SOBRE LOS ANIMALES, ACTORES INVOLUNTARIOS DE LA HISTORIA

   Famosos por haberlo sido sus dueños, han ganado un puesto en las enciclopedias. Unos vivieron apaciblemente, sin intervenir en suceso alguno, pero se les recuerda por lo que sus amos fueron. Otros intervinieron activamente junto a sus dueños en hechos relevantes.
    
  Lucifer y sus compañeros no hicieron nada notable salvo pertenecer al personaje al que sirvieron de compañía. Porque Lucifer fue uno de los gatos negros, de cara redonda y ojos brillantes, que mantenía en su regazo, acariciándole el lomo Jean Armand du Plessis, Cardenal de Richelieu. El cardenal, valido de Luis XIII, rival feroz del Conde-Duque de Olivares, también valido de otro rey, Felipe IV, era muy aficionado a los gatos. Tuvo muchos. A siete de ellos, oscuros de pelaje, les puso por nombre Lucifer. El cardenal, a su muerte, trató de asegurar la subsistencia de sus animales dejando una asignación para su sustento. De poco les sirvió el legado de su amo. Algunos mosqueteros, resentidos con el cardenal, los mataron y los entregaron en un restaurante en el que acabaron siendo cocinados, como si de conejos se tratara, en gibelotte.


   Ha habido algunos animales a los que, aunque no participaron en ningún hecho relevante de la historia, les cupo el honor de haber sido objeto de la atención de los más geniales pintores: León, el  jefe de la jauría de mastines del Rey Felipe IV, posó a los pies del enano Nicolasito Pertusato en Las Meninas de Velázquez;  Guzmanillo, el caballo del Conde-Duque de Olivares, también fue pintado por Velázquez. Cuando don Diego lo pintó, con su dueño a la grupa, ya tenía sus años. Estaba gordo y grasoso, como su jinete.

  Y otros que compartieron el destino de quienes les mantuvieron. Es el caso de Blondi,  una perra de pastor alsaciano, que sin culpa alguna, murió envenenada con una cápsula de cianuro administrada por el doctor Haase la víspera del día en el que Hitler se suicidó en Berlín descerrajándose un tiro en la sien en el bunquer de la Cancillería. 
      
   Y por fin unos pocos han sido protagonistas ellos mismos de algún episodio de la Historia, al colaborar con sus dueños en los hechos.

   Se sabe que Lupo fue uno de los caballos del Gran Capitán. En plena campaña italiana, en Sessa, Lupo realizó un movimiento brusco e hizo caer al suelo a su jinete. Don Gonzalo, hincada la rodilla en tierra, dijo: “Ya que la tierra me abraza, es que mía quiere ser”, como así fue.
      
  Otro caballo que estuvo a punto de hacer historia fue Incitatus, el caballo del emperador romano Calígula. Poco faltó para que se cumplieran los deseos del césar, cuando ya demente, endiosado, trató de obligar a los senadores a que nombraran cónsul al cuadrúpedo.
     
   Atalún fue otro de los caballos que han pasado a la historia por su participación en sucesos importantes: En 1913 desfilaba el rey Alfonso XIII a la cabeza de su Estado Mayor, por el Paseo de la Castellana de Madrid a lomos de su caballo. De pronto un individuo se acercó pistola en mano. El rey hizo girar a la bestia, que se avalanzó sobre el agresor. El disparo rozó al equino y se perdió por encima de la cabeza del rey. Don Alfonso, después de comprobar que las heridas de Atalún carecían de importancia, continuó su marcha. El magnicida era un carpintero de nombre Rafael Sancho Alegre. Se declaró anarquista, aunque la policía acabó convencida de que más bien se trataba de un perturbado. Un tribunal le condenó a la pena de muerte, pero al poco tiempo el rey le concedió el indulto.
      
   Ya mucho más recientemente, debemos recordar a la perrita Laika. Fue la primera astronauta de la Historia. Inició un viaje que debía durar más de 160 días. Solo logró sobrevivir siete. Probablemente fue la falta de oxígeno la  causa de su muerte. De su sacrificio procede su inmortal fama.
     
