva casi sin darse cuenta casi hasta la terraza. La vista de la catedral a sus pies, y toda la ciudad casi hasta el horizonte retienen un buen rato al viajero; sin embargo, cuando vuelve a bajar, al salir del templo, pero sin abandonar la catedral, evoca una historia fantástica que leyó hace tiempo, la de un amor que no pudo ser. Cuando el viajero accede al Patio de los Naranjos desde el interior, ve suspendidos del techo por medio de unos cables dos cosas que parecen fuera de lugar. Son un colmillo de elefante y un cocodrilo, que pasan desapercibidos para la mayoría de los visitantes que acceden al Patio por la puerta llamada del Lagarto. Al parecer, según Ortiz de Zúñiga, allá por el año 1.260, durante el reinado de Alfonso X el Sabio, el sultán de Egipto pidió al rey castellano la mano de su hija Berenguela, de las legítimas, la mayor. Entre los presentes que ofreció al rey para ganarse una decisión favorable incluyó un cocodrilo, que una vez muerto fue disecado. El paso del tiempo, que no perdona y todo lo convierte en polvo, deshizo el cuerpo seco del reptil y se tomó la decisión de hacer una copia del mismo en madera. Naturalmente Berenguela no partió hacia Egipto como hubiera deseado el sultán. Sabe el viajero que por ese mismo tiempo, Berenguela había sido ofrecida como esposa a Luis IX de Francia, pero la prematura muerte del novio dejó a la infanta castellana para vestir santos, a lo que se dedicó con verdadero interés, fundando conventos y profesando en el monasterio de Las Huelgas en Burgos.






   No puede el viajero dejar de acercarse al río que cruza la ciudad. De lo que hay asomado a sus orillas el viajero guarda en su memoria todos los detalles que puede; pero además de la plaza de toros de La Maestranza y la Torre del Oro, en su margen izquierda, gusta mucho al viajero el puente de Triana, primero de los puentes que de obra hubo y que en realidad tiene por nombre el de la reina que por entonces, mitad del siglo XIX, regía los destinos españoles: Isabel II. Ha leído el viajero en algún lugar que fue encargado a unos ingenieros franceses, que se inspiraron en otro existente en París, el del Carrusel, con el diseño que tuvo antes de ser sustituido por el actual de hormigón. Al viajero, al que éste de Sevilla le ha gustado mucho, lo ve sólido y firme y le alegra pensar cuánta vida ha pasado sobre él, y cuanta pasará sobre sus arcos en los próximos siglos.

   Nuevamente, en este discurrir a salto de mata por la ciudad y el tiempo, el viajero se encuentra ante los Reales Alcázares. De lo mucho que el viajero admira allí dirá poco, porque ya tiene aprendidas desde hace tiempo aquellas palabras de Voltaire en las que aseguraba que el secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo, y el palacio, o mejor dicho los palacios son tan magníficos que el viajero está seguro de no encontrar adjetivos suficientes para exaltar el esplendor del patio de las Doncellas, el salón de  Embajadores o los jardines, remanso de paz en los que el viajero apurará todo el tiempo que se le permite estar en ellos, hasta que la luna empiece a vencer al sol, y por fuerza deba volver al ruidoso ajetreo exterior.


   De un palacio a otro. Si terminó el día anterior en los Reales Alcázares, comienza el nuevo con la vista de otro, también importante. Porque los muros del de San Telmo también concentran mucha de la historia de Sevilla, y de España. El viajero que no ha podido resistir la tentación ha pasado por delante de su fachada, del hotel Alfonso XII, de la antigua fábrica de tabacos, llegado al parque de María Luisa y asomado a la plaza de España subido en un carruaje. Tantos tiene Sevilla, que no le ha resultado difícil tomar uno cerca del ayuntamiento. Le parece bien al viajero comenzar así el día, y además le resulta agradable escuchar el sonido de los cascos de la bestia sobre el asfalto. Al cruzarse su landó con otro repleto de turistas, se ve reflejado. Nunca ha renegado de serlo él también. Hace tiempo que dejó de preocuparse por la gruesa línea, que separa o funde, quién sabe, la actitud del viajero de la del turista. Al que ahora está en Sevilla le gusta ser las dos cosas. Ve a la velocidad del trote equino un poco de todo, que le ha dejado la sensación de de haber visto un mucho de nada, así que por la tarde vuelve a pie. Tranquilo, admira lo que ya miró por la mañana y en el parque de María Luisa encuentra un buen sitio donde sentarse un rato. Está ante el monumento a Gustavo Adolfo Becquer. Esta allí desde 1911 y está dedicado al poeta y, como no, al amor. Fue por iniciativa de los hermanos Quintero que se esculpiera, y bien que lo hizo el escultor don Lorenzo Coullaut. Allí sentado, a la sombra de la frondosa vegetación, el viajero piensa en lo acogedora que ha sido la ciudad para las gentes de otros lugares. Ya dijo algo de San Leandro y San Isidoro al principio, y como ellos otros muchos ha ido llegando y quedándose. En el cercano palacio de San Telmo,  también vivieron unos ilustres moradores.



