EL XIX. SE BUSCA REY

   Tras el triunfo de la Revolución, en febrero de 1869 se forman las Cortes Constituyentes. La pugna entre monárquicos y republicanos es el signo que marca el presente y lo hará en el futuro, pero la revolución no la han hecho los republicanos y jamás, ni el almirante Topete ni los generales Serrano y Prim, este último, en realidad,  auténtica “alma mater” de aquella aventura, piensan en una república. Así, la revolución, aunque antiborbónica, tiene vocación monárquica, pese a la tenaz oposición del republicano Castelar y los suyos,  y a nadie extraña que pronto sea presentado un proyecto de constitución que consagra la monarquía como sistema de gobierno, sin perjuicio de su talante liberal, auténticamente liberal.

   Una vez aprobada y promulgada el 1 de junio de 1969 la nueva constitución, Serrano es designado regente y Prim asume la presidencia del Consejo de Ministros. Prim, con Serrano “en jaula de oro”, según palabras de Castelar,  queda con la manos libres.

   A partir de entonces la elección de un rey se convierte en asunto capital, aunque no en el único quebradero de cabeza para Prim: la  supresión de las quintas, cuestión que Prim había enarbolado como bandera del cambio en los nuevos tiempos no se lleva cabo. La necesidad obliga. La guerra en Cuba, iniciada casi al mismo tiempo que la revolución en España,  precisa soldados y Prim, presidente del Gobierno y ministro de Guerra los necesita. Aun así anuncia la presentación de un proyecto de ley que modifique el sistema de quintas, reduciendo el tiempo de servicio y suprimiendo la redención por dinero, que libera de prestar el servicio a los mozos de familias pudientes. Sin embargo, cuando se discute la Ley, dicha exención, finalmente, no es incluida en ella.

  También los carlistas ocupan buena parte de las preocupaciones del conde de Reus. Las guerrillas del pretendiente don Carlos ayudan, y mucho, a deteriorar más aún la ya muy precaria paz ciudadana. De la delicada situación social da cuenta un caso sucedido en Tarragona, ciudad en la que se convoca una manifestación republicana bajo el lema: “Viva la Republica Federal”. La encabeza el general Pierrard, que es medio sordo para su desgracia y diputado para dicha suya. Durante el transcurso de la misma sale al paso de la manifestación  el secretario del Gobierno Civil, don Raimundo Reyes, que para hacerse oír por el sordo Pierrard, se ve obligado a gritar. Interpretadas aquellas voces por algunos exaltados como una discusión, aprovechando la confusión del momento, toman a don Raimundo y le dan muerte. El escándalo es tan grande que se detiene a Pierrard, al que se quiere hacer culpable de los hechos. Su condición de diputado le salvará de sufrir tan engorroso proceso.

   Nadie, ni la oposición ni los partidarios del gobierno ni los carlistas ni otras fuerzas sociales son ajenos al estado de inseguridad. Si los republicanos se echan al monte formando partidas guerrilleras, también partidarios del gobierno forman partidas violentas. La dirigida por un tal Ducazcal recibe el contundente nombre de “Partida de la Porra”. Felipe Ducazcal es propietario de una imprenta, se había significado mucho en el pasado editando octavillas en contra de la reina Isabel. Ahora, bien considerado, recluta en los barrios de Madrid a los integrantes de la banda, que revienta mítines, alborota en las manifestaciones y llega a mayores propinando palizas a ciertos periodistas molestos, alguno de los cuales muere a causa de las heridas producidas en los asaltos.

   Pese a todo la búsqueda de un rey es asunto principal y, desde luego, no es problema menor: “No hay nada más difícil que hacer un rey” dirá Prim en las Cortes un año después de haberse aprobado la Constitución. Descartados los Borbones por el jefe del gobierno en su célebre discurso de los tres jamases comienza la frenética búsqueda de un rey para España.