   Estos animales, otros muchos también famosos, y muchos más desconocidos y anónimos han destacado por sus acciones: cabalgaduras llevando generales victoriosos, perros sin los que hubiera sido imposible alcanzar los polos terrestres o palomas mensajeras de vuelos decisivos han sido también protagonistas silenciosos de la historia. Sirvan estas pocas letras para reconocerles la importancia que en algún momento tuvieron cuando los hombres los involucraron en sus asuntos.
Safe Creative #1204081441229

EL CRISTO QUE LLEGO DEL MAR

  Antiquísimo, dicen que llegó contracorriente un nueve de noviembre de 1250, y que lo hizo milagrosamente, pues el río Turia bajaba muy crecido y aun así, la fuerza del río no pudo impedir que aquel crucificado, llegado desde las lejanas tierras de la antigua Fenicia, alcanzara la ciudad de Valencia. Así lo cuenta una crónica de 1672, recogida en 1709 por Joseph Vicente Ortí.

  La figura, de enorme tamaño y peso, policromada, y en la que llama la atención la disposición de la cabeza, cuenta la tradición
que fue tallada por Nicodemo, discípulo de Cristo, y que permaneció en tierras fenicias hasta la toma por los musulmanes de la ciudad de Berito, a la que había llegado desde Tierra Santa. Cuando los musulmanes tomaron la ciudad, como si de una nueva Pasión se tratara, las imágenes cristianas fueron destrozadas y mutiladas, arrojándolas luego al mar, también la tallada por Nicodemo.


   Tras largo viaje por mar el Crucificado encalló en la ribera derecha del río Turia, de donde fue rescatado y llevado a la próxima ermita de San Jorge, desde la que, para facilitar su culto, fue trasladado a la catedral de Valencia. Hasta dos veces se hizo así, y otras tantas la imagen desapareció de la Seo y fue encontrada de nuevo en San Jorge, por lo que se decidió dejarla allí y construir la iglesia que recibe su nombre, la del Santísimo Cristo del Salvador. Por tan milagroso se le tenía y tanta devoción causaba entre los fieles que, se declaró festivo el día nueve de noviembre y, cada vez que la ciudad padecía alguna calamidad era sacado en procesión. Para recordar su llegada, la ciudad construyó, en el lugar en el que fue visto por primera vez, un monumento reconstruido hace pocos años. 

EL LIBRO

   Ésta es la historia de un libro que no se puede leer, pero que muchos han deseado poseer. Alguno de ellos pagó una fortuna por ser su dueño.

   No se sabe con certeza cuando se escribió, no se conoce su autor, y se desconoce de qué trata su contenido. Un enigma que no ha podido ser desvelado aún. Los primeros propietarios del libro quisieron creer o hacer creer que su autor era el monje franciscano Roger Bacon. Éste tuvo una larga vida. Vivió durante casi todo el siglo XIV. Fue un sabio en el sentido estricto del término: filósofo, astrónomo, óptico, dominó varias lenguas y llegó a ser conocido como “doctor admirable”, pero quizás la atribución al monje inglés de la autoría del libro no fuera más que una estratagema del verdadero autor, con el fin de dar al libro prestigio y antigüedad.

   El primer propietario conocido, y según sospechas de algunos investigadores recientes, autor del libro, fue Edward Kelley, un alquimista farsante, que logró embaucar a John Dee, un eminente científico del siglo XVII, inglés como él, al que convenció para ir a Praga, donde estaba la corte de Rodolfo II, el excéntrico emperador del Sacro Imperio. Rodolfo coleccionaba de todo: amantes, enanos, que encargaba a sus médicos buscar por toda Europa, enfermedades, y… arte.  Kelley mostró al emperador el libro. Estaba escrito con caracteres extraños, con imágenes fantásticas: plantas desconocidas, figuras geométricas de significado misterioso, también personas, que Kelley aprovechó bien para despertar la curiosidad del emperador y su necesidad de poseerlo. El libro pasó a manos de Rodolfo a cambio de seiscientos ducados de oro. El emperador mandó descifrarlo. Nadie lo consiguió. Pasó el tiempo, el derrocamiento de Rodolfo, con el cuerpo enfermo y la mente trastornada, a manos de su hermano Matías, hizo cambiar el libro de dueño. Varios propietarios en los años siguientes trataron de conocer su contenido: no se consiguió descifrarlo, y sí  que se le perdiera la pista. Hubo que esperar hasta 1912 para que un lituano, del que tampoco se sabe gran cosa, activista de la izquierda política antes que librero asimilado por los negocios capitalistas, lo comprara en un convento de jesuitas en Italia. El comprador, Wilfred Woynich, hizo el encargo a varios especialistas para que descifraran su contenido. Como había sucedido siglos atrás, nada consiguieron.


