EL RAYO DE SINALOA

   Heraclio Bernal tuvo una existencia corta en el tiempo, pero intensa en sus vivencias. Mitad bandolero, mitad guerrillero, comenzó como lo primero y acabó siendo, por lo segundo, un mito.

   Agitado México en tiempos de Juárez, primero con el artificioso Imperio de Maximiliano,  luego con el Porfiriato, la niñez de Heraclio Bernal transcurre entre El Chaco, donde nació un 28 de junio de 1855, hijo de Jesús y de Jacinta; Guadalupe de los Reyes, una mina de plata a la que su padre trasladó la familia en busca de trabajo y Palo Verde, la tierra de su madre.

 Ya mayor, muerto Juárez, Lerdo de Tejada en su exilio norteamericano y Porfirio Diez dueño de México, Heraclio, por su cuenta, vuelve a la mina, a trabajar. Las condiciones de trabajo son malas, para él y para todos los trabajadores. Protesta por ello. Quizás harto, un día roba unos lingotes de plata, pero es descubierto y denunciado. La leyenda que paralelamente se escribe con la historia lo convierte en víctima de una trampa de quien mal le quiere en la mina.

   Pero huye. Comienza una carrera desenfrenada, mezcla de delito y justicia social. Le acompaña Gonzalo Landeros. Perseguido, con malas compañías, su camino se traza inexorable por la senda del bandolerismo.

   Heraclio es jovial, alegre, buen bailarín, le gusta perfumarse, galán con las mujeres  y osado, muy osado, con los hombres. Ya con cierta fama de bandolero, buscado por las autoridades para apresarlo, sin aviso, aún con riesgo de ser reconocido, llega a Cosalá. Allí se celebra una partida de cartas. Uno de los jugadores es el general Cleofás Salmón, prefecto del distrito. Heraclio se acerca. Mira. Pide jugar y le dejan. Cuando termina la partida sus bolsillos están tan llenos como vacíos los de sus compañeros de mesa. Y Heraclio parte con sus ganancias. Al momento, un niño entra en el local, lleva una nota para el prefecto Salmón. Dice: “Espero volver a jugar con usted y que tenga mejor suerte. Heraclio Bernal”. Salmón enrojece de ira. No será la única vez que Bernal se presente de incógnito para darse a conocer luego.

   Durante los tiempos que siguen Heraclio y sus hermanos se dedican a lo único que ya pueden seguir haciendo. Sí, se apropian de lo ajeno. Los bienes de los comerciantes, de los explotadores de las minas de plata, casi todas en manos extranjeras, son ahora el botín de sus atracos. No hay mina cuya caja fuerte no deje de serlo a manos de Heraclio y su partida.

   Y la gente del pueblo comienza a verlo de otro modo, con otros ojos. Porque Heraclio entrega mucho de lo que roba a los ricos, a los necesitados, se presenta en los pueblos, da dinero, participa en fiestas; y se declara, como lo es su padre, juarista, partidario de la Constitución de 1857 y declarado enemigo de Porfirio Diez, el dictador.

 
   Ayudado y ayudando al general rebelde Ramírez Terrón, que antes de ser rebelde tuvo mando importante cuando Porfirio Diez tomó la presidencia de la República en 1877, a veces juntos, la mayor parte por separado, Terrón y Bernal asaltan y toman pueblos y ciudades de Sinaloa. Colaborando con el general, Heraclio ya es teniente de guerrillas.

   El 26 de junio de 1880, Ramírez Terrón y Heraclio Bernal se apoderan de Mazatlán. Bernal parte y deja allí a Terrón. Victoria efímera, pues el general la abandona enseguida ante el temor de quedar sitiado por las tropas del gobierno que se aprestan a liberar la capital. En su huída toma y abandona distintas localidades y asalta, como hace Bernal, algunas minas de plata. Descubierto y perseguido por el capitán Juan Gómez, Terrón es abatido.

   Los tiempos que siguen ven a Heraclio Bernal como un cabecilla ubicuo. Los asaltos de su partida se producen en muchos lugares. En todos se pronuncia el grito “Aquí Bernal” y Bernal ora aquí, ora allá, a dicho grito, sin tiempo para estar en todos a la vez, se convierte en rayo.

   El gobierno estrecha el cerco sobre Bernal. Se envían más tropas. De nada sirve. Visto como un bandolero por las autoridades, cada vez está más comprometido en la lucha política. Comienza a publicar manifiestos, proclamas, planes políticos. En 1886 ya es teniente coronel de los rebeldes. Recibe la noticia de que el general Trinidad García de la Cadena pronto se levantará en armas contra el dictador Diez. Bernal acoge el aviso con esperanza. Vana. El 1 de noviembre de ese mismo año García de la Cadena es asesinado. El mismo, poco antes, durante una refriega es herido, pero logra huir.

   Si por la fuerza no es posible, quizás por la delación y la recompensa, ésta siempre tentadora y lenitivo de escrúpulos, sea posible la captura del cabecilla. Así lo piensa el gobernador del Estado de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien ofrece diez mil pesos de gratificación por Bernal.

   Crispín García es un campesino que recorre aquellos caminos. Cierto día se cruza con un hombre y una mujer. Crispín es un hombre perspicaz. Curtido en la vida, que ya ha puesto en peligro otras veces, habla con los viajeros. Son la novia de Heraclio y uno de sus hombres. Sospecha. Les sigue. Sí, ha encontrado a Heraclio Bernal. De vuelta, da cuenta de su hallazgo y, con sigilo y rapidez, se prepara una partida. Con Bernal en la montaña en la que se refugia, aparte de su novia, Bernardina García, sólo hay seis hombres. Muchos de los que con él estaban han sido abatidos en los últimos tiempos y otros, muchos, tomando su propio camino han dejado al guerrillero para hacer lo único que saben hacer bien: robar en su propio beneficio.

   Al amanecer del día 5 de enero de 1888, en la montaña en la que se esconde, comienza un tiroteo fatal. Bernal es herido, pero resiste. El propio Crispín García participa en la escaramuza. Es un buen tirador. Apunta sobre Heraclio. Dispara. La bala atraviesa la cabeza del acorralado. Muere el hombre, nace el mito al que el pueblo cantará un corrido mexicano. Algunos verán en él al pionero de revolucionarios que años después darán batalla a la injusticia.
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EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
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CAVA ARQUEJADA

   Construida a finales del siglo XVII o principios del XVIII, estuvo en uso hasta 1906. La electricidad y las modernas fábricas de hielo la hicieron inútil, pero ha quedado como testimonio mudo de la arquitectura rural,  sin más historia que la pequeña historia de aquello para lo que sirvió y del modo de vivir en otros tiempos.







  La construyó Joan Puig, al parecer especializado en la construcción de este tipo de obras, por encargo de la ciudad de Xátiva, aunque se halle ubicada en Agrés, en la alicantina Sierra de Mariola, región elevada en la que varios picos superan los mil metros y se registran copiosas nevadas durante sus rigurosos inviernos. Este pozo de nieve,  conocido también como La Cava Gran, tiene unos quince metros de diámetro, su profundidad alcanza los doce metros y se alza a 1.200 metros sobre el nivel del mar. El lugar era, pues, ideal para la fabricación de hielo. La nieve llevada a los neveros, apisonada y convertida en hielo, era distribuida a partir de la primavera para la conservación de alimentos y preparación de refrescos y helados en las poblaciones próximas y aún, mediante el transporte adecuado, a otras más lejanas.

