Fernando VII nació a finales del siglo XVIII. Antes de cumplir los veinte años ya había traicionado a su padre tratando de ocupar su lugar, lo que logró; luego traicionó a su patria entregándola a Napoleón y entregándose él mismo, después de haber reinado apenas durante dos meses; pero al fin, tras la marcha de José Bonaparte, al que el pueblo llamó “Pepe Botella”, fue recibido como “el Deseado”. Desposeído de sus poderes absolutos por los liberales, tres años después volvió a reinar absolutamente. Muy convencido debió estar del aprecio que su pueblo le demostraba cuando se dejó llevar sobre una carroza tirada por doce jóvenes mientras el gentío le aclamaba. La represión sobre los liberales fue terrible. La Inquisición, restablecida, llevaría a cabo, en su reinado, su última ejecución.
El rey que comenzó siendo querido por muchos, y acabó siendo “el Felón” para casi todos, pasa el verano de 1832 en el palacio de La Granja de San Ildefonso. Su salud no es buena. No es viejo, aún no ha cumplido cincuenta años, pero su comportamiento libertino le está pasando factura. El 14 de septiembre sufre un empeoramiento que hace temer por su vida. El pueblo, que ya no le desea, se refiere a él como “el narizotas”. Rey absolutista, al final ha moderado un poco su tiranía. Su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, liberal, que le dio dos hijas, ha tenido que ver mucho en ello; también la hermana de ésta, Luisa Carlota, casada con Francisco de Paula, hermano menor del rey.
Dos años antes, en la primavera de 1830 la joven reina iba a dar a luz. Si del parto resultaba el nacimiento de un niño, España tendría un sucesor. Los liberales, ahora, casi de su lado, para asegurar la sucesión en la descendencia de Fernando, fuera cual fuese el género del recién nacido, convencieron al rey para que promulgara la “Pragmática Sanción”, que derogaba el Acta Real, una Ley Sálica que estaba en vigor en España desde los tiempos de Felipe V, el rey que ordenó levantar el palacio en el que ahora, en 1832, postrado en su cama, estaba Fernando debilitado física y mentalmente.
Era el momento en el que los absolutistas, a cuyo frente se encontraba un hermano del rey, Carlos Isidro, reclamaban los derechos sucesorios, más aún si la reina, nuevamente encinta, daba a luz otra niña.
Con un rey sin voluntad, con una reina inexperta, tenían que aprovechar la ocasión. Sola, en la Granja, María Cristina se deja persuadir.
─Resultaría injusto ─le dicen─ que la corona no recayera en Carlos Isidro. Debe ser así por la gracia de Dios. De lo contrario, sólo Dios sabe lo que puede pasar.
María Cristina, cede, es convencida y a su vez convence a Fernando, que yace en su lecho, disminuido. El 18 de septiembre, el rey firma un codicilo. Se deroga la Pragmática: Isabel, la niña nacida dos años antes ya no será reina. Los partidarios de don Carlos se frotan las manos. Entre ellos, Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia. El codicilo no se hace público. Piensan que al rey, casi agónico, le falta poco para estar en el pudridero del Escorial. Entonces será el momento de Carlos V.
Pero los hechos trascienden. Luisa Carlota, puro nervio, con el carácter que le falta a su hermana, corre hasta la Granja. Habla con su hermana, pide detalles, le recrimina su candidez.
─¿Dejarás sin corona a tu hija?
Furiosa busca a Calomarde. Quiere ver la orden por la que se deroga la Pragmática. Calomarde le muestra ufano el codicilo. Carlota, de un manotazo lo coge, da una bofetada al ministro y lo rompe ante sus narices. Calormarde como única reacción balbucea: “Manos blancas no ofenden”.
Para sorpresa de todos, Fernando se recupera. Le ponen al corriente. Por decreto, deroga el codicilo despedazado por Luisa Carlota. Destituye a Calomarde. Éste, opta por la huida. Terminará sus días en París. Carlos, que ya no será el quinto de los que España pueda tener con ese nombre, marcha a Portugal. Será embajador, lejos de Madrid.
Ahora sí. A Fernando le queda poco tiempo. Antes, proclama a su hija Isabel heredera al trono. Ya puede morir. Uno de los monarcas que mayor huella ha dejado en su pueblo, la huella de la pisada con la que aplastó la Nación expira en Madrid el veintinueve de septiembre de mil ochocientos treinta y tres.