LA MONJA ALFÉREZ

  Secundona y sin ningún atractivo físico, Catalina de Erauso nace en San Sebastián a finales del siglo XVI. Su familia tiene tierras y negocios pesqueros por lo que Catalina disfruta de una cómoda posición propia de la pequeña nobleza a la que pertenece. Tiene cuatro hermanos, de los que el mayor, Miguel, seguirá la carrera militar, y otras tantas hermanas; y a ella, la menor, como a otras de circunstancias parecidas, el destino le depara una existencia dedicada a Dios, tras los muros de un convento; pero Catalina, que tiene rasgos varoniles, fuerza de hombre y, como se verá, mentalidad masculina, no está por gastar su vida en monótonos ejercicios espirituales ni limitar sus aventuras al corto paseo que hay desde su celda al claustro conventual.

San Sebastián
 
    En cuanto tiene ocasión huye del convento y emprende una carrera que no terminará hasta que cumplidos los 58 años muera en México, después de una vida azarosa llena de aventuras.

    Su desbocada carrera en busca de fortuna le lleva al Nuevo Mundo. Toca tierra en Cartagena de Indias. Vestida de hombre, nadie sospecha que no sea lo que aparenta. Parece que un remedio aprendido de un italiano, que ella misma se aplicó, dio el resultado de secarle los pechos, lo que convenía mucho a su nueva condición. Recorre la América española. Se alista como soldado e interviene en las luchas contra los indios araucanos. Tiene valor, sabe manejar la espada y no le importa matar. Asciende al grado de alférez. Su vida transcurre como la de cualquier rudo soldado y cuando no participa en la lucha dedica su tiempo al juego y a lo que cualquier hombre acostumbra. Una partida de cartas la enzarza en una riña. Catalina mata a un hombre. No es la primera vez que quita una vida. En Trujillo, tiempo atrás, otro hombre perdió la vida por su mano. Una iglesia le dio refugio. Ahora, en la ciudad de Concepción, otra vez es recinto sagrado el que la salva. La iglesia de San Francisco le dará cobijo durante seis meses, hasta que la relajación de la vigilancia le permita huir. Al salir, de nuevo se mete en líos. Con un amigo, sin querer, participa en un duelo. Acude acompañando a un testigo. No es asunto que vaya con Catalina, pero al fin todos acaban empuñando sus aceros. Varios hombres mueren. En la lucha mata a su rival, pero quiere saber el nombre de su víctima. Lo pregunta.
   ─Soy el capitán Miguel de Erauso─ contesta el agonizante.
   Catalina queda paralizada.
   ─¿Y vos, quién sois? ¿Cuál es el nombre de quien se me lleva la vida?─ pregunta Arauso.
  Catalina casi sin habla reacciona al fin. Acierta a mentir: 
   ─Soy el alférez Díaz.
   Ha matado a su hermano.

   Y otra vez es recinto sagrado el que la protege; y otra vez acaba escapando; pero los problemas a Catalina la acompañan siempre, nunca logra dejarlos atrás. En una nueva correría, la penúltima, se hace notar y alguien la reconoce. Tiene cuentas pendientes con la Justicia y sus representantes hacen acto de presencia. Eso y formarse dos bandos empuñando sus armas es cosa de abrir y cerrar los ojos.  Pero un obispo, Agustín de Carvajal, la protege  y por fin descubre su secreto. Catalina, recuperado su género ante el obispo, habla de su servicio a la Corona. Queda redimida, se pone un hábito y se aloja en un convento de Lima. Todo el mundo la llama “La monja alférez”. Su fama crece y ella lo aprovecha. Vuelve a España, y se reivindica como un buen soldado y un buen español, tanto que en un viaje a Roma, donde todo el mundo la admira, cuando un cardenal la alaba y únicamente afea de su persona el ser español ella contesta :
   ─Veo precisamente en ello mi mayor mérito.