   A mediados del siglo XIX el Estado, propietario del edificio, lo vendió a María Luisa de Borbón, esposa de don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, aquel infante francés, que lo sería también de España, y que no dejaría de serlo, pese a los muchos esfuerzos que hizo por poner sobre su cabeza la corona de España. Cuando en 1848 la revolución se adueña de Francia, el duque, hijo menor del rey francés Luis Felipe, con su esposa, la infanta María Luisa, hermana de la reina española, se refugian en España. Deciden instalarse en Sevilla, en los Reales Alcázares, donde les nace la primera de sus hijas; pero los duques, quieren casa propia, y San Telmo les parece un buen lugar. No es el duque hombre que pueda estarse quieto. Inteligente, culto y ambicioso, conspira mucho y más de una vez él y su familia tienen que abandonar su palacio. Los duques, entre idas y venidas, convierten San Telmo en una nueva corte. Reciben visitas. Una de ella es la de una mujer de edad avanzada llamada Cecilia, nacida en Suiza, pero que vive en Sevilla, muy cerca de San Telmo, en el patio de Banderas de los Reales Alcázares, gracias a la mediación de los duques y la decisión de la reina Isabel, que le ayudan ante el estado de necesidad en el que ha quedado tras el fallecimiento de su esposo, el tercero de los que tuvo, mucho más joven que ella, al que una tuberculosis se lo llevó antes de hora. Cecilia Böhl de Faber y Larrea, que utiliza un pseudónimo masculino “Fernán Caballero” en sus escritos, acude con frecuencia a San Telmo. Sabe escribir historias y también contarlas, y en el palacio sevillano hace las delicias de los duques y sus hijos, entre ellos de María de las Mercedes, llamada a ceñir la corona de España, pese a todas las rencillas familiares que obstruyen su relación con Alfonso XII. El viajero, aún sentado ante el monumento a Becquer, mira las figuras femeninas del monumento, alegorías del amor que llega, que vive y que muere; y piensa que así fue el de María de las Mercedes y Alfonso. El viajero, por fin, se levanta y deja el jardín, donación de la duquesa a la ciudad, pues pertenecían al palacio, el cual también donó, éste a la Iglesia, que lo convirtió en seminario.

   De vuelta, el viajero está a punto de terminar su visita; aún hecha una última mirada. Allí en lo alto ve el Giraldillo, símbolo de la fe. Con otra virtud, con la esperanza de volver, el viajero marcha. Aún tiene Sevilla muchas historias que contarle.

*Más fotografías de Sevilla aquí.
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EL XIX. LA CRISIS DEL RIGODÓN

   El 10 de octubre de 1856 Isabel II cumple veintiséis años. En palacio hay baile para celebrarlo. Asiste lo más granado de la corte, el cuerpo diplomático y por supuesto el gobierno, dirigido en ese momento, y desde hace poco, por el general O’Donnell. No falta tampoco el general Narváez que, desde París, acude a un baile que no se puede perder.

   No había sido fácil para O’Donnell conquistar el gobierno. Desde que en el verano de 1854, durante la Vicalvarada, se vio forzado al trato con Espartero, el camino hasta la presidencia del Consejo había sido todo menos un camino de rosas. El entendimiento inicial entre O’Donnell y Espartero parecía a todas luces antinatural, y pronto los hechos lo demostraron. El conde de Lucena, que se había visto obligado a ceder la Presidencia a Espartero no estaba dispuesto a verse relegado a un segundo plano por los progresistas de Espartero, por más que estos hubieran contribuido decisivamente al éxito del pronunciamiento, y logró hacerse con la cartera del Ministerio de Guerra. Con el ejército bajo su control las cosas, cuando llegará su momento, serían más fáciles. No se equivocaba.

    Dos años después, con constantes rifirrafes entre moderados y progresistas a cuenta del proyecto de una nueva Constitución, y cierto incidente entre el Ejército y la Milicia, O’Donnell plantea a la reina lo insostenible de la situación. La reina, que firmó a regañadientes la ley desamortizadora de Madoz, descontenta, y también presionada por la Iglesia y otros sectores afectados, toma partido por O’Donnell. Así las cosas, al celebrarse la reunión del Consejo presidido por la reina, el ministro de la Gobernación, Patricio de la Escosura, anuncia su dimisión, que la reina acepta. Cuando se levanta para abandonar su puesto en el Consejo, Espartero llama su atención:
   ─Escosura, espere, que nos vamos juntos.
   ─Pues O’Donnell no me abandonará─ dicen que se le oyó decir a la reina.
   Era el fin del bienio progresista. Ni siquiera Isabel sabía que ella misma sería quien, con su actitud caprichosa, muy poco tiempo después, no dejaría al conde de Lucena otra salida que dejarla también.

