TAMERLÁN Y EL LARGO VIAJE DE CLAVIJO

   Hoy viajaremos a la historia a través del tiempo, a un lugar lejano y poco conocido de la misma, pero también viajaremos en el espacio, porque los protagonistas de la historia de hoy, que llegaron a conocerse, anduvieron, cada uno en lo suyo, de Norte a Sur, de Este a Oeste, guerreando, conquistando, uno; observando y escribiendo el otro. Se podría decir, en el más popular y sencillo de los lenguajes, que no pararon en torreta.

   El reloj de nuestra máquina del tiempo señala el año 1404. Al descender de ella apenas resuenan en la lejanía las gestas de Gengis-Khan, ocurridas doscientos años atrás. Ahora nos encontramos en Samarkanda, la ciudad capital de un nuevo imperio ganado por las armas en pocos años y que, en pocos años también, como un azucarillo en el agua, se diluirá tras la muerte de su creador.   

  Allí, en Samarkanda, un hombre casi septuagenario, pero enérgico aún, con una cojera más que aparente, espera a un visitante. No es la edad la razón de su cojera. La arrastra desde hace más de cuarenta años y, aunque nadie conoce la causa de la misma, sí conocemos su consecuencia. Recibirá por ella, en el futuro, el sobrenombre del “El cojo”. Su nombre es Timur, al que por su defecto, se le añadirá la palabra persa “leng”. Occidente le conocerá como Tamerlán.

   Tamerlán lleva toda la vida batallando, ha conquistado Persia, Azerbayán, Georgia, Armenia; también el Caúcaso es suyo; ha dominado buena parte de Mesopotamia, invade Siria y alcanza las costas del Mediterráneo.

   No contento con esto Tamerlán pone sus ojos en oriente: arrasa la India y toma Delhi, saqueándola. Sus ansias de dominio son incontenibles, la crueldad de sus soldados también. Se dice que sus  ejércitos construyen montañas con los cráneos de los vencidos. Envalentonado, de Este a Oeste el tártaro se planta en Asia Menor. Allí, en Ankara, tiene enfrente al sultán Bayaceto, que le ha retado; parece un rival peligroso. Es valeroso, atrevido, pero imprudente; quizás por ello los suyos le conozcan como “El rayo”. Tamerlán lo captura. Bayaceto, ante su captor se muestra arrogante y el tártaro, guerrero despiadado, lo traslada a Samarkanda prisionero en una jaula, tratamiento muy humillante para el sultán, que poco tiempo después, al saber que iba a ser exhibido así por las calles de Samarkanda morirá; su desaparición será un alivio para el imperio bizantino, que logrará sacudirse el peligro otomano durante unas décadas. Breve tregua, que terminará antes de lo que los bizantinos hubieran deseado. El poder otomano reconstruido, pronto pondrá sitio a la ciudad que Constantino rebautizara con su nombre.

   En Castilla se sabe de primera mano lo sucedido en Ankara. Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, embajadores de Castilla, lo han vivido en primera persona, han conocido al caudillo mogol, y éste les ha hecho homenajes y ha ofrecido bienes para el rey castellano, que son llevados por Mahomat Alcagi, un emisario tártaro, que acompaña en su regreso de Anatolia a Sotomayor y Sánchez de Palazuelos.


   Enrique de Castilla corresponde con otra embajada. El 23 de mayo de 1403 fray Alfonso Paiz Santamaría, Rui González de Clavijo y Gómez de Salazar parten en una carraca rumbo al lejano imperio de Tamerlán. De dejar testimonio escrito de las vicisitudes y aventuras, que serán muchas, que la embajada pueda vivir en su travesía por tierras de Turquía, aguas del mar Negro, Armenia, Irán hasta llegar a la capital del imperio, Samarcanda, se va a ocupar Clavijo. Dejará constancia en “Embajada a Tamerlán”, aunque sus notas pronto quedarán en el olvido. Tendrán que pasar doscientos años para que Argote de Molina(1), en 1582, las edite y dé a conocer las experiencias vividas en Constantinopla, Trebisonda, Teheran y Samarcanda por aquella embajada de Enrique III.