   Su futuro, camino de la madurez, será plácido. Se le asigna una renta, se le autoriza a vestir de hombre y ella misma decide serlo para siempre. Como Antonio Erauso embarca rumbo a México. Allí morirá, de muerte natural, conocido con tal nombre la que la historia recuerda como la monja alférez.  
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Y LLEGARON SIGUIENDO UNA ESTRELLA

    Conocidos desde antiguo, los belenes fueron traídos a España desde Italia por los reyes de Nápoles. Representaciones con pequeñas figuras del nacimiento de Jesús en el portal de Belén, algunos son verdaderas obras de arte formados por numerosas piezas mostrando variadas escenas de la tradición cristiana y costumbristas de la Palestina de hace dos mil años.

    En estas maquetas imaginamos unas bestias dando calor con su aliento a la Sagrada Familia, aliviando el frío invernal, por más que las investigaciones y los evangelios no hayan confirmado dicha estación ni determinado la fecha del nacimiento de Jesús, ya que no fue hasta tiempos del papa Liberio, en el siglo IV, cuando se decidió establecer el 25 de diciembre como fecha de  la natividad de Jesús. La declaración festiva de dicho día emana de un decreto de tiempos de Justiniano, el emperador bizantino, que ordenó a un monje escita, Dionisio el Exiguo, que precisara la fecha del nacimiento de Jesucristo para determinar el comienzo de una nueva era(1).

    También hay personajes cuyas figuras se van cambiando de lugar con el correr de los días: son los Reyes Magos. En número de tres, suelen ser colocados, al principio, lejos del portal, junto al palacio de Herodes (2), y se les va acercando, para dar más veracidad a la escena, conforme se acerca la fiesta de la Epifanía.

    Hasta considerarlos como hoy los representamos, según fueron descritos en el siglo VIII por San Beda el Venerable, han debido aceptarse ciertas premisas. Aunque el Evangelio de Mateo habla de unos magos llegados de oriente, la principal fuente sobre los Reyes Magos proviene de los evangelios apócrifos, aquellos no considerados por la Iglesia como auténticos, dudando por tanto de su absoluta veracidad, aunque ello no haya impedido llenar los templos de lienzos con escenas basadas en ellos.

    En el año 313 el edicto de Milán permitió la libertad de culto. Los cristianos dejaban de ser perseguidos. El emperador Constantino refundó en 330 la ciudad que mantuvo el recuerdo de su nombre, Constantinopla, hasta su cambio oficial por el de Estambul en 1930, aunque los turcos, desde su conquista en 1453 ya la llamaban así.  Constantino trasladó la capital hasta allí, dejando Roma, en generosa donación, a la Iglesia. Buena parte de dichas acciones a favor del cristianismo se debían a la influencia que la madre del emperador, Elena, ejerció sobre su hijo. Elena,  santa por aclamación popular, criterio seguido para la canonización de los santos hasta que a partir del siglo XIII fueran aprobadas por los papas, era poco amante de lujos. Contraria a la vida palaciega dedicó su vida a la búsqueda de los lugares santos: en la península del Sinaí, en medio del desierto, localizó, o creyó hacerlo, el lugar en el que Moisés, huyendo de Egipto con el pueblo de Israel, vio arder la zarza. Allí, era el año 327, mandó construir un monasterio, que unos doscientos años después Justiniano ordenó fortificar, y ya en el siglo XIX, Napoleón Bonaparte, durante la campaña de Egipto, reconstruyó. El monasterio de Santa Catalina alberga, después del Vaticano, la mayor biblioteca de manuscritos sobre la cristiandad que se conoce.

    Pero Elena, en su afán por localizar las reliquias de la cristiandad, no se detuvo. Por esa misma época, en Jerusalén, ordenó que se excavara en el monte de los Olivos. Quería hallar la cruz en la que Jesucristo fue crucificado, lo que según la tradición logró; y preparó una expedición para encontrar los cuerpos de los Reyes de Oriente que habían acudido a Belén con oro, incienso y mirra a adorar al niño Jesús.

Adoración de los Reyes. Anónimo S XVI-XVII
Claustro alto del Monasterio del Puig de Santa María. Valencia.

    El éxito acompañó la campaña. La expedición llevó a Constantinopla tres cuerpos que se afirmó eran los de los Reyes de Oriente. Tres siglos después los restos de los Reyes fueron trasladados a Milán. En Italia estuvieron cinco siglos más, hasta que el emperador Federico Barbarroja saqueó la ciudad y, como botín, se apropió de los cuerpos. Al fin, los restos de los Magos se trasladaron a Colonia.