   Quizás sea, y el viajero está conforme con esa opinión, en que es posiblemente la mejor y más hermosa obra de este tipo que se conserva por sus dimensiones, su aspecto elegante y estado relativamente bien conservado, y ello pese a falta de la cúpula que, cubriendo el pozo, rellenaba los espacios existentes entre los sillares de los arcos. De aquélla sólo nos ha llegado, como remate coqueto, la cimera de piedra mampuesta. Del resto, de madera y teja, se sabe que desgraciadamente, tras su abandono en el 1906, fueron retirados para ser usados como materiales de construcción en algunas viviendas de Agrés. 
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OJO POR OJO

    El 20 de febrero de 1735 parece un día tranquilo. El discurrir de la gente por el Prado de Madrid es apacible y nada hace sospechar que lo que está a punto de ocurrir allí pueda tener consecuencias imprevisibles.

 Todo comienza cuando un grupo de alguaciles y soldados conducen bajo custodia a un maleante y un grupo de revoltosos atacan a los guardias con intención de liberar al detenido.

   No son sólo aquellos los únicos involucrados en el caso. Coincide durante el ataque el paso del embajador de Portugal, marqués de Belmonte. Le acompañan varios sirvientes. Algunos de éstos ayudan a los asaltantes y, liberado el malhechor, deciden, sin consideración a su señor, ampararlo en la residencia del embajador.

   El marqués, en su residencia, ya dueño de la situación, resuelve entregar al detenido,  despedir a los criados involucrados y pedir excusas ante el Consejo de Castilla. Cree que así queda todo resuelto. Al fin y al cabo él ha sido también una víctima.

  Pero Isabel Farnesio, la despótica esposa de Felipe V, que no ve con simpatía la estrecha relación que mantiene Belmonte con la princesa portuguesa doña Bárbara de Braganza, esposa del heredero Fernando no opina del mismo modo, pues el embajador sirve de enlace entre la princesa y sus padres, los reyes de Portugal, transmitiendo el trato arisco, cuando no humillante, que reciben ella y su esposo por parte de la reina, y el consuelo de aquellos para con su hija(1).


  El incidente es para la reina la excusa perfecta, que no desaprovecha la ocasión. La intención de Isabel Farnesio es enojar a Portugal, atacando cuanto de portugués hay en Madrid. Se ordena la invasión de la embajada portuguesa y sin atender las protestas de Belmonte, varios empleados son detenidos; pero los acontecimientos parecen escapar a la voluntad de la reina, parecen tener vida propia. 

   El visceral Joao V de Portugal, al ser informado de los hechos de Madrid, responde. Y lo hace como lo ha hecho la reina Isabel: ojo por ojo: la embajada de España en Lisboa es asaltada y varios empleados de la misma son detenidos. Exige el rey Joao excusas al monarca español, pero Felipe en su lugar ordena al embajador, marqués de Capicciolatro, que regrese de inmediato a España. Capicciolatro sin despedirse siquiera abandona Lisboa. La escalada bélica no tarda en manifestarse. Joao V moviliza tropas y anuncia que él mismo las capitaneará camino de Madrid. Felipe hace lo mismo. Sitúa tropas ante la frontera portuguesa y dice estar dispuesto a bombardear Lisboa. La tensión es grande. El caso se torna en incidente muy comprometido para las dos naciones. Al fin una flota inglesa al mando del almirante Norris, ayuda solicitada por Portugal, llega a las costas lusas. Lejos de servir para arreglar las cosas, la presencia inglesa no hace más que poner en guardia a Francia. Ésta, pendiente de los acontecimientos, no quiere aventuras inglesas en la Península Ibérica y toma cartas en el asunto. Intercede para avenir a los reyes ibéricos. A duras penas logra Francia que las actitudes más beligerantes se disipen, pero no que la animosidad de la reina Isabel con los príncipes españoles, ya sin el apoyo del embajador Belmonte, despedido, se mantenga con inflexible rigidez hasta que Fernando, ya rey, despida de palacio a Isabel, primero a las casas de Osuna, y más tarde a La Granja, con gran lujo, pero lejos de Madrid.

(1) Del poco afecto que tuvo la reina Isabel por los príncipes basta recordar como ordenó que les fueran suprimidas sus asignaciones, que vieran limitadas sus visitas en palacio a sólo cuatro personas o, ya en lo más íntimo, cuando prohibió que se guardara luto en la Corte en memoria de uno de los aniversarios por el fallecimiento de la madre de Fernando, la reina María Luisa de Saboya. Fernando apeló al rey, pidiéndole permiso al menos para vestir él de negro aquel día, y Felipe, tras consultar con  Isabel que no lo consintió, no tuvo más remedio que transmitir a su hijo la negativa.
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LA GUERRA DE LOS POBRES

   Aunque la Constitución de 1812, en su artículo 361, dejaba claro que “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”, pronto se vio cómo el interés de algunos no estaba conforme ni siquiera con la primera palabra del precepto. Poco a poco, primero en la ley de quintas de 1823, que autorizaba el establecimiento de la sustitución para la prestación del servicio militar; y luego, ya sin reparos, en la Ordenanza de 1837, la redención por dinero, las clases más pudientes encontraron el cauce legal para eludir el envío de sus hijos al servicio de armas.

   No es de extrañar que así sucediera. España durante casi todo el siglo XIX anduvo enfrascada en continuos conflictos civiles y coloniales. Especialmente las guerras en Cuba y Filipinas fueron devastadoras para unas tropas mal pertrechadas, más por las durísimas condiciones de las selvas en las que se enfrentaban al enemigo que por la propia lucha en los frentes.

   Tal situación de injusticia consentida por la ley tuvo respuesta por los afectados, los hijos de las clases bajas. En muchos casos la solución fue la de abandonar sus domicilios e instalarse en el extranjero antes de ser llamado a quintas, de manera que su falta de incorporación a filas se justificase con su ausencia. Pero los mozos que así actuaban, sin serlo del todo, parecían prófugos. Los gobiernos tomaron medidas limitando la concesión de permisos para emigrar y se implantaron fianzas con las que en caso de no volver al ser llamados, el propio gobierno las usase para la sustitución del mozo ausente por otro.

   También el ingenio y la trampa tuvieron su papel a la hora de dar esquinazo al alistamiento por medio de la sustitución: impedidos, enanos y todo tipo de deficientes se ofrecían o eran ofrecidos, por módicas cantidades, para sustituir a los mozos. Estos quedaban liberados, y aquellos siempre exentos, por inútiles, de  prestar el servicio; otras veces quienes se ofrecían, también a buen precio, eran holgazanes o gentes de mal vivir, que resultaban finalmente caros a los sustituidos, pues nada más ponerse el uniforme desertaban y volvían a su transeúnte vida, dejando al mozo sustituido en difícil situación, que solía resolverse con su propia incorporación a filas.

