AMÉRICA, ¿DEBIÓ LLAMARSE ASÍ?

   Fue a decir de unos un gentil, desenfadado y gracioso florentino; aunque otros lo calificaron como de feliz impostor y, llegando más lejos, un americano, Ralph Emerson, en el siglo XIX escribió: "Extraña que toda América deba llevar el nombre de un ladrón, Américo Vespucci, negociante de conservas en Sevilla (…), y cuyo puesto más elevado en el escalafón naval fue el de segundo contramaestre en una expedición que nunca se dio a la vela, pero quien se dio trazas para suplantar en este mundo mentiroso a Colón y bautizar la mitad del globo con su propio nombre de embaucador”.

   La historiografía, en general, ha sido muy crítica con la figura del florentino. Ha puesto en duda alguno de sus viajes y desde luego muchos de sus relatos, tachados de fantasías. Y en parte parece que así fue, como también la de tener cierta propensión a atribuirse méritos que no le correspondían, pero también, es posible que fuera el primero en comprender que aquellas tierras descubiertas por Colón, y sobre las que él mismo puso sus plantas, no eran Asia, sino un Nuevo Mundo. 

                                                          *

   Cuando Cristobal Colón descubre nuevas tierras, Américo Vespucci ya lleva en Castilla dos años. Proviene de una notable familia florentina  relacionada con los Medici, y durante su juventud había sido educado conforme a su posición. Ahora, instalado en Sevilla, es agente de los Medici, y a orillas del Guadalquivir se ocupa de los asuntos portuarios al servicio de sus jefes.

   Vespucci, que ha conocido a Colón,  ha colaborado en la preparación de alguno de sus viajes. Él mismo quiere viajar. Se embarca en varios viajes, sin que se sepa con exactitud en cuantos. Con Juan de Ojeda, al servicio de España, en los últimos años del siglo XV; al servicio del rey de Portugal en algún otro, nada más comenzar el XVI. 

   A su vuelta, se encierra, escribe. A la Casa Medicis, primero. De su afán resulta un escrito: “Cuatro navegaciones”, que trata de difundir por las cortes europeas. Y no sólo en las cortes.

   En Saint-Dié, en los Vosgos franceses, hay un grupo de geógrafos. El club en el que se reúnen y trabajan recibe el nombre de Gimnasio Vosgos.  Allí se prepara una obra, Cosmographiae e Introductio. La escribe Martin Waldessemüller. Y al club llega el escrito de Vespucci. Se decide incorporarlo a la obra de Waldessemüller, editada en 1509, como un apéndice, y sin ninguna observación sobre la falsa afirmación de Vespucci de haber descubierto él, en su primer viaje, las nuevas tierras antes de que Colón llegara a ellas; antes al contrario, Waldessemüller añade un comentario(1) y un mapa en el que las nuevas tierras son designadas como América, de lo que años más tarde se arrepentiría e intentaría corregir; pero era ya tarde. A partir de 1513 nuevos mapas de Waldessemüller omitieron el nombre de América, y el propio cartógrafo reconoció a Colón como descubridor. De nada serviría.


  En 1538, Mercator, un cartógrafo flamenco, cuyo verdadero nombre era Gerard Kremer, editó, y fue rápidamente vendida su primera edición, un mapa en el que figuraba el nombre América. Era Mercator, cartógrafo conocido y apreciado. Su obra era muy estimada, y nada más fue necesario para que aquellas tierras descubiertas por Colón, que durante algún tiempo fueron conocidas con diversos nombres según el país en el que se hablara de ellas, fueran finalmente reconocidas con el nombre del florentino que logró, en parte gracias a la mentira, en parte al azar y la ingenuidad de  Waldessemüller y sus colegas, que un nuevo continente llevara su nombre.

(1) “Como pronto se verá, Américo Vespucci ha descubierto una cuarta parte… ¿porqué no llamarla América, es decir, tierra de Américo, con el nombre de su sagaz y gran descubridor, así como Europa, y Asia llevan nombre de mujeres?”
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CHINCHÓN

   Cuando el viajero acude Chinchón, lo hace a propósito, porque para estar allí, no hay que pasar, hace falta ir. Y la razón que ha tenido el viajero es doble: sabe que en el pueblo, muy próximo a Madrid, que en tiempos de Alfonso XIII se hizo ciudad, se come bien, y sabe también que allí pasaron muchas cosas y vivió mucha gente de las que han hecho historia.

