EL INVENCIBLE FRANCISCO DE CUELLAR

   Cuando el capitán Francisco de Cuellar zarpó de Lisboa camino de Inglaterra en la más “Grande y Felicísima Armada” que los tiempos han visto, no podía imaginar que aquella formidable armada iba a protagonizar uno de los mayores desastres navales conocidos, y que él, un segoviano embarcado en el galeón San Pedro, se convertiría en un invencible héroe de una armada vencida.

  Las cosas no habían empezado bien. Como si de una premonición se tratara, don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, héroe de Lepanto, nombrado almirante por voluntad del rey Felipe para armar las escuadras con las que desembarcar las tropas y la cruz en las heréticas tierras de Inglaterra, muere en Lisboa. Ya antes del fallecimiento de Santa Cruz el rey, encorajinado por la muerte de María Estuardo, ejecutada, y los ataques de Drake sobre todo lo español, menos prudente de lo que en él era costumbre, urgía al anciano marqués para tenerlo todo listo a la mayor brevedad, mientra éste, demorando la partida, se quejaba a don Felipe de la falta de medios. Muerto Santa Cruz, don Felipe nombra en su lugar al duque de Medina Sidonia, don Alonso Pérez de Guzmán. Era don Alonso un joven aristócrata, lealísimo a su rey, pero con escasa experiencia militar y nula en asuntos de la mar; él mismo manifestó a su rey no ser la persona idónea para tan magna empresa, pero disciplinado acató el mandato.

   Aparejada la Armada, zarpó de Lisboa, tuvo que refugiarse del temporal en La Coruña y prosiguió su rumbo hasta el Canal de la Mancha. Allí, en la costas de Flandes esperaba Alejandro Farnesio, duque de Parma, con las tropas que debía embarcar en los galeones españoles y que llevadas a las costas inglesas, debían invadir y ocupar el reino de Isabel, la hermanastra protestante de María Tudor, la segunda y muy católica esposa del rey español.

   No se puede achacar sólo al mal tiempo, que lo hubo, el fracaso de la expedición. Fueron juntas muchas las causas: la inflexible posición de Medina Sidonia que, como calzado con antojeras, cumpliendo órdenes reales, se dirige a Flandes sin desvío, impide aprovechar un ataque a la flota inglesa concentrada en Plymouth propuesto por Juan Martínez de Recalde y Miguel de Oquendo; la falta de coordinación entre Medina Sidonia y Parma en el embarque de las tropas; el ataque de los navíos ingleses, ya en el mar y el temporal que impulsó las naves españolas hacia el Mar del Norte fueron razones del fracaso más que de la derrota;  pero es a partir de  entonces cuando, perdida toda esperanza de cumplir la misión, se inicia el regreso de la armada dispersa, y su debacle total; en práctica desbandada, unos recalan en Alemania, otros toman rumbo Norte e inician una singladura por el Este de la Gran Bretaña para descender luego bordeando la isla verde de Irlanda, navegando rumbo Sur hasta encontrar cobijo en los puertos del Cantábrico.

   Es entonces, empujados por las tormentas hacia las costas irlandesas, cuando comienza la atribulada historia del capitán Francisco de Cuellar. El propio Cuellar cuenta en una carta dirigida a su rey Felipe II, fechada en Anvers, el 4 de octubre de 1589,  inédita durante trecientos años hasta que don Cesáreo Fernández Duro, académico de la historia, la descubrió e hizo pública en 1884, lo que durante el último año supuso para él la lucha por sobrevivir.

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   Cuellar es capitán del galeón San Pedro. Su navío ha quedado muy perjudicado en el Canal por los cañonazos ingleses, con muchas vías de agua y desperfectos de todo tipo, pero a flote, cuando el San Pedro, en el mar del Norte, la armada en formación, iniciando el regreso, uno de los pilotos, al mando en ese momento por hallarse Cuellar descansando, según refiere él mismo, abandona, como otros hacen, la formación ordenada por Medina Sidonia. Arrestado el capitán, se le traslada a otra embarcación. Juzgado con rigor para dar ejemplo, se le condena a muerte; pero, por su insistencia y la de otros, su pena es demorada por el auditor Martín de Aranda, a la espera de aclarar unos hechos, para él nada claros.


