UNA GUERRA INÚTIL

    La España de los espadones está llena de actos de propaganda. En 1859 España entra en guerra. No es la Nación la que lo quiere, ni siquiera la que lo necesita. La situación económica ha ido mejorando mucho desde 1854 y durante esta década moderada hay buenas esperanzas. O’Donnell, un general prestigioso, antiguo golpista, como lo fueron otros antes también y lo serían ellos mismos y otros después, piensa que es un buen momento para que España recupere viejas glorias. Piensa que esto unirá a la Nación y afirmará entre las potencias europeas coloniales y encumbradas la presencia de otra, la nuestra, en franca decadencia internacional desde la pérdida de su imperio americano, drásticamente reducido apenas cuarenta años atrás. El pretexto para declarar la guerra apenas puede tenerse en cuenta, pero eso es lo de menos. O’Donnell está decidido, ha empezado a hacer preparativos tiempo atrás y todo está dispuesto.

    España tiene fijada la raya con Marruecos, alrededor de Ceuta, en virtud de un tratado firmado en 1845, pero no parece suficiente el territorio asignado. El ejército comienza a construir una casa fuerte más allá de los límites establecidos, en la zona neutral, pero todo cuanto los españoles construyen durante el día, durante la noche es destruido por los marroquíes. Ya hay causa para la guerra, eso y que una mañana los españoles ven que no sólo ya no está en pie lo que dejaron hecho la víspera, sino que el escudo de armas que separaba ambos territorios había sido dañado. España pide una reparación y Marruecos, que no quiere la guerra o quiere ganar tiempo, pide una tregua. No la habrá.

    A Marruecos va él, Leopoldo O’Donnell, jefe del gobierno de España y General en Jefe del ejército en Marruecos, y buena parte de los generales de mayor prestigio, pero antes se despide de la reina Isabel. Le promete el general la entrega en cuerpo y alma del bravo ejército español en cumplimiento de su deber. La reina, muy en su puesto, contagiada de patriotismo,  contesta al general: “Leopoldo, si yo fuera hombre te acompañaría”.
En la despedida está también el rey Francisco de Asís. Dice éste: “Y yo, O’Donnell, y yo”.

    Entre los generales que se desplazan a África hay un catalán de Reus, se llama Juan Prim, es general, conde de Reus y después de su intervención, marqués de los Castillejos y Grande de España, porque fue en Castillejos, donde gano fama de héroe.

    En este lugar, tan próximo a Ceuta, en el camino hacia Tetuán, objetivo de la campaña, se libra la primera gran batalla. No habían ido mal las cosas en los primeros momentos y los marroquíes se habían retirado, habían vuelto a atacar y a retirarse de nuevo. Pero aquello no era más que un espejismo, reorganizados, en enorme número atacan otra vez, causando los disparos dolor y muerte. Prim toma la enseña que sostiene el abanderado y grita:

  “Soldados, podéis abandonar esas mochilas porque son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera, la de la Patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas. ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general? ¡Soldados! ¡Viva la Reina!”.

    Tras el éxito y la victoria, el camino hacia Tetuán queda despejado. En las proximidades de Tetuán, el 4 de febrero de 1860, se libra la siguiente batalla. La resistencia marroquí es grande, el terreno pantanoso es una trampa para los españoles, pero Prim está allí, otra vez, en cabeza. Sable en mano, dicen que al verlo, los enemigos, que lo recuerdan, huyen. Tetuán cae. El día 6 a las diez de la mañana la bandera española ondea en la ciudad rifeña.

Detalle del mausoleo de Leopoldo O'Donnell y Joris.
Iglesia de las Salesas Reales. Madrid.

    Todo parece haber terminado. El príncipe Muley-el-Abbas, hermano del sultán, reconoce la derrota. Se reúne con O’Donnell, y le acompaña un ministro del sultán, Jetib. Un testigo de excepción, Pedro Antonio de Alarcón, está presente también y dará cuenta de lo que allí sucede, como también había dado cuenta de los detalles en el campo de batalla. Da la impresión de que las condiciones impuestas por España son aceptadas todas, hasta que en uno de los puntos se dice que Tetuán quedará bajo la soberanía española. Un gesto del príncipe hace saltar al ministro:
  ─ Nunca. Tetuán es marroquí. Antes de dejarla en manos españolas morirán todos los marroquíes por ella.
  ─Pues morirán ─grita O’Donnell mientras se levanta airado con intención de abandonar la reunión─. España la ha ganado en el campo de batalla, la reina la quiere y aquí estoy yo para que así sea.

