LA DONACIÓN

   La siguiente es la larga historia de una de esos pequeños casos que apenas tienen cabida en los libros de los grandes acontecimientos de la historia. Comenzó en los primeros años del siglo XVIII y debieron pasar más de cinco generaciones para que los de esta última, y en un país distinto, pudieran beneficiarse de la generosidad de un hombre que murió solo, en el olvido, y sin ver cumplido sus deseos. 

   Para conocer el porqué y el cómo de esta historia debemos conocer primero a su principal protagonista. Manuel Belgrano había nacido en Buenos Aires en 1770. Teniendo, por sus circunstancias familiares, los medios para formarse, se licenció en Filosofía y posteriormente se trasladó a España donde en 1793 obtuvo el título de abogado. No sólo hizo eso. Coincidió su estancia en España con la Revolución Francesa y pese a la censura impuesta por Carlos IV y el favorito Godoy para evitar la contaminación de las ideas revolucionarias, leyó sobre ellas, habló con gente que las conocía, y se empapó a fondo de alguna de aquellas ideas que ya nunca olvidaría.

 Cuando regresó a América lo hizo como Secretario del Consulado, un organismo colonial destinado al desarrollo de la actividad económica; pero en Belgrano había arraigado la semilla de la libertad y la igualdad, que pronto germinaría en anhelos de independencia.

   En 1810, el traslado a Cádiz de la Junta Suprema Central y la caída de Sevilla ante las tropas napoleónicas supone el pistoletazo de salida en las colonias americanas en la carrera por su independencia de España. Belgrano no es ajeno a esa inquietud. Lleva tiempo publicando artículos que disgustan más de una vez al virrey, y últimamente las reuniones en la jabonería de don Hipólito Vieytes, donde secretamente se reúnen para hablar de la independencia, son frecuentes. No es extraño, pues, que participara activamente durante la revolución de mayo, que supuso la destitución del virrey Cisneros.




   Empeñado Belgrano en la educación de la población como instrumento para el desarrollo, cuando en 1813, como general de los ejércitos del Norte en lucha con los realistas venció a los españoles en Salta y Tucumán, fue premiado con 40.000 pesos oro, una suma muy considerable en aquellos tiempos. Como ya hacía el idealista general con parte de su soldada, que era donada para contribuir al sustento de sus propias tropas, carentes siempre de todo lo necesario, quiso destinar el premio para la construcción de cuatros escuelas. Al agradecer el premio otorgado dijo: “Nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el verdadero patriota que merece la confianza de sus conciudadanos en el manejo de los negocios públicos, que el dinero o las riquezas; que éstas son un escollo de la virtud, y que adjudicadas en premio no solo son capaces de excitar la avaricia de los demás, haciendo que por lo general objeto de sus acciones subordinen el interés público al bienestar particular, sino que también parecen dirigidas a estimular una pasión abominable como es la codicia. He creído propio de mi honor y de los deseos de la prosperidad de mi patria, destinar los cuarenta mil pesos que me fueran otorgados como premio por los triunfos de Salta y Tucumán, para la dotación de escuelas públicas de primeras letras”.

   Aceptada la donación, se decidió, mientras se iniciaban las obras, remunerar el capital con un rédito del cinco por ciento y poder disponer en su momento del montante para la obra decidida.

   Pero pasó el tiempo, cinco años, y las localidades favorecidas al comprobar la excesiva demora en la construcción de las escuelas prometidas demandaron lo prometido. No obtuvieron respuesta. Ni cinco años después, en 1823 el ministro Bernardino Ribadavia, ni Juan Ramón Balcarce, gobernador de Buenos Aires, pasados diez años más lograron dar razón del dinero donado por Belgrano. Tampoco cuando se aireó que el dinero en su momento se había ingresado en una cuenta del Banco Provincia se logró que las autoridades asumieran responsabilidades.

 Hubo que esperar hasta 1870 para que las autoridades bonaerenses declararan que la responsable de los fondos era la Junta del Crédito Público de la Provincia de Buenos Aires; pero descubrir al organismo administrador del dinero no suponía poder disponer de él, pues no había tal dinero. Doce años después, sesenta y nueve años después de la donación, sesenta y dos después de la muerte del donante, los fondos, cuya desaparición obedecía a la mala administración, cuando no a los desfalcos de las autoridades, fueron reconocidos y anotados en el debe de la cuenta Fondos Públicos Primitivos, a la espera de su reposición tras conocerse que el Banco de los Ganaderos Bonaerenses había dispuesto del capital sin abonar ninguno de los intereses pactados.

