SANTO DOMINGO DE LA CALZADA

    De Santo Domingo de la Calzada lo primero que se oye decir es que allí fue donde cantó la gallina después de asada. Y es normal que tal ripio se haya hecho famoso, porque en su catedral hay un gallinero en el que, el viajero no sabe desde cuando, viven a cuerpo de rey dos gallinas blancas, que recuerdan el milagro que allí sucedió.
   
    Ocurrió que una familia de peregrinos de procedencia alemana estaba de paso por la localidad camino de Santiago de Compostela. Los padres y un mozo componían la familia, y sobre éste último puso los ojos la hija de los posaderos de la fonda en la que se alojaron. La muchacha se insinuó al joven en varias ocasiones, pero él, virtuoso o váyase a saber, que la historia no lo dice y el viajero no indagará las razones, rechazó a la muchacha, que dolida y despechada no vio otra forma de vengarse del pretendido que acusarlo de ladrón, escondiendo una copa de plata en el equipaje del joven. Nada más partir los peregrinos, la muchacha denunció la falta de la copa y acusó al muchacho de ser el responsable del robo. Fueron detenidos, y al registrar los bultos descubrieron en los del joven lo robado. Detenido, fue juzgado y condenado a morir ahorcado. A partir de aquí la historia tiene dos versiones, aunque con un mismo final: en una el joven es ahorcado, en la otra su cuerpo no llega a pender de la soga; pero como la protagonista es la gallina, no la víctima de la injusticia humana, imaginemos al peregrino con la soga al cuello, al verdugo moviendo la palanca que dejará caer a plomo su cuerpo y al gentío expectante, mientras el corregidor de la plaza asiste a un festín en el que se dispone a degustar un guiso de gallina; y justo también en el momento en el que, atribulados, los padres del reo irrumpen en la casa del corregidor pidiendo justicia, proclamando la inocencia de su hijo y solicitando la gracia del corregidor, que molesto por la inoportuna invasión vocea:
    ─Juzgado está y por ladrón condenado ─y mientras se dispone a trinchar el ave añade─ Tan imposible será evitar que muera colgado del cuello como que esta gallina vuelva a cantar.
    Y dicho esto, y antes de que le diera tiempo a dar un tajo a la pintada, ésta se alza y comienza a cacarear sin pausa.
    Ni que decir tiene que el muchacho o no fue colgado o se produjo su resurrección. El caso es que fue restituido en su honra, y la mesonera, confesa del ardid, castigada.

    El viajero está en el interior de la catedral, ve el gallinero en lo alto de una capilla de uno de los brazos del crucero y, como ha leído en algún lugar que es propósito de visitantes llevarse una pluma de las gallinas de la catedral mira al suelo. Está limpio como una patena, pero ve una: pequeñita, entre blanca y gris, pero bien formada. Esta de suerte, no es fácil encontrar una. La guarda en la cartera, y se dedica a ver el resto del templo. Justo enfrente del gallinero esta el sepulcro del Santo que da nombre al pueblo. Debajo hay una cripta. El viajero baja. Mientras ve lo que allí hay recuerda que Santo Domingo fue un monje constructor. Tuvo una larga vida, pues vivió noventa años, y al principio fue un ermitaño que pronto se empeño en hacer caminos, puentes, hospitales… que facilitaran el tránsito de los peregrinos, por eso los ingenieros de caminos y los funcionarios de obras públicas lo tienen adoptado como patrón (1).

Santo Domingo de la Calzada. Torre de la catedral
Santo Domingo de la Calzada. Torre de la catedral

     Fuera el viajero mira la torre. Es la tercera que tiene esta catedral, porque las dos anteriores cayeron; la primera por causas naturales: un rayo cayó sobre ella destruyéndola; la segunda por una deficiente construcción: amenazaba ruina, y fue desmontada. La que hoy ve el viajero es del siglo dieciocho, barroca, de tres cuerpos, y la levantó Martín de Beratúa, un vizcaíno que construyó también las dos torres de la catedral logroñesa de Santa María la Redonda. Como el suelo donde debía levantarse la torre era poco consistente, probable causa de la ruina de la anterior, se decidió preparar el terreno para tan gran peso. Cal, arena, piedras y cuernos de toro sirvieron para fabricar los cimientos sobre los que, hasta hoy, se apoya la torre. El viajero callejea por la población hasta llegar a la plaza Mayor, descansa un rato en un café y marcha del pueblo hacia otros destinos.
   
