El viajero vuelve a Andorra una vez más. Ha estado varias veces ya. Sabe que la mayor parte de los visitantes piensan que es una larga calle llena de tiendas, galerías comerciales y hoteles; tiene fama de ello, pero también hay otras cosas. El desarrollo le ha hecho ocupar todo el valle, y la principal calle, antigua carretera promovida por el cardenal Benlloch(1) hace cien años, y asfaltada hace cincuenta, tiene ahora compañeras que discurren paralelas a aquélla. No interesa mucho al viajero la reciente red de carreteras andorranas ni las comerciales calles, donde la fiebre consumista vacía bolsillos de turistas y llena cuentas de comerciantes y hosteleros. Sí le interesan las angostas callejuelas que, como olvidadas por todos, se mantienen desiertas dando al viajero el gusto de ver en ellas lo que hubiera podido ver cien años antes, en tiempos del cardenal valenciano.
Fuera de la ciudad, el viajero busca pequeñas ermitas, cruces y piedras puestas siglos atrás. En Prats un pequeñísimo poblado cercano a Canillo ve una cruz gótica, que está allí, al borde del camino, desde hace unos quinientos años. El viajero se acerca a ella y la mira por los dos lados: uno tiene grabada una imagen de la Virgen, el otro un Crucificado. Le llaman la cruz de los siete brazos, aunque ahora sólo tiene seis.
Cuentan que hace mucho tiempo, sin que se pueda precisar cuanto, un grupo de amigos de Prats decidieron gastar una broma a uno de sus compañeros. Era éste un tanto pusilánime. Apocado y temeroso de todo, sus compañeros le pidieron que fuese a comprar vino, pero que tuviera cuidado con el diablo, que con siniestras intenciones, aseguraban se aparecía a los caminantes. Para que pudiera defenderse le entregaron una escopeta, y le dijeron que no dudara en usarla si el ángel del mal se le presentaba. Los bromistas habían trucado la escopeta, quitando la yesca para que al apretar el gatillo no se produjera el disparo; y así con una escopeta y el miedo en el cuerpo el joven salió a cumplir el encargo. Al llegar a la taberna, el joven dejo la escopeta apoyada en un rincón y pidió vino al cantinero. Un parroquiano, cliente de la taberna, tomó la escopeta para verla y al darse cuenta de su defecto la reparó y volvió a dejarla en su sitio. Cuando el muchacho, con el vino y la escopeta al hombro, ya de vuelta, llevaba un buen trecho andado palideció cuando vio ante sus ojos una silueta blanca que se movía frente a él. Era uno de los amigos que, puesta una sabana sobre sí, se agitaba tratando de asustarlo. El joven, muerto de miedo, cargó la escopeta y apuntando hacia el bulto blanco que tenía ante sí apretó el gatillo, disparando sobre lo que él, convencido, creía ser el diablo, y huyó despavorido al encuentro de sus amigos. Estos, al principio, se burlaron de él, pero al insistirles en que la escopeta se había disparado al apretar el gatillo fueron corriendo hacia el lugar de los hechos. Cuando llegaron nada encontraron y a nadie vieron. A la mañana siguiente volvieron al lugar. Iban más gentes del pueblo. Igual que la noche anterior no encontraron rastro de lo sucedido, pero vieron que a la cruz que había en borde del camino le faltaba un brazo, desaparecido también, como el cuerpo del amigo bromista del que, como por obra del diablo, nunca se supo nada.
Cerca de la cruz de los siete brazos el viajero ve una minúscula capilla con su espadaña. No será la única que vea el viajero, porque muchas pequeñas iglesias plagan el Principado. Son románicas casi todas, con sus espadañas o sus torres campanarios de estilo lombardo. En el interior, apenas algunas imágenes y pinturas murales, casi todas ellas reproducciones, pues los originales están, casi todos, dispersos por el mundo: Barcelona, Nueva York, Berlín(2)…, pero casi todas dignas de que el viajero les preste atención.
El viajero vuelve al hotel, las tiendas están aún abiertas: ¿resistirá el viajero la tentación de comprar algo inútil? Es seguro que no, porque…, es tan fácil sucumbir al capricho.
(1) El cardenal Benlloch nació en Valencia, fue copríncipe de Andorra y fomentó las obras públicas y el desarrollo andorrano. Fue enterrado en la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de la ciudad que le vio nacer.
(2) Fue durante el primer tercio del siglo veinte cuando Andorra perdió la mayor parte de su patrimonio artístico, especialmente por venta a museos o anticuarios extranjeros: así, las pinturas de la capilla de San Miquel d’ Engolasters están en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona; y las de la Iglesia de Santa Coloma en el berlinés Museo Prusiano de Cultura.
* Mas fotografías comentadas en Galería fotográfica.
** Un poco más sobre la historia reciente de Andorra puede leerse en "Un reino imposible"