   A partir de ese momento la historia de las escuelas de Belgrano adquiere una nueva dimensión. El tiempo deja de medirse en años. Casi dos generaciones después Juan Domingo Perón y Eva Duarte ponen la primera piedra para la construcción de una escuela en Tarija, que ya no es el territorio del Alto Perú, dependiente de Buenos Aires en los tiempos del general Belgrano, sino Bolivia; pero ni siquiera entonces, el general  verá cumplido desde la tumba su deseo. Deberá pasar otra generación para que al fin comiencen las obras. El 27 de agosto de 1974, siendo presidenta de Argentina María Estela Martínez de Perón es inaugurada la escuela. Se le puso el nombre de “Escuela Argentina Manuel Belgrano”. Se habían necesitado 161 años para cumplir la voluntad del donante.
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JEREMY BENTHAM, ASPIRANTE A LA ETERNIDAD

    Siempre ha habido personas con ansias de trascender más allá de su muerte. Para ello han usado de las más diversas tácticas. Han dedicado su vida a procurar el bien ajeno para ser recordados, inventado objetos, enunciado leyes que explican el comportamiento de la naturaleza o realizado hechos extravagantes con los que ser recordados. El caso de Jeremy Bentham es de estos últimos. Bentham quiso perpetuar su cuerpo momificándolo. Así lo dispuso en su testamento, y así se cumplió su voluntad. Jeremy nació en Londres en 1748. Fue un niño estudioso y aplicado. Gracias a la buena situación económica de su familia estudió Derecho. No fue, sin embargo, el ejercicio de la abogacía lo que ocupó su existencia. Sus preferencias se inclinaron hacía el desarrollo de leyes que regularan la convivencia entre las personas. Los códigos fueron tomando fuerza en aquellos tiempos hasta la redacción por Napoleón del Código Civil francés, que acaba de cumplir doscientos años. A ello se dedicó Bentham, que trató de introducir algunos de sus textos en Rusia y también, a principios del siglo XIX, en las nacientes naciones sudamericanas. Tuvo tiempo, además, para el pensamiento económico. Se podría decir que esbozó lo que más tarde los economistas han venido en llamar Ley de la utilidad marginal decreciente. Sin conocer las curvas de oferta y demanda, ya percibió que un consumidor con una renta limitada consumía parte de ella en determinados productos, hasta que la satisfacción que le proporcionaban disminuía y eran sustituidos por otros. Su obra literaria fue tan extensa como desconocida durante mucho tiempo.

    Al morir a los 84 años se procedió, según su voluntad, a momificar su cadáver. Se le colocaron en la cara unos ojos de cristal que el propio Bentham había elegido como adecuados, y que se dice había llevado en el bolsillo de sus pantalones durante muchos años; pero la cabeza quedó dañada durante el proceso y hubo de ser sustituida por una reproducción de cera. El cuerpo fue vestido con sus propias ropas y colocado en un armario de madera, con las puertas abiertas, para su exhibición en el University College de Londres, donde todavía hoy puede ser contemplado por los visitantes. La verdadera cabeza de Bentham también se conserva. Fue colocada dentro del armario a los pies de su dueño, seguramente con los ojos de cristal con los que Benthan quería seguir viendo el mundo después de muerto.
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HISTORIA DE ALGUNAS ANIMALADAS

    Se sabe que en el coliseo romano y en otros circos de la época se libraban feroces batallas entre animales. Eran espectáculos de moda que servían para divertir a la masa. Osos, toros, rinocerontes, elefantes, tigres o leones eran enfrentados entre sí, cuando no a gladiadores, para solaz del pueblo embrutecido.

    Sin duda que en tiempos anteriores ya se producían combates parecidos; y desde luego, siguieron sucediendo después hasta tiempos muy recientes.