     Hoy después de pasar por las manos de varios nuevos dueños, uno de los cuales pagó en 1964 más de 20.000 dólares, el manuscrito, compuesto por varias pliegos de pergamino, algunos desplegables con dibujos extraños, recibe el nombre de su último descubridor, Woynich, y descansa en las estanterías de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.
    
   Allí ha sido objeto de varios recientes estudios: la hipótesis que se va imponiendo, después de estudios apoyados en programas informáticos desarrollados para el caso, es que seguramente no haya nada que descifrar, que todo fuera una farsa de alguien, quizá Kelley, que escribió algo sin significado, y lo mostró al mundo haciendo creer que significaba algo.

   O puede que Kelley no fuera su autor. Al fin y al cabo, los expertos no se ponen de acuerdo sobre la fecha en la que fue escrito, que muy bien pudo ser varias décadas antes a los tiempos en los que Kelley y Dee estaban en Praga al servicio del obsesivo emperador Rodolfo. Si fuese así,  quién lo escribió y a quién se quiso engañar constituyen otro misterio, o puede que lo que parece no significar nada, signifique algo, que las hipótesis actuales sean rebatidas y debamos esperar otros cuatrocientos años para saber lo que quiso ocultar el autor del manuscrito Voynich. 
Safe Creative #0908084219281
Nota: Enlace a la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, con imágenes digitalizadas del libro aquí.

EL OTRO CURA MERINO

   Martín Merino Gómez había nacido en Arnedo, en 1789. En 1813 tomó los hábitos e ingresó en la orden franciscana, pero no tenía buen carácter y su mal genio no tardó en manifestarse. En Santo Domingo de la Calzada comenzó a indisponerse con sus hermanos de claustro. No es fácil saber si fueron sus compañeros los que acabaron hartos de Martín o éste cansado de la vida conventual, lo que sí se sabe es cómo se despidió del abad: “Quédese en paz con su rebaño, que yo, si no puedo ser en otra parte un gran político, tendré la vanagloria de ser otro Lutero”, toda una declaración de intenciones.

   Esto y sus tendencias políticas liberales, pues, le obligaron a huir de España tras el trienio liberal. Una parroquia en Burdeos lo mantuvo ocupado hasta que en 1841, ya en España, vino a establecerse en Madrid, en la iglesia de San Sebastián.

   En la capital discurren sus días. Vive de decir misas por los difuntos y prestar dinero a las viudas pobres a un interés muy poco caritativo; y esto, porque parece que en 1843 le había tocado la lotería. Cinco mil duros fueron suficiente capital para ejercer de prestamista desaprensivo; pero la falta de caridad hacia sus deudores se la tomaban éstos por su cuenta, hasta el punto que pocos devolvían los réditos del capital prestado y aún el propio principal. De su poco ejemplar vida da cuenta el hecho de vivir en un mísero cuarto, en marital convivencia con su ama de llaves, en la calle del Infierno, donde algo de ese nombre se le adhirió al alma y el 2 de febrero de 1852 sintió una llamada muy distinta a la recibida cuarenta años atrás, cuando el traje talar se convirtió en el uniforme de su hacer.

   Aquel dos de febrero la reina Isabel, que mes y medio antes había tenido su primera hija, Isabel Francisca, acaba de oír misa en la capilla del Palacio Real. La gente, el pueblo de Madrid, la espera en la calle, y aún dentro de palacio, para aclamarla y felicitarla por el reciente alumbramiento. Precisamente éste era la causa de los oficios en palacio y de los que se iban a celebrar instantes después en la basílica de la Virgen de Atocha. Acompañan a la reina, su madre María Cristina, el rey Francisco de Asís,  los duques de Montpensier, el nuncio del papa, el Arzobispo de Toledo... También la recién nacida, la infanta Isabel Francisca, llevada por una de las camareras de la reina, la marquesa de Povar, se encuentra en el lugar.