     Tal era el gentío que acudía a venerarlos que se procedió a la construcción de un templo acorde con la importancia de los ocupantes y de la gran cantidad de visitantes que acudían a verlos. Y en ese templo, gótico, único que se mantuvo en pie tras los bombardeos que sufrió la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, están aún hoy, en una gran urna, obra maestra de la orfebrería medieval, los restos de los Reyes Magos que vemos avanzar, en nuestros “belenes”, camino del portal.

(1) De los cálculos hechos por el monje Dionisio se dio cuenta en "El tiempo pasará".

(2) Alguna de las causas por las que se conoce como "un Herodes" a la persona de malos sentimientos fueron contadas en "Angelitos".
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DOS HERMANAS MUY UNIDAS

    No es ésta una historia que figure en los libros de texto, no es muy antigua, y los hechos contados apenas acaban de dejar de ser letras impresas en papel prensa; tampoco han influido en la marcha del mundo, sin embargo, sí son testimonio parcial de la forma de ser y sentir de la sociedad en la que las protagonistas vivieron. Es otra historia: la “singular”, o quizás debería decirse plural, historia de dos mujeres de inseparable destino.

  Se llamaban Daisy y Violet Hilton, nacieron en Brighton, Inglaterra, en 1908, y eran siamesas. Nacieron unidas por la parte inferior de sus espaldas y, de alguna manera, la comadrona que ayudó a que vinieran al mundo logró hacerse con la tutela de las niñas, comprándoselas a la madre, que puede las hubiera concebido durante alguna breve relación con resultado poco deseado. La desaprensiva dueña, que se hacía llamar Tía, y su amante, que era llamado Señor por las niñas, las criaron y las explotaron  exhibiéndolas en los circos de todo el mundo. Las tenían sometidas y sujetas a constante vigilancia para que no escaparan, pero también las educaron para su propio beneficio. Una aprendió a tocar el violín, la otra el piano. Así, haciéndolas trabajar en espectáculos circenses, Tía y Señor llenaban sus bolsillos, mientras a ellas, para evitar su fuga, no se les permitía tener cantidad alguna.




    Señor era dado al juego, y cierto día participó en una partida de cartas. No debían irle bien las cosas o era costumbre suya, el caso es que fue pillado en trampas, y uno de los jugadores engañados, hábil con el cuchillo y resuelto a usarlo, decidió que Señor no volviera a casa ese día. Pero la ausencia de Señor no mejoró la suerte de Daisy y Violet. Cuando tenían dieciséis años murió Tía y pasaron a depender de su hija y del yerno de la difunta, un funambulista, al que se vieron obligadas a dar también el tratamiento de Señor. Sus nuevos amos las vigilaban como lo hicieron los antiguos para evitar que escaparan, y las siguieron explotando tanto o más que aquéllos.

   En aquellas primeras décadas del siglo XX proliferaban las bandas de jazz, así que las jóvenes fueron obligadas a tomar clases de saxofón. Un día, estando en clase, fingieron sentirse enfermas, logrando escapar con el poco dinero que a escondidas habían podido ahorrar, y se presentaron en el despacho de un abogado. Éste, al ver que eran mayores de edad, tomó la defensa de las jóvenes. El asunto, como es natural, alcanzó gran notoriedad, despertando un inusitado interés y la prensa de la época dio cuenta de todos los detalles del caso, hasta que, al fin, victoriosas, quedaron libres.

   La nueva vida presentó para ellas nuevas aspiraciones. La de enamorarse una de las principales. Sí, eran unas muchachas guapas, pero fatalmente inseparables; y eso no gustaba a los pretendientes. Tuvieron varios a los que trataron de convencer para que guardaran turnos, pero si ninguna de las dos se acostumbraba a sentir a su hermana coquetear con sus pretendientes, la incomodidad de los enamorados no era menor y al final todos acababan desistiendo. Entonces, decidieron que lo mejor sería tener las citas simultáneamente. Lograron enamorar a dos muchachos: un director de orquesta llamado Maurice Lambert y un guionista de cine, James Moore. Al ir a solicitar las licencias de boda encontraron dificultades en todos los Estados que visitaban en los que les advertían  que, debido a su especial fisionomía, no les concedían las licencias por considerar dichos matrimonios indecorosos y contrarios a las buenas costumbres. Por fin, en Texas, obtuvieron las licencias y pudieron celebrar las nupcias con sus novios.