   Pero es en la redención por dinero donde la injusticia se hacía más patente y cuando las diferencias entre clases sociales se manifestaban en toda su crudeza. Si resultaba penoso para los padres de las clases más pobres ver como sus hijos partían camino de guerras que poco les importaban, mucho más angustioso era recibir los partes de las bajas en las que figuraban sus hijos, mientras veían pasear por las calles a los de sus vecinos ricos liberados del servicio y de una muerte casi segura.

   Para impedirlo las familias trataban por todos los medios de alcanzar los recursos necesarios para evitar a sus hijos un futuro tan poco halagüeño. El precio para conseguir la sustitución y la redención a metálico fue muy variable a lo largos del siglo XIX. A finales del siglo, próximos los desastres del 98, eludir el servicio militar en la península suponía pagar 1.500 pesetas y 2.000 pesetas en ultramar, cantidades muy considerables para la época y difícilmente asequibles a las clases más bajas que, pese a todo, intentaban por todos los medios posibles liberar a sus hijos de tan infausto destino.

   Comenzaron a proliferar las casas de seguros especializadas en la liberación de mozos. Y así los padres, desde el nacimiento de sus  hijos varones, comenzaban a pagar unas primas que asegurasen el capital suficiente para liberar a sus hijos del servicio militar. No era ésta la única forma ni la menos gravosa, aún suponiendo un exigente sacrificio para aquellas pobres familias; los prestamistas, bien organizados en cajas de crédito, ofrecían a un interés usurario el importe necesario para la redención de los mozos. Estas Cajas se extendieron por toda España exigiendo a los prestatarios, generalmente campesinos, avales sobre sus cosechas y ganado. Los abusos de estas compañías obligó al Estado a intervenir, constituyendo en 1859 el Fondo de Retenciones y Sustituciones, con lo que el Estado se convirtió en el principal gestor de las sustituciones del servicio militar por dinero.

Reproducción del cuadro de Salvador de Viniegra sobre la
 proclamación en Cádiz de la Constitución de 1812. Cien años
 fueron necesarios para consagrar el derecho en ella recogido 
de que "Ningún español podrá excusarse del servicio militar".


    Varios intentos para erradicar tan injusto estado de cosas se trataron de llevar a cabo; pero ni el gobierno provisional, tras la revolución de 1868, ni el de la Primera República lograron hacer prosperar la abolición de tan discriminatoria situación. Habría que esperar muchos años, cambiar de siglo, para que el gobierno de Canalejas, en 1912, aboliese la redención a metálico, implantándose por fin el servicio obligatorio.

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SAGUNTO

   Si algo hace falta tener para hablar de Sagunto es buena memoria, porque para empezar a contar algo de lo que esta población ha significado para la historia es preciso dar un salto atrás en el tiempo y recordar lo que allí pasó hace más de dos mil años.

   En el año 219 a.C. la ciudad, que está habitada sobre todo por iberos y griegos, aunque no es romana, está bajo la protección de Roma. Aníbal, el general cartaginés, espera una declaración de guerra contra Roma, pero el senado cartaginés consta de muchos e influyentes miembros pacifistas interesados en mantener la paz y sus buenas relaciones comerciales con Roma, que se verían muy perjudicadas si se declarase la guerra. No le resulta, pues, al general fácil obtenerla; pero Aníbal, formidable militar, pero también hábil político, ve en Sagunto, en su asedio, causa para que sea Roma la que declare la guerra a Cartago. Durante ocho meses resulta asediada hasta que los saguntinos tras heroica resistencia son vencidos y la ciudad saqueada. Roma ha declarado la guerra, la segunda en la que se enfrenta a Cartago y Aníbal victorioso en Sagunto, con las espaldas cubiertas y la moral elevada fija su mirada en Roma. No tendrá un buen final para él la aventura. Pero no es lo sucedido más allá de los Alpes lo que interesa al viajero, que vuelve a pensar en la ciudad milenaria que tiene ante sí.

   Después, casi enseguida, Sagunto es romana, conoce tiempos de esplendor, crece, se construye un circo, del que apenas queda algo, y un teatro, del que quedaba bastante y ahora poco, así que el viajero no dirá mucho de él. Se construyó en tiempos de los emperadores Septimio Severo y Caracalla,  está apoyado en la ladera de la montaña a los pies del castillo, y ahora,  dos mil años después, es un espléndido auditorio al aire libre, con elegantes gradas de mármol y un práctico escenario de ladrillo cara vista, que permite la representación de tragedias griegas, teatro clásico y conciertos de jazz.


    El brillo de la herencia romana ahoga, en opinión del viajero, el resto del patrimonio arquitectónico saguntino, salvo el castillo, que es muy extenso. Está éste en lo alto de la montaña, última estribación de la sierra Calderona, ya casi asomada al mar que los romanos hicieron suyo y nuestro; y fue creciendo poco a poco hasta tener casi un kilómetro de longitud. Fue usado como defensa por romanos, visigodos, musulmanes, cristianos y aún en el siglo XIX fue baluarte en la lucha contra el francés.

    El viajero, ya abajo, en la población, no quiere dejar de dar un paseo por el antiguo barrio judío, ver algunos portales medievales con los que imagina bien cómo discurría la vida cotidiana en aquellas estrechas callejuelas y dos o tres iglesias de cierto valor: la de Santa María sobre todo ocupa al viajero largo rato; pero es al llegar al ayuntamiento, proyectado a finales del siglo XVIII, de traza neoclásica, aunque terminado ya en el XX, cuando al viajero le vienen al recuerdo hechos con los que Sagunto volvió a estar en punto de mira de los españoles.

   Lo primero fue recuperar su antiguo nombre romano.  Casi quince siglos llevaba Sagunto sin que su nombre romano figurara en más sitios que en el los libros de historia. Con la dominación musulmana, se le conoció como Morvedre y más tarde con Felipe V,  a cuyo favor luchó la población durante la guerra de Sucesión, Murviedro. Así la cita el ilustrado Cavanilles a mediados del siglo XVIII y así siguió hasta que en el siglo XIX, un siglo de catarsis para España, en el que pasó de todo para seguir todo igual, o peor, recuperó su nombre romano. El gobierno provisional surgido de la revolución “Gloriosa” del 68, la rebautizó con el nombre casi olvidado de Sagunto; y como si su recuperado nombre, de reminiscencias épicas, le diera fuerza, al doblar la esquina del decenio, en 1874, Sagunto decide dejarse oír de nuevo.