   Porque aquella noche del día 10 de octubre todo está dispuesto para que dé comienzo el baile. Como procede, lo abre la reina que baila con el presidente del Consejo don Leopoldo O’Donnell. El resto del público espera, unos como simples espectadores; otros aguardan acontecimientos. Al terminar el primer rigodón, Isabel pregunta a O’Donnell:
   ─Leopoldo, ¿Qué te parece si el segundo rigodón lo bailo con el general Narváez?
   ─Majestad, sois la reina, pero aquí está el cuerpo diplomático, y me parecería lo más correcto que el segundo rigodón lo bailara su majestad con algún miembro de ese cuerpo. Así lo exige la etiqueta, y sería lo más conveniente ─contesta O’Donnell.


   Isabel se encoge de hombros mientras O’Donnell abandona la pista. La reina desde el centro de la sala recorre con su mirada al público asistente hasta que la detiene en Narváez. Es una invitación, que el duque de Valencia acepta y O’Donnell parece comprender: no es casual la pregunta de la reina, no es casual la llegada del espadón desde París.

   Al día siguiente la renuncia de O’Donnell está sobre la mesa de la reina, que sin pensarlo dos veces encarga a Narváez la formación de gobierno. Tres meses ha durado el gobierno de O’Donnell, pero pronto tendrá una nueva oportunidad, porque el gobierno del duque de Valencia, apenas durará un año lleno de dificultades, de enfrentamiento con la camarilla de palacio; de duelos, casi novelescos, a espada, como el que se produjo con el ministro de Guerra Urbiztondo y el rey Francisco de Asís(1), que terminó con la vida del ministro al ser atravesado su cuerpo por el estoque del espadón; y disputas hasta con la propia reina, que le pidió el ascenso para su último amante Enrique Puigmoltó, a lo que el duque de Valencia se negaba. Pronto Narváez dejaría paso a otro, y nuevamente el conde de Lucena, el general Leopoldo O’Donell, estaría allí, a la espera.

(1) El novelesco episodio de dicho duelo y el gran escándalo que se produjo fue contado en "El paso honroso".
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INCOMPRENDIDOS

    El hombre, en su afán por conseguir hacer lo que por su propia naturaleza es imposible, ha intentado desde que se sintió capaz, gracias a su inteligencia, volar como los pájaros y nadar como los peces. Poco a poco lo ha ido consiguiendo; pero los intentos por lograrlo han sido muchas veces protagonizados por individuos que, solos, casi sin ayuda, entregaron esfuerzo e ilusión a cambio de desprecio, porque muchos han sido los personajes a los que la sociedad más próxima a ellos ha dado la espalda. Merecedores de honores y éxito, sin embargo fueron ninguneados por sus compatriotas, y su genio ignorado. 

   Algunos de ellos fueron inventores. Narcís Monturiol Estarrol fue uno de los más brillantes y más ignorados. Él fue uno de los que logró que el hombre nadara como un pez, casi. 

   Ya lo habían intentado otros anteriormente. Desde la edad antigua, pasando por Leonardo Da Vinci, que también dedicó tiempo a este asunto, hasta otros muchos ya en los siglos XVIII y XIX; pero en España Narcís Monturiol fue quien diseño una máquina capaz de desplazarse bajo la superficie del mar. Le puso por nombre Ictíneo, nombre muy apropiado para el caso, que luego llevaría el ordinal primero, porque no suficientemente arruinado con el intento, don Narcís construyó un segundo aparato, ya con un pequeño motor, capaz de permanecer sumergido varias horas. Para la construcción de este segundo sumergible se vio en la necesidad de constituir una sociedad que se encargara de desarrollar el proyecto, pero ni la reina Isabel ni los altos mandos de la Marina ni los industriales catalanes, al tanto de los avances de Monturiol, tuvieron más allá que buenas palabras para el inventor. El buque fue desguazado y la obra de don Narcís injustamente olvidada. 

   Isaac Peral, no tuvo mejor suerte que Monturiol, aunque al menos su obra, hecha para surcar aguas profundas, no fue desguazada, y puede contemplarse en Cartagena, ciudad natal del inventor. 

Con un desplazamiento de 77 toneladas, tiene 22 metros de eslora
y 2,9 metros de manga. Su autonomía alcazaba las 400 millas y era
capaz de navegar con sus once tripulantes a 30 metros de profundidad.