    Es entonces cuando interviene el Príncipe. Pide al general que se quede, que reconoce la victoria de sus tropas, que es posible llegar a un arreglo. O’Donnell se queda. Escucha. Pide entonces Muley-el-Abbas dos días de plazo para contestar y se escusa diciendo que el sultán, su hermano, no comprende así las cosas, pero que hablará con él. O’Donnell mueve la cabeza, no piensa dar tiempo a que Muley-el-Abbas reorganice sus fuerzas. El general condescendiente con la prudencia del Príncipe no lo es tanto con el ministro Jetib. Se enfrascan otra vez:
  ─Tetuán es ya y seguirá siendo española. La imprudencia y la arrogancia no os llevará más que a un desastre mayor. Si estamos en Tetuán, también podemos estar en Tánger.
  Jetib replica:
 ─El Sultán no consentirá nunca en vuestras pretensiones sobre Tetuán. Y de Tánger olvidaos, si no somos nosotros, otros os impedirán tenerla.
  ─ ¿Otros? Europa no moverá un dedo en contra de España, no os equivoquéis.

    Pero los marroquíes no se conforman con su derrota. Atacan. Tratan de recuperar Tetuán. Fracasan. España hace lo mismo, ataca también, pone la vista en Tánger. Nuevas batallas, la última en Wad-Ras, con victoria española. Marruecos capitula y España acepta la rendición. Le conviene. Por fin la guerra termina, pero sin tomar Tánger. Y se firma un tratado de Paz.

    De lo absurda que fue aquella guerra e inútil el sacrificio de los nueve mil muertos que quedaron en el frente o en los hospitales, víctimas del cólera, da cuenta el tratado de paz firmado el 25 de marzo.

    España amplía los límites de Ceuta, recibe la cesión del enclave de Santa Cruz la Mar Pequeña(1), que en realidad no podrá ser ocupado hasta que, en 1934, el coronel Capaz plante la bandera de la república en aquel territorio; se obliga a Marruecos al pago de una indemnización de veinte millones de duros, que será pagado a plazos, y se pondrá la plaza de Tetuán bajo la soberanía española,  temporalmente, ya que deberá ser devuelta en cuanto queden amortizados los pagos de la indemnización. Escaso botín que España aceptó a cambio de dejar muchas madres sin hijos y muchas esposas sin maridos. Pronto el júbilo de aquella aventura quedaría en el olvido.

(1) Santa Cruz de la Mar Pequeña cambió su denominación por el de Ifni al hacer efectiva su ocupación España, siendo fundada su capital con el nombre de Sidi Ifni. Poco duraría la presencia española. En 1957 Marruecos atacó el enclave recuperando buena parte del territorio, desértico en su mayor parte. España conservó la capital hasta que, en 1969, fue, finalmente, cedida a Marruecos.
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PORTENTOS

    Considerados como tradición por unos o como leyenda por otros, son recordados por creyentes o usados muchas veces en la literatura por escritores de cualquier pensamiento, porque las historias contadas forman parte de nuestra cultura, con independencia de lo sobrenatural que pueda suponer su veracidad.

    La dinastía merovingia fenece por su propia ineptitud, y los mayordomos de palacio, auténticos virreyes del pueblo franco, acaban asumiendo el poder. Provenían estos mayordomos, que fundarían la dinastía carolingia, de dos personajes poderosos, latifundistas, y muy influyentes en el reino franco de Austrasia. Se llamaban Pipino, apodado el viejo, y Arnulfo; y fue precisamente éste quien tras dejar la descendencia necesaria para asegurar la dinastía, tomó los hábitos y acabó convertido en obispo.

    Siendo obispo de Metz debía de tener un sincero sentimiento religioso del que la fe debió de ser puntal imprescindible. Se dice que Arnulfo, que se consideraba siervo humilde de Dios y pecador, se apoyó en su inquebrantable fe para lograr la santidad.

    Convencido de su condición de pecador, hizo penitencia y dejó en manos de Dios la absolución de sus pecados. Arrojó un anillo al río Mosela y declaró que no se consideraría absuelto de sus faltas hasta que el anillo volviera a sus manos. Pasó mucho tiempo. Cierto día, cuando los cocineros del palacio arzobispal de Metz preparaban la comida del obispo, al destripar un pescado que iban a cocinar, apareció el anillo. Fue llevado al prelado y éste, feliz, se consideró absuelto y ganada fama de santidad. Arnulfo murió en 640 y tiempo después sería santificado. Su festividad se celebra en la actualidad el día 18 de julio.

    De San Roque, unos ochocientos años después, no se puede asegurar con absoluta certeza que fuera francés, aunque la mayor parte de las fuentes apuntan que nació en Montpellier, sin embargo, sí se puede decir que es uno de los santos más celebrados. En España, muchísimos de sus pueblos celebran procesiones, romerías y actos de devoción el día dieciséis de agosto, en pleno periodo estival. Es entonces cuando se le puede ver fuera de las iglesias, sobre su peana, acompañado de su perro, el fiel animal que le ayudó, le llevó comida y le salvó de una muerte segura cuando enfermo de peste se había refugiado en una cueva para evitar el contagio a los demás. El can lamía las llagas del Santo y éstas poco a poco se cerraban. Antes y después de esto dicen que obró muchos milagros curando enfermos. Por eso, bien lo cuenta Camus en “La peste”, los apestados se encomiendan a su protección.

   Después del zarandeo festivo vuelve Roque a sus altares en las pequeñas iglesias de tantos pueblos españoles, en busca de reposo; pero ni allí lo encuentra.