  Pero los matrimonios contraídos tampoco dieron buen resultado. Maurice y James trataron de aprovecharse de las gemelas y ellas, escarmentadas como estaban, acabaron divorciándose de sus interesados esposos.

   En los años treinta participaron en la polémica película "Freaks", cuya trama transcurría en un pequeño circo  donde compartían situaciones con otros personajes malformados que trabajaban en el mismo. Años después, aún interpretarían algunos papeles más en otras películas, hasta que quedaron arruinadas tras un montaje teatral, y se colocaron como dependientas en una tienda de Charlotte, Carolina del Norte. Tras varios días de ausencia al trabajo, se acudió en su busca al domicilio en el que vivían. Las encontraron muertas a causa de la gripe de la que había enfermado una de ellas.
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FELICIDADES

   Si hay un protagonista común en la obra de casi todos los pintores de toda época y estilo a lo largo de los siglos, ese no es otro que Jesús. Los grandes genios de la pintura han usado sus pinceles, sea por encargo, sea por voluntad propia, en plasmarlo en muros, tablas o lienzos, en su nacimiento, en su adoración por los pastores o los Reyes Magos, en brazos de su Madre, huyendo a Egipto, en Sagrada Familia, o ya más mayor, pero aún niño, antes de su vida pública, en el templo con los doctores. Giotto, Juanes, Correggio, El Greco, primero; Ribalta, Velázquez, Mengs, después, son sólo algunos de los que en una lista interminable y difícil de completar se han ocupado de enseñárnoslo, pero también otros, igualmente brillantes, aunque menos famosos, se han esforzado en mostrarnos a Jesús según su particular visión.

   Martín de Vos nació en Amberes, en 1532. Hijo, hermano y padre de pintores, su obra, extensa, de temática religiosa, pues realizó muchas pinturas de altar, o mitológica, alcanza también al dibujo, siendo muchos los grabadores de su época que usaron sus dibujos para preparar sus planchas.

   Y entre sus cuadros religiosos, uno del Niño Jesús, de claro manierismo, poco conocido, escasamente documentado, pero hermosísimo, cuelga en una pared del museo del Patriarca de Valencia. Está justo enfrente ─y esa es su desgracia─ de una gran obra, “La adoración de los pastores”, famosísimo cuadro del Greco del que  hay una versión posterior en el museo del Prado.

   Y por eso el visitante, en este pequeño viaje por el arte, que no puede evitar las comparaciones entre la fama de los autores por un lado y de sus obras por otro, se decanta por la del menos conocido Martín de Vos y por su "Niño Jesús". No quiere dar la espalda a este pequeño Niño de la Bola, como tantos visitantes hacen cegados por el fulgor de la obra del maestro de Creta. Sí, verá "La adoración de los pastores" del Greco también, pero después; porque antes quiere hacer una fotografía. El visitante apoya la cámara como mejor puede y dispara. Mira el resultado, le gusta, le parece mejor que la mejor tarjeta de felicitación navideña que hubiera podido comprar para traerla aquí en estas fechas.

Niño Jesús.
Martín de Vos (Amberes, 1532-1603)
Museo del Patriarca. Valencia.
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SIGÜENZA

   El viajero llega a la ciudad del Doncel. Castillo y catedral son las dos gemas engastadas en la gran joya que es Sigüenza, y de las dos la catedral es, al parecer del viajero, la que brilla con luz propia. Si su exterior con aspecto de fortaleza es de mirar(1), su interior es de admirar. Muy antigua, que no vieja, fue empezada su construcción en el siglo XII. Su impulsor, el obispo Bernardo de Agen, puso gran empeño en la obra, pero no lograría celebrar la eucaristía en el templo. Antes de quedar concluida la obra, el prelado falleció.