    (1) Santo Domingo tuvo seguidores. Muy cerca, aunque ya en la provincia de Burgos, está la aldea de San Juan de Ortega. El santo que da nombre a este pueblo también obró calzadas, caminos y puentes, aunque más modestamente, y también fue adoptado como patrón profesional. Los aparejadores celebran su fiesta en su honor. El viajero visita San Juan de Ortega. Tiene una pequeña iglesia en la que está el cuerpo del santo, también en una cripta. El templo es famoso porque en los equinoccios de primavera y otoño un rayo de luz penetra por un óculo de la fachada, que mira a poniente, como en casi todos los templos cristianos, e incide directamente sobre un capitel con la representación de una anunciación, produciéndose el conocido “milagro de la luz”.
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LE EXIJO UNA SATISFACCIÓN

    Primero a espada, luego a pistola, nunca autorizados, siempre consentidos, los duelos han venido realizándose hasta comienzos del siglo XX como forma de desagravio a las faltas contra el honor. Fueron duelistas algunos de nuestros más famosos escritores de la Edad de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca y sobre todo Quevedo cruzaron sus aceros contra rivales por todo tipo de causas.

    Se dice de Quevedo que durante una visita a la iglesia de San Martín observó como un individuo golpeó a una dama. Dispuesto a castigar tal actitud sobre una señora y en recinto sagrado tomó al sujeto por un brazo y arrastrándolo le hizo salir a la calle. Allí blandió su estoque y atravesó al desdichado que nada pudo hacer contra la pericia del escritor, que prefirió en esta ocasión castigar con su espada antes que con uno de sus cáusticos sonetos. Sucedió en Madrid, el Jueves Santo de 1611.

    Tras la revolución de 1868 y el exilio de la reina Isabel II a Francia, el gobierno dio el pistoletazo de salida para proveer el trono vacante. Varios fueron los candidatos. Dos de ellos eran viejos adversarios a los que les tocó vivir tiempos en los que las afrentas se resolvían en el campo de tiro, y no les faltó tiempo para dirimir sus diferencias encañonándose mutuamente. Enrique de Borbón, hermano de Francisco de Asís, y Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, eran los rivales. De ideas bien distintas, el destino parecía obligarles a encontrarse una y otra vez. No en vano eran cuñados. El duque, hijo de Luis Felipe de Francia, se había casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina. Ahora, en 1870, siendo aspirantes a la corona, volvían a enfrentarse. Enrique, impulsivo, llamó al duque “pastelero francés”. No tardaron mucho los padrinos de Montpensier en presentarse ante Enrique exigiendo una satisfacción. El 12 de marzo de 1870 ambos rivales tenían entre sí una distancia de diez pasos. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha una pistola de fabricación francesa, de los acreditados armeros Faure, Lepage y Mutier. Atentos a lo que sucedía estaban los padrinos de ambos tiradores y los médicos llevados para el caso de que tuvieran que intervenir. El primer disparo correspondió hacerlo a Enrique, que falló. El turno era para el duque, que apuntó y también erró el tiro. Enrique levantó el arma, apuntó de nuevo sobre el cuerpo de Montpensier, apretó el gatillo y volvió a fallar. Otra vez correspondía el turno al duque. Este apuntó, disparó y la bala impactó en una hebilla de Enrique, desviándose. No fue herido, pero Enrique quedó conmocionado. Los padrinos se pusieron de acuerdo en dar por finalizado el duelo, pero Montpensier no se conformó con dar por terminado el duelo a primera sangre, quería llegar hasta el final. Aturdido y muy afectado Enrique se encaró a Montpensier para el siguiente disparo. Falto de concentración volvió a fallar. Era el turno del duque. Este se dispuso a efectuar el disparo. Concentrado, apuntó y apretó el gatillo. La bala penetró en la cabeza de Enrique, que cayó desplomado. Nada pudieron hacer los médicos que trataron de auxiliarlo. Montpensier había reparado la ofensa y, había eliminado a un aspirante al trono, como él; pero el escándalo que se produjo fue grande, y el duque quedó fuera de la liza por conseguir la corona de España.

    Uno de los últimos y más famosos duelos sucedidos en España lo protagonizó el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez. Blasco llevó una vida agitada, digna de las novelas que escribió. Dedicado al periodismo, la literatura y la política, estuvo exiliado en Francia. Perseguido por la justicia, un consejo de guerra lo condenó a dos años de cárcel, que no cumplió, pero le supuso el destierro. También emigró a Argentina donde fundó dos colonias agrícolas, que fracasaron.



    Toda una vida llena de aventura en la que no faltaron disputas y varios duelos.