   Unos ripios con entonación de pregón de pueblo hablan de ello:

                                Por orden del señor alcalde
                                se hace saber
                                que está prohibido
                                jugar a la pelota
                                en las paredes del templo.
                                Que al otro lado está San Roque
                                muy tranquilo con su perro
                                y el otro día a pelotazos
                                lo tiraron de su puesto(1).


    Dos siglos más deberían pasar hasta que, Fray Luis Beltrán, un dominico nacido en Valencia, hijo de notario, de salud quebradiza, se dedicó a los menesteres principales de la orden en la que ingresó: predicar. Primero en España, después en América.

Casa natalicia de San Luis Beltrán en Valencia











 
   En el Nuevo Mundo obró muchos milagros entre innumerables tribulaciones. Fue envenenado más de una vez, pero su “frágil” salud resistía la acción de cuanto tósigo se le administraba. Entre los muchos portentos que se dice realizó se conoce uno muy famoso y razón por la que se le representa en muchos cuadros e imágenes con un crucifijo entre las manos, con el extremo más largo con la forma de la empuñadura de una pistola. Resulta que las predicaciones de Fray Luis resultaban convincentes para muchos y esto debió resultar molesto o contrario a los intereses de cierto cacique. Éste no vio otra solución a la pendencia que atacar al predicador con su arma, una pistola con la que apuntó a Fray Luis; pero en el momento del disparo el arma se encasquilló. Fray Luis tomó el arma del agresor y al momento se la devolvió convertida en un crucifijo. Eso dicen que pasó.

(1) Coplilla que debe tener mucho tiempo. Me la recitó mi padre, que la oyó de niño en su pueblo. Y a saber cuanto tiempo tendría ya cuando él la escuchó por primera vez. 
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UN JUICIO MACABRO

   Viajamos en el tiempo, hacia el pasado. Atrasamos el reloj más de mil cien años, hasta el año 891. Estamos en Roma. Acaba de ser elegido papa el obispo de Porto, diócesis cercana a la capital Romana. Se llama Formoso y su reinado discurre entre pretendientes a la corona italiana. Uno de ellos es Guido de Spoleto. Coronado por el Papa a regañadientes, Guido deja, al morir, la corona a su hijo Lamberto. El papa Formoso, otra vez a regañadientes, corona al sucesor Spoleto; pero no está conforme. Busca un aliado, y lo encuentra en Arnolfo de Carintia, rey de Germania. Lamberto, enterado de la traición, apresa al Papa. El germano se presenta en Italia, destrona a Lamberto y se hace nombrar emperador por el Papa liberado.

    Pero, pese a tener una agitada vida, Formoso, no ha pasado a la historia sólo por lo hecho en vida, sino por lo que le hicieron una vez muerto.

    En 896, sucede a Formoso un nuevo papa, Bonifacio VI que, gotoso, sostuvo sobre su testa la tiara papal apenas durante quince días. Un nuevo papa le sucede. El elegido es Esteban, de ordinal sexto. Éste era uña y carne de Lamberto Spoleto y rival, en su tiempo, del papa Formoso. Lamberto entra en Roma y se apodera de la ciudad. Ahora, en 897, Roma está bajo el poder de los más feroces y rencorosos enemigos que Formoso tuvo en vida. Esteban ordena exhumar el cadáver del antiguo Papa. Va a ser sometido a un juicio sumarísimo: comienza el “Concilio Cadavérico”.

   El cuerpo putrefacto de Formoso es llevado ante el tribunal. Todavía provisto de sus hábitos pontificales es sentado y sujeto con una cuerda para evitar que se desplome. Dicen, quienes lo ven, que sobre las carnes que aún quedan pegadas a sus huesos está todavía el cilicio con el que se mortificaba en vida. El juicio comienza. Se le acusa de todo cuanto la ocurrencia de sus enemigos idea. Y es condenado, anulados todos sus actos realizados durante su reinado, desprovisto de sus insignias papales, y por fin  mutilado cortándole los tres dedos de la mano que usaba para bendecir. Sus vengativos acusadores, aún insatisfechos, arrojan el cuerpo a una fosa común para que la turba enloquecida acabe el trabajo. El corrompido cadáver es arrojado al Tiber, hasta que, aguas abajo, fue recogido por algunos seguidores del papa ultrajado.

    Puede que por casualidad, aunque los romanos lo atribuyeron a la obra del Espíritu Santo, el caso es que la basílica de San Juan de Letrán, que era usada como residencia del Papa,  se desplomó(1). Los romanos tornadizos en sus opiniones, que poco antes habían lanzado el cuerpo de Formoso al Tiber, ahora temerosos del Cielo, lanzaron su furia contra el Papa. Esteban fue detenido y encarcelado. Murió estrangulado ese mismo año de 897.

   Formoso, restituido en su honor, fue enterrado en San Pedro y cuenta la leyenda que las estatuas de San Pedro, en señal de homenaje, giraban sus cabezas al paso del cortejo, como si lo siguieran con la mirada.

(1) Hay constancia de que dicho templo se encontraba en muy mal estado.
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