   Isaac Peral Caballero era militar, y bajo ese prisma construyó, y por ello se le considera su inventor, un submarino, una máquina de guerra propulsada por motores eléctricos, dotada de armamento, periscopio, y todo lo necesario para la acción bélica. La nave fue botada el 8 de septiembre de 1888 en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, y las pruebas que siguieron resultaron, salvo algún percance, entre los que hay que incluir algún sabotaje, exitosas, pero nuevamente, como si del sino de todos los inventores españoles se tratara, comenzaron los problemas, las incomprensiones y los desencuentros. Se pusieron trabas de todo tipo, hubo sospechas sobre el robo o copia de los planos; y Peral que había contado con la comprensión de la reina doña María Cristina de Habsburgo y el decidido apoyo del ministro de Marina el almirante don Manuel de la Pezuela vio como la envidia y el interés se convirtieron en sus enemigos más implacables. Un nuevo ministro de Marina, don José María Beránger Ruiz de Apodaca, trocó facilidades por obstáculos. Es posible que, entre otras, la razón de la obstrucción al proyecto desde el ministerio, se debiera a la pretensión de Peral de presentarse como diputado por Cádiz, igual pretensión a la que aspiraba un hijo del ministro Beránger. El caso es que al fin el proyecto fue cancelado, y el proyecto se malogró. Peral, agraviado y enfermo, abandono la Marina y trató de defenderse del maltrato recibido mediante la publicación de un manifiesto, que ningún diario importante de los de la época quiso o se atrevió a editar. Finalmente en “El Matute”, un diario satírico de pequeña tirada Peral logró, pagando por ello, que se publicase su manifiesto, un escrito lleno de amargura en el que se lamentaba del trato injusto recibido, de la entrega generosa de su aportación a la Nación y del perjuicio que para la misma supondría la anulación del proyecto. 

   No anduvo equivocado don Isaac. En España no volvería a construirse un submarino hasta treinta años después.
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¡ESO DE GARCÍA!

   El presente artículo tuvo, todavía puede tenerlo, una carga ideológica, que no es intención evaluar aquí. Fue en un contexto histórico muy preciso y distinto al actual cuando fue escrito, aunque parte de las cuestiones que se plantean en él puedan tener vigencia aún hoy; pero no es este el lugar y no ha sido esa la razón de su publicación aquí, sino únicamente la de la curiosidad histórica de lo que como pretexto para escribirlo tuvo su autor, y la propia historia posterior del texto.

                                                      *

    Cuando Helbert Hubbart escribió “Un mensaje a García” Cuba ya no era española. Hacía seis meses que la guerra se había perdido, y dos que se había consumado el desastre en París con la firma del tratado de paz, que más que un tratado de paz fue la forma de tratar a España como una potencia derrotada. Con cierta oposición, el tratado había sido ratificado en España por la reina María Cristina y en los Estados Unidos por el Senado.

   Dos son los protagonistas inspiradores del mensaje. Del capitán Andrew Summer Rowan poco dicen los libros de historia. Fue el encargado de llevar el mensaje, aunque las penalidades que padeció hasta lograrlo parecen estar lejos de la epopeya anunciada por Hubbart.

    Algo más se sabe de García. El general Calixto García Iñiguez había participado ya en las anteriores guerras de Cuba, traído a España prisionero, se le puso en libertad y volvió a Cuba para unirse a los rebeldes. Figura importante junto a los hermanos Maceo y Máximo Gómez, recibió apoyo, como todos los insurgentes, desde la Norteamérica del presidente McKinley y los periódicos World y Journal de Nueva York, cuya feroz propaganda, en especial contra el general Weyler, que con un eficaz sistema de aislamiento de la tropas insurgentes, por medio de “trochas”, estaba inclinando a su favor el resultado de la contienda, influyó en la opinión pública norteamericana y en el ánimo del nuevo gobierno de Sagasta, que relevó al general Weyler del mando, siendo sustituido el 31 de octubre de 1897 por el ineficaz general Blanco. La suerte estaba echada.




    Altero el orden de las cosas y reproduzco primero el “Mensaje a García” seguido del prefacio, que el propio Hubbart escribió en la edición de 1913, puesto ahora al final, por su propio interés, por ser historia del artículo en sí mismo y por considerar que haciéndolo así el lector se hará mejor idea, favorable o contraria, de su valor, al no verse influido por la difusión lograda, en aquel contexto histórico, por el texto.


El mensaje

"En todo este asunto de Cuba hay un nombre que sobresale en el horizonte de mi memoria como el planeta Marte en su perihelio. Cuando se declaró la guerra entre España y los Estados Unidos, era muy necesario comunicarse prontamente con el Jefe de los insurrectos. Encontrábase García, allá, en la manigua de Cuba, sin que nadie supiera su paradero. Era imposible toda comunicación con él por telégrafo o por correo, El presidente tenía que contar con su cooperación, sin pérdida de tiempo. ¿Qué hacer?
Alguien dijo al Presidente: "Hay un hombre llamado Rowan que puede encontrar a García, si es que se le puede encontrar". Se trajo a Rowan y se le entregó una carta para que a su vez la entregara a García. De cómo fue que este hombre, Rowan, tomó la carta, la selló en una cartera de hule, se la amarró al pecho, hizo un viaje de cuatro días y desembarcó de noche en las costas de Cuba en un bote sin cubierta; de cómo fue que se internó en las montañas, y en tres semanas salió al otro lado de la isla, habiendo atravesado a pie un país hostil, y entregado la carta a García, son cosas que no tengo deseo especial de narrar en detalle. Pero sí quiero que conste que Mac-Kinley, Presidente de los Estados Unidos, puso una carta en manos de Rowan para que éste la entregara a García. Rowan tomó la carta y no preguntó: "¿Dónde está García?”
¡Loado sea Dios! He aquí un hombre cuya figura debe ser vaciada en imperecedero bronce y puesta su estatua en todos los colegios del país. No es la enseñanza de libros lo que los jóvenes necesitan, ni la instrucción de esto o aquello, sino el endurecimiento de las vértebras para que sean fieles a sus cargos, para que actúen con diligencia, para que hagan la cosa "llevar el mensaje a García".
El general García ya no existe, pero hay otros García.
No hay hombre que haya tratado de administrar una empresa que requiera mucho personal, que, a veces, no se haya quedado atónito al notar la imbecilidad del promedio de los hombres, la inhabilidad o la falta de voluntad de concentrar sus inteligencias en una cosa dada y hacerla.
La asistencia irregular, la desatención ridícula, la indiferencia vulgar y el trabajo mal hecho parece ser la regla general.
No hay hombre alguno que salga airoso de su empresa a menos que, quieras o no o, por la fuerza, obligue o soborne o otros para que le ayuden, a menos que, tal vez, Dios Todopoderoso, en su bondad, haga un milagro y le envíe el Angel de la luz para que le sirva de auxiliar.
Tú, lector, puedes hacer esta prueba. Te encuentras en estos momentos sentado en tu oficina. A tu alrededor tienes seis empleados. Llama a uno de ellos y pídele lo siguiente: "Tenga la bondad de buscar en la Enciclopedia y hágame un memorándum corto de la vida de Correggio".
¿Crees que el empleado contesta "Sí, señor", y se marcha a hacer lo que tú le dijiste?
Nada de eso. Te mirará de soslayo y te hará una o más de las siguientes preguntas:
¿Quién era el Correggio?
¿En cuál enciclopedia?
¿Dónde está la Enciclopedia?
¿Acaso fui empleado yo para hacer eso?
¿No querrá usted decir Bismark?
¿Por qué no lo hace Carlos?
¿Murió?
¿Hay prisa para eso?
¿No sería mejor que le trajera el libro y usted mismo lo buscara?
¿Para qué quiere usted saberlo?
Y me atrevería a apostar diez contra uno, que después que hayas contestado el interrogatorio y explicado la manera de buscar la información que necesitas y por qué la necesitas, tu empleado se retira y obliga o otro compañero a que le ayude a encontrar a García; regresando poco después diciéndote que no existe tal hombre. Desde luego, puede darse el caso de que yo pierda la apuesta, pero según la ley de promedios no debo de perder.
Ahora bien; si tú sabes lo que tienes entre manos, tú no debes molestarte en explicar a tu auxiliar que "Correggio" está indicado con "C" y no con "K", sino que sonriente y de buen humor le diras: "Está bien, déjelo", y dicho esto, te levantarás y lo buscarás tú mismo.
Y esa incapacidad para obrar independientemente, esa estupidez moral, esa deformidad de la voluntad, esa falta de disposición para hacerse cargo de una cosa, y realizarla, esas son las cosas que ha propuesto para lejos, en lo futuro, el socialismo puro. Si los hombres no actúan por sus propias iniciativas para sí mismos, ¿qué harán cuando el producto de sus esfuerzos sea para todos? La fuerza bruta parece necesaria y el temor a ser "rebajado" el sábado a la hora del cobro, hace que muchos trabadores o empleados conserven el trabajo o la colocación.
Anuncia buscando un taquígrafo, y de diez solicitantes, nueve son individuos que no tienen ortografía, y lo que es más, de individuos que no creen necesario tenerla. ¿Podrán esas personas escribir una carta a García?
-“Mire usted, me decía el gerente de una gran fabrica, mire usted aquel tenedor de libros".
-Bien, ¿qué le paso?
-Es un magnífico contable, mas si se le manda hacer una diligencia, tal vez la haga, pero puede darse el caso de que entre en cuatro salones de bebidas antes de llegar y cuando llegue a la Calle Principal ya no se acuerde de lo que se le dijo.
¿Puede confiarse a ese hombre que lleve un mensaje a García?
Recientemente hemos estado oyendo conversaciones y expresiones de muchas simpatías hacia “los extranjeros naturalizados que son objeto de explotación en los talleres", así como hacía "el hombre sin hogar que anda errante en busca de trabajo honrado", y junto a esas expresiones con frecuencia empléanse palabras duras hacia los hombres que están en el poder.
Nada se dice del patrono que se aventaja antes de tiempo, tratando en vano de inducir a los eternos disgustados y perezosos a que hagan un trabajo a conciencia; ni se dice nada del mucho tiempo ni de la paciencia que ese patrono ha tenido buscando personal que no hace otra cosa sino "matar el tiempo" tan pronto como el patrono vuelve la espalda. En todo establecimiento y en toda fábrica se tiene constantemente en práctica el procedimiento de selección por eliminación. El patrono se ve constantemente obligado a rebajar personal que ha demostrado su incompetencia en el fomento de sus intereses, y a tomar otros empleados. No importa que los tiempos sean buenos, este procedimiento de selección sigue en todo tiempo y la única diferencia es que, cuando los cosas están malas y el trabajo escasea, se hace la selección con más escrupulosidad, pero fuera, y para siempre fuera, tiene que ir el incompetente y el inservible.
Por interés propio el patrono tiene que quedarse con los mejores, con los que puedan llevar un mensaje a García.
Conozco a un individuo de aptitudes verdaderamente brillantes, pero sin la habilidad necesaria para manejar su propio negocio, y que, sin embargo, es completamente inútil para cualquier otro, debido a la insana sospecha que constantemente abriga de que su patrono le oprime o trata de oprimirle. Sin poder mandar, no tolera que se le mande. Si se le diera un mensaje para que lo llevara o García, probablemente su contestación sería: "Llévelo usted mismo"
Hoy este hombre anda errante por las calles en busca de trabajo, teniendo que sufrir la inclemencia del tiempo. Nadie que le conozca se ofrece a darle trabajo, puesto que es la esencia misma del descontento. No entra por razones y lo único que en él podría producir algún efecto sería un buen puntapié salido de la punta de una bota del número nueve, de suela gruesa. Sé, en verdad, que un individuo tan moralmente deforme como ése, no es menos digno de compasión que el físicamente inválido; pero en nuestra compasión derramemos también una lágrima por aquellos hombres que se encuentran al frente de grandes empresas cuyas horas de trabajo no están limitadas por el sonido del pito y cuyos cabellos prematuramente encanecen en la lucha que sostienen contra la indiferencia zafia, contra la imbecilidad crasa y contra la ingratitud cruenta de los otros, quienes, a no ser por el espíritu emprendedor de éstos, andarían hambrientos y sin hogar.
Diríase que me he expresado con mucha dureza. Tal vez sí; pero cuando el mundo entero se ha entregado al descanso, yo quiero expresar una palabra de simpatía hacia el hombre que sale adelante en su empresa, hacia el hombre que aun a pesar de grandes inconvenientes, ha sabido dirigir los esfuerzos de otros hombres, y que, después del triunfo, resulta que no ha ganado nada mas que su subsistencia.
También yo he cargado mi lata de comida al taller y he trabajado a jornal diario, y también he sido patrono y sé que puede decirse algo de ambos lados.
No hay excelencia en la pobreza "perse"; los harapos no sirven de recomendación; no todos los patronos son rapaces y tiranos; no todos los pobres son virtuosos.
"Mis simpatías todas van hacia el hombre que hace su trabajo cuando el patrono está presente, como cuando se encuentra ausente. Y el hombre que al entregársele una carta para García, tranquilamente toma la misiva, sin hacer preguntas idiotas, y sin intención alguna de arrojarla a la primera alcantarilla que encuentre a su paso, o de hacer cosa que no sea entregarla al destinatario, ese hombre nunca queda sin trabajo ni tiene que declararse en huelga para que se le aumente el sueldo. La civilización busca ansiosa, insistentemente, a esa clase de hombres. Cualquier cosa que ese hombre pida, la consigue. Se le necesita en toda ciudad, en todo pueblo, en toda villa, en toda oficina, tienda y fábrica, y en todo taller. El mundo entero lo solicita a gritos; se necesita y se necesita con urgencia al hombre que pueda llevar un "Mensaje a García”.