El general Prim. Grabado. Museo de Historia de Valencia
   
   Muchos nombres se pronuncian durante aquellos meses. Se busca en Portugal. Reina allí Luis, hijo de María II y Fernando de Coburgo,  el rey consorte, y se piensa que éste, viudo y más o menos libre de compromisos, es una buena opción; pero justificada o no la preocupación de una posible unidad ibérica el propio don Fernando rechaza la propuesta, que si adquiere algún compromiso no es otro que contraer matrimonio con la cantante de ópera Elisa Hendler. El desairado rechazo de don Fernando provoca de nuevo la reacción republicana. Otra vez Castelar habla en las Cortes: “En vez de andar por el mundo buscando un amo, y un amo al cual nosotros tenemos que pagarle, busquemos todos aquí de buena fe, lo que todos debemos buscar: la libertad, la prosperidad de la patria…”
  
   Descartado Coburgo, se mira hacia Italia. La casa de Saboya está bien vista en España, al menos entre los progresistas. Se ofrece el trono al joven Tomás Alberto de Saboya, duque de Génova, de catorce años, sobrino del rey Víctor Manuel. En España parece que tras arduas negociaciones cuaja la propuesta, más desde Italia llega la renuncia. Al parecer la madre del pequeño duque recibe noticias sobre la sombría situación española, de lo difícil que resultará para su hijo, de aceptar semejante envite, salir airoso. Rechaza, pues, el ofrecimiento. La inmediata consecuencia es una crisis de gobierno que se salda con la dimisión de los ministros Ruiz Zorrilla y Martos. Tampoco da frutos la opción de otro Saboya, el duque de Aosta, de momento.

   Los fracasos en el extranjero inducen a buscar dentro de España a la desesperada. Imposible o casi, el caso es que se piensa en el anciano Espartero. Retirado en Logroño desde hace años, el duque de la Victoria tiene casi ochenta años. Se habla con él, sin que nadie lo considere una opción seria, ni siquiera él mismo, que halagado declina, como todos esperan, la oferta.

   Inglaterra, Francia, Alemania, todos tienen su mirada puesta en España y en la elección de su futuro rey, todos tratan de obtener influencia o impedir que otros la obtengan en la elección.

   El eterno candidato, el duque de Montpensier, el Orleans casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina destronada, preferido por los unionistas, ha ido ganando apoyos. Serrano, el regente ─en el que también se llegó a pensar como futuro rey(1)─ es uno de sus valedores. Finalmente también Montpensier queda descartado. No por la oposición del progresista Prim ni por la de Napoleón III, sino por la actitud del propio duque que en duelo a pistola dio cuenta de Enrique de Borbón. Había éste insultado al duque llamándolo pastelero francés,  y aquél ni corto ni perezoso retó al Borbón. El 12 de marzo de 1870 en un dramático duelo a pistola, Enrique resulta muerto y don Antonio, debido al escándalo, ve como todas sus pretensiones a lo que siempre aspiró, ser rey de España, se malogran para siempre.(2).

   Hubo otros candidatos: en el mes de junio, el alemán Leopoldo de Hohenzollern-Simmaringen declara su disposición a poseer la corona española. La falta de discreción dará al traste con esta opción. Enterado del asunto Napoleón III ─y también Eugenia de Montijo, que a estas alturas hace valer su opinión como ninguna otra─, presiona hasta conseguir la renuncia del aspirante y una guerra entre Francia y Alemania de la que aquélla saldrá mal parada. Tan mal, que supondrá el fin del Segundo Imperio.

   Por fin, en un nuevo intento, se logra que el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, hijo de Victor Manuel II de Italia, esta vez sí, aunque con algo de ayuda británica, que veía en el príncipe italiano una garantía de paz, acepte la corona y que las cortes aprueben su nombramiento, por mayoría sí, pero sin entusiasmo. Es 14 de noviembre de 1870. España ya tiene rey.