   El 21 de diciembre, el general Martínez Campos proclama rey al joven Alfonso XII. Las consecuencias para Sagunto de la “Restauración” no se hacen esperar: Sagunto recibe el título de ciudad. Como si un soplo de vida  la animase comenzaron a llegar inversiones: el carbón de Teruel y los Altos Hornos crearon riqueza y desarrollaron un barrio: el Puerto. Una iglesia bajo la advocación de la Virgen de Begoña,  pues mucho tuvo que ver en aquel proyecto industrial la siderurgia vasca, fue construida en 1929. Sin un estilo definido, ecléctica, mezcla de varios órdenes, al viajero le gusta verla presidiendo una plaza, cuyo suelo mojado refleja el azul del cielo, como si fuera un mar en el que el templo, con su fachada como proa de buque, tratase de navegar superando cuantas dificultades se le presenten a una ciudad acostumbrada a vencerlas.
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EL PACTO

   Sabemos bien cuánto dolor en las personas y destrucción en las cosas causan las guerras; pero a veces la calidad de los contrincantes permite descubrir que más allá de la brutalidad en los combates, del empeño en la victoria a todo trance, un rastro de sensatez, de sensibilidad, queda aún en el sentir de los rivales. Eso sucedió durante la batalla de San Quintín.

   La plaza está defendida por el almirante Gaspar de Coligny. Ha llegado éste después de que el gobernador de la ciudad hubiera avisado sobre el inicio del sitio por los españoles que, adentrándose en Francia desde Flandes comienzan el cerco sobre la ciudad. Coligny, no sin dificultades, ha logrado entrar en San Quintín con unos quinientos hombres que se suman a la guarnición de la plaza, a la espera que su tío, el condestable Montmorency, acuda en su ayuda mientras él resiste.

   Y así sucede. Montmorency envía cinco mil soldados al mando de Francisco de Coligny, señor D’Andelot y hermano de Gaspar. Alertadas las tropas del duque de Saboya, D’Andelot y sus hombres son emboscados. En la madrugada del 5 de agosto de 1557, por sorpresa, arcabuceros españoles, apoyados por los famosos “reiters”(1) comienzan el ataque sobre las tropas de D’Andelot, que avanzan en la oscuridad próximas ya a San Quintín. Poco después todo ha terminado para los franceses. Muchos muertos o capturados, la mayor parte emprende la huída hasta los cuarteles del condestable Montmorency, que se halla en La Feré, a unos quince kilómetros al sur de San Quintín. El peligro del avance español en tierra francesa preocupa al rey Enrique, que sabe que Felipe II sigue de cerca los acontecimientos. Ordena, pues, resistir e impedir la caída de la plaza.

   Y Montmorency, con veinte mil infantes y seis mil jinetes se prepara para el ataque, se aproxima a San Quintín, hacia su propio desastre. En las afueras de la ciudad, junto al río Somme, auténtica trampa mortal para los franceses, la caballería del conde Lamoral de Egmont da cuenta de las tropas francesas del Condestable. Solo, intramuros, con escasas fuerzas, apenas unos dos mil soldados, el almirante Coligny, desesperado, trata de organizar la defensa de la ciudad a la espera de una nueva ayuda, que no llegará.

   Dueñas las tropas españolas del campo abierto, la lucha se concentra en destruir las murallas de San Quintín. La potente artillería española arruina implacablemente las defensas de la ciudad, mientras las piezas francesas tratan, sin mucho éxito, de neutralizar con sus disparos los cañones españoles. Pero si la lucha a cielo abierto es dura y visible, bajo tierra se libra otra batalla: la de las trincheras y galerías. Desde las líneas españolas grupos de gastadores excavan galerías en dirección a las murallas. Trabajan durante todo el día en su interior, pero extraen la tierra e introducen todo lo necesario para el apuntalamiento y obras en la mina durante la noche, para evitar ser vistos y alertar a los sitiados sobre la boca de la mina y la dirección en la que avanzan las obras que además, para mayor precaución, tampoco lo hacen en línea recta. Su fin es llegar a los cimientos de las murallas y provocar una gran explosión que las destruya; eso si, decididos, no las sobrepasan abriendo una entrada en la ciudad.

   Naturalmente, los defensores, conocedores de estas prácticas, tienen respuesta: Coligny ordena la construcción de galerías más profundas aún, que crucen las de los sitiadores tratando de hundirlas. Tarea ésta de muy incierto resultado, dadas las dificultades que supone adivinar el trazado de la galería enemiga y el punto en el que provocar el hundimiento.

   Presente en el campo de batalla, tras la victoria, está Felipe II. Es la primera vez, y será la última, que el Rey Prudente, con una armadura sobre su cuerpo, visitará el escenario de una batalla. Más dado a la diplomacia, a diferencia de su padre, deja las guerras en manos de sus generales; pero aquí en San Quintín, está él, feliz por la victoria obtenida y la pronta rendición de la plaza.


   En cierto momento, tras uno de los constantes intercambios artilleros, Felipe II envía un mensajero a Coligny. Tiene el almirante francés, en la iglesia, en lo alto de su campanario, instalada una pieza artillera con la que trata de destruir los cañones españoles. El monarca español en su mensaje pide a Coligny que abandone los disparos desde esa posición. La torre es una magnífica construcción ─advierte en el mensaje─, que valdría la pena conservar, pero que tendrá que ser destruida si persisten los disparos desde ella. Coligny, comprende y, conforme, acepta.

   Los bombardeos continúan, y finalmente la mina construida por los españoles alcanza las murallas. Tras la explosión, que no logra derrumbarlas, pero sí abrir enormes brechas de imposible reparación, permite a los atacantes lanzarse al asalto de la ciudad. En ella un campanario, en pie gracias a un pacto entre caballeros, será testigo mudo de lo que sucederá  a partir de entonces: saqueo y destrucción, violencia y muerte.  

(1) Los reiters eran jinetes alemanes. Armados con media docena de armas cortas, se aproximaban con rapidez, en oleadas sucesivas, sobre la caballería enemiga descargando sus armas y revolviéndose con sus monturas para eludir el choque con las lanzas del enemigo.

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ME SUPRIMO

   Dedicó su ingenio a distraer a los demás. Escribió mucho y bien sobre las aventuras de personajes que hicieron las delicias de pequeños y mayores, y el éxito de su obra ha perdurado hasta nuestros días: Sandokán o El corsario negro son leídos y recordados aún; sin embargo, la vida de Emilio Salgari es una mezcla de misterio y desgracia, sobre todo de esto último. Se sabe que vino al mundo en Verona, pero ni siquiera sobre la fecha de su nacimiento hay acuerdo(1). Intentó ser marino, lo que consiguió a medias, porque aunque hizo algunos viajes por el Mediterráneo pronto se dedicó a la literatura como periodista y escritor, actividad en la que realizó las auténticas  singladuras por exóticos mares, con las que soñó, que le darían fama.


   En 1892, Emilio contrae matrimonio con Ida Peruzzi. Las cosas no parecen irle mal. Tiene trabajo en lo que le gusta hacer. Ida le da hijos y, aunque, pese al éxito y aceptación que logran sus artículos y libros, no está bien pagado, siempre en contante lucha con los editores que, en contratos leoninos, le exigen constantes títulos, mantiene, a duras penas, un nivel de vida razonable. En Turín, tras su regreso de Génova a la que había ido en busca de mejoras laborales, continúa escribiendo; sin embargo el germen de la desgracia está en él.

