Había
nacido en Iria Flavia, en el seno de una familia gallega noble y acaudalada, y
recibido una buena educación, cuando en 379 comienza sus predicaciones. Prisciliano
es hombre culto, erudito, con don de gentes, de gran elocuencia y capaz de
convencer con la palabra, pero también dado a la magia y prácticas contrarias a
las buenas costumbres, que había aprendido de ciertos extranjeros llegados a su
tierra, procedentes de Aquitania, que las habían aprendido de un tal Marcos de
Menfis.
En
la nebulosa en la que están envueltos estos tiempos antiguos, donde las fuentes
son tan escasas como dudosas, se dice que Marco de Menfis emparejó con una mujer
de las tierras galaicas, a la que rebautizó como Ágape y fundó la secta de los
agapetas. Si fue así o si fue Elpidio y su esposa, esa misma Ágape, discípulos,
estos sí, del mago Marcos, quienes
iniciaron a Prisciliano en el gnosticismo que bajo muchas variantes inundaban
desde el siglo I las tierras africanas del Nilo, es asunto pendiente de
determinar. Es posible que, además, Prisciliano ya conociera y practicara
ciertos ritos celtas, ancestrales vestigios druídicos aún vivos en Galicia.
Sea
como fuere, el caso es que Prisciliano comienza a difundir una doctrina con
claros tintes maniqueos, mezcla de ritos ancestrales con principios gnósticos y la doctrina primigenia del
cristianismo. Su proselitismo es fructífero. Ganados muchos adeptos en Galicia
y Lusitania, comienzan también en la Bética a surgir seguidores. Incluso prelados como Instancio y Salviano
comparten las tesis priscilianistas. Alarmado el obispo de Córdoba, Higinio,
comienza una campaña en contra del heresiarca. También Idacio, prelado de
Mérida, se suma, a requerimiento de Higinio, en una cruzada contra Prisciliano. Para combatir la nueva doctrina, se convoca un concilio en
Cesaraugusta, en el año 380, en el que censurar y castigar a los nuevos herejes.
Reunidos dos obispos de Aquitania y diez españoles, Idacio entre ellos, se promulgan
cánones que anatemizan los sacrílegos ritos priscilianistas y se excomulga a Instancio,
Salviano, Elpidio y al propio Prisciliano, y también tiempo después a Higinio,
pues, sin que quedara claro por qué, de detractor de la novedosa doctrina, muda
su postura, quién sabe si la elocuencia
de Prisciliano es la causa, por la de ferviente seguidor priscilianista.
Terminado el sínodo de Zaragoza sin mayores consecuencias, no se arredran los relapsos,
y contra toda norma logran convencer a la iglesia lusitana para que Prisciliano
corone su testa con la mitra de la sede abulense, vacante entonces.
Siendo
Graciano el emperador romano, a él recurren Idacio y los demás perseguidores de
los heréticos priscilianistas. De estos, unos grupos se ven obligados a huir,
disolviéndose otros, mas sólo de momento. Pronto Prisciliano, como nuevo obispo
de Ávila, Instancio, Salviano y otros principales de la secta toman el camino
de Roma con la firme intención de obtener la revocación del edicto imperial que
les disolvía. De camino predican mucho y a muchos convencen. En Burdeos se unen
a ellos Eucrocia y su hija Prócula, porque, así lo dice Sulpicio Severo, una de
las pocas fuentes sobre estos hechos, son muchas las mujeres que se unen al
grupo, tal era el poder de convicción del seductor Prisciliano. Y de Prócula, de la que, sin que su reciente mitra sierva de freno a su pasión, Prisciliano tiene un
hijo.
Al llegar a Italia, ni Ambrosio, en Milán, ni Dámaso, el papa español conocedor de los delitos de los que han sido acusados los herejes, los reciben ni quieren saber nada de ellos. Tratan entonces de ganar el favor del emperador por medio de Macedonio, magister officiorum del emperador Graciano. Restituidos en sus cargos, instalados en sus sedes episcopales Prisciliano e Instancio, Volvencio, el cónsul de Roma en la Lusitania, antes azote de los heresiarcas, ahora bien pagado por los rehabilitados priscilianistas, dirige la persecución de los católicos en su jurisdicción. Itacio, obispo de Faro, antes perseguidor, ahora perseguido, y de carácter irreductible en su postura, pero realista, pone tierra por medio y en las Galias, se pone bajo la protección del prefecto Gregorio, que informa al emperador. Mientras, el aparente sincretismo, la engañosa conciliación de lo cristiano con el gnoticismo de la secta, se disuelve como un azucarillo en el agua, y triunfa el hermetismo, que da alas la los enemigos de los herejes.
También los problemas del Imperio se vuelven
contra ellos. Si en el imperio oriental de Teodosio reina la estabilidad, en el
occidental la anarquía campa amenazante.
Graciano, que compartía con Valentiniano II el imperio de Occidente, tiene que
huir cuando Clemente Máximo, sublevado en Britania, alcanza Treveris, la
“segunda Roma”, y corte de esa parte del Imperio. proclamándose emperador.
Hispania, queda bajo la égida del hispano
Máximo, muy celoso de la ortodoxia cristiana, e informado y espoleado por el
inquisidor Itacio, decide tomar cartas en el asunto, aunque con prudencia. Deja
en manos de la propia Iglesia el asunto, para que celebre un sínodo en Burdeos,
fuera de la Lusitania priscilianista, para amonestar a los herejes. Y allí van
Prisciliano y sus prosélitos, los obispos Instancio e Higinio, otros religiosos
también, Prócula y, hasta un poeta: Latroniano.
Despojados de sus cargos, ninguna cosa más en
contra de Prisciliano y los suyos consiguen sus enemigos, que inasequibles al
desaliento logran llevar la causa, ahora política, a Tréveris. Allí, en el
invierno de 384, comienza el proceso, Itacio y otros arremeten feroces; aún los
herejes cuentan con algún apoyo: Martín, con olor de santidad, antiguo soldado
del imperio, obispo de Tours, si decididamente no defiende, sí aboga para que
la sangre de los juzgados no corra. Y lo logra mientras permanece allí; pero al
marchar, Máximo, convencido por los tercos e intolerantes prelados acusadores,
nombra juez al prefecto Evodio. Los herejes, aunque creen en las Sagradas
Escrituras, son acusados de maniqueos, de negar la unidad divina y de
antitrinitarios; pero son las formas, más que las diferencias teológicas, las
que les condenan. Prisciliano es acusado de brujería, de practicar ritos
ancestrales, entregado a pasiones indecentes de exhibicionismo, de haber
forzado a Prócula, y con brujerías, sortilegios y pócimas provocar el aborto
del fruto de su desenfreno: crímenes comunes penados con la muerte. Y de iguales faltas resultan acusados el resto
que, como Prisciliano, bajo tormento, o confiesan o dicen lo que sus
torturadores quieren oír. La suerte de todos ellos está echada.
*
San Próspero de Aquitania
nos dejó constancia de ese final: “En el año del Señor 385, siendo cónsules
Arcadio y Bautón, fue degollado en Tréveris Prisciliano, juntamente con Eucrocia,
mujer del poeta Delfidio; con Latroniano y otros cómplices de su herejía”. Pero
la muerte de Prisciliano, ahora un mártir para sus seguidores, no fue el fin de
la secta. Cuatro años después sus restos fueron exhumados y trasladados a
Galicia para su descanso eterno, o casi.