LA JIRAFA VIAJERA

  Hasta bien avanzado el siglo XX, los animales eran coleccionados en las llamadas "casas de fieras". Hoy son llamadas parques zoológicos. En esos recintos, desde tiempos lejanísimos, se ha tenido confinados los más exóticos animales para su contemplación o estudio.

    No había casa real europea que no tuviera, como parte de su ostentación, colecciones de animales que se hacían traer de lugares lejanos. El emperador Rodolfo II poseyó un león al que mimó como si fuera su hijo. Murió el león y Rodolfo apenas le sobrevivió unas semanas. Rodolfo estaba enfermo. La sífilis en su fase más avanzada y los tratamientos con mercurio habían minado su salud, pero la pena por la pérdida de su amado felino también contribuyó lo suyo a su final. A Felipe IV de España, el Conde Duque de Olivares le regaló lo que se dio en llamar “el gallinero”, una gran pajarera colindante al Retiro que, con la incorporación de variadas especies animales, acabó siendo “casa de fieras”.

    Un siglo después, la ilustración trajo el interés por observar, clasificar, estudiar la morfología y el comportamiento de todo tipo de animales. Para ello se trajeron a Europa animales desde todos rincones del mundo.


   Del traslado de estos animales desde sus lugares de origen se sabe poco; pero sí hay un caso bien conocido y documentado. Se trata de una jirafa llevada desde Sennar, en las tierras sudanesas regadas por el Nilo Azul, hasta París. Entre 1826 y 1827 la cría de jirafa capturada fue transportada a lomos de caballerías hasta Jartum; a bordo de una faluca fue llevada hasta El Cairo y después hasta Alejandría. Allí fue embarcada en un mercante italiano. Se instaló al animal en la bodega y se practicó un orificio en la cubierta para que la jirafa pudiera extender su largo cuello. Así llegó a Marsella, desde donde tras pasar unas semanas de descanso y adaptación se creyó más conveniente que su traslado hasta París se hiciese caminando. Acompañada de un séquito compuesto por dos cuidadores, por el naturalista Saint Hilaire y las cuatro vacas que desde su salida en Sudán le habían suministrado la leche necesaria para su supervivencia, llegó a París en la primavera de 1827. Fue la admiración de cuantos pudieron verla en los más de ochocientos kilómetros que recorrió desde Marsella hasta París. En la Capital fue objeto de no menor fascinación. La jirafa era el regalo que le hacía el pachá de Egipto, Mehmet Alí, al rey de Francia, Carlos X. Mehmet Alí, al servicio del imperio otomano, sentía gran admiración por Francia y la cultura occidental. Había favorecido las investigaciones de los científicos franceses llevados por Napoleón en la campaña de Egipto y consentido la salida de innumerables obras de arte hacia Francia y Gran Bretaña. No fue hasta 1835, cuando el Pachá decretó la primera ley que regulaba la excavación y exportación de obras arqueológicas. Para entonces, los museos franceses y británicos se hallaban bien surtidos de obras egipcias.

   Se llevó la jirafa a presencia de Carlos y posteriormente se instaló al animal en el “Jardin des Plantes” parisino. Al morir, el 12 de enero de 1845, fue disecada y exhibida en el vestíbulo del recinto en el que había vivido los últimos dieciocho años. Se colocaron junto a ella otros muchos animales disecados. Con el tiempo decreció el interés por ella. Por fin fue trasladada. Muchos años después casi nadie la recordaba. Se creyó que estaba en Verdún, donde se pensó había sido destruida durante la primera guerra mundial; pero aquella jirafa no era la traída desde Africa en 1826, la que vivió en tiempos de Carlos X y de Luis Felipe, y que desde su altura quizá pudo ver circular el primer tren parisino que circuló entre la Capital y Saint Germain-en-Laye en 1837. Era otra. Ésta, la jirafa nubia de Sennar, había sido llevada a La Rochelle. Allí está aún hoy, en el rellano de la escalera de un museo local, un cabinet de curiosites, junto a fósiles, cabezas reducidas, animales conservados en formol o el orangután de la emperatriz Josefina. Allí se mantiene, descolorida y algo calva, pero erguida, casi doscientos años después de nacer.
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HISTORIAS LEGENDARIAS

    Muchos son los hechos comprobados por la Historia como ciertos, pero también a muchos de ellos se les conoce un final distinto al verdadero, deformado por la transmisión oral o escrita después de que a los hechos se les haya dado una finalidad moral o un desenlace heroico.