   Que su padre tiempo atrás se hubiera suicidado es posible que dejara en él una marca imborrable. El caso es que a sus cuarenta años se considera un viejo. Refugiado en su escritorio, insomne y fumando sin parar escribe: “Llega la vejez, nada tengo para pasarla tranquilo: sólo la eterna pluma, el eterno tintero y mi inseparable cigarrillo. El alivio me lo procura el tabaco: cien cigarrillos diarios me dan fuerza para mantenerme en pie; el alimento, no.”

   Sus adicciones al tabaco y al alcohol no son sus únicos males. Se hace llamar Capitán Altieri, pseudónimo utilizado por Salgari en algunos de sus cuentos; pero su inestabilidad emocional se manifiesta, de modo más notorio, cuando en 1909 Salgari trata de matarse dejándose caer sobre una espada. Fracasa, de momento. Dos años después una nueva desgracia golpea el ánimo de Salgari. Ida es ingresada en el manicomio de Collegno. Es más de lo que el escritor puede soportar. Casi arruinado, con cuatro hijos y una esposa loca, seis días después del ingreso de Ida en el sanatorio, Salgari decide poner fin a su vida. Pocos días antes ha comprado un cuchillo. El 25 de abril de 1911, Salgari deja Turín, se dirige al valle de San Martín y en uno de sus bosques se hace el harakiri, clavándose un cuchillo en el vientre para luego cortarse el cuello hasta morir desangrado. Una nota dirigida a sus hijos avisándoles del lugar en el que encontrarán su cadáver y pidiendo se entregue su cuerpo para su entierro por caridad, al carecer de bienes, se encontrará en su escritorio después de su muerte.

   Y sin embargo, leyendo las últimas letras escritas por Salgari dirigidas a su editor se vislumbra un ápice de cordura y un mucho de desesperación y resentimiento: “Vencido por mis desdichas, reducido a la miseria a pesar del enorme volumen de mi trabajo, con la mujer loca en el hospital, sin poder pagar su pensión, me suprimo. Creo que con mi nombre merecía otra fortuna y otra muerte.”

    Con su trágica muerte se libró de comprobar cómo la fatalidad, no conforme con su sacrificio, se ceba también en toda su familia, a la que una mala estrella parece perseguir. A los pocos días de la muerte del escritor es su esposa, en el hospital, la que fallece. Sus cuatro hijos tampoco pudieron escapar a fatídicos destinos. Mónica, su única hija, cuatro años después, a los veintitrés años, muere de tuberculosis; Nadir, el hijo al que Salgari encargó del cuidado de su madre y hermanos, conducía una motocicleta que colisionó con un tranvía con fatal resultado. En 1931 fue Romeo el que falleció: durante un ataque de celos había intentado matar a su esposa, suicidándose después con la misma arma. Sólo Omar, el hijo menor, parecía salvarse del siniestro signo de su familia. Escritor de aventuras exóticas, como su padre, aunque sin su fama, vivía en Turín. Un día del año 1963 decidió pasar a otro mundo. Se arrojó desde la ventana de su casa. Nada se pudo hacer por él.

(1) Hay dudas sobre la fecha exacta de su nacimiento. La mayoría de las fuentes indican el año 1863, pero él dejó escrito en sus memorias haber nacido en 1862. Otras circunstancias personales manifestadas por el propio Salgari, como las relativas a sus viajes y condición de marino, no están confirmadas, dejando en el misterio parte de su existencia. 
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AIZKOMENDI

   Tan antiguo es este monumento, perdida su construcción en los lejanos tiempos del periodo neolítico y posterior Edad del Bronce que, en realidad, hablar de él es referirnos a una historia de la prehistoria, si es que a ésta la encuadramos en los términos clásicos de su coincidente fin con el del nacimiento de la escritura.


   El de Aizkomendi es un dolmen, o lo era, porque lo que hoy vemos no es ni sombra de los que fue. Reducido a la mínima expresión, fue descubierto casualmente en 1832, en Eguilaz, cerca de Salvatierra de Álava. Era un monumento funerario enorme, cuya cámara central alcanzaba unas dimensiones de diez a doce pies tanto en su longitud como en su anchura y en la que, tras las sucesivas excavaciones realizadas durante los siglos XIX y XX fueron encontrados restos humanos, y armas de silex, algunas de bronce y objetos diversos depositados junto a aquellos. Cubierto con una enorme losa, se accedía al recinto por medio de un largo corredor, destruido dos años después del hallazgo.

   En 1965, a fin de permitir su vista desde la carretera que discurre ante él, fue desmontado el túmulo que lo cubría, dejando su impresionante estructura a la vista, pero privándonos de la contemplación de su verdadero aspecto como monumento funerario.
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LO QUE DEBA SER, SERÁ

   Así dijo Esquilo, aunque muchos han sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas, adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana intención de dominar y cambiar lo venidero.

   Pero ni el mayor empeño puesto en cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando éste esta escrito.


   Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose  autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano,  tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
    ─ Moriré devorado por los perros.
   Pero el emperador dispuesto a burlar las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo, despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron. Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.
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SIR JULIÁN ROMERO

   Si de un soldado se puede decir que murió con las botas puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.

    Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.

   Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren Europa y América forjando su futuro.

  Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses; después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique VIII,  por los servicios prestados en su lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es nombrado caballero.

   La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.  Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.

  Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia, pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín desde el Sur, cruzando el río.

  Cuando se produce el asalto de las murallas de San Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la ley de la Orden. Pese a ello es el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño pueblo castellano.

El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real.

   Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”, aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los campamentos enemigos y sembrar el pánico.

   Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores, tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España, pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”;  y del que Lope de Vega y Tirso de Molina escribieron también.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BARCELONA

   De Barcelona, el viajero, en la que ha estado unas cuantas veces, podría empezar a escribir y no parar. Tan inmensa es la cantidad de hechos, de monumentos, de historia allí ocurrida que el viajero tiene que hacer también un inmenso esfuerzo por resumir lo que no tiene resumen.

   El viajero nada más llegar se encuentra paseando por Las Ramblas y, aficionado como es a verlo todo desde lo alto, se le ocurre llegar hasta la del Mar y subir al monumento a Colón, erigido como homenaje al descubridor de América. Porque aquí, en Barcelona, fue recibido por los Reyes Católicos en 1493, poco después de ocurrir en la plaza del Rey hechos que pudieron cambiar la historia de España. Dejará el viajero para cuando pase por esa plaza, en el Barrio Gótico, el relato de aquellos sucesos, porque ahora en el interior del monumento a Colón, el viajero quiere contar algo de esta colosal obra.



   Apenas hay media docena de personas esperando, lo que es una gran suerte teniendo en cuenta que  el ascensor tiene una minúscula cabina cilíndrica en la que apenas caben tres o cuatro personas embutidas como si fueran arenques en una lata. Mientras espera su turno piensa en lo que sabe de este monumento proyectado por el arquitecto Cayetano Buigas, costeado por suscripción pública e inaugurado en 1888. Tiene una enorme base de granito y sobre ella se alza una columna  rematada por la estatua del descubridor de América, obra del escultor Rafael Atché. No dirá el viajero las dimensiones completas de la estatua, pero sí que bajo sus pies, cuya talla alcanza 1,20 metros, se halla el mirador al que el viajero está subiendo ya. La inauguración del monumento por la reina regente doña María Cristina fue un acontecimiento importante. No hay más que recordar los invitados e ilustres personalidades que acudieron al acto. Allí, aquel 1 de junio de 1888 estuvieron el rey Humberto  I de Italia y el presidente de los Estados Unidos Grover Cleveland.