   Viste la reina aquella mañana muy elegante contaron las crónicas después que lucía un traje de terciopelo verde y sobre él, manto carmesí, reflejando en su rostro la hermosura de sus veintiún años y la felicidad de su recién estrenada maternidad.

   De pronto, entre la multitud que se agolpa, un fraile se destaca, se aproxima a la reina y se inclina. Parece que realiza una reverencia ante su soberana, que va a pedirle algo, a entregarle una carta, mas sin que nadie pueda impedirlo, el fraile empuña un fino cuchillo que lleva oculto bajo la sotana, se abalanza sobre la reina y clava el acero en el cuerpo de Isabel. Hacer esto Merino y saltar sobre él los alabarderos que la protegen es todo uno, pero el daño ya está hecho. Merino es reducido y la reina con sus ropas ensangrentadas sujeta por los acompañantes que impiden se desplome.

Isabel II 
   
   Mientras Merino es dominado y a duras penas salvado de un inmediato linchamiento, la reina es llevada a sus aposentos. Los doctores Sánchez, Drument y Solís, con sumo cuidado examinan las heridas. El alivio es general. Aunque las lesiones podrían haber sido fatales,  el bonito terciopelo y, sobre todo, el rígido corpiño que rodea la figura de la reina le han salvado la vida. Como una segunda capa de costillas, las ballenas del corsé han detenido la afilada punta que el fraile demente empuñó. Los médicos, aunque sin comprometer un pronóstico, redactan un parte relativamente tranquilizador: “A la una y cuarto de esta tarde al salir S.M. la reina nuestra señora de la real capilla y al pasar por la galería derecha ha recibido una herida que, después de haber rozado en el antebrazo derecho, se encuentra en la parte media anterior y superior del hipocondrio del mismo lado la cual tiene siete a ocho líneas en su diámetro transversal”.

   Al mismo tiempo que los médicos cuidan de la reina, Merino es interrogado. Se trata de averiguar si ha actuado por su cuenta o por mandato de otros. El fraile, en continua exhibición de mal genio, da muestras de su mal carácter: grita que ha actuado solo y se muestra orgulloso de su “hazaña”. Pronto se llega al convencimiento de que es un demente. Aún así, su futuro esta escrito. La pena de muerte es el castigo que un tribunal constituido el día 5, tres después del atentado, le impone: “Fallamos que debemos condenar y condenamos al reo Martín Merino y Gómez, por el delito de atentado contra la vida de la reina Su Majestad doña Isabel II, a la pena de muerte en garrote vil y a ser quemado el cadáver y aventadas sus cenizas.”

    La Iglesia también toma parte en el asunto. Siendo uno de los suyos, antes de entregarlo al poder civil, se prepara una ceremonia para cumplir con las leyes canónicas: se le afeita la cabeza para eliminar la tonsura y se le despoja del hábito; pero no se olvida de él. Le insta al arrepentimiento y pide clemencia al brazo secular al que lo entrega. También la reina solicita perdón para su agresor. No lo obtendrá éste. Ni el propio condenado lo reclama ni las autoridades piensan concederlo. El día 7 de febrero, sobre un asno, entre insultos, lo conducen al cadalso. A las doce del mediodía, a la misma hora en la que Merino trató de privar de vida a la reina Isabel, el garrote le espera.  Apunto de ser ajusticiado pide hablar. Sobre los gritos del gentío vuelve a decir que sólo él es el responsable de aquello. Ni una palabra de arrepentimiento. 
 
   Y aún aseguran que dedicó palabras de desprecio al pueblo que le insultaba, mientras el verdugo giraba el tornillo y el silencio, que siempre se impone cuando la vida cede el paso a la muerte, se adueñaba de la plaza.
Safe Creative #1203231361134
Related Posts with Thumbnails