  Cuando Clavijo y sus compañeros llegan a Samarkanda, Tamerlán los recibe con grandes homenajes y consideración, son invitados a continuas fiestas y presentados a los señores de Samarkanda. Así continúan  las cosas durante algunas semanas, hasta que por fin, en noviembre de 1404, dos meses y medio después de su llegada, se les da aviso de la precaria salud de Tamerlán, que no les recibirá más, y se les instruye de que mejor será que regresen a su país, de grado o por la fuerza. Sin despedirse del emperador mogol tendrán que marchar; y así lo escribe Clavijo. Si la mala salud del Khan es la causa de su expulsión, pues el gran Señor Taburmec, así le llama el cronista en su escrito, es de avanzada edad y, efectivamente, parece que ve mal y tiene problemas para andar más allá de la dificultades derivadas de su cojera; o son razones de Estado, pues Tamerlán está a punto de comenzar una campaña contra China, es difícil de precisar. Quizás ambas razones tengan algo de verdad, pues lo cierto es que no había terminado Clavijo su viaje de regreso a Castilla, cuando recibe la noticia de la muerte de Tamerlan en Otrar. Acababa de partir rumbo a China. El 19 de enero de 1405 Tamerlán deja este mundo y abandona a su suerte el imperio que no podrá superar su ausencia.

  Treinta años habían bastado para crear un formidable imperio.  Había derrotado enemigos y conquistado grandes territorios, pero no había sido capaz de estructurar un Estado. Muy pronto se declararon guerras internas entre sus hijos y sus nietos. Por fin, uno de sus hijos,  Shahrukh, logrará imponerse. Tampoco conseguirá que perdure la herencia de su padre y el imperio de Tamerlán se eclipsará con la misma rapidez con la que se había formado.

(1) Gonzalo Argote de Molina nació en Sevilla en 1548, militar al servicio de Felipe II, es conocido como historiador, anticuario y editor.
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DE LOS ESPEJOS

   Siempre los espejos han ejercido una grandísima influencia en el comportamiento de las personas. Desde el mito de Narciso que al ver su propia imagen reflejada en las aguas quedó enamorado de ella, de sí mismo, muchas han sido las obras de la literatura en las que los espejos han sido coprotagonistas, casi con igualdad de rango, con los personajes que reflejaban. También la pintura se ha ocupado de ellos.

 Ovidio nos habló de Narciso, del imposible amor sobre su amado, que se difuminaba al tratar de tocarlo, hasta que, roto el espejo mil veces, desesperado, abatido, se convirtió en una flor(1).

   Pero el espejo ya era conocido. El más antiguo que se conoce y conserva se halla en el museo de El Cairo. Tiene unos cuarenta siglos de antigüedad y posiblemente fuera fabricado por hebreos o egipcios, los primeros que se dedicaron a ello. Fabricados con metales finamente pulidos su uso fue extendiéndose.

  Su propiedad de reflejarlo todo parece que convenció a Arquímedes a fabricarlos como arma de guerra. Se dice que, durante la Segunda Guerra Púnica, en el sitio de Siracusa, los construyó cóncavos, y dirigiendo con ellos el reflejo del Sol sobre las naves de Marcelo, éstas fueron fulminadas por los concentrados y abrasadores rayos(2).

   En el espejo su dueño podía verse, pero a veces podía ver algo más, dando al espejo, en estos casos, un carácter mágico. Por ello fue objeto deseado por magos y alquimistas, cuyos reflejos eran puestos al servicio de reyes y personas principales.  Y no sólo el espejo cumplía con su obligación de reflejar lo que se le ponía delante, también se creyó posible que lo que en él se veía quedara allí guardado. Puede que por esta razón Gutenberg, antes de inventar la imprenta, trató de hacer fortuna con la fabricación de espejos. Aprovechando esta creencia instaló, en Strasburgo, una fábrica para producirlos a un precio asequible. Su clientela eran los peregrinos que viajaban a santuarios y lugares de culto, que los llevaban y, reflejados en ellos dichos lugares y las reliquias de los santos a los que veneraban, creían ver atrapado en sus espejos algo de esa santidad.