PREFACIO
Un artículo que ha dado la vuelta al mundo

Esta pequeñez literaria, Un Mensaje a García, fue escrita una noche, después de la comida, en una hora. Érase el veintidós de febrero de mil ochocientos noventa y nueve, natalicio de Washington, y ya íbamos a entrar en prensa con el número de marzo de nuestra revista Phillistine. Brotaba candente de mi corazón, escrita cual fue, después de pesaroso día dedicado a tratar de enseñar a ciertos indolentes moradores de la villa a abjurar de aquel estado comatoso en que se encontraban y a infiltrarles radioactividad.
La idea surgió de una pequeña discusión, cuando tomábamos el té, en la cual mi hijo Bert lanzó la especie de haber sido Rowan el verdadero héroe de la guerra de Cuba. Rowan salió solo y realizó su propósito llevó el mensaje a García. Cual destello de luz vino a mi mente la idea. Es verdad, me dije, el muchacho tiene razón: héroe es aquel que cumple su cometido, que lleva el mensaje a García. Levánteme de la mesa y escribí Un Mensaje a García. Tan poca fue mi estimación de este artículo que se publicó sin encabezamiento en la revista. Hízose el reparto y poco después principiaron a llegar pedidos de una docena, cincuenta, cien ejemplares adicionales del número de marzo de Phillistine y cuando la American News Company pidió mil ejemplares pregunté a uno de mis empleados cuál era el artículo que había levantado tanto polvo cósmico.
-"Eso de García"- me contestó.
Al día siguiente se recibió un telegrama de George S. Daniel", del Ferrocarril Central de Nueva York, que decía así: "Cotice precio de cien mil ejemplares artículo Rowan, en forma folleto. Anuncio Tren expreso del Estado Imperial al respaldo.
Diga cuándo puede hacerse entrega".
Contesté cotizando precio y diciendo que podía entregarlos en dos años. Nuestras facilidades eran pocas y cien mil ejemplares parecíanos una empresa magna. El resultado fue que le concedí permiso a mister Daniels para que reprodujera el artículo como quisiera. Lo hizo en forma de folletos, en ediciones de medio millón cada una, y, además, el artículo fue reproducido en más de doscientas revistas y periódicos. Ha sido traducido a todos los idiomas.
Cuando Mr. Daniels se ocupaba de la distribución de Un Mensaje a García, el príncipe Hilakoff, director de los ferrocarriles de Rusia, se encontraba en este país. Era huésped de la Compañía del Ferrocarril Central de Nueva York, y viajó por todo el país acompañado por Mr. Daniels. El príncipe vio el librito; le interesó, mas por el hecho de que Mr. Daniels lo estaba distribuyendo en tan grandes cantidades que, probablemente, por cualquier otro motivo.
De todos modos, cuando el príncipe regresó a su país, hizo que se tradujera al ruso y se entregara un ejemplar a todo empleado de ferrocarril en Rusia. Tras éste vinieron otros países, y de Rusia pasó a Alemania, Francia, España, Turquía, Indostán y China. Durante la guerra entre Rusia y el Japón, a todo soldado se entregó un ejemplar de “Un Mensaje a García”.
Encontrando los japoneses esos libritos en poder de los prisioneros rusos, llegaron a la conclusión de que debía ser algo bueno y por consiguiente lo tradujeron al japonés.
Y por orden del Mikado se entregó un ejemplar a todo empleado, civil o militar del gobierno japonés.
Más de cuarenta millones de ejemplares de Un Mensaje a García han sido impresos. Se dice que ésta es la circulación mayor en toda la historia, que haya tenido un trabajo literario durante la vida del autor, gracias a una serie de accidentes afortunados. - E. H.

East Aurora, 1° de diciembre de 1913.
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EL XIX. CUANDO MADRID PUDO SER CARLISTA

   Así pudo ser el 12 de septiembre de 1837. Ya desde 1835 se habían llevado a cabo aventuras carlistas por tierras castellanas. Muchas de ellas eran meras escaramuzas de partidarios del infante don Carlos, más voluntariosas e impregnadas de romanticismo, como la del cura de Sigüenza don Vicente Batanero, que auténticas expediciones militares. Quizás la más importante, por la duración y sobre todo por la distancia recorrida, fue la de Miguel Gómez, un antiguo colaborador del malogrado Zumalacárregui, curtido en la guerra contra los franceses, que en 1836 se aventuró por tierras castellanas, extremeñas y andaluzas, y perseguido por Espartero, Narváez y Alaix recorrió casi cinco mil kilómetros hasta su retorno a la seguridad de las tierras del norte, bajo control carlista.