   Tampoco el viajero oirá misa allí, pero sí verá el templo con todo detalle. En el interior llega al crucero. Allí está la entrada al coro.  Entra a mirarlo de cerca. En madera de nogal lo hizo Rodrigo Alemán y entre las muchas tallas que tiene ve el escudo del cardenal Mendoza, que fue obispo de Sigüenza y personaje de mucha importancia en España. El viajero se apoya en un pequeño saliente en la parte inferior de uno de los escaños del coro. Se le llama "misericordia", queda al descubierto al batir hacia arriba la tabla del asiento y dejarlo apoyado sobre el respaldo, y su función era permitir que los canónigos más ancianos apoyasen sus posaderas, sin que se notara,  sobre este pequeño saliente en los momentos en los que era preceptivo permanecer de pie. El viajero sentado como si estuviera de pie agradece el descanso que se le brinda y sale del coro. Allí mismo, a un lado del crucero está la capilla de Santa Librada. El viajero se acerca a mirar porque sabe algo de esta santa y además la capilla merece atención.

   Fue esta santa patrona de la diócesis y se le tiene mucha devoción en Sigüenza. Sus restos llegaron a la villa de la mano de obispo Bernardo de Agen y hoy están guardados tras una reja que cierra la hornacina en la que hay una urna con sus cenizas. Son muchas las mujeres que invocan su favor ante un próximo parto, porque esta santa, hermana mayor de otras mártires, dice la tradición que actúo como madre de su hermanas pequeñas, y como madre es requerida por las gestantes para que las proteja durante el alumbramiento(2).

   Justo al otro lado del crucero está la capilla de santa Catalina y en ella el sepulcro del Doncel. Allí va el viajero, que encuentra la capilla cerrada y debe esperar la llegada del guía que abra la verja. Mientras, hace memoria de lo que sabe del Doncel: Martín Vázquez de Arce murió a los 25 años, en 1486, en la Acequia Gorda de la Vega de Granada. Y se le conoce como doncel gracias a escritores como Valle Inclán y Unamuno, que pusieron de relieve en los primeros años del siglo XX la no muy conocida figura, en alabastro, de un joven que, sin ser doncel, pues dejo viuda e hijos, ha pasado a la Historia como tal y que, estando muerto está representado como figura viva, recostado y leyendo un libro. Sus padres y muchos otros miembros de esta familia, todos representados por figuras yacentes, también están allí enterrados, porque hasta el siglo XIX fue usada esta capilla como panteón familiar.

   El viajero como un péndulo oscila entre uno y otro lado del crucero. Cerca de donde ya estuvo, al comienzo de la girola, se abre la ornamentada puerta de la sacristía. El viajero pasa al interior. Es conocida esta joya renacentista como la “sacristía de las cabezas”, porque de unas cuatrocientas de ellas esta cubierta la bóveda de la misma. Representan personajes corrientes de la época, que miran desde lo alto con sus ochocientos ojos lo que sucede entre casullas, patenas y corporales. El viajero observado por tantos ojos y habiendo visto lo que quería sale de la catedral, da un paseo por la plaza Mayor, mandada construir por el omnipresente cardenal Mendoza, llega a la Alameda y descansa un rato en uno de sus bancos. Leyó el viajero, no sabe donde, que el conde de Romanones, durante sus veraneos en la ciudad, reunía allí, en Consejo, a sus ministros mientras la guardia impedía a los vecinos, excesivamente curiosos, que se acercaran demasiado y llegaran a escuchar los secretos de Estado que el gabinete debatía. Ya repuesto y descansado busca, callejeando por calles que parecen de otro tiempo, donde  comer. Esta es buena tierra para ello.


(1) Al viajero le recuerda mucho su fachada a otra que vio: la Se de Lisboa tiene en su fachada el mismo aspecto de iglesia-castillo.

(2) Ya quedó escrito en “Mártires” cómo, de modo algo irreverente, pero sincero y popular, se le pide a la Santa el favor durante el parto: “ Santa Librada, santa Librada que sea tan grata la salida como la entrada.”
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LA JIRAFA VIAJERA

  Hasta bien avanzado el siglo XX, los animales eran coleccionados en las llamadas "casas de fieras". Hoy son llamadas parques zoológicos. En esos recintos, desde tiempos lejanísimos, se ha tenido confinados los más exóticos animales para su contemplación o estudio.

