Sin el apoyo de Prim, recién asesinado, el nuevo
rey se instala en el Palacio Real, pero aunque pone empeño en hacer las cosas
bien, no tiene suerte Amadeo. Sí, el pueblo no lo ve con malos ojos; su
juventud, aspecto gallardo y actitud alejada del boato isabelino, a lo que
contribuye mucho su esposa María Victoria, le favorece; pero la aristocracia no
lo aprecia de igual modo. Ven en Amadeo el intruso que impide el paso al joven Alfonso
y los carlistas el obstáculo a sus pretensiones. Pocos son los que acuden a
palacio, el duque de Sesto no le saluda; tampoco la reina se libra del
desprecio de las damas de la corte, que incluso organizan actos para desairar a
la nueva dinastía. Y en cuanto a la
Iglesia, su alto clero, hace gala de una falta de caridad
impropia de su doctrina.
Entre los políticos la cuestión no es mucho más
favorable para el nuevo rey. Que los federalistas le ataquen no sorprende a
nadie; pero sí el tono empleado por su más brillante orador, don Emilio
Castelar, hombre educado y de tacto, que en las Cortes ─y así consta en el
diario de sesiones─ dijo: “(...) Vuestra majestad debe irse, como
seguramente se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin
parecido al de Maximiliano de Méjico… Esta nación que peleó tres siglos contra
los romanos y siete contra los árabes; ésta nación, que venció a Carlomagno, el
mayor guerrero de la Edad Media,
en Roncesvalles; a Francisco I, en Pavía, y a Napoleón, el gran capitán de los
tiempos modernos, en Bailén y Talavera; esta nación cuya gloria no cabe en los
espacios, cuyo genio tuvo, como Dios, fuerza creadora para lanzar un nuevo
mundo, una nueva tierra en la soledad del océano; esta nación que cuando iba en
su carro de guerra veía tras de sí a los reyes de Francia, a los emperadores de
Alemania seguir humildes sus estandartes; esta nación de la que eran
alabarderos, maceros, y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los
hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía (...)”.
Es verdad que los ejecutores de la revolución de
septiembre están con él, más o menos; o quizás muerto Prim, más menos que más,
pero sus preocupaciones son luchar entre sí, sobre todo en el partido radical,
Ruiz Zorrilla y Sagasta, juntos en un propósito antes, alejados ahora uno del
otro, cuando más les necesita España y su nuevo rey.
Porque desde el principio de la monarquía saboyana
los problemas se ven llegar. Nada más ser Amadeo rey el antiguo regente,
Serrano, forma gobierno. Apenas seis meses después estalla la primera crisis.
Amadeo encarga la formación de un nuevo gabinete, pero al poco, el duque de la Torre confiesa al rey que
nadie acepta ser ministro, ni Ruiz Zorrilla ni Sagasta. Finalmente es Ruiz
Zorrilla quien se hace con el poder, que ofrece a don Práxedes la cartera de
Estado, que no es aceptada. Es el comienzo de las disputas, el encono y la
animadversión que ambos se profesarán en adelante, la causa del desgobierno y
la desgracia para la nueva dinastía. El asunto de la quintas, aún no resuelto, la
indisciplina en el ejército, la escasa actividad económica, que conduce a la
miseria generalizada del pueblo, lo que obliga al ministro Figuerola a poner la
hacienda pública en manos de la banca judía francesa son una mínima parte de
los sufrimientos que España padece; y ello mientras la Nación se desangra en Cuba
y los movimientos carlistas enfrentan
una vez más a los ejércitos españoles.
Crisis tras crisis, gobierno tras gobierno, unos de
Sagasta, otros de Zorrilla, alguno de Serrano, el rey está cada vez más solo, como
sola, o casi, sino fuera por Concepción Arenal, está la reina, dedicada a obras
piadosas.
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Firma del rey Amadeo de Saboya (Fotografía tomada del libro
España Histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934. |
Y solos los dos, como en una repetición de la historia
ocurrida pocos meses antes, afrontan el trance que, tras la guerra de la Independencia,
ningún monarca español ─del que sólo las
reinas regentes María Cristina de Borbón y María Cristina de Habsburgo se
libraron─ logró evitar durante el siglo
XIX: un atentado contra sus vidas.