    En la España de los Austrias también era muy frecuente la lucha entre bestias que competían entre sí hasta morir. Solían celebrarse estas luchas en plazas o cosos, con numerosa asistencia de público y presencia de autoridades. Es conocido un caso sucedido en Madrid. Se organizó en el sitio del Buen Retiro, durante el reinado de Felipe IV, con motivo del cumpleaños del príncipe Baltasar Carlos, el 13 de octubre de 1631.  Se enfrentaron al mismo tiempo un toro, un león, un tigre y un oso. Cuatro bestias de enorme ferocidad de las que resultaba difícil aventurar un ganador. Al final todos, excepto el astado, estaban heridos e impedidos para continuar la lucha. Fue entonces cuando el “Rey Planeta” pidió un arcabuz y de un certero disparo derribó al cornúpeta, ante los vítores y aclamaciones del gentío entregado a su rey.

Madrid. Cuesta de Moyano. 2006
Masdrid. Cuesta de Moyano

    En el siglo XIX también se han promovido espectáculos en los que las bestias han sido víctimas de la violencia humana. En Madrid desde la época de Carlos III hubo un jardín zoológico. Al principio estaba ubicado junto a la cuesta que hoy se llama de Moyano. Dicho parque, mantenido por los reyes, pasó a depender del municipio en el siglo XIX. Los grandes costes y la dudosa gestión desembocaron en la cesión del parque a manos particulares. Una familia de empresarios circenses, los Cavanna, se hizo cargo de él. Durante la gestión de los Cavanna la situación económica mejoró notablemente. En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, Luis Cavanna dirigía el zoológico, que por entonces era llamado “Casa de Fieras” como un verdadero circo: paseaba los animales por la ciudad, los llevaba a abrevar a fuentes y estanques y organizaba luchas entre ellos. Una de estas peleas sucedió en 1904, entre un tigre y un toro. Los animales estaban encerrados en una jaula, en una especie de coso, pero la ferocidad de los animales provocó la rotura de la jaula y la fuga de los animales. Y naturalmente el pánico se apoderó del público. La jornada terminó con un muerto y diecisiete heridos. El incidente supuso la supresión de tales espectáculos.
 
   Casi al mismo tiempo, en 1903, en Nueva York, en la zona de Coney Island, se acababa de erigir “el Luna Park” un circo en el que Topsi, una elefanta africana, había contribuido a construir. Su misión como animal de carga consistió en acarrear materiales. Al tiempo su cruel educador la preparaba para los mas variados y extravagantes números, algo a lo que Topsi, africana, y por tanto indomable y arisca se resistía. Un día su cuidador le colocó un cigarro encendido en la boca y pretendió obligarla a fumar. El animal sintió el dolor que la quemadura, provocada por la brasa, produjo en su boca, y enfurecida arremetió contra su torturador.  De un pisotón fue convertido en algo parecido a un sello de correos. El caso se considero como un asesinato, pues supuso la condena de Topsi. Era peligrosa y por tanto, necesario ejecutarla.

    Se pensó en ahorcarla, pero hubo protestas. Alguien alzó la voz diciendo que ese modo de ejecución resultaría en exceso cruel (1), y se decidió electrocutarla.

   Comenzaba por entonces la expansión masiva del uso de la luz eléctrica. De hecho el propio “Luna Park” estaba iluminado gracias a miles de bombillas de filamento, de las inventadas por Edison, el prolífico autor de más de mil inventos: el fonógrafo, el telégrafo, y… la silla eléctrica; y había una despiadada lucha entre los partidarios del uso de la corriente continua, encabezada por el propio inventor, y los defensores de la corriente alterna. George Westinghouse defendía tenaz este tipo de corriente. Al fin se le propuso a Edison la preparación de la ejecución. No dudó en aprovechar la ocasión para demostrar que la corriente empleada por  Westinghouse era mucho más peligrosa que la de tipo continuo defendida por él, que produciendo los mismos beneficios, decía, era incapaz de matar. Así que, dispuso todo para la ejecución. Una descarga de 6.600 voltios de corriente alterna recorrió el cuerpo de Topsi, que humeante se desplomó, muriendo en apenas quince segundos. La escena(2)completa fue filmada por el propio Edison y ha llegado a nuestros días en perfecto estado. En ella podemos ver lo que aquella mañana del mes de enero de 1903 presenciaron más de mil quinientos espectadores de morbosa curiosidad y ávidos de emociones fuertes.