   Pero el destino del capitán Cuellar no es colgar del mástil de un galeón español. Cuando los navíos de la armada muy dividida ya, rumbo Sur, comienzan a sufrir los embates de la mar, arrastrados por fuertes vientos, los marineros asomados por la amura de babor ven las costas irlandesas. Sin poderlo impedir, muchas naves resultan despedazadas en los encontronazos con los arrecifes y los acantilados. La que custodia al capitán Cuellar es una de ellas. En aguas de la bahía de Sligo, el navío se deshace en el mar. Todos tratan de alcanzar la costa, sólo una parte de los que saben nadar o logran asirse a algún madero lo consigue. Cuellar es uno de los que logra. Llega a la playa, que en realidad es un infierno. El naufragio de los barcos españoles ha alertado a los habitantes de la costa, gentes que acuden en busca de los restos del naufragio, que no dudan en robar a los desgraciados que llegan a la playa. Les apalean y les roban cuando llevan encima; ni las ropas conservan. Después, abandonados, indefensos y desnudos los españoles, llegan los soldados ingleses. Como marino entre Escila y Caribdis, el capitán Cuellar no ha dejado atrás el peligro de los soldados ingleses, cuando, otra vez los salvajes que habitan aquellas tierras, pues por su forma de vida, sus vestimentas, su alimentación, las chozas en las que viven así lo cree, le roban cuanto lleva encima.

   Es empeño de los luteranos ingleses dominar aquellas tierras. Llevan tiempo persiguiendo a los clanes católicos de aquellas regiones, asaltando conventos y acosando a los frailes, pero ahora, con órdenes expresas de William Fitzwilliam, Lord Diputado, parten de Dublín mil setecientos soldados ingleses a la captura de los náufragos de la escuadra española. La persecución es implacable. Los que no son mutilados en las mismas playas con la saña que no haya hombre de bien que lo pueda imaginar, son conducidos a los castillos bajo control inglés, donde son ejecutados. Así, el capitán Cuellar en su huida, herido, hambriento, aterido de frío, encuentra españoles colgados de sogas en caminos, en conventos abandonados por sus frailes, temiendo acabar de igual modo.

   Avanzando sin saber donde ir, unas veces solo, la mayoría; otras acompañado de otros españoles a los que encuentra en su tránsito por aquellas inhóspitas tierras, llega a un poblado. Allí manda un tal O’Rourke, católico, enemigo de los invasores luteranos. Gentes del lugar avisan que hay un galeón español en la costa, ha llegado hace poco y se avitualla. Con gran alegría los españoles, maltrechos todos, emprenden el camino. A Cuellar, su pierna herida, le impide seguir el paso. Con la salud tan quebrantada queda rezagado. La suerte, Nuestro Señor piensa él, ha querido que la nao española zarpase antes de su llegada, pues al poco le llegan tristes nuevas: naufragado el navío, muchos han perecido ahogados, y a los que llegaron a la playa “los pasaron a cuchillo los ingleses”. Solo otra vez, se cruza en su camino un hombre. Se entiende con él en latín. Es un fraile, aunque viste como seglar, prudente medida en lugar donde soldados de la reina de Inglaterra, a las órdenes de Fitzwilliam, carecen de la más mínima caridad con los prisioneros católicos que capturan. Le ayuda y le indica el camino que debe seguir camino del castillo de McClancy, otro de los jefes de la región. Cuando el capitán Cuellar llega por fin, encuentra compañeros suyos de los navíos naufragados en aquellas costas. McClancy acoge a Cuellar, como antes hizo con los ocho que llegaron antes, mas al saber que las fuerzas de Fitzwilliam se acercan a su castillo decide abandonarlo, huir hacia las montañas. Los españoles deciden quedarse en el castillo. Dicen a McClancy que lo defenderán. Es fortaleza difícil de tomar, rodeada por las aguas del lago Melvin, tampoco el acceso por tierra resulta fácil, