El viajero está de paso hacia
otros lugares, pero en el poco tiempo del que dispone, aprovecha hasta hacerse la idea
de que a Guadalajara se la puede mirar como se mira un rostro en el que la
belleza se concentra en sus ojos. Porque, como los ojos de una cara, Guadalajara
tiene sus dos joyas, una en cada lado de la ciudad.
En un extremo, el palacio del
Infantado, del siglo XV. Un incendio en 1936 destruyó casi todo su interior,
que fue restaurado en los años sesenta del pasado siglo. Aun así, al viajero le
parece magnífico. Lo mandó construir don Iñigo López de Mendoza, segundo duque
del Infantado, a Juan Guas y Enrique Egás, y a juicio del viajero lo hicieron
con tal acierto, que su fachada adornada con puntas de diamantes, con el
tiempo, no hace más que sugerir su
esplendoroso pasado, sin menoscabo de la maravilla de patio interior, de dos
plantas, preciosa filigrana hecha en piedra. Allí se llevaron a cabo bodas
reales. Dos reyes de nombre Felipe contrajeron matrimonio con dos nuevas reinas
para España, las dos de nombre Isabel. En el siglo XVI, Felipe II, con Isabel de
Valois; dos siglos después Felipe V, con Isabel de Farnesio.
En el otro extremo de la ciudad, el
panteón de la duquesa de Sevillano, de finales del siglo XIX. Doña María
Diega Desmaisières, que también fue condesa de la Vega del Pozo, fue la
impulsora de este edificio destinado a albergar sus restos mortales; aunque no
fue lo único que mandó construir allí.
Había nacido María Diega en
Madrid, en 1852, poseyó una inmensa fortuna, parte de ella en Francia, pues un
bisabuelo suyo era dueño de grandes viñedos en la región de Burdeos. De un notable
sentimiento filantrópico, María Diega que permaneció siempre soltera, dedicó
buena parte de su fortuna al beneficio de los pobres. En Guadalajara, en unos terrenos de su
propiedad, en las afueras de la ciudad, decidió construir varias dependencias
destinadas a usos sociales, que aún hoy se emplean, en buena parte, a dichos
fines. Muchos de los edificios son de cierto valor arquitectónico, pero sobre
todos ellos sobresale el panteón familiar, con su aire bizantino, cuya cúpula vidriada resplandece y
capta la atención del visitante.
La duquesa murió en 1916, en un
hotel de Burdeos, casi al mismo tiempo en el que concluyeron las obras, que
duraron muchos años, como si hubiera esperado para partir hacia el otro mundo a
que el complejo estuviera terminado.
Si pudo la duquesa ver los
edificios concluidos, lo que no pudo ver, porque esa fue su voluntad fue qué
aspecto tendrían las esculturas que servirían de cierre a la cripta. Dio orden
para que no se iniciara talla alguna hasta después de morir, y Ángel García
Díaz, el escultor encargado, paciente, hubo de contentarse con preparar el
basamento de lo que ya en su mente se iba construyendo como futuro grupo escultórico de la cripta.
Como la duquesa, tampoco el
viajero, aunque éste contra su voluntad, puede ver la cripta. Encuentra el
recinto cerrado, y resignado, debe conformarse con ver el exterior. Toma algunas
fotografías y vuelve sobre sus pasos camino del centro.
Entre una y otra joya arquitectónica el viajero camina por la calle Mayor. En una placita el viajero saluda a otro aristócrata insigne, importante en la historia de España, aunque puede que no tanto para la cotidiana historia de los más necesitados, el conde de Romanones, al que los maestros, por suscripción popular, le erigieron el monumento, que el viajero ve.
Entre una y otra joya arquitectónica el viajero camina por la calle Mayor. En una placita el viajero saluda a otro aristócrata insigne, importante en la historia de España, aunque puede que no tanto para la cotidiana historia de los más necesitados, el conde de Romanones, al que los maestros, por suscripción popular, le erigieron el monumento, que el viajero ve.