   Cien años después, en el Coney Island Museum de Nueva York, fue inaugurado un monumento en su recuerdo.


(1) La elefanta Mary no tuvo tanta "suerte". Había matado en un  arrebato furioso a uno de sus cuidadores. Fue colgada de una grúa el 13 de septiembre de 1916.

(2) Ejecución de Topsi. Película de Thomas A, Edison. 1903.

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. DAROCA

   Con unas murallas y un imponente castillo que al viajero se le antojan inexpugnables, y con razón, pues la historia le enseña cómo Daroca fue, y más de una vez, durante la Edad Media, baluarte infranqueable en las apetencias de Castilla por el Reino de Aragón, Daroca recibe al viajero, dándole paso por la Puerta Baja, la más antigua y juzga el viajero que también la más hermosa de las que tiene la ciudad. Cruzar el arco de la puerta, es verse en la calle Mayor llena de comercios y gente que, de principio a fin, es decir, desde la Puerta Baja a la Alta, camina por ella: visitantes o vecinos, unos curiosos, dedicados otros a sus compras y haceres cotidianos. Lee el viajero que antes que calle fue rambla y poco cuesta al viajero creerlo, pues por Daroca pasa el río Jiloca y hacía él discurren cauces de muchos barrancos que, vistos en el mapa, son paralelos a la gran calle. Pero la naturaleza rara vez cede a los caprichos del hombre, y no por ser calle las aguas que bajaban de las tierras altas dejaban de buscar salida por su camino natural, el que ahora los hombres querían para sí. Y si dicen que la necesidad agudiza el ingenio, los darocenses lo desplegaron en poco más de cinco años, eso sí, a base de pico y pala, pues entre 1555 y 1560 construyeron un túnel, La Mina, de más de setecientos metros de largo, seis metros de ancho y ocho de altura, que atraviesa el cerro de San Jorge y canalizaba las torrenciales aguas que hasta entonces amenazaban la ciudad. Y fue tan perfecta la obra que, aunque fueron dos brigadas las que comenzaron a excavar el monte, una a cada lado del cerro, cuando coincidieron en el centro, resultó tan recta la mina que la luz del final del túnel se veía desde cualquiera de las dos entradas.


Daroca. Puerta Baja

   Cerca de la calle Mayor el viajero encuentra la Colegiata de Santa María, templo si no hecho, sí rehecho para la veneración de los famosos Corporales de Daroca. La historia de estos corporales transcurre lejos de Daroca, pero quiere el viajero recordar aquí cómo fue que llegaran hasta Daroca aquellos paños.

   Tras la conquista de Valencia, en 1238, por Jaime I, las tropas cristianas avanzan hacia el Sur. Al año siguiente, guiados por Berenguer de Entenza, tío del rey Conquistador, soldados de Aragón están próximos a Luchente y al castillo de Chío. El 23 de febrero de 1239 se prepara un combate entre cristianos y agarenos. Acompaña a las tropas aragonesas el capellán Mateo Martínez, darocense de la parroquia de San Cristobal, que para obtener la gracia del Todopoderoso oficia una misa. Cuando las tropas de ambos bandos iban a entrar en combate el sacerdote oficiante ocultó las sagradas formas bajo unas rocas para salvaguardarlas de la barbarie infiel, caso de ser capturado. Cuando al terminar la contienda, con victoria cristiana, el prudente clérigo fue a recoger las hostias envueltas en los corporales, éstos teñidos de rojo guardaban ahora convertidas en carne de Cristo los trozos de pan ácimo puestos por el capellán. Comprobado el prodigio, para venerar aquellos milagrosos corporales, unos quisieron que quedasen allí, y que en el lugar de la batalla se levantara una ermita; otros que, como el capellán Martínez, se llevaran a Daroca. El desacuerdo se dejó en manos de la providencia. Se guardaron los corporales en unas alforjas puestas a lomos de una mula y se dejó que fuera ésta la llevara los corporales donde su libre albedrío dispusiera. Y así fue cómo la mula, llegando a Daroca, se detuvo y cayó fulminada. Allí quedaron los corporales, y allí se conservan aún en la colegiata de Santa María.