   Desde el pequeño espacio del mirador, una especie de estrecho corredor circular el viajero se asoma por las mirillas de cristal. La vistas son magníficas en cualquier dirección, pero son las Ramblas, otra vez, las que acaparan su atención; porque si hay un paseo en Barcelona, síntesis de su ser cosmopolita, son ellas y por ellas regresa el viajero, pero saliendo y entrando continuamente por sus lados, para ver lo que los antiguos barrios barceloneses guardan. Primero se asoma a la Plaza Real, neoclásica y porticada,  luego, más allá, en el barrio de la Ribera,  a la basílica de Santa María del Mar, la iglesia gótica, en opinión del viajero, más bella de Barcelona; aunque de este templo el viajero dirá poco por faltarle las palabras, y porque hasta libros de gran éxito han escrito sobre ella, y con mejores letras que las usadas por el viajero; pero al menos sí contará que estuvo forrada de sobrecargadas tallas barrocas, que desaparecieron durante los once días que duró el incendio ocurrido durante la Guerra Civil española y dejaron la impresionante estructura que el viajero ve hoy.

   Al salir, sube por la calle Montcada, calle señorial donde las haya, cuajada de palacios construidos sobre los solares en los que estuvieron otros más antiguos del siglo XII, cuando fue trazada la calle; y de vuelta, entra en el barrio gótico el más antiguo de la ciudad.

   Al llegar a la Plaza del Rey el viajero empieza a imaginar lo que allí paso hace poco más de quinientos años. Los reyes Isabel y Fernando han llegado a Barcelona hace pocos días. Son jornadas llenas de agasajos y cortesía, pero aquel 7 de diciembre de 1492 sucede algo imprevisto.

   El rey Fernando ha recibido en audiencia a varios de sus súbditos, ha impartido justicia en ciertos casos que se le han presentado y al terminar, saliendo de Palacio hacia la plaza del Rey, mientras baja las escaleras, junto a la capilla de Santa Ágata, sucede lo que nadie espera. Desde atrás, un hombre desenfunda su espada, la levanta y, con todas sus fuerzas unidas al peso del acero, descarga el estoque sobre la figura real. El rey justo en ese momento ha dado un pequeño giro. Aunque ajeno a todo lo que comienza a suceder a su espalda el pequeño movimiento ha sido providencial. El golpe de la espada, cuyo filo estaba destinado a caer sobre la cabeza del rey, separa las carnes del monarca en la parte posterior de su cuello y hombro, abre un tajo, dicen los presentes, tan hondo que horroriza verlo. Mas no se desmaya el rey, que, vuelto, aún acierta a ver como Salcedo y Ferrol, dos de sus mozos, próximos al agresor, se abalanzan sobre él reduciéndolo, y con las pocas fuerzas que aún asisten a Fernando grita éste:
    ─Que no muera ese hombre.
   Ese hombre es Joan Canyamás, un payés al que por razón o por interés, se toma por loco. Aunque en un primer momento, hombres cercanos al rey vieron en el atentado razones políticas, achacando al influjo francés, al navarro o incluso al catalán, la acción del agresor, no tarda mucho en abrirse camino la idea de que Canyamás es un demente. Su propia confesión lo confirma.

   Dice Bernáldez, presente durante todos estos hechos y cronista, cómo el orate confiesa su culpa al reconocer cómo por sus orejas oía: “Mata a este Rey, y tú serás Rey, que éste te tiene lo tuyo por fuerza”. Confesión concluyente y categórica sino fuera por haberla hecho de la forma en la que se solían obtener las confesiones de quienes por las buenas todo lo negaban, por más que en el atestado oficial se reconociera dicha confesión también fruto del arrepentimiento de Canyamás.

   Obtenido un culpable, ni siquiera aquellas palabras del rey, ahora muy grave, con la fiebre alta y en un estado que augura el peor de los fines, salvan la vida del regicida. Sólo la reina, ante el arrepentimiento visto en el criminal, que le procura la asistencia de un confesor, que no podrá salvar su cuerpo, pero lo intenta con el alma, parece demostrar algo de clemencia con quién ha tratado de quitarle al esposo y padre de sus hijos. Fernando salvará su vida, pero cuando se recupere todo habrá terminado porque, el 11 de diciembre Joan Canyamás es ajusticiado con absoluta falta de caridad. El reo es sometido a cruel e inmisericorde tormento, su cuerpo lentamente mutilado de la manera más horrible hasta su muerte, y despedazado, fue finalmente quemado y aventadas sus cenizas.

   No muy lejos de la plaza del Rey está la de Sant Jaume. En ella, frente a frente están el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. De los dos es éste el que concentra, especialmente en su balcón, las mayores páginas de la historia de Cataluña. Tantos han sido los personajes asomados a él.

Construido a mediados del siglo XIX, el  Gran Teatro del Liceo ha sido 
durante mucho tiempo emblema de la vida cultural barcelonesa.

















    Y cerca también está la catedral. El viajero entra por la puerta del claustro. Es sombrío y lleno de vegetación. Un estanque sirve para que las trece ocas que allí habitan chapoteen y limpien sus blancas plumas. Leyó el viajero hace tiempo  ─y lo contó en otro lugar─, que su número coincide con los años que tenía Santa Eulalia, una de las patronas de Barcelona, la niña mártir, que en tiempos de Diocleciano fue torturada hasta la muerte. El viajero que sabe que los restos de la santa está en la cripta que hay bajo la capilla mayor entra en el templo. De lo mucho que tiene para admirar la iglesia, el viajero destaca un Cristo hecho en madera de olmo. Está en una de las capillas próxima a los pies del templo, la antigua sala capitular, y se le conoce como el Cristo de Lepanto porque esa era la cruz que en “La Real”, la nao capitana de don Juan de Austria, durante la batalla contra el turco, daba protección a la escuadra española y cristiana. La retorcida postura del Cristo cuentan que se debe a que avistada una bala de cañón que se le acercaba, lanzada desde una nave sarracena, se dobló en un escorzo casi imposible, evitando el alcance que parecía inevitable. No está muy seguro el viajero que las cosas fueran así, y no la mano del tallista la causante de tal contorsión, pero así se ha dicho y hasta escrito en muchos libros.

   Pero si hay en Barcelona un edificio famoso el viajero piensa sin dudarlo en la Sagrada Familia; también es la construcción más famosa de Antonio Gaudí. No olvidará el viajero contemplar algunas de sus obras: la Pedrera, el parque Güell, en la parte alta de la ciudad, encargo de Eusebio Güell, el industrial, mecenas y amigo del arquitecto reusense para el que construyó también su palacio residencia de la calle Nou de la Rambla; pero ahora ante las colosales torres del templo expiatorio, que esa fue la intención de Gaudí al diseñarlo, se le ocurre compararlo con las antiguas catedrales medievales. Como muchas de ellas, su construcción ha ocupado, y aún lo hace, mucho tiempo. Dos centurias abarcará seguramente su terminación definitiva y eso que las ilusiones, aun en vida de don Antonio, de terminar la obra en poco tiempo hubo quien las hizo suyas cuando el arquitecto fue preguntado en cierta ocasión  por el tiempo en el que estaría concluido el templo. Gaudí, como inspirado por la fe que siempre demostró y está a punto de llevarle a los altares respondió: “Mi Cliente no tiene prisa”.

   Como ya ha repetido el viajero aquí y en otros viajes, su afición a ver las cosas desde las alturas es grande, y en Barcelona tiene ocasión de hacerlo desde casi cualquier punto cardinal. Ya subió al monumento a Colón y ahora está justo en el otro extremo de la rosa de los vientos. Entre vueltas y revueltas, rodeando la montaña el viajero se ha plantado en la cumbre del Tibidabo.

   El viajero ya arriba, se da cuenta de como comparten el poco espacio disponible la Iglesia, para gozo del Alma y el viejo Parque de Atracciones, para disfrute del cuerpo. En la fachada de la cripta el viajero se queda un buen rato mirando el vistoso mosaico con la figura del Sagrado Corazón, bajo cuya advocación está el templo; luego, escala los peldaños de la escalinata y entra en la cripta. Entre penumbras a las que se acostumbra poco a poco, descubre otro mosaico, que nada tiene que envidiar al que  ha visto fuera. Es obra de los oficiales del los talleres Brú, de mediados del siglo XX.

En el exterior del templo el Parque de Atracciones ocupa el poco espacio que queda libre. Es un Parque de los que ya no se hacen, con su tiovivo con caballitos de colores, una pequeña noria, también muy vistosa, una avioneta digna del Barón Rojo, que suspendida por medio de unas varillas da vueltas alrededor de un eje, y que en su giro parece querer tocar las paredes del templo vecino. Todo el Parque parece una antigüedad,  más museo de la mecánica que Parque con las vibrantes y vertiginosas atracciones que mandan en el gusto actual. Y desde las terrazas, Barcelona, a los pies del viajero, primero los nostálgicos palacetes románticos y modernistas que fueron construidos durante el siglo XIX y primeros años del XX., después la ciudad toda, al fondo el mar y, mirando un poco al Sur, otra montaña, más famosa si cabe, porque en ella hay de todo: es parque, castillo, museo… Es la montaña de Montjuic. Cuando el viajero se acerca hasta allí, a plena luz del día, lo ve casi todo, y dice casi porque hay algo que sólo es posible ver cuando no hay luz, o mejor dicho, cuando el Sol ya no está y es otra luz, ésta domesticada, la que es envuelta por la oscuridad: la de la fuente mágica de Montjuic, diseñada por Carles Buigas, hijo de Cayetano, el autor del monumento a Colón del que el viajero ya dijo algo nada más llegar a la Ciudad Condal. Construida en 1929 con motivo de la Exposición Universal es aún hoy el más colorista espectáculo de los que se pueden ver en Barcelona, y gratis. Cuando el viajero llega a la fuente aún no es noche cerrada, falta un poco para que comience el espectáculo, pero el lugar está ya muy concurrido. Por suerte, el viajero, que se ha acercado a la barra del quiosco que hay allí, no sabe bien por qué, se ha ganado el favor de un galopillo del local, y en un periquete éste le ha montado una mesita en la terraza, sacado unos bocadillos y el viajero sentado, como en un palco, dispuesto a ver el espectáculo, que disfruta como un buen turista.

   Podría el viajero seguir enumerando los monumentos y lugares que Barcelona puede mostrar orgullosa, pero no es éste lugar para inventarios, aunque sí, para terminar, de nombrar a otro de los grandes de la arquitectura modernista. Genial como Gaudí, tan sólo su fama y conocimiento del público, de modo injusto piensa el viajero, es menor que la del arquitecto de Reus. El viajero habla de Luis Domenech Montaner. Para ver algo de lo que hizo no hace falta andar mucho. El Palau de la Música es ejemplo cercano al centro, que el viajero ya vio, pero no quiere irse de Barcelona sin ver con sus propios ojos otra de las obras que se le encargó hacer: el hospital que Barcelona necesitaba.

   A finales del siglo XIX, tras el incendio, en el Raval, un barrio próximo a las Ramblas, del antiguo y vetusto hospital de Santa Cruz, Barcelona queda sin el hospital general que la ciudad precisa. Y es a Domenech a quien se le encarga la construcción de uno nuevo.

El hospital que acabará llevando el nombre de San Pablo, nombre del
banquero, Pau Gil, que patrocinó su construcción fue concluido por
el hijo de don Luis, Pedro, en los años treinta del siglo XX.


















   Se le entregan 145 hectáreas del “ensanche” y pone manos a la obra. Y, ¡vaya obra! Casi una veintena de pabellones llenos de columnas, mosaicos, vidrieras, torres, cúpulas, todo ello con el colorido que un pintor de la época hubiera dado a sus lienzos, todos los edificios  rodeados de jardines, y que Doménech concibió así. Una obra útil pero bella, como una terapia más en la recuperación de los habitantes de aquella ciudad sanitaria. 

   Queda mucho más, pero el viajero debe partir, sabiendo que en cuantas visitas vuelva a hacer a está ciudad, siempre encontrará algún rincón, conocerá algún secreto que le haga pensar una y otra vez lo mismo: volver.
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EL HÉROE ROMEU

   La siguiente historia es una muestra de lo que sucedió después del 2 de mayo en muchos lugares de España. Es una historia de heroísmo menos conocida que las llevadas a cabo en las defensas de Zaragoza o Gerona, de las luchas de famosos guerrilleros como el cura Merino, Espoz y Mina o El Empecinado, que alcanzaron grandes honores, condecoraciones y títulos tras la guerra. Es, en fin, la historia de un espíritu.

   Habían pasado tan solo quince días desde que en Móstoles su alcalde, Andrés Torrejón, declarara la guerra a Napoleón, cuando en Valencia, Vicente Doménech, un humilde vendedor de pajuelas, de las usadas para prender fuego, enterado de los hechos ocurridos en Madrid, alzó también su voz contra el francés.

                                                         *

   Bernardo López García, en algunas de las estrofas de su poema “El dos de mayo”, expresa como pocos ese espíritu rebelde,  que contagió al pueblo llano y lo mantuvo siempre en pie, pese a la superioridad del invasor:

                              ¡Guerra! clamó ante el altar
                              el sacerdote con ira;
                              ¡Guerra! repitió la lira
                              con indómito cantar;
                              ¡Guerra! gritó al despertar
                              el pueblo que al mundo aterra;
                              y cuando en hispana tierra
                              pasos extraños se oyeron,
                              hasta las tumbas se abrieron
                              gritando: ¡Venganza y Guerra!