(1) Las dificultades para encontrar rey y el ofrecimiento del trono al general Espartero pudieron hacer nacer en el regente, el general Serrano ─o más bien en su esposa─, la aspiración de ceñir la corona de España.  Era doña Antonia mujer mucho más joven que el general, de gran belleza, ambiciosa y carácter dominante, que no se privó nunca de terciar en los asuntos de su esposo.

(2) Años después verá a María de las Mercedes, sangre suya, casada con Alfonso XII,  como reina de España

Nota: Los detalles del novelesco duelo entre el duque de Montpensier y don Enrique de Borbón fueron relatados en "Le exijo una satisfacción".
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LANUZA, EL JUSTICIA AJUSTICIADO

   En 1578 Juan Escobedo es secretario de don Juan de Austria, el hermanastro del rey, el héroe de Lepanto. Está en España enviado a la corte por don Juan, que permanece en Flandes y se siente desatendido por el rey Felipe. Al llegar, frecuenta los mentideros, escucha, empieza a conocer lo que sucede en Madrid. Descubre que Antonio Pérez, secretario del rey, hombre inteligente y capaz, pero persona de doblez y escasa lealtad ─años después, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino será uno de los difusores de la Leyenda Negra─, mantiene relaciones con la princesa de Éboli, Ana de Mendoza, viuda de Ruy Gómez de Silva, antiguo paje, luego consejero y siempre amigo del rey Prudente.

   Escobedo y Pérez fueron amigos desde niños. Ambos habían estado al servicio de Ruy Gómez; pero las cosas, ahora, son de otro modo;  y sea por envidia, sea por mantener el buen nombre de su antiguo señor o por eliminar al viejo amigo, del que piensa tiene mucho que ver en el abandono en el que el rey Felipe tiene a su hermanastro, amenaza con contar las complicidades que hay entre el secretario Pérez y doña Ana, quien a sus casi cuarenta años y pese al parche que oculta la ausencia de uno de sus ojos, aún posee encantos suficientes para desatar pasiones y motivos bastantes para ganar para sí voluntades con las que lograr sus intereses.

   Las consecuencias de esa amenaza no se hacen esperar. En uno de los episodios más turbios del reinado del rey Prudente, el 31 de marzo de 1578, lunes de Pascua, Juan Escobedo es asesinado. 

   Si fue por mandato real aconsejado por el propio Pérez, que sin escrúpulo alguno, animaba la desconfianza entre el rey y su hermanastro, ahora en Flandes, o por iniciativa del propio secretario ha sido cosa discutida a lo largo del tiempo, gracias a las acusaciones que el Secretario haría en contra de su antiguo señor, incluso afirmando que fue el propio rey quien había mantenido relaciones con la hermosa doña Ana, de lo que no consta prueba alguna.

   Pero lo cierto es que la familia de Escobedo, al poco de su muerte, acusa al secretario del rey de ser el mandante del crimen. Pérez es detenido, pero durante largo tiempo nada se actúa de modo concluyente en su contra. La relajación en el proceso hace que éste se dilate en el tiempo, hasta que doce años después, el juez Rodrigo Vázquez de Arce da una nueva vuelta de tuerca al caso. Pérez, que había pasado los años anteriores en diversas cárceles o en libertad vigilada, es sometido a tortura. Nada claro se obtiene de sus declaraciones salvo la especie de involucrar al propio Felipe II en el asunto. En tan comprometida situación Pérez decide la fuga. El 19 de abril de 1590, disfrazado de mujer, se fuga de la cárcel. Llega a Aragón, vecindad suya, donde la jurisdicción del juez Vázquez no alcanza. En Zaragoza cuenta con el apoyo de los aragoneses y muy especialmente del Justicia de Aragón don Juan de Lanuza, que le hace ingresar bajo la protección de los fueros aragoneses como persona “manifestada”, que así se conoce a quienes quedan bajo la protección foral,  a salvo de las arbitrariedades de otros tribunales.

Juan de Lanuza. Ayuntamiento de Huesca

    Pero en Madrid el juez Vázquez no quiere soltar a su presa. Urde un plan. En connivencia con el Santo Oficio, se acusa a Pérez de hereje ─quizás de lo único de lo que se le acusa sin causa─  y se le condena a muerte. Sin embargo, cuando iba a ser trasladado a la prisión de la Aljafería, dependiente de la Inquisición, una algarada organizada por amigos de Pérez lo impide, y éste aprovecha para huir de nuevo, ahora a Francia.

   Ante el cariz que toman los acontecimientos, Felipe II envía un cuerpo militar a cuyo mando está Alonso de Vargas. Es preciso sofocar la rebelión, afirmar el poder real en Aragón. Lanuza el joven, que ha sustituido a su padre, fallecido poco antes, opone resistencia, aunque escasa y débil. Con un pequeño ejército se enfrenta a las tropas de Vargas. Es derrotado. Aún se ofrece a Lanuza la posibilidad de retractarse. Se niega.  Pronto su cabeza rodará separada del cuerpo y con la suya la de otros nobles aragoneses partidarios suyos, defensores de los fueros aragoneses.
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UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

   En Winchester, Inglaterra, se celebra una gran ceremonia. Es 25 de julio de 1554 y en su catedral, frente al altar, están sus protagonistas. Se celebra la boda de una reina y de un futuro rey. Los contrayentes: María, de treinta y ocho años, soltera, poco agraciada, mellada debido a su afición a los dulces, católica, culta, reina de Inglaterra y muy enamorada; y Felipe, de veintisiete, viudo, atractivo, reservado, católico también, príncipe y, cumpliendo los deseos de su padre, muy resignado, formalizan ante Dios y los hombres un enlace que parece culminar con éxito la política matrimonial del emperador.

   Había sido deseo de Carlos V, el emperador y padre del novio, que aquella boda se celebrara. Los intereses del imperio así lo requerían. Convencido de la dificultad de obtener para su hijo el imperio alemán, pensó que una alianza matrimonial con la Inglaterra de María Tudor dejaría a Francia totalmente aislada, y consolidados y engrandecidos los ducados que Felipe iba a heredar en Flandes y Borgoña.

   Pero el camino hasta llegar allí no había sido precisamente un camino de rosas. La llegada de María, una católica, al trono inglés había contado con una fuerte oposición, pero más aún la tiene ahora el futuro matrimonio con el príncipe español. La propuesta para contraer matrimonio con Felipe le ha llegado a María muy poco tiempo después de ceñir la corona inglesa. Se la transmite, por orden del emperador Carlos, Simón Renard, un borgoñón embajador en Inglaterra. María parece entusiasmada, aunque quiere conocer a Felipe, su pretendiente, antes de aceptar; pero esto es imposible. El emperador no lo consiente. María tiene que conformarse con un cuadro;  aunque no sea un cuadro cualquiera. Cuando llega la pintura a manos de la reina, ésta, dicen, queda locamente enamorada. La apostura de príncipe y la mano de Ticiano han bastado para ello. Y se decide: contra viento y marea dará el sí quiero a Felipe.

Felipe II. Anónimo flamenco. S. XVI.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Las negociaciones hasta la firma de las capitulaciones matrimoniales no son cosa fácil. El embajador Renard y el conde Egmont, hombre de confianza del emperador designado para tal propósito y para otros más discretos y menos confesables, se emplean en conseguir unos pactos beneficiosos para Felipe, pero los ingleses, recelosos de los españoles, temerosos de ver comprometida la independencia inglesa, imponen muchas restricciones al poder del futuro rey consorte, que sólo será rey mientras la reina María viva. También que los hijos del matrimonio, de haberlos, si el príncipe Carlos muere sin descendencia, serán los herederos de la corona española.  Tampoco Francia, permanece ajena: causa en parte de la política de alianzas del emperador, los ingleses no aceptan ser utilizados y se reservan libertad de acción para el caso de que España y Francia entren en guerra.