Daroca. Colegiata de Santa María.

   El viajero queda un poco decepcionado, un sentimiento que cuantifica así, por no emplear el más contundente y absoluto de ver totalmente frustradas sus ganas de ver el templo. Hay veces que hay suerte y las puertas de la Casa de Dios están abiertas, como parece que deberían estar siempre. Otras, encontrándolas el viajero cerradas, acaba entrando: “Llamad y se os abrirá” dijo el evangelista San Lucas; y otras viéndolas cerradas a cal y canto, parece que sean las puertas del cielo, que San Pedro las guarde y al viajero le vete el paso, pues no hay manera de entrar donde el viajero quiere. Y así le sucede al viajero, que San Pedro está de guardia y el viajero se queda con las ganas. No es día ni hora de abrir. Y es que el viajero traía aprendido que hay en la Colegiata capillas, como la de los Corporales, y pinturas murales de cierto interés, que el viajero se queda con las ganas de ver, pero no de avisar de que están y de desear a quien vaya detrás de él que la fortuna le favorezca.

   Se conforma con ver por fuera el templo, que fue remodelado en su anterior fábrica y dejado como hoy está a finales del siglo XVI por el arquitecto Juan Marrón. El viajero pese a todo, no está triste por el contratiempo. Daroca es encrucijada, lugar de mucho paso para otros muchos sitios, y sabe que volverá a pasar por aquí otra vez. Quizás entonces San Pedro, sonriente, le espere con las puertas abiertas.
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EL PASTELERO QUE QUISO SER REY

   Mucho tuvo que ver el destino para que la siguiente historia llegara a ocurrir, pues sus tres protagonistas allí vivían y allí se conocieron; pero aunque el azar los reunió, fueron ellos los que, por el enredo de uno y la ingenuidad y ambición de los otros, escribieron su propia suerte.

                                                       *

   De profesión pastelero, unos dicen que fue concebido en Lisboa, otros que en Toledo, lo que sí se sabe es que fue en esta ciudad donde nació Gabriel de Espinosa, seguramente hacia 1555, aunque fue luego en Madrigal donde vivió, y por tener un obrador donde preparaba pasteles, fue conocido como el pastelero de Madrigal.

   Era Gabriel bien parecido, de cabellos rubios, bien educado y su piel estaba adornada con cicatrices, que decía eran trofeos de su valentía en los campos de batalla. Su parecido con el desaparecido don Sebastián de Portugal era notable. Y es que al morir el príncipe Juan de Portugal y regresar a España doña Juana de Austria, tras nacer el infante don Sebastián, fueron llamados para ocuparse del pequeño príncipe portugués los marqueses de Castañeda. Había en el séquito de estos señores una dama llamada María de Espinosa de tan cautivadora belleza que el rey Juan III, sucumbiendo a sus encantos y a sus propias pasiones, que en estas cosas son siempre dos los que hacen y deshacen, la dejó encinta. Al saber los marqueses de aquel embarazo decidieron alejar a María de Lisboa, enviándola a Toledo, donde nació un niño, que por ser hijo de don Juan III de Portugal era a su vez tío del nacido poco antes don Sebastián, el futuro rey. Sea su gran parecido con don Sebastián por su parentesco o por un azar de la naturaleza, pues lo primero navega entre lo posible y el mito, y lo segundo es mera probabilidad, el caso es que Gabriel de Espinosa no dejará pasar la ocasión cuando se le presente.

                                                       *

   Ana de Austria nació en Pastrana, pero vivió desde niña en Madrigal, si así se puede llamar a su existir encerrada como novicia primero y monja después, sin tener vocación por la vida contemplativa.  Era hija de doña María de Mendoza y don Juan de Austria. Un amor propiciado por la princesa de Éboli, que se tornó pasajero, o al menos intermitente y discreto, pues para evitar el escándalo, doña María fue alejada de la corte al conocer doña Ana, la siempre intrigante princesa de Éboli, el embarazo de su sobrina. A los seis años la niña nacida de aquellos amores ya había ingresado en el Real Monasterio de Nuestra Señora de Gracia el Real de la villa de Madrigal. Allí fue creciendo, estudiando, olvidada de todos y sin afectos. Allí fue donde conoció la desaparición del rey de Portugal don Sebastián y supo de la muerte del hermano del rey don Felipe, don Juan de Austria, el héroe admirado por todos que, sin saberlo, era padre suyo. Y allí fue donde la sobrina del rey Prudente conoció a Gabriel de Espinosa, del que ni rey ni roque, conseguirá otra cosa que enamorarse de él.