   Chinchón tiene una plaza, que lo es casi todo. Por ser, al viajero le parece que es hasta mirador. Un mirador un tanto peculiar, porque, al contrario de lo que sucede con los miradores, tiene sus mejores vistas de abajo hacia arriba; y eso no es todo: sino que es el propio mirador, la plaza, su mejor vista. Por lo hermosa que es y por los testimonios del pasado que guardan sus piedras y maderas, que de éstas hay más que de las primeras.

   El recinto bastante grande, de forma poligonal e irregular, está cerrado por viejas casas con balcones de madera, casi todas de tres plantas. Hoy la mayor parte de los inmuebles están ocupados por restaurantes desde cuyos balcones los comensales pueden disfrutar de las vistas de todo lo que sucede a ras del suelo, como en tiempos pretéritos se podía observar lo que allí sucedía, fuera bueno o malo. Porque en la plaza de Chinchón a pasado de todo. Fue, y sigue siendo, mercado, coso taurino o plató de cine.


   Por esta plaza anduvo Goya, que pasó algunas temporadas descansando y haciendo lo que mejor sabía hacer. De su estancia allí queda un cuadro en la iglesia de la Asunción y en el Museo del Prado dos más, uno sobre los desastres de la represión francesa en la villa, que fue muy perjudicada por el mariscal francés Claudio Víctor Perrín, que el viajero lo quiere dejar escrito para vergüenza suya; y otro de la condesa de Chinchón, porque de cuantas condesas de Chinchón han sido, María Teresa de Borbón y Vallabriga es la que más ha dado que hablar. Esposa de Godoy, ninguneada por el valido amante de Pepita Tudó, dueño del corazón de la reina María Luisa, María Teresa aborreció  a su esposo y hasta el fruto que de aquel matrimonio nació. Para muchos otros Godoy resultará también insoportable, para el rey Fernando VII el primero, que le perseguirá implacable con saña, pero eso sucedió lejos de Chinchón.

   Sabe también el viajero que tiempo atrás hubo otra condesa de Chinchón, menos famosa, y con razón, pues lo que se dice que hizo no está bien documentado, pues hay datos muy contradictorios que ponen en duda lo que como leyenda pugna por ser verdad. Quizás lo fuera. Era esta señora, de nombre Francisca Enriquez de Rivera esposa, la segunda que tuvo, del IV conde de Chinchón. Eran los tiempos de Felipe IV. Cuando el conde fue nombrado virrey del Perú, los condes se trasladaron al Nuevo Mundo. Poco después doña Francisca cayó enferma. Unas fiebres la consumían. Según una de las versiones más difundidas de la leyenda, enterado del asunto el corregidor de Loja, don Juan López Cañizares, advirtió éste al conde que él mismo estuvo aquejado del mismo mal y una infusión de una corteza usada por los naturales del país, y que a él le administró un misionero, le sanó al poco de tomarla. Dicho y hecho, la condesa probó aquella infusión y se curó al poco tiempo.  Era aquella corteza la de un árbol llamado quina y la señora pensó que tan gran remedio debía ser conocido por todos. Se empeñó en darlo a conocer y aún hoy, sea o no cierto, se le atribuye el descubrimiento de dicha droga.

   El viajero vuelve a esta tierra, deja la América de la condesa, y mientras pasea por los soportales de la plaza, después de hacer una buena digestión ayudada con un sorbo de anís, del famoso “Chinchón”, dulce, como al viajero le gusta, encuentra un local en el que venden de todo, también ajos, que dicen son finos y de gran sabor; porque si el aguardiente local tiene fama, no es menor la de sus ajos, y el viajero no quiere dejar de decir algo de lo que con tanto orgullo produce el pueblo.

   De camino, apunto de dejar Chinchón, el viajero pasa ante la Casa de la Cadena, una casona barroca. Es conocida porque fue hospedería y en ella se alojó el rey Felipe V durante una visita que en tiempos de la Guerra de Sucesión hizo al lugar. El viajero tiene otros planes. La gran ciudad próxima le espera.

