FELICIDADES Y BUENA SUERTE

   Cuando Carlos III llegó a España para ser su rey, trajo consigo muchas de las modas italianas tan en boga en su reino. Se comenzaron a popularizar los belenes, ya conocidos en España, introducidos por los franciscanos, y se implantó la lotería. Fue el marqués de Esquilache, quien, ante las necesidades de la Hacienda Pública, como ministro del ramo, hizo posible la celebración del primer sorteo.

   Pero no fue hasta el siglo siguiente, durante la Guerra de la Independencia, cuando aquella lotería tomó el nombre de Nacional. Luego, terminada la guerra, con Fernando VII, cambió su nombre por el de Moderna, para recuperar después de nuevo el de Nacional durante el trienio liberal, y otra vez ser Moderna con el regreso del absolutista Fernando. Quién sabe de las razones de dichos cambios en el nombre del juego, pero quizás pensara el rey felón que no convenía llamarla nacional, por pertenecer así a toda la nación; y sí moderna, porque sintiéndose él un rey moderno, una lotería con dicho nombre podría ser más suya que la otra de obligatorio reparto. Al menos así se podría entender leyendo el artículo publicado por don Ángel Fernández de los Ríos en el que relató cómo Fernando VII era muy frecuentemente agraciado por la “buena suerte” en los sorteos de la lotería. Y es que al parecer, en connivencia con Tadeo Calomarde, a la sazón ministro de Hacienda, cuando algún premio importante recaía sobre un número no vendido y devuelto por el lotero, acababa siendo cobrado por el rey, quien moderno que era él, se maravillaba de su buena fortuna.


   Con esta corta historieta, próximo ya el sorteo de Navidad, preludio de las fiestas navideñas,  quiero desear a todos unas felices fiestas y que la diosa Fortuna sea pródiga con los seguidores, lectores y amigos de este blog.
Licencia de Creative Commons

ANTONIO PALOMINO: ALGO MÁS QUE UN PINTOR

   Cuando Acisclo Antonio Palomino de Castro y Velasco pintó esta Inmaculada Concepción de larga cabellera, túnica blanca, con los atributos propios de la Pureza y rodeada de querubines, hacía diez años que gozaba ya del favor real. Nombrado, en 1688, pintor de cámara del rey Carlos II, el último de los Austrias españoles, Palomino había nacido en Bujalance, provincia de Córdoba, en 1655. Cumplidos los veinte años se instala en Madrid. Cuando en 1692 llega a la Corte el napolitano Luca Giordano, Palomino le conoce e influido por aquél, se especializa en la pintura al fresco, campo en el que destacará de manera notable. El cambio de siglo Antonio Palomino lo vivió en Valencia. Había sido pedido permiso al rey Carlos y llamado en 1697 desde la parroquia de los Santos Juanes para decorar su gran bóveda. Así lo hizo y después, en 1701, la muy colorista “Gloria” de la capilla real de la Virgen de los Desamparados, basílica desde 1948.


   Pero no fue el manejo de los pinceles la única inquietud de Palomino; también la pluma ocupó, sobre todo en sus últimos años, buena parte de su tiempo. Fue hombre cultivado, autor de “El museo pictórico y la escala óptica”, una historia del arte y de la teoría pictórica publicada en 1715; y en 1724, una serie de biografías de los pintores y escultores del barroco español bajo el título de "El Parnaso español pintoresco laureado” con las vidas, como dice una edición de 1796, de los pintores y estatuarios eminentes españoles que con sus heroycas obras han ilustrado la nación.


  Palomino murió en Madrid, en 1726. Apreciado más por su condición de tratadista, su reconocimiento como pintor fue tardío, pero hoy indiscutible. Baste admirar esta Inmaculada Concepción, pintada en 1698 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia, para comprender por qué.
Licencia de Creative Commons

VIAJES EN TERCERA PERSONA. SANTANDER

   Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y Santander impresiona ya antes de ver algo de lo mucho que tiene que enseñar. Sin ser una gran ciudad, lo parece. Paseos llenos de gentes variopintas, grandes avenidas, mucho comercio, magníficos edificios y el pintoresquismo que le da la bahía hacen de Santander una ciudad aparentemente cosmopolita en época veraniega, de la que se puede disfrutar incluso en pleno mes de agosto por su agradable temperatura(1). Pero el viajero que ve edificios, monumentos y avenidas, mira también a las gentes y enseguida observa como en el paseo de Pereda es observado por quienes parece han tomado la avenida como observatorio. Y el viajero, que empieza a estar curtido en visitas a algunos lugares, no da importancia al escrutinio al que le someten las miradas locales, es más, ese provincianismo enmascarado por la curiosidad le hace gracia, aunque sólo sea porque el paseo de las miradas, el más concurrido de Santander, lleva por nombre el de un insigne novelista cántabro, José María Pereda, en cuyo número cuatro vivió. Fueron muchos los años que vivió en esa casa, allí escribió Sotileza y otras novelas de corte costumbrista, para lo que sin duda el escritor debió acentuar sus dotes de observación. Hay enfrente, en los jardines abiertos a la bahía, dedicados al mismo autor, monumento en su honor. Fue don Marcelino Menéndez Pelayo el encargado, por delegación del rey Alfonso XIII, de inaugurar el monumento en 1911. Y precisamente de don Marcelino, el gran erudito español, es de quien es obligado hablar. 