                                                        *

   También en Madrigal vivía por entonces fray Miguel de los Santos, un agustino, confesor en la corte lisboeta de don Sebastián de Portugal que, al morir el rey en Alcazarquivir, fue desterrado por Felipe II, pues antes que a favor de su partido por la corona portuguesa, se puso de parte de don Antonio, el prior de Crato, aspirante al trono luso. Hecho el acto de contrición por sus veleidades políticas, lo que le permite estar en una aceptable posición en Madrigal, no parece asumir ningún propósito de la enmienda y sus caprichosas maniobras en contra del rey Prudente vuelven a presentarse en él. Poco más cabe decir de este fraile, como no sea que es el lazo que une a Gabriel de Espinosa y Ana de Austria. Sin él la historia de esta impostura nunca hubiera sido.

                                                       *

   Hacía 1582 llega a conocimiento de Felipe II la existencia de una sobrina suya a la que no conoce. Le dicen que es novicia en Madrigal, y aunque en un primer momento produce irritación en el rey que se le haya ocultado el asunto, pronto se inician algunos trámites para el reconocimiento de la joven como miembro de la casa real, aunque nada se haga para sacarla del estado conventual en el que se encuentra. Así pasan los años hasta que el 12 de noviembre de 1589 Ana de Austria toma los votos en Madrigal. Para entonces el confesor de Ana, Miguel de los Santos, ya conoce a Gabriel de Espinosa. No es extraño de así sea, y tampoco que habiendo sido confesor de don Sebastián en Lisboa, aprecie el gran parecido del pastelero con el mítico monarca luso y comience a urdir un plan para el sosias que la providencia ha puesto en sus manos.

   Comienza el fraile por persuadir a doña Ana de los grandes destinos que en sueños, por designio divino, ha visto para ella: el de ser esposa de don Sebastián y reina de Portugal. La insistencia del fraile en las visiones que dice tener hace fácil la disposición de la monja, que carente de vocación  por las cosas de Dios, cree que los sueños de Miguel de los Santos son anticipo de la realidad. No ha costado mucho tampoco al astuto agustino convencer a Espinosa que su parecido con el rey portugués desaparecido, pero no muerto a decir de todos, puede ser la oportunidad que la vida le ofrece para alcanzar grandes empresas, y que con la ayuda de doña Ana, la sobrina del rey, más deseosa de lucir brocados y sedas que el hábito que aborrece, podrá hacerse realidad. 

   Para dar crédito a ello el falso don Sebastián escribe palabras de amor y promesas de grandeza a la ingenua monja. Doña Ana, enamorada de don Gabriel antes que de Dios, entrega al impostor unas joyas para financiar la empresa, pues lleva Espinosa tiempo exhibiéndose y su fama va creciendo. De ello se ocupa el antiguo confesor real. En Portugal crece la idea de que pronto volverá don Sebastián a ocupar el trono luso que ahora ocupa Felipe II, cuyo fin, dada su edad, creen próximo, como también lo creen los nuevos pretendientes.

Fotografía tomada del libro España histórica de Antonio Cárcer Montalbán.
Ediciones Hymsa. 1934

   Pero tanto alboroto, como es natural, no hace sino llamar la atención de las autoridades y, una vez más, es el azar el que marca el guión de la historia: está Espinosa en Valladolid, cuando una mujer con la que ha hecho cierta amistad, descubre que Gabriel guarda joyas de valor impropias de su condición. Temerosa por verse involucrada con quien pudiera ser incapaz de justificar la posesión de piezas tan valiosas, da cuenta a la Justicia. Tras las primeras indagaciones, se le descubren a Espinosa una miniatura con el retrato de doña Ana, una sortija, con otro retrato, éste del rey don Felipe, relojes y otras piezas variadas. Rodrigo de Santillán, Alcalde de Corte de la Chancillería de Valladolid, le interroga. Dice Espinosa, que es pastelero en la villa de Madrigal y que le fueron entregadas por doña Ana, monja de Santa María, para su reparación o venta. Sospecha don Rodrigo de la versión del pastelero, ordena que se le detenga, y prosigue sus pesquisas, que ahora se dirigen hacia la dueña de las joyas.