    No había casa real europea que no tuviera, como parte de su ostentación, colecciones de animales que se hacían traer de lugares lejanos. El emperador Rodolfo II poseyó un león al que mimó como si fuera su hijo. Murió el león y Rodolfo apenas le sobrevivió unas semanas. Rodolfo estaba enfermo. La sífilis en su fase más avanzada y los tratamientos con mercurio habían minado su salud, pero la pena por la pérdida de su amado felino también contribuyó lo suyo a su final. A Felipe IV de España, el Conde Duque de Olivares le regaló lo que se dio en llamar “el gallinero”, una gran pajarera colindante al Retiro que, con la incorporación de variadas especies animales, acabó siendo “casa de fieras”.

    Un siglo después, la ilustración trajo el interés por observar, clasificar, estudiar la morfología y el comportamiento de todo tipo de animales. Para ello se trajeron a Europa animales desde todos rincones del mundo.


   Del traslado de estos animales desde sus lugares de origen se sabe poco; pero sí hay un caso bien conocido y documentado. Se trata de una jirafa llevada desde Sennar, en las tierras sudanesas regadas por el Nilo Azul, hasta París. Entre 1826 y 1827 la cría de jirafa capturada fue transportada a lomos de caballerías hasta Jartum; a bordo de una faluca fue llevada hasta El Cairo y después hasta Alejandría. Allí fue embarcada en un mercante italiano. Se instaló al animal en la bodega y se practicó un orificio en la cubierta para que la jirafa pudiera extender su largo cuello. Así llegó a Marsella, desde donde tras pasar unas semanas de descanso y adaptación se creyó más conveniente que su traslado hasta París se hiciese caminando. Acompañada de un séquito compuesto por dos cuidadores, por el naturalista Saint Hilaire y las cuatro vacas que desde su salida en Sudán le habían suministrado la leche necesaria para su supervivencia, llegó a París en la primavera de 1827. Fue la admiración de cuantos pudieron verla en los más de ochocientos kilómetros que recorrió desde Marsella hasta París. En la Capital fue objeto de no menor fascinación. La jirafa era el regalo que le hacía el pachá de Egipto, Mehmet Alí, al rey de Francia, Carlos X. Mehmet Alí, al servicio del imperio otomano, sentía gran admiración por Francia y la cultura occidental. Había favorecido las investigaciones de los científicos franceses llevados por Napoleón en la campaña de Egipto y consentido la salida de innumerables obras de arte hacia Francia y Gran Bretaña. No fue hasta 1835, cuando el Pachá decretó la primera ley que regulaba la excavación y exportación de obras arqueológicas. Para entonces, los museos franceses y británicos se hallaban bien surtidos de obras egipcias.

   Se llevó la jirafa a presencia de Carlos y posteriormente se instaló al animal en el “Jardin des Plantes” parisino. Al morir, el 12 de enero de 1845, fue disecada y exhibida en el vestíbulo del recinto en el que había vivido los últimos dieciocho años. Se colocaron junto a ella otros muchos animales disecados. Con el tiempo decreció el interés por ella. Por fin fue trasladada. Muchos años después casi nadie la recordaba. Se creyó que estaba en Verdún, donde se pensó había sido destruida durante la primera guerra mundial; pero aquella jirafa no era la traída desde Africa en 1826, la que vivió en tiempos de Carlos X y de Luis Felipe, y que desde su altura quizá pudo ver circular el primer tren parisino que circuló entre la Capital y Saint Germain-en-Laye en 1837. Era otra. Ésta, la jirafa nubia de Sennar, había sido llevada a La Rochelle. Allí está aún hoy, en el rellano de la escalera de un museo local, un cabinet de curiosites, junto a fósiles, cabezas reducidas, animales conservados en formol o el orangután de la emperatriz Josefina. Allí se mantiene, descolorida y algo calva, pero erguida, casi doscientos años después de nacer.
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HISTORIAS LEGENDARIAS

    Muchos son los hechos comprobados por la Historia como ciertos, pero también a muchos de ellos se les conoce un final distinto al verdadero, deformado por la transmisión oral o escrita después de que a los hechos se les haya dado una finalidad moral o un desenlace heroico.