Tienen los reyes, en las calurosas noches del
verano madrileño, costumbre de salir en carruaje a dar un paseo nocturno por
los jardines del Retiro y volver luego a palacio. La noche del 18 de julio de
1872, Amadeo podía haber variado su itinerario. Así se lo había aconsejado el
presidente del Consejo y la prudencia; pero como Prim, quién sabe si en
recuerdo suyo, sin hacer caso, enfila el camino habitual tras su paseo
nocturno. La reina va con él. También ella conoce el peligro. Enterada, ha
tratado por todos los medios, sin lograrlo, de convencer a Amadeo para cambiar
la ruta; pero ante la insistente negativa decide, aún embarazada como está,
acompañarle y afrontar con él un único destino.
Y es que ese mismo día, unas horas antes, por
casualidad, se había sabido que la vida del rey estaba en peligro. Cierta
persona, instruida y bien relacionada que acababa de salir de la Biblioteca Nacional
acertó a escuchar, sin que se percataran de su presencia, la conversación que
mantenían dos individuos apostados junto a un coche:
─Esta noche el rey debe morir. Será al final de la
calle del Arenal, cerca de la plaza de Isabel II, cuando regrese a palacio. Se
bloqueará el camino para facilitar el asalto. Avisa para que estén todos listos
y, advierte que nadie se eche atrás. Quién abandone lo pagará caro.
Aterrado el buen hombre, al oír aquello, corre a
comunicar a un militar amigo suyo la noticia que, siguiendo un conducto casi
reglamentario, llega a oídos de Cristino Martos, ministro de Estado y del
presidente del Consejo Ruiz Zorrilla. No hace caso el rey al requerimiento del
presidente para evitar el trayecto y se dispone una discreta vigilancia y protección del monarca(1).
Cuando, casi de madrugada, los reyes vuelven a
palacio, en la Puerta
del Sol, el coche real se cruza con el de don Pedro Mata, el gobernador
civil de Madrid, que dando la vuelta, se
coloca detrás del de los reyes, mientras éste sin detenerse emboca la calle del
Arenal. Varios hombres están apostados al final de la calle. La policía, que
discretamente vigila, los ha visto salir poco antes de una taberna de la Plaza Mayor y tomar
posiciones. Cuando el coche real alcanza el lugar previsto la calle se halla
cortada y el cochero obligado a detener el coche. Es el momento en el que varios
individuos armados con trabucos y revólveres se acercan al coche detenido
dispuestos a abrir fuego. El rey, para proteger a María Victoria, cubre el
cuerpo de la reina con el suyo propio. El cochero azuza los caballos. Se oyen
disparos. Uno de los caballos es herido por varias descargas. Por fin el coche
se mueve. La policía responde con fuego a los atacantes. El tiroteo continúa
mientras el coche de los reyes se aleja. Los reyes están a salvo.
Milagrosamente no han sufrido daño y llegan a palacio. Uno de los criminales es
abatido y tres más detenidos. De estos y de los muchos más detenidos en los
días siguientes se constató la filiación republicana de los regicidas o al
menos eso se deduce al ser un republicano el único muerto durante el tiroteo.
Las muestras iniciales de apoyo y simpatía hacia
los reyes duran poco. Siguen solos, aislados. A finales de 1872 Amadeo se reúne
con Serrano. Quiere limar asperezas. Si alguien puede apoyarle es el general.
La acción política y lo personal se mezclan en el encuentro. Aprovechando que el
nacimiento del tercer hijo del rey está próximo Amadeo y el duque hablan:
─Como sabes, Francisco, falta poco para que nazca
mi tercer hijo. La reina sería dichosa si Antonia aceptara ser su camarera en
el bautizo llevando al recién nacido a la pila bautismal, y los dos accedierais
al padrinazgo del nuevo infante de España. Serrano trata de obtener ventajas a cambio.
Condiciones inaceptables que el rey no admite. En un clima que augura tormentas
futuras se despiden:
─Majestad, me hacéis gran honor, pero sabéis
que las circunstancias actuales no son las más propicias. En mi nombre y en el
de mi esposa os agradezco el honor que nos hacéis, pero no podemos aceptar
vuestro ofrecimiento. Deseo lo mejor para vuestra majestad, para la reina y el
feliz desenlace en el parto.