    El más célebre fue el acaecido en Madrid. Blasco Ibáñez era diputado del partido republicano. Durante una manifestación de republicanos a la que asistía se produjo un tumulto con participación de las fuerzas del orden público. Blasco Ibáñez es golpeado. Al día siguiente en el Congreso se queja. Arremete contra el gobierno y contra la policía, que se siente ofendida. Dos representantes del cuerpo de policía comunican a Blasco Ibáñez que debe nombrar padrinos. El teniente Alestuei en representación de la policía se le enfrentará en duelo a pistola. Alestuei es un reconocido tirador. Las cosas no pintan bien para el novelista. No es su primer duelo, pero no es un profesional de las armas. Alestuei sí, y de los buenos. Luis de Armiñán y Nicolás de Estévanez son los padrinos de Blasco. La situación es muy comprometida por la calidad del rival y las condiciones del duelo: duelo a pistola con una distancia de veinticinco pasos, dos balas en la recámara y treinta segundos para efectuar cada uno de los disparos y, a muerte. Blasco efectúa el primer disparo sin apuntar, al aire. Alestuei falla el suyo, El novelista repite la acción. Alestuei sí apunta y, dispara. Como en otros casos de la historia de los duelos una hebilla se interpuso entre el plomo y el cuerpo del duelista. Blasco salva la vida. Las críticas al duelo fueron grandísimas. Los duelos tenían los días contados. La carrera política de Blasco Ibáñez también.
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EL FRAILE, LOS LOCOS Y LA VIRGEN

    A Carmen, que quiso saber.


    Juan Gilabert Jofré vive en Valencia. Es un religioso de la orden de los mercedarios que el 24 de febrero de 1409 se dirige hacia la catedral. De pronto un tumulto llama su atención. Unos muchachos, con la crueldad de quienes dicen y hacen sin pensar en el mal que causan acosan, insultan y se burlan de un demente que han encontrado en la calle. Jofré los ahuyenta y prosigue su camino, llega a la catedral, entra en la sacristía, y puesta su casulla, desde el púlpito, cuenta lo sucedido. La homilía es puro fuego y quema conciencias, dentro y fuera del templo.
    ─No podemos dejar que estos enfermos, locos y dementes, vaguen solos y, vulnerables, estén expuestos a la maldad ajena─ dice.
    Al poco, Lorenzo Salom, un comerciante conmovido por las palabras del fraile, convence a un grupo de gente que decide pasar a la acción. Apenas un año después se funda, en Valencia, el primer manicomio del mundo(1). Pero el mantenimiento del hospital es costoso y los recursos no abundan. Una nueva iniciativa toma cuerpo y al fin se decide crear una cofradía que se encargue, con las aportaciones de los cofrades y sus actividades, de contribuir al sostén de la institución hospitalaria.

Azulejo del Padre Jofré
Azulejo colocado en uno de los muros del edificio en el que estuvo emplazado
 el manicomio desde el siglo XIX hasta su definitivo cierre en 1.989.

    Pronto la cofradía de clara devoción mariana observa la falta de una imagen que la identifique, y se recurre al padre Jofré para que ayude en su obtención.

     La falta de certeza sobre quién y cuándo fue realizada la primera imagen es probable que haya sido la causa de la difusión de una leyenda sobre el origen de la primera imagen de la Virgen de los Desamparados.

    Cuentan que se presentaron ante el padre Jofré, en el hospital recién construido, un grupo de tres peregrinos. Dijeron que eran artesanos, que sabían tallar y pintar y que se ofrecían, bajo ciertas condiciones, a realizar la imagen que la cofradía necesitaba. Las condiciones impuestas por los peregrinos eran fáciles de cumplir, pues consistían en dejarlos solos sin que se les molestara bajo ningún concepto, y que se les facilitaran las subsistencias necesarias y los materiales precisos para llevar a cabo su trabajo. Viendo que nada había que perder y que lo solicitado no era en exceso gravoso, se aceptaron las condiciones y permitió a los recién llegados alojarse en unas dependencias del hospital.

    Al tercer día, el padre Jofré extrañado de que los peregrinos no dieran señales de vida, preso de cierta impaciencia, acudió a los aposentos de los peregrinos. Ya no estaban allí. Habían marchado sin que nadie lo advirtiera, pero en el lugar donde estuvieron el padre Jofré encontró una imagen de la Virgen.

Plan Sur de Valencia

    Sea cual sea el origen de la imagen lo que sí parece claro es que, según la mayor parte de los estudiosos, la imagen fue realizada para ser dispuesta en posición vertical, aunque en los primeros momentos los cofrades, propietarios de la imagen, la usaron en los funerales de los locos, ajusticiados y pobres, de los que la cofradía se ocupaba, colocándola en posición yacente sobre los ataúdes de los desgraciados y situando unos almohadones bajo su cabeza, que de otro modo aparecía artificialmente levantada. Esto es lo que ha hecho pensar en algún momento que la intención inicial del artesano que la diseñó fuese hacer una escultura yacente. Lo cierto es que la inclinación de la cabeza hacia adelante, que provoca una postura por la que los valencianos cariñosamente llaman a su patrona “Geperudeta”, se debe a que en esa posición la Virgen es capaz de extender su manto sobre todos los desamparados que bajo él quepan y a los que desde arriba cubre con su mirada protectora.

(1) Debido a la ausencia de tratamientos clínicos, el manicomio fundado era llamado hospital, donde más que curarlos, se les asistía como buenamente se podía y a los más perturbados se les aislaba, impidiendo que los orates vagaran descarriados por las calles.

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