   Pero no sería hasta el siglo XVI cuando en la Venecia de los Dux comenzó a usarse el vidrio. En Murano, isla veneciana a salvo de indiscretas miradas, se guardaba el secreto del cristalino y famoso vidrio veneciano.

   Y el espejo, pieza imprescindible en todo tocador, en todo salón,  se volvió rebelde, sobrepasó sus funciones: comenzó, caprichoso, a hablar y a mostrar lo que había más allá de él. Se convirtió casi en una ventana.


   Los hermanos Grimm hicieron que un espejo hablara, que contestase a una malvada reina que preguntaba a diario sobre su belleza. El espejo, como si tuviera vida propia, contestaba, y la pérfida reina,  con la información de su cristalino confidente, llena de vanidad, cumplió el infame papel que Jacob  Grim le dio.

  Hans Christian Andersen, otro cuentista, también estuvo preocupado por la magia de los espejos. En cierta ocasión viajo a Nápoles. Había llegado a sus oídos que en la habitación de cierta casa había un espejo mágico. Se decía que en él había desaparecido una niña vestida de verde, como si hubiera sido engullida por el cristal. Aseguraban que de vez en cuando la niña, convertida en mariposa, salía del espejo y sobrevolaba la estancia, desapareciendo de nuevo en el espejo. Andersen quiso  verlo. Alquiló la habitación y pasó una larga temporada en ella. Nada sucedía. Decepcionado decidió marchar. A punto de abandonar la casa, la criada que adecentaba la habitación, gritando, le urgió a volver. Andersen, veloz, llegó a la habitación. Una mariposa parecía fundirse en el espejo desapareciendo de su vista.

    Jerónimo Scotto, un aventurero italiano, dicen que poseyó uno, también mágico(3) que le dio fama y le encumbró hasta que… perdió la magia y abandonó a su dueño.

   Oscar Wilde también dio protagonismo a un espejo, siempre visible, que reflejaba la juventud y belleza permanente de Dorian Gray, mientras un cuadro, siempre oculto, tapado, escondía la fealdad física y moral del reflejado en aquél. Gray descubriría, con horror, al destapar el cuadro, que no siempre un espejo dice la verdad. Ambos, espejo y cuadro serían destruidos.

   Y si los escritores se han ocupado de los espejos, llenando páginas enigmáticas, los lienzos de los pintores nos enseñan, en un alarde de imaginación, como los espejos pueden reflejar, sin necesidad del azogue, a quienes se miran en ellos.

   Para el genial Velázquez los espejos eran un reto. En “Las meninas” los reyes no están en la escena, podría decirse que eran ellos los que la contemplaban, que eran ellos quienes hubieran podido pintar a su familia, apareciendo, como quien hace una fotografía, reflejados en un espejo; pero no, don Diego dejó claro que era él quien dirigía la escena. Con un pincel en la mano, parece querer demostrar que puede pintarlo todo: lo que tiene delante y lo que hay detrás.


(1) Narciso era hijo de Cefiso y de Leiríope. Fue objeto del amor de la ninfa Eco, que no vio, por más intentos que hizo, recompensado su amor con la atención de Narciso, que sólo tenía ojos para sí mismo. La enamorada ninfa se quejó a la diosa Némesis, rogándole sometiera a Narciso al inalcanzable amor que ella misma había padecido.

(2) Aunque la preparación de estos artilugios solares está más próxima a la fantasía que a la realidad, lo cierto es que Arquímedes, que resultaría muerto durante el sitio de Siracusa, sí diseñó y fabricó diversas armas arrojadizas de gran efectividad, que opusieron gran resistencia a Marco Claudio Marcelo, el general romano encargado del sitio.

(3) Para saber algo más de este caso se puede acudir en historia intrascendente a "El espejo mágico de Scotto".
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“VIE DE CHÂTEAU”

“…y permitid que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos con los cuales tengo el honor de ser, Sire, de V.M.I. y R. su más humilde y muy obediente servidor, Fernando.” 

   Así terminaba la carta que, el 22 de junio de 1808, desde Valençay, escribió a Napoleón el que había sido rey de España durante apenas mes y medio, durante la primavera de aquel año, y volvería a serlo durante casi veinte años, a partir de 1814. 

   Quizás, de haberla conocido el pueblo español que, garrote en mano, andaba defendiendo el solar patrio de la pisada que el dueño de la voluntad de Fernando ─y de otras muchas cosas─ tenía puesta en España no hubiera deseado tanto el retorno de quien con tan escasa dignidad disfruta de una cómoda y apacible vida en el castillo de Valençay, donde Talleyrand, príncipe de Benevento, su propietario, procura hacer lo más entretenida posible la vida del Borbón, como mejor manera para impedirle recordar que había sido rey de España. Allí, en el castillo, Fernando parece encontrarse en su salsa. Sin más obligaciones que perder el tiempo, adulado por una “pequeña” corte de españoles que orbitan a su alrededor, Talleyrand organiza juegos, cacerías y por las noches entretenidas veladas en las que no faltan los bailes y las galanterías. Tanto empeño pone el príncipe de Benevento en ello, que encarga a su esposa que provea tales veladas de un nutrido y hermoso ramillete de distinguidas damas para distraer a los ociosos moradores del castillo y, llegado el caso, conseguir que alguna de ellas logre seducir a Fernando. Piensa que así, acaso pueda controlarlo aún más o quizás, simplemente, que sucumba a la flechas de cupido, entierre cualquier atisbo de dignidad y se abandone aún más en la entrega al nuevo dueño del mundo. Pero Benevento no cuenta con que las cosas, a veces, suceden como uno no querría que pasasen. No es Fernando el enamorado durante aquellos días, sino su mayordomo, el duque de San Carlos que se rinde a la propia madame Talleyrand, que le corresponde. Hasta Napoleón conocerá del asunto y lo utilizará en el futuro para humillar a su ministro cuando las diferencias entre ambos estén a la vista de todos. 

Fernando VII de Capitán General,
por Miguel Parra Abril. Museo de la Ciudad, Valencia.

   Mientras, parece que Fernando, envilecido y holgazán, se encuentra a gusto en su cárcel de Valençay, tanto que cuando, con ayuda inglesa, se prepara su fuga, no muestra gran interés.

   El gobierno de Inglaterra, nación aliada de España en la lucha contra la Francia de Napoleón, decide intentar la liberación de Fernando. Los ingleses entran en contacto con el barón de Kolly, con fama de atrevido aventurero, pero que nada más llegar a París resulta detenido. Al parecer un tal Richart, que conocía el plan, le había delatado. Puesto Kolly en el trance de colaborar o tener un destino incierto, pero nada halagüeño, el barón, con gran dignidad, se niega a lo primero; mas los franceses empeñados en poner a prueba a Fernando convencen al delator Richart para que, haciéndose pasar por Kolly, se presente en Valencay, explicando el plan de fuga a Fernando, quien en lugar de rechazarlo lo escucha para luego denunciarlo al gobernador del castillo, monsieur Berthemy.

   Si Fernando actuó así por astucia o porque, acomodado en su jaula dorada, prefería la vida regalada que Napoleón le proporcionaba es cosa incierta, aunque probable lo primero, puesto que su indignidad siempre, nunca estuvo reñida con su doblez. No sería hasta 1814 cuando, para desgracia de los españoles, Napoleón, que necesita fijar su atención en el frente oriental, lo devolverá a España. 
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