Hoy
el viaje a la historia que vamos a emprender nos llevará muy atrás en el
tiempo, a las épocas en las que el mundo conocido era más pequeño, menos
habitado, menos desarrollado, pero parecidamente ambiciosos y crueles sus gobernantes
a algunos de sus homólogos de nuestros últimos siglos, e igualmente indefenso
el pueblo que tantas veces no puede sino subsistir, muchas veces
contracorriente.
Viajaremos
esta vez a una región fértil, situada entre
ríos, el Tigris y el Eufrates, por lo que los griegos la llamaron
Mesopotamia, tanta veces tenida por cuna de la civilización. En esa tierra, la
muerte de Asurbanipal supuso el declive de imperio asirio y el comienzo de su
rápido final. En el año 626 a .C.
Nabopolasar, tenido por caldeo, se apoderó de Babilonia. Se sucedieron entonces
las guerras de los medos y los babilonios contra los asirios, que culminó con
el saqueo y destrucción, en el 612
a .C., de Nínive, la gran capital del Norte, realzada en
tiempos de Senaquerib por las tropas del rey medo Ciaxares.
Dio,
pues, comienzo un nuevo imperio de los caldeos en Babilonia, en la región de la
Baja Mesopotamia, que fue de corta vida. Apenas alcanzó un siglo la duración de
este segundo imperio caldeo-babilónico, en el que Nabucodonosor II, hijo de
Nabopolasar fue el más brillante rey conquistador, constructor y embellecedor
de la legendaria Babilonia.
Nabucodonosor
conquistó Egipto y Fenicia con relativa rapidez. También Jerusalén cayó pronto
bajo su dominio, pero sus reyes sometidos al principio, se rebelaban en cuanto
tenían ocasión. El segundo Libro de los Reyes y el Libro de las Crónicas son
algunas de las fuentes que nos han permitido conocer aquellos levantamientos y
lo que se ha venido a conocer como “Cautividad babilónica” (1).
Apenas
habían transcurrido tres años desde que los ejércitos de Nabucodonosor
conquistaran Jerusalén, cuando su rey
Joaquim se rebeló. Tuvo el rey de Babilonia que emplearse de nuevo en la
conquista de aquellas tierras y en 598 a .C., durante el asedio babilónico de
Jerusalén, Joaquim perdió la vida, asumiendo el poder su hijo Joaquín. Tres
meses, anuncia el Libro de los Reyes, que reinó el joven rey, hasta que,
rendido, fue llevado a Babilonia. Con él llegaron a la gran capital caldea su
madre, servidores y gentes principales. También herreros, cerrajeros, y hombres
pudientes y aptos para la guerra. En total diez mil personas; y Joaquín
permaneció confinado durante treinta y siete años, con una pensión para sí y
sus hijos. Con la capacidad del reino de Judá reducida a la mínima expresión,
Nabucodonosor designa como rey a Sedecías, tío del deportado Joaquín. Pareció
conformarse aquél bajo el imperio de Nabucodonosor al principio, pero pronto se
puso en inteligencia con los egipcios. A principios de 588 a .C, Nabuzardán, jefe de
la guardia de Nabucodonosor atacó Jerusalén. La ciudad fue asaltada, la mayor
parte de la población que permanecía en ella después de las deportaciones
ocurridas diez años atrás, en tiempos de Joaquín, llevada también a Babilonia y
el templo de Salomón saqueado y destruido, y
sus tesoros llevados a Babilonia. Tan solo unos pocos labradores en un
estado de misérrima subsistencia se salvaron del cautiverio. Sedecías, que
había logrado huir fue hecho prisionero. En castigo sus hijos fueron degollados,
y a él se le sacaron los ojos, y fue llevado a Babilonia cargado de cadenas.
Pero
Nabucodonosor no sólo fue un rey guerrero y cruel. Dedicó muchos esfuerzos a
embellecer la capital de su reino, en convertir Babilonia en la ciudad más
hermosa de su tiempo. Construyó palacios y grandes edificios. El zigurat Etemenanki,
que se piensa es la famosa Torre de Babel, construido en tiempos inmemoriales,
fue destruida y reconstruida varias veces. A principios del siglo V a.C. el rey
asirio Senakerib la destruyó. Nabucodonosor terminó la reconstrucción iniciada
por su padre, creyéndose hoy que la legendaria torre, pese ─según la tradición─
a las diferentes lenguas que hacía difícil el entendimiento entre los
constructores, alcanzó una altura de noventa metros.
Y aunque visto desde el presente
pudiera parecer que eran aquellos tiempos toscos, crueles, de poca humanidad y
escasa sensibilidad, eran épocas en las que anduvo mezclada, como propia de la
naturaleza humana, la brutalidad con la civilización. Nos han llegado muestras
del arte concebido por aquellos hombres, y alguno de los ornatos más célebres
de Babilonia parece que fueron actos de amor. A decir de Herodoto,
Nabucodonosor estaba casado con Nitocris, si bien otras fuentes hablan de
Amytis, hija del medo Ciaxares. Fuera uno u otro el nombre de la reina, ésta,
que se había criado en Media, tierra montañosa y boscosa, añoraba el esplendor
de los paisajes de su tierra natal guardados en su memoria. Nabucodonosor para complacerla
construyó unos jardines pensiles que simulaban montañas envueltas de todo tipo
de árboles, de terrazas cubiertas de las más variadas especies de plantas. Así es como posiblemente nacieran los famosos
jardines colgantes de Babilonia, luego tenidos por los griegos como una de las
siete maravillas de la antigüedad. Y aunque se desconoce con certeza si fue
éste el origen de los famosos jardines, como dudas hay incluso de su propia
existencia, el caso es que las crónicas cuentan como Alejandro Magno, en su
imparable carrera como conquistador del Asia, llegó a verlos, aunque a decir de
los cronistas, abandonados y en un estado de avanzado deterioro.
A Nabucodonosor siguieron
varios reyes de su estirpe, que no hicieron otra cosa que engrandecer el nombre
de aquél debido a su inanidad. La Biblia nos habla de Baltasar como hijo de
Nabucodonosor y rey de Babilonia tras la muerte de éste, pero sabemos que
Baltasar no era hijo de Nabucodonosor, ni rey que le sucediera; era en realidad
gobernador de Babilonia en tiempos de Nabónidas, el último rey del imperio
neobabilónico, cuando todo estaba preparado para la llegada del persa que puso
fin al imperio levantado por Nabucodonosor II: Ciro, el Grande.
De su legendario origen se tratará en este
mismo lugar dentro de unos días.
(1)
No fue ésta la primera salida del pueblo hebreo fuera de las tierras de Judá.
Antes, a mediados del siglo VIII a.C., muchos habían sido deportados a Nínive,
la capital del Imperio Asirio, y el propio término, de modo impropio, ha sido
usado por ciertos autores para definir los setenta años en los que el papado,
por influencia francesa, estableció su sede en Avignon durante el siglo XIV.