   Y hasta el convento llega el alguacil Cerecedo con el aviso para doña Ana de lo sucedido, del rescate de sus joyas y el prendimiento de Espinosa. Doña Ana defiende a éste, y responde que son suyas las joyas y que ha sido ella la que de grado ha entregado a don Gabriel las mismas para su venta.

   Pero Santillán desconfía. Obstinado en conocer la verdad, llega a sus manos una carta de doña Ana y otra de su confesor Miguel de los Santos, dirigida a Espinosa. Las cartas resultan comprometedoras. En ellas, antes que las palabras de amor, alarma al Alcalde comprobar que Espinosa recibe el trato de Majestad por la sobrina del rey. Y aún hay más. Un nuevo personaje, el confesor De los Santos, antiguo conocido del rey don Felipe, entra a formar parte de la enmarañada trama. Santillán se propone penetrar en ella.

   Informa, pues, al rey. Don Felipe ordena que siga preso Espinosa, se confine a doña Ana en el convento y vaya el Alcalde a Madrigal, para conocer en persona detalles de lo que parece traición y delito de lesa majestad. Cuando llega, poco queda en el obrador de Espinosa. Nada que le comprometa, pero pregunta a la gente y escucha que era llegado hacía poco de Nava de Medina, no muy lejos de Madrigal, que sus pasteles no eran buenos y que ni siquiera los hacía él, salvo a veces para disimular, pues otros se encargaban de hacerlos, mientras él lo que sí hacía a diario era oír la misa que de buena mañana daba fray Miguel en el Convento, y pasar el día hablando con doña Ana y con el propio fray Miguel en el locutorio.

   El temor al escándalo alerta al prior de los agustinos, que prohíbe entregar más documentos a don Rodrigo, pero pese a las amenazas de excomunión, don Rodrigo se incauta de toda la correspondencia de doña Ana y ordena quede confinada en su celda. También fuera del convento Santillán, obstinado, busca nuevos documentos comprometedores, los que doña Ana ya había enviado a Espinosa antes.

   Detenido Espinosa, confinada doña Ana, llega el turno de fray Miguel. Reincidente como era en su oposición a Felipe II, nada bueno puede esperar, y no se equivoca. Acusados de alta traición, el juicio transcurre como conviene a los acusadores. Coincidentes al fin por las malas, fray Miguel y Espinosa, tras negarse por las buenas a reconocer la comisión de los delitos, éste, confirmada la sentencia por el rey don Felipe, morirá ejecutado en el mismo Madrigal, tal como anunciaba el pregón el día de su ejecución:   “Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor, y el Alcalde Don Rodrigo de Santillana en su nombre, à este hombre, por traydor al Rey nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil, y baixo,se havia querido hazer persona Real, le mandan arrastrar, y que sea ahorcado en la plaça publica desta Villa, y desquartizado en ella y su cabeça puesta en un palo: Quien tal haze, que asi lo pague”.

   Fray Miguel no resulta mejor parado, secularizado, queda desprotegido por tanto por el fuero eclesiástico. La horca quebrará su cuello en Madrid. Mejor tratada fue doña Ana, traidora al rey también. El 24 de julio de 1595, el doctor don Juan de Llano Valdés hace pública la sentencia. Será confinada, tratada como una monja particular, sin que pueda hablar con nadie, saliendo únicamente para oír misa los días de fiesta, y comerá sólo pan y agua todos los viernes de los ocho años que durará su encierro. Muerto el segundo de los Felipes, el tercero la liberará y de vuelta a Madrigal, será priora; y luego, en el Monasterio de las Huelgas abadesa. Sin duda fue la mejor parada en este enigmático caso, rodeado de un aura de leyenda y causa y efecto a la vez del sebastianismo.

Nota: El muerte de don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir y el reconocimiento de su cadáver por algunos de los nobles que le acompañaron en la campaña africana fue contada en “El secreto de don Sebastián de Portugal”.
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