   Muchas otras condiciones quedan redactadas, pero al fin, superados los obstáculos, obtenida la licencia papal, pues María es tía segunda de Felipe, el plan del emperador Carlos y los anhelos de María Tudor se hacen realidad. Al salir los novios de la catedral de Winchester el rostro de María está radiante y Felipe, en su papel de esposo solícito, hace cuanto puede por complacerla.

   Ese mismo año, en noviembre, se restaura el catolicismo en Inglaterra y casi de inmediato comienza la persecución de los protestantes. El obispo de Gloucester, John Hooper, es arrestado. Había dicho el prelado poco antes que morir ahogado era el mejor final que cualquier sacerdote católico podía encontrar. Como una pesada broma, el destino dispone que sea el fuego el final deparado para los protestantes y que a Hooper sean las llamas las encargadas de consumir su cuerpo. Una hoguera ante su propia catedral pone fin a sus días. No es el único. El arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, el de Worcester, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, obispo de Londres siguieron su misma mala suerte.

   Sin embargo no es Felipe el mayor promotor de la represión protestante, antes al contrario, se muestra condescendiente. La necesidad de congraciarse con el pueblo y los poderes ingleses, sobre todo si la reina muere antes de la cuenta, lo que resulta más que probable, y sin descendencia, lo que parece casi seguro, le obligan a obrar así. Pese a todo, la reina, una mujer madura, de salud precaria, trata de tener un hijo, y Felipe un heredero.

   En la primavera de 1555,  María anuncia que va a ser madre. Los signos de un estado de buena esperanza y un vientre abultado así lo hacen creer; pero el tiempo pasa, la dilatación se reduce y el heredero no nace.  La reina volverá a anunciar lo mismo en más ocasiones y otras tantas veces, la desesperación se instalará en su alma y la decepción en Felipe, que convencido de no obtener un heredero de María, comenzará a pensar en un futuro distinto.

   Con motivo de la abdicación del emperador, Felipe marcha de Inglaterra. Deja desconsolada a María, parte aliviado él. Casi dos años después, en marzo de 1557, Felipe regresa. María no cabe de contento, aún espera, seguramente sólo ella, el milagro de engendrar. Está de nuevo con ella su amado Felipe, pero éste no estará mucho tiempo, sólo el preciso para comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia, aún contraviniendo los pactos matrimoniales, que María no tiene en cuenta, pero el Parlamento sí, e influir en la reina para que su hermanastra Isabel sea designada sucesora, que aunque protestante está más alejada de Francia que la católica María Estuardo. La suerte en lo primero llega en ayuda de Felipe cuando un noble, Thomas Stafford, protestante inglés, exiliado en Francia, cruza el canal, llevando consigo una pequeña tropa de mercenarios, pagados en parte por Francia, toma el castillo de Scarborough, se declara lord protector y trata de encabezar una revuelta. La aventura, sin futuro alguno, tiene un mal final para Stafford, que es detenido y ajusticiado; pero supone para Felipe II, que ya tiene el apoyo de la reina, la suerte de comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia. Cumplido su objetivo deja Inglaterra para no volver y a María a las puertas del peor año de su vida. En 1558 el estado de salud de la reina María empeora, nada alivia su pena. Apenas comienza el año, otra desgracia rompe su corazón: la pérdida de Calais. Entristecida y sintiéndose abandonada escribe continuas cartas a Felipe, que las contesta con frialdad. Llora y pronuncia el nombre de su amado sin cesar, lo llama, implora que vuelva a su lado. Pero Felipe se limita a solicitar que sea Isabel su sucesora. Sola y abandonada, el 17 de noviembre de 1558 María Tudor deja este mundo, junto a su lecho hay un retrato de Felipe; para ella aquél no había sido un matrimonio de conveniencia.
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EL XIX. LA GLORIOSA

   Es la una y diez de la tarde del día 18 de septiembre de 1868; desde la fragata Zaragoza resuena la vigésimoprimera y última salva preludio de nuevos tiempos, anuncio del cambio que muchos esperan. Topete y Prim están ya en los muelles del puerto gaditano; ni siquiera han esperado a que los generales desterrados en Canarias lleguen a Cádiz. La revolución está en marcha. 