   Pero la expedición militar más meticulosamente preparada para internarse en el corazón de la España realista es la paradójicamente denominada Expedición Real, porque, aunque no la dirige, eso lo hace el infante don Sebastián de Borbón y Braganza y el jefe del Estado Mayor, general Moreno, la manda el infante don Carlos que se hace ya llamar Carlos V. El 15 de mayo de 1837 la expedición sale de Estella y se dirige a Huesca, luego se interna en Cataluña y se dirige al sur cruzando el Ebro. Yendo aún más al sur, Valencia queda al alcance de los absolutistas, pero en lugar de tratar de tomarla emprende el camino de Madrid.

   En la Capital comienza a extenderse el temor ante la llegada de los absolutistas. No les falta razón para tenerlo. De manera independiente a la Expedición Real, a mediados de julio, un grupo carlista mandado por Juan Antonio Zariategui había salido del norte, había cruzado media España, y tras dejar atrás Segovia y dar el salto a la sierra de Navacerrada se había plantado a las puertas de Madrid. Pero Zariategui ignoraba que las fuerzas de don Carlos estuvieran tan próximas a las suyas propias y a Madrid; y el peligro que se cernió sobre la Capital, que pudo haber puesto en grave aprieto a los defensores de Madrid, se desvaneció al volver sobre sus pasos Zariategui, que solo no contemplaba la conquista de la capital.

Estatua del general Espartero en el Paseo del Espolón de Logroño

   Sin embargo, el grueso de las fuerzas absolutistas, la expedición Real, sí estaba dispuesta a ello. De momento la llegada de Espartero a Madrid dio algo de tranquilidad. Reorganizado el gobierno puesto en sus manos por la reina regente María Cristina, Espartero sale de Madrid en busca del Pretendiente. Cuando, en Cuenca, conoce que la expedición Real está en Tarancón y avanza sobre Madrid sale en su persecución. Pero la ventaja es suficiente. El 12 de septiembre las tropas carlistas entran en Arganda. Unos escuadrones a las órdenes de Cabrera, que se había unido a la expedición cuando esta cruzó el Ebro, toman Vallecas. Ahora sí, la situación de Madrid es crítica. El capitán general de Madrid, don Antonio Quiroga, poca resistencia puede oponer, sus fuerzas son muy escasas. Allí en lo alto, en el camino de Vallecas, la Expedición Real está formada, su vista puesta en Madrid. Unos lanceros de Cabrera se lanzan al ataque y ponen en fuga a los cristinos; pero aquello no es más que un aviso de lo que el Tigre del Maestrazgo desea hacer. Cabrera está deseoso por lanzarse al asalto, pero la orden no llega. Pasa el tiempo. Madrid contiene el aliento. Cabrera, impaciente, espera la señal de ataque. De pronto, avanzada la tarde, la imponente vanguardia de la Expedición Real da media vuelta y se retira. Cabrera resopla, está indignado, pero obedece. Cuando Espartero llega a Madrid el Pretendiente y su ejército ya no esta allí. Espartero en lugar de permanecer en Madríd prosigue la persecución. Y al fin lo alcanza. En Aranzueque, junto al río Tajuña, Espartero cañonea a la Expedición Real, que a estas alturas es un grupo de soldados en desbandada. Cabrera, con los suyos, ante el cariz que toman los hechos, retorna al Maestrazgo. El resto de la expedición, como puede regresa a sus bases del norte.

   Si fue el temor o la prudencia los que llevaron al Pretendiente don Carlos a dar la orden de retirada, cuando la situación parecía claramente favorable, o una cuestión política como pudo ser un compromiso de María Cristina de acceder al futuro matrimonio de la princesa Isabel, aún muy niña, con Carlos Luis, hijo del pretendiente, no ha quedado plenamente esclarecido. Cierto es que a Madrid se acercaban las tropas de Espartero que convergían con las de los generales Ferraz y Oraá, también camino de la capital; sin embargo la mayoría de los autores se inclinan a pensar en que la expedición se alineó frente a Madrid, como si de una parada militar se tratara a la espera de que doña Cristina de Borbón, en relación a la entrega de la mano ─y la corona─ de su hija, saliera a ratificar un compromiso de enlace con Carlos Luis. Años más tarde el asunto volverá a ser causa de conflicto, y una nueva negativa al matrimonio de Isabel con Carlos Luis, conde de Montemolín, enlace en el que los absolutistas habían puesto grandes esperanzas, hasta el punto de haber abdicado don Carlos en su hijo, precipitará el comienzo de la segunda guerra carlista.

 (1) Una interesante reseña sobre el periplo de Gómez se publicó en el blog Crónicas de Torrelaguna al que puede acceder desde aquí.
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