   Tras la caída del imperio romano, Italia estaba constantemente acechada por diversos pueblos llegados del norte. A mediados del siglo VI, después de los ostrogodos, llegó el turno a los longobardos. La Italia dirigida desde Rávena por el exarca bizantino no fue capaz de impedir la avalancha. Los longobardos entraron a sangre y fuego. A diferencia de los anteriores invasores, no tenían respeto por la superior civilización que encontraron al llegar. Las gentes eran asesinadas sin ninguna contemplación, los bienes arrasados, el arte mutilado. El artífice de la masacre fue el rey de los longobardos Albión. Estaba casado con Rosamunda, la hija de otro rey derrotado por el que ahora era su esposo. Rosamunda era la mujer de Albión, pero también su botín de guerra y…, su enemiga.

     Era costumbre entre los longobardos, al vencer a los pueblos con los que se enfrentaban, utilizar el cráneo de los reyes rivales vencidos como vaso. Modelado y engastado con piedras preciosas, el cráneo del rey de los gépidos, Cunimundo, padre de Rosamunda, tuvo ese uso y Rosamunda, en una fiesta terminada en borrachera, obligada a beber del mismo. No es de extrañar que el odio a Albión le hiciera jurar que pagaría con la muerte aquella crueldad. Y así, poco después, un soldado gépido, antiguo servidor de su padre, seducido por la reina para obtener sus fines, dio muerte al rey lombardo. Su venganza se había consumado.

    Varias versiones alargan la historia, convirtiéndola en leyenda. Una de ellas con final moralista cuenta que Rosamunda queriendo librarse de su incomodo cómplice y amante, ya innecesario, lo envenenó, haciéndole beber un tósigo mezclado con el vino; pero dándose cuenta él de su inmediato final obligó a Rosamunda a compartir la letal bebida. Una vez más la literatura nos enseña que no hay crimen sin castigo.

    Siete siglos después, a Guilhem de Cabestanh le tocó vivir en tiempos de trovadores, de cortejos galantes, en los que las damas eran ensalzadas por sus enamorados. Guilhem era un caballero valiente en el campo de batalla, educado, culto y apuesto. Todo lo contrario que Raimón, señor del Castillo de Rosellón, zafio y grosero, celoso, con malos instintos, pero muy rico. Así las cosas no resulta extraño que Sauramonda, la joven y hermosa esposa de Raimón quedara prendada de Guilhem, que la había hecho objeto de admiración en sus versos. Raimón que sospechaba de la infidelidad de su esposa mandó espiarlos. Cuando le confirmaron que Guilhem prodigaba a su esposa atenciones galantes lo hizo asesinar.

El Castellet construido en el S. XIV es uno de los principales
atractivos de Perpignan, capital de la antigua región del Rosellón.












     
   A partir de aquí la historia continúa de un modo distinto a como lo hace la leyenda. Según ésta Raimón mandó arrancarle el corazón y que lo prepararan guisado con las mejores salsas. Al terminar la comida preguntó a su esposa si le había parecido gustoso el plato servido.
 
Excelente, era una carne sabrosa y tierna contestó Sauramonda.
     
Pues sepas le dijo su esposo que lo que has comido era el corazón de tu amado Guilhem. Sauramonda, incrédula, estaba a punto de increpar a su cruel esposo, cuando éste para demostrar lo que decía hizo traer una bandeja sobre la que estaba la cabeza del amante asesinado.
    Sauramonda, desvanecida por la impresión, cayó al suelo. Al despertar, furiosa y trastornada, se encaró a su esposo y le dijo:
   
La carne que me has ofrecido era magnífica. Tan excelente ha sido que no volveré a probar ninguna otra y corriendo se dirigió hacia una ventana desde la que se arrojó al vacío (1).

    La realidad parece volverse a hacer dueña del relato: el rey de Aragón, del que verdugo y víctima eran vasallos, enterado de lo sucedido, mandó detener a Raimón, le confiscó todos sus bienes y ordenó fuera puesto entre rejas.

(1) Sauramonda no se arrojó desde ventana alguna, pues es conocido que sobrevivió a su malvado esposo, y contrajo nuevas nupcias.
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IRENA Y ÁNGEL

   Valor y generosidad son sus principales atributos. Pusieron su vida en peligro porque juzgaron que así era como cumplían con su deber, o porque creyeron justa la causa que les impulsaba a actuar de ese modo. Son los héroes. Muchos son anónimos, nada se sabe de ellos ni de lo que hicieron; otros, unos pocos solamente, han logrado permanecer en la memoria de los hombres. La historia les recuerda, aunque de milagro.

   Tenía treinta y dos años cuando en 1942 decidió arriesgar su vida por unos niños, las principales e inocentes víctimas de la miseria con la que convivían casi medio millón de judíos confinados en el gueto de Varsovia, la capital polaca ocupada por Alemania.

   En 1942 una enorme población malvive en un reducido espacio de apenas cuatro kilómetros cuadrados que supone la existencia de una ciudad dentro de otra. El hacinamiento, la falta de condiciones de vida adecuadas y el hambre comienzan a causar estragos entre la población, aun antes de que comiencen las deportaciones hacia campos de exterminio.