Isla de Mouro, guardiana de la bahía de Santander

   Al morir dejó su biblioteca de más de cuarenta mil volúmenes a la ciudad de Santander, que se vio en la necesidad de construir un edificio para albergarla. Se le hizo el encargo a Leonardo Rucabado, que construyó la nueva biblioteca sobre el solar en el había estado la casa en la que don Marcelino tuvo sus libros. De la importancia y mucha consideración que por don Marcelino ha tenido la toda la comunidad hispana no hay mas que ver, en el jardincillo que da acceso a la biblioteca pública de Santander, la gran cantidad de bustos del sabio encargados por la mayor parte de los países americanos o asociaciones culturales de todo tipo, en reconocimiento suyo.

   Su figura abarca mucho en esta ciudad, pues cerca del mar, junto al barrio de los pescadores está la catedral y en ella reposan sus restos en un formidable sepulcro obra de Victorio Macho, cerca de los relicarios con las cabezas de los santos patronos de Santander: San Emeterio y San Celedonio, aquellos mártires muertos en Calahorra, donde fueron decapitados, y en cuya catedral se conservan sus cuerpos descabezados.  De la catedral, a la que los santanderinos llaman también la iglesia de arriba no dirá mucho más el viajero, salvo que está en terrenos en los que hubo abadía primero y colegiata después, y que se apoya en buena parte en la iglesia de abajo, en realidad casi una cripta con su bóveda corta de altura y que, gracias al espesor de sus muros y sus gruesas columnas, sirve de sostén al templo superior.

   Y si ha dicho el viajero que don Marcelino Menéndez y Pelayo abarca mucho, no lo ha dicho por capricho, porque en el otro extremo de la ciudad, asomándose al Cantábrico está la península de la Magdalena, hoy un parque, en cuyo palacio, antes residencia veraniega de Alfonso XIII, está la sede de la  Universidad de verano Menéndez Pelayo, que bien merecida tiene don Marcelino esa dignidad. El palacio fue costeado por suscripción popular y regalado al rey Alfonso. Si tuvo algo que ver la reina Victoria Eugenia en el diseño realizado por Javier Gonzáles Riancho y Gonzalo Bringas Vega es cosa que el viajero no sabe, pero sí que muy pocos años después, se construyeron las caballerizas reales, y que ahí sí que tuvo la reina voz y hasta voto. Y no es de extrañar, pues por el estilo en el que fueron construidas, verlas y sentirse en un pabellón inglés de la época antes que en una antigua provincia de Castilla, cuesta bien poco.

Palacio de la Magdalena

   Y un poco más allá, El Sardinero, con sus playas, su casino, levantado en 1919, sus palacetes de finales del XIX y principios del XX. El viajero da un rápido paseo por este modernizado lugar, heredero de lo que fue esplendoroso hace cien años.

   Y de vuelta al centro  el viajero toma asiento frente a la bahía, en los jardines de Pereda y ve atracado uno de los ferrys que une Santander con Plymouth y Portsmouth, en el muelle de Maliaño, el mismo en el que, en 1892, hizo explosión el buque “Cabo de Machichaco” que cargaba dinamita y chatarra, alcanzando la catedral, muy próxima, causando importantes destrozos. Esto le recuerda al viajero un episodio bastante reciente, un suceso ocurrido en los años cuarenta del siglo XX, causa de que el viajero vea  buena parte del centro como hoy es.


   En la noche del 15 de febrero de 1941, se dijo que a causa de un cortocircuito en una casa de la calle Cádiz, se produjo un incendio que el fuerte viento del sur se encargó de avivar e hizo que se propagara rápidamente. El fuego alcanzó la catedral, que quedó seriamente dañada, y manzana tras manzana acabó, imparable, por devastar casi un tercio de la ciudad. La ayuda tuvo que ser solicitada por radio, por la de los buques atracados en el puerto, ya que el edificio de la radio fue uno de los primeros afectados por las llamas y los cables telegráficos también habían sido inutilizados. El petrolero Plutón prestó este servicio radiofónico y así pudieron ponerse en marcha las ayudas. Primero bomberos, que llegaron de las provincias limítrofes y Madrid; luego alimentos, mantas y todo lo necesario para atender las necesidades de los damnificados.

   Hoy el viajero ve lo que de aquellas cenizas surgió, nuevos edificios, calles, plazas, como la porticada, escenario actual de actividades culturales, una ciudad moderna que, como dice el bolero, sigue siendo novia del mar y difícil de olvidar.

(1) Quizá el verano sea la mejor época del año para visitarla, no en vano los reyes la eligieron como lugar de descanso hasta el verano de 1930.
Licencia de Creative Commons
Related Posts with Thumbnails