El rey está molesto, lleva dos años soportando
desprecios. Ha tenido buena voluntad. Quizás haya cometido errores. España no
es una nación fácil de comprender y menos de gobernar, pero si hay algo que sí
comprende es que no se le quiere ni se le respeta. La cuerda nunca ha estado
más tensa.
El 29 de enero de 1873 María Victoria da a luz un
niño, un infante de España. Un nuevo incidente agria más aún las relaciones del
Gobierno con el rey. Cuando ese mismo día el gabinete y una representación de
las cámaras acuden a la presentación del vástago real en el palacio real, el
rey les da plantón(2).
Sin recibirles, ordena que el mayordomo de palacio, el conde de Rius, les
anuncie que el bautizo se celebrará al día siguiente. Al conocerse los hechos en
las Cortes, los parlamentarios, indignados, explotan en feroces críticas contra
el rey, a los que el Gobierno, pese al agravio, en boca de Cristino Martos,
trata de apaciguar.
Tras el bautizo, en el que la duquesa de Prim actúo
como camarera de la reina se celebra el banquete. El rey y el presidente
Zorrilla ocupan sus asientos uno junto al otro, se cruzan reproches y el rey,
al parecer, dispuesto a no dejarse doblegar por voluntad que no sea la suya
habla sobre su futuro en términos que Zorrilla no alcanza a comprender. La suerte
del rey parece echada. Si durante dos años parecer haber ido a remolque de lo
que los partidos decidían, también parece resolver que es hora de ser él quien
decida su propio futuro. La ocasión se presenta enseguida, el asunto Hidalgo
estalla ante el rey como artillería pesada, porque asunto de artilleros es.
Cuando el general Baltasar Hidalgo Quintana fue
destinado como Capitán General con destino en Vitoria, el rechazo de los
oficiales del cuerpo de Artillería fue unánime. Alegando enfermedad se negaron
a presentarse ante el nuevo Capitán General. Su pasado en la cuartelada de San
Gil de 1866 le marcó siempre. Responsable de la asonada, que fue sofocada y varios suboficiales fusilados,
Hidalgo fue condenado a la pena de muerte. Huido y exiliado, con el triunfo de la revolución de septiembre regresó a España y fue rehabilitado, pero nunca aceptado por el cuerpo artillero.
El caso
se fue complicando con el perseverante rechazo a Hidalgo en
Vitoria y en su posterior destino en Cataluña, y el asunto por fin llega
a las Cortes. Ante tan complicada situación y aprovechando la oposición el
conflicto el Gobierno decide reorganizar el cuerpo de Artillería, presentando
al rey el decreto de supresión del Cuerpo previamente votado favorablemente en la Cortes.
Contrario, pero sin más remedio que acatar la
decisión de las Cortes, Amadeo firma el decreto y anuncia su intención de
abdicar. El martes 11 de febrero de 1873, entrega al presidente Ruiz Zorrilla
su renuncia y la de sus hijos y sucesores a la Corona de España.
Ese mismo día la Asamblea nacida de la monarquía
moría; y con su mismo cuerpo renacía
como republicana. La mayoría de los ministros, también monárquicos ─sólo cuatro
de ellos: Fernández de Córdoba, Beránguer, Echegaray y Becerra, se habían
levantado como ministros al servicio de un rey y acostarían como ministros de la República─, renunciaron
a sus cargos, pese al intento de Rivero, presidente del Congreso, de obligarles
con autoritarismo inaceptable a mantener sus carteras. Cristino Martos, desde
el banco azul le contestó: “No está bien,
señores representantes de la Nación española, que, contra la voluntad de nadie, parezca que empiezan las formas de la tiranía el día que la monarquía acaba."
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Cristino Martos por Sorolla.
Museo de Bellas Artes de Valencia. |
La
primera República daba el primer mal paso de una andadura efímera, por un
camino por el que no supo transitar. Muchos serían los inconvenientes, muchos
también los enemigos.
(1)
Hubo posteriormente gran polémica, tanto en España como en Italia, sobre porqué
el Gobierno expuso al rey a tan peligroso trance y no trató de impedir el
atentado.
(2)
Aunque era costumbre en la
Corona hacerlo así, ya le había manifestado el rey a Ruiz
Zorrilla que consideraba familiares y privados los primeros instantes tras el
nacimiento de su hijo, reservando los actos públicos para el día del bautizo.