   Una terrible epidemia de tifus diezma la población. Muchos de los que están dentro del gueto se dan cuenta de que la esperanza de sobrevivir allí dentro disminuye día a día. También los que están fuera saben que los judíos del gueto tienen los días contados. Irena Sendler también lo sabe. Es enfermera. Forma parte del cuerpo sanitario polaco destinado a cuidar de la salud de los habitantes del gueto, y tiene decidido cuidar de la salud de los confinados porque se lo ordenan, y de la vida de los que pueda salvar por iniciativa propia. Sobretodo de los niños. Para ellos Irena se convierte en un hada madrina que los cuida, protege y salva de una muerte segura. Con gran peligro para sí misma, comienza una carrera contra el reloj para salvar cuantos niños sea posible. No es fácil. Debe vencer la resistencia de los padres a desprenderse de sus hijos. La esperanza es lo último que se pierde, y algunos esperan salir con bien de aquella pesadilla. Pero Irena es inasequible al desaliento. Cuando, realistas y conscientes de su fatal destino, los padres entregan a sus hijos es Irena la que se arriesga. Toma buena nota del nombre del pequeño, de sus padres. Si éstos logran sobrevivir, quizá vuelvan a ser una familia feliz. Escondido entre el utillaje, agazapado bajo cualquier bulto de la camioneta que conduce, el niño es sacado del gueto y colocado entre adoptantes dispuestos a acogerlos. Luego Irena esconde la ficha del pequeño enterrada en un frasco, junto al tronco de un árbol en el jardín de su propia casa. Los rescates se repiten una y otra vez. La varita mágica de Irena toca a más de dos mil niños que salvan su vida. Muchos, si se tiene en cuenta que al terminar la guerra apenas cincuenta mil personas quedarán con vida en el gueto, la décima parte de la población inicial, pocos si pensamos cuantos miles más perdieron la oportunidad de guardar sus nombres en un frasco de cristal.

   Si Irena Sendler fue un hada madrina Ángel Sanz Briz fue un ángel, porque para aquellos cinco mil y pico judíos, que pasaron por españoles sin serlo, el recuerdo de Sanz Briz está asociado a su nombre de pila. Fue para ellos un verdadero ángel custodio que les cuido, protegió y salvó de un trágico final.

   La segunda guerra mundial está en sus últimos meses. Alemania lo sabe y aprieta el paso en la “solución final”. Hungría comprometida con el Eje, ha sabido estar de parte de los nazis, aunque sin ellos; pero ahora, en 1944, ve como la situación de su aliado se complica. Trata de desmarcarse de los alemanes para buscar una salida por su cuenta. Alemania no lo consentirá. Hitler decide poner remedio a ello. Las tropas nazis caen sobre Hungría, que es ocupada. La colonia hebrea es la primera de sus víctimas.

   Pero allí había un español que, como otros en otros lugares, decidió arriesgarse por salvar a los demás. La expulsión del embajador español en Budapest propició que el encargado de negocios de la embajada ocupara su puesto. Y éste no era otro que Ángel Sanz Briz, un diplomático de carrera comprometido en salvar vidas. 


   Valiéndose de una antigua ley que otorgaba la nacionalidad española, si la solicitaban, a los descendientes de sefarditas, inició el salvamento. España estaba en buenas relaciones con la Alemania nazi. Eso daba al diplomático cierto margen de maniobra que decidió explotar al máximo. Logró el permiso de las fuerzas de ocupación para la expedición de doscientos visados, que suponía para doscientas personas eludir una muerte segura en Auswichtz o cualquier otro campo de exterminio al que los nazis enviaban a los hebreos capturados. Pero a Sanz Briz le parecía poco. Valiéndose de un ingenioso sistema de numeración comenzó a expedir visados, todos con numeración inferior al doscientos, pero de distintas series, tratando que los documentos con igual número estuvieran bien separados en el tiempo, para evitar la coincidencia de dos números iguales a la vista de los alemanes. El proceso, pues, era lento, y las solicitudes muchas. Budapest comenzó a tener inmuebles “anejos a la embajada de España” que bajo la protección consular daban cobijo a cientos de judíos. Las autoridades en España, que no apoyaban a Briz expresamente, consentían su acción, y así Sanz Briz logró salvar a más de cinco mil personas de una muerte segura. Otros héroes hubo en esta misma ciudad. Un diplomático sueco, Raúl Wallenberg, logró salvar a cerca de cincuenta mil judíos, pero aun así las personas puestas a salvo por estos héroes audaces y generosos, apenas supusieron la décima parte de las víctimas. Sanz Briz volvió a España(1). Ignorada su gesta, prosiguió su carrera diplomática en varios países. Murió en Roma, en 1980, siendo embajador ante la Santa Sede. Tenía sesenta y ocho años.

(1) Peor suerte tuvo Raúl Wallenberg, que fue hecho preso por los soviéticos, muriendo en una prisión rusa.
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