   Tras la caída del imperio romano, Italia estaba constantemente acechada por diversos pueblos llegados del norte. A mediados del siglo VI, después de los ostrogodos, llegó el turno a los longobardos. La Italia dirigida desde Rávena por el exarca bizantino no fue capaz de impedir la avalancha. Los longobardos entraron a sangre y fuego. A diferencia de los anteriores invasores, no tenían respeto por la superior civilización que encontraron al llegar. Las gentes eran asesinadas sin ninguna contemplación, los bienes arrasados, el arte mutilado. El artífice de la masacre fue el rey de los longobardos Albión. Estaba casado con Rosamunda, la hija de otro rey derrotado por el que ahora era su esposo. Rosamunda era la mujer de Albión, pero también su botín de guerra y…, su enemiga.

     Era costumbre entre los longobardos, al vencer a los pueblos con los que se enfrentaban, utilizar el cráneo de los reyes rivales vencidos como vaso. Modelado y engastado con piedras preciosas, el cráneo del rey de los gépidos, Cunimundo, padre de Rosamunda, tuvo ese uso y Rosamunda, en una fiesta terminada en borrachera, obligada a beber del mismo. No es de extrañar que el odio a Albión le hiciera jurar que pagaría con la muerte aquella crueldad. Y así, poco después, un soldado gépido, antiguo servidor de su padre, seducido por la reina para obtener sus fines, dio muerte al rey lombardo. Su venganza se había consumado.

    Varias versiones alargan la historia, convirtiéndola en leyenda. Una de ellas con final moralista cuenta que Rosamunda queriendo librarse de su incomodo cómplice y amante, ya innecesario, lo envenenó, haciéndole beber un tósigo mezclado con el vino; pero dándose cuenta él de su inmediato final obligó a Rosamunda a compartir la letal bebida. Una vez más la literatura nos enseña que no hay crimen sin castigo.

    Siete siglos después, a Guilhem de Cabestanh le tocó vivir en tiempos de trovadores, de cortejos galantes, en los que las damas eran ensalzadas por sus enamorados. Guilhem era un caballero valiente en el campo de batalla, educado, culto y apuesto. Todo lo contrario que Raimón, señor del Castillo de Rosellón, zafio y grosero, celoso, con malos instintos, pero muy rico. Así las cosas no resulta extraño que Sauramonda, la joven y hermosa esposa de Raimón quedara prendada de Guilhem, que la había hecho objeto de admiración en sus versos. Raimón que sospechaba de la infidelidad de su esposa mandó espiarlos. Cuando le confirmaron que Guilhem prodigaba a su esposa atenciones galantes lo hizo asesinar.

El Castellet construido en el S. XIV es uno de los principales
atractivos de Perpignan, capital de la antigua región del Rosellón.












     
   A partir de aquí la historia continúa de un modo distinto a como lo hace la leyenda. Según ésta Raimón mandó arrancarle el corazón y que lo prepararan guisado con las mejores salsas. Al terminar la comida preguntó a su esposa si le había parecido gustoso el plato servido.
 
Excelente, era una carne sabrosa y tierna contestó Sauramonda.
     
Pues sepas le dijo su esposo que lo que has comido era el corazón de tu amado Guilhem. Sauramonda, incrédula, estaba a punto de increpar a su cruel esposo, cuando éste para demostrar lo que decía hizo traer una bandeja sobre la que estaba la cabeza del amante asesinado.
    Sauramonda, desvanecida por la impresión, cayó al suelo. Al despertar, furiosa y trastornada, se encaró a su esposo y le dijo:
   
La carne que me has ofrecido era magnífica. Tan excelente ha sido que no volveré a probar ninguna otra y corriendo se dirigió hacia una ventana desde la que se arrojó al vacío (1).

    La realidad parece volverse a hacer dueña del relato: el rey de Aragón, del que verdugo y víctima eran vasallos, enterado de lo sucedido, mandó detener a Raimón, le confiscó todos sus bienes y ordenó fuera puesto entre rejas.

(1) Sauramonda no se arrojó desde ventana alguna, pues es conocido que sobrevivió a su malvado esposo, y contrajo nuevas nupcias.
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