                                                       *

   Y fue a Vicente Doménech a quien la historia ha reconocido el mérito de la sublevación valenciana, pero no fue el único. Un cura, Juan Rico Vidal,  ayudó, y mucho, al levantamiento. Hubo momentos de gran anarquía cuando muchos franceses fueron asesinados y un grupo de gente descontrolada dio muerte al barón de Albalat y su cabeza, separada del cuerpo, puesta en lo alto de una pica y paseada por la ciudad.

   El 25 de mayo de 1808, dos días después del grito dado por “El Palleter”, los hermanos Bertrán de Lis puestos en contacto con el Padre Rico, y con ayuda de algunos militares, constituyen una Junta Suprema de Gobierno, autónoma, independiente y con plenos poderes, de momento, que no acata las órdenes dadas desde Madrid de reconocer a José Bonaparte, que va a ser proclamado rey de España el 11 de junio.

   Acompañando a Doménech, otros muchos se alistan en los ejércitos de Castaños o Cuesta. Algunos acabarán entregando sus vidas en la lucha contra el invasor. Muchos son los hijos de la patria que dejan familia y hacienda para defender una patria que pide su sangre, y a un rey que, como años después se verá, no la merece.

   Otros, que no se alistan, también quieren luchar, y forman guerrillas. José Romeu Parras hace las dos cosas, se alista y organiza su propia partida. Es saguntino, pertenece a una familia acomodada dedicada al comercio de vinos y cuando el pie francés se siente sobre la Piel de Toro tiene ya treinta años, mujer y dos hijos.

                                                       *

   Otra vez López  es quien habla de aquellas mujeres que ven partir a sus a sus hijos, a sus maridos,  a los que quizás no vuelvan a ver jamás:
                  
                                    La Virgen con patrio ardor
                                    ansiosa salta del lecho;
                                    y el niño bebe en el pecho
                                    odio a muerte al invasor;
                                    la madre mata a su amor,
                                    y cuando calmada está
                                    grita al hijo que se va:
                                    “¡Pues que la patria lo quiere,
                                    lánzate al combate y muere;
                                    tu madre te vengará!...”

                                                       *

   Al conocer Murat, el gran duque de Berg, la revuelta en Valencia, dispone un ejército para tomarla. Acaban de suceder muy sangrientos hechos en Madrid y se cree necesario neutralizar la insurrección valenciana. Un ejército de ocho mil hombres al mando del general Moncey, duque de Conegliano, se adentra en tierras valencianas y se dirige a la Capital con intención de conquistarla; pero Moncey, convencido de convertir la toma de Valencia en un paseo triunfal, no lo logrará. José Romeu, de su propio peculio, ha formado un pequeño ejército de dos mil hombres. Hostiga al francés constantemente. En tierras montañosas de la Valencia castellana y de la Hoya de Buñol causa muchas bajas en la expedición francesa, que acude, mal pertrechada, a la toma de la Ciudad. Por fin el mariscal Moncey se planta ante las murallas de Valencia. La artillería francesa retumba y los proyectiles dejan heridas las murallas, pero Moncey no podrá superarlas y acabará retirándose de nuevo a Madrid, dejando dos mil de los suyos en los campos de batalla.

Doscientos años después las torres de Quart aún
exhiben los impactos de la artillería francesa.

   Romeu y su tropa se convierten en azote de los franceses desde Morella hasta Elche. Nombrado capitán de granaderos y más tarde reconocido como comandante de las milicias de Chiva y Cheste se convierte en una pesadilla para los franceses.

   En 1812, Valencia es nuevamente sitiada. Ahora por el mariscal Louis Gabriel Suchet. Con un formidable ejército de treinta mil soldados, la resistencia opuesta por el general Blake es barrida, y Valencia por fin ocupada, pero Romeu no desfallece. Su empeño es acosar, hostigar, incomodar a los franceses, y debe hacerlo bien habida cuenta los desvelos de Suchet por capturarlo. Éste lo intenta casi todo, primero por las buenas: atrayéndoselo, a lo que el saguntino responde con duras acciones guerrilleras; y luego por las malas: arruinada la fortuna del héroe, también María, su mujer, es perseguida, pero cuando iba a ser detenida logra huir con sus hijos de su casa de Sagunto, ciudad también ocupada por Suchet, y encuentra refugio en las montañas.

El Mariscal Louis Gabriel Suchet, duque de la Albufera,
 por Vicente López Portaña. Museo de Bellas Artes de Valencia.

                                                        *

   Casi al mismo tiempo, durante ese verano de 1808, en Zaragoza, se escribirá una de las páginas más gloriosas en la defensa de España, que muy bien pudo inspirar la siguiente estrofa de López:

                                    Y suenan patrias canciones
                                    cantando santos deberes
                                    y van roncas las mujeres
                                    empujando los cañones;
                                    al pie de libres pendones
                                    el grito de patria zumba.
                                    Y el rudo cañón retumba,
                                    y el vil invasor se aterra,
                                    y al suelo le falta tierra
                                    para cubrir tanta tumba. 

                                                      *

   Pero los recursos del general francés son muchos. Si no logra atraerse la voluntad de Romeu, sí lo hace sobre la de uno de sus soldados. Una buena cantidad de dinero es suficiente para que uno de ellos, sin nombre para la historia, pero con apodo adecuado a su deforme condición moral, “El receloso”, se comprometa en la traición. En la localidad de Sot de Chera, el 7 de junio de 1812, se produce un encuentro entre jefes de distintas partidas guerrilleras. Allí va Romeu. Siente cierto temor, pues la población está en el fondo de un valle, rodeada de montañas. Es lugar idóneo para una emboscada, pero confía y acude a la reunión. Otros lo hacen también, como el famoso “Pendencias” que tiene su base por aquellos contornos. Quizás sea precavido en exceso y se preocupe por nada, piensa Romeu. Se equivoca.

   El traidor da cuenta de la reunión al comandante Turlot, jefe de la guarnición de Liria, población próxima al lugar del encuentro, que con mil quinientos hombres al mando del capitán Lacroix se deja caer sobre el valle llevando a cabo una redada de la que pocos escapan. Romeu desconocedor del terreno es capturado al día siguiente y trasladado a Valencia.  Suchet, que no quiere un héroe ni un mártir, trata de ganárselo otra vez. Le ofrece el indulto. Sólo tiene que reconocer a José Bonaparte como rey; pero Romeu se empeña en ser un héroe. El día 12 de junio, junto a la Lonja de Valencia, muy cerca del lugar en el que cuatro años antes “El Palleter” gritó “Guerra al frances”, el cuerpo de José Romeu Parras pende de una soga sujeta a su cuello.


El héroe Romeu

                                                          *

   Es Bernardo López García quien vuelve a escribir:

                                       Mártires de la lealtad
                                       que del honor al arrullo
                                       fuisteis de la patria orgullo
                                       y honra de la Humanidad.
                                       En la tumba descansad,
                                       que el valiente pueblo ibero
                                       jura con rostro altanero
                                       que, hasta que España sucumba,
                                       no pisará vuestra tumba
                                       la planta del extranjero.

                                                         *

   Había muerto un hombre, había nacido un héroe.

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