   Poco después el telégrafo hace llegar a Lequeitio, donde veranea la reina, la noticia del alzamiento. Allí, Isabel está con parte de su camarilla y, desde luego, con su amante de turno, Carlos Marfori, quien a la larga le será leal, como le pidió Narváez, tío suyo, antes de morir.

                                                      * * *

   Al día siguiente, ya en Cádiz los generales desterrados, se publica el manifiesto “España con honra”. Lo redacta López de Ayala y lo firman los generales Serrano, Prim, Dulce, Nouvilas, Primo de Rivera, Serrano Bedoya, Caballero de Rodas y el almirante Topete. El presidente González Bravo incapaz de controlar la situación presenta la dimisión y es sustituido, por deseo de la reina, por un militar, el general Gutiérrez de la Concha, quien nada más tomar posesión del cargo decide hacer frente a la situación por la fuerza, al tiempo que pide a la reina su regreso a Madrid, pero sin Marfori, por tener, dice, el sentir general de la nación mala opinión de él. 

                                                     * * *

   La reina, muy en su papel de soberana, con el mismo sentido común que le había puesto en situación tan delicada, una vez más, se deja aconsejar. El padre Claret, su confesor, el propio Marfori, ofendidísimo por la petición del presidente,  y el resto de consejeros y cortesanos le aconsejan, sin ponerse de acuerdo, sobre qué debe hacerse. También el marqués de Salamanca lo hace, quizás con mayor sensatez que ningún otro. Le plantea con realismo la delicada situación: sólo el príncipe Alfonso podría salvar la dinastía. Abdicar en él serviría para mantener a los Borbones en el trono, quizás.


   Pese a todo, la reina al fin parece decidirse por su vuelta a Madrid; pero cuando se lo comunica al rey Francisco de Asís, éste se opone con rotunda firmeza. Le advierte que con su regreso estarán perdidos, que lo mejor es partir hacia Francia. Isabel se resiste, atiende a quienes aún le dan esperanza de resolver la situación con su vuelta a la Capital.
   ─Harás que nos maten ─insiste Francisco de Asís─ si te empeñas en volver.
   ─Paco, me lo pide el gobierno, que cree que aún estamos a tiempo.
   ─¿A tiempo de qué, Isabel? Sólo hay tiempo para una cosa. Debemos marchar a Francia.
                                                  
Francisco de Asís de Borbón. Rey consorte de España.
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)
                                                  
   Y mientras tanto la revolución avanza imparable: el duque de la Torre,  general Serrano, avanza, por tierra, camino de Madrid. El general Prim, por mar, bordea la costa mediterránea, alcanza Cartagena, Valencia y Barcelona, y consolida la revolución en el litoral mediterráneo. Se van formando juntas revolucionarias que poco a poco, y no sin esfuerzo, van afianzando la revolución por el resto de España (1) ­.

   Pero el gobierno no se da por vencido. Desde Madrid se envía un ejército hacia Andalucía al objeto de frenar el avance del general Serrano. Cerca de Córdoba, en Alcolea, las tropas de Serrano, duque de la Torre y las de Pavía, marqués de Novaliches, enviado por el gobierno, toman posiciones. Como en tantas otras batallas de las que la historia habla, un puente, éste sobre el Guadalquivir, “El puente de los veinte ojos”, es objetivo de ambos bandos. Hay duros enfrentamientos, pero cuando Novaliches es herido la desbandada del ejército enviado por el gobierno es general. Serrano, con caballeroso comportamiento, propio de la época, permite la retirada del enemigo, quien tras su derrota negocia con el duque de la Torre y decide unirse a éste para llegar juntos a Madrid. La derrota de las tropas gubernamentales el 28 de septiembre en Alcolea y el pronunciamiento en Madrid el 29 al ser conocida aquélla obliga a ceder el poder en la Capital a una junta revolucionaria.