Nota: De lo insoportable que fue Godoy para Fernanndo VII puede saber algo más el lector en "Historia de un ensañamiento".
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El XIX. ESPARTERO, EL FIN DE SU REGENCIA

   Casi desde el primer momento las conspiraciones contra el regente Espartero se suceden. Es cierto que el duque de la Victoria ha sido designado regente por votación, pero también que su autoritarismo se hace patente enseguida. Él mismo escribe: “ (…) con la Constitución  se manda como con la Ordenanza (…)”. María Cristina, la reina gobernadora, exiliada en París, con su apoyo, fomenta las conspiraciones. Allí está Narváez, que en septiembre de 1841 pone en marcha un plan para expulsar a Espartero del poder. No está solo. Los generales O’Donnell, Diego de León, de la Concha, Borso di Carminate  y otros, le acompañan en la aventura. O’Donnell desde Pamplona, Diego de León y de la Concha, en Madrid y Narváez desde Andalucía, tras esperar su momento en Gibraltar, lo intentan. El plan es muy atrevido, incluye el secuestro de las infantas, de las que se ha hecho cargo el regente.

   Pero las cosas no pueden ir peor para los golpistas. Enterado el gobierno, el levantamiento es abortado. En el Palacio Real se produce un tiroteo, el comandante Dulce, al mando de los alabarderos rechaza el asalto. Muchos logran huir: Narváez, O’Donnell, de la Concha; el general Pezuela, que participa  en Madrid, lo logra también. Diego de León, que podría haber huido, se entrega, confía que el duque de la Victoria no será estricto con él. Se equivoca, es condenado a muerte. De la dignidad con la que acepta su ejecución baste decir cómo, ya en el lugar donde va a ser fusilado, pide permiso para leer la sentencia, ordena al piquete que le va a fusilar su formación y grita: “No muero como traidor”.

   Repleta de sociedades secretas o semisecretas, algunas de ellas con inclinaciones a la conjura, aunque enmascaradas por idearios orientados hacia la libertad, España es un hervidero de fuerzas en choque. Desde París Narváez, que no se desanima tras el fracaso del año anterior, es el alma impulsora de una de ellas. Le ha puesto por nombre “Orden Militar Española”  y, en 1842, nada más nacer se pone en marcha para alcanzar sus fines: derrocar al general Espartero. Siguen con él los generales O’Donnell y Pezuela y además, Fernández de Córdoba, el escritor Patricio de la Escosura y muchos militares descontentos con las políticas llevadas a cabo por el gobierno con el estamento militar. También ahora cuentan los miembros de la “Orden” con el apoyo de María Cristina, de su esposo Muñoz y discretamente de Luis Felipe de Francia, como lo demuestra que sea la valija diplomática francesa la utilizada por los conjurados para comunicarse.

El general Narváez por Vicente López.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   Prim, que actúa por su cuenta, también es requerido. Viaja a Francia, habla con Narváez, pero no es posible el arreglo. Son muchas las diferencias entre ellos. Ya no sintonizarán en el futuro.

  Mientras, en España, se suceden las crisis, dimiten los gobiernos. Un proyecto de amnistía es en parte la causa. Permitirá volver a quienes desde el extranjero confabulan. Las fuerzas en contra del regente se multiplican. Prim censura en las Cortes su autoritarismo, al tiempo que en muchos lugares se producen levantamientos. Y Prim que no es ajeno a todo esto, poco después, desde Reus, su ciudad natal, reclama la mayoría de edad para la infanta Isabel. Ya es hora. España debe tener una reina, no un regente. Sabe también lo que Narváez está dispuesto a hacer y que cuenta con fuerzas suficientes para intentarlo.

   Serrano se pronuncia en Barcelona. Valencia también se ha sublevado. En ella, Narváez, procedente de Marsella, desembarca el 27 de junio. Camino de Madrid, toma Teruel. Allí proclama su compromiso con la Constitución del 1837 y su disposición a la unidad con los progresistas.

   Cuando Narváez llega a las puertas de Madrid, donde las tropas del gobierno se unen, sin apenas lucha, a las del futuro duque de Valencia, el duque de la Victoria, ya no está en la capital. En el puerto de Santa María, a bordo del “Betis”, Espartero zarpa hacia Gibraltar. Otro buque, el Malabar, le conducirá al exilio londinense. No estará, sin embargo, allí mucho tiempo.
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