                                                      * * *

   Finalmente, Isabel decide dejar España con su amante Marfori. Aún, José Osorio, duque de Sesto y marqués de Alcañices, trata de persuadirla. Insiste el duque en que todavía es posible resolver la situación, que no tiene más que poner rumbo a Madrid, donde el pueblo la aclamará otorgándole el laurel de la gloria. La reina, tan inconsistente en su pensamiento como en sus actos, menos dispuesta en atender su interés que en satisfacer su capricho, contesta al fiel Osorio, haciendo gala de su siempre veleidoso carácter, con una de sus más célebres frases: “Mira Alcañices, la gloria para los niños que mueren y el laurel para la pepitoria”.

   El 30 de septiembre la reina sale de España. Camino de Pau primero y después de París, Isabel II nunca volverá a reinar. Tres días después llega a Madrid el general Serrano, y queda a la espera de que también lo haga el general Prim. Cuando llega éste el día 7, lo hace entre apoteósicas muestras de entusiasmo. Al día siguiente España tiene un Gobierno provisional presidido por Serrano, con Prim y Topete en las carteras de Guerra y Marina, respectivamente; y el 6 de diciembre se publica para el mes siguiente, enero de 1869, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes.

   La revolución ha triunfado, y sin embargo los problemas de España siguen siendo los mismos.


(1) El detalle de uno de estos episodios locales quedó bien explicado en el Blog “Pinceladas de Historia Bejarana” en su artículo “Béjar, protagonista de un hecho”
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EL FIN, EL PRINCIPIO

   Si sabemos que no hay nada más certero que la seguridad de nuestro fin, ninguna cosa es más incierta que la hora del mismo. Es desconocer el minuto en el que se parará el reloj de la vida, lo que la llena de ilusión y esperanza, aunque haya quien trate de esquivar, sin lograrlo, su propio destino, como cuando pidió Sibila a los dioses ser inmortal. Éstos le concedieron el favor; pero al pasar el tiempo comprobó que, aunque era inmortal, aunque su existencia se mantenía aferrada al mundo, su cuerpo envejecía. Fue entonces cuando cayó en su error. Había pedido no morir, pero olvidó pedir no envejecer. Su oráculo seguía siendo famosísimo. Vivía en una cueva en la que predecía el futuro de quienes le preguntaban, siempre con gran acierto, de ahí que la bien ganada fama de su oráculo incluso se acrecentara. El tiempo siguió pasando y su cuerpo con el paso de los años se había encogido tanto y era tan frágil que tuvo que ser introducida en una botella para evitar que se dañara. Ella que predecía con acierto el futuro ajeno no había sido capaz de contemplar el suyo, por ello, cuando unos visitantes al verla así, disminuida y quejosa, le preguntaron si quería algo, ella no acertó a decir otra cosa que: “morir”.

Sibila Cumana. Tapiz.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Y sin embargo, es en el último momento, en el que rebosante el corazón de paz interior, convertimos el morir en vivir, para comenzar una nueva vida.

   Pocos han expresado tan bien, con tanto sentimiento, como José Selgas, un poeta romántico del siglo XIX, el momento en que un niño, sea de la edad que sea, porque ante la eternidad nunca se deja de serlo,  ve una nueva luz, una nueva vida: 

                                 Bajaron los ángeles
                                 besaron su rostro,
                                 y cantando a su oído, dijeron
                                 “Vente con nosotros”
                                 Vio el niño a los ángeles,
                                 de su cuna en torno,
                                 y agitando los brazos, les dijo:
                                 “Me voy con vosotros”
                                 Batieron los ángeles
                                 sus alas de oro,
                                 suspendieron al niño en sus brazos,
                                 y se fueron todos.
                                 De la aurora pálida
                                 la luz fugitiva,
                                 alumbró a la mañana siguiente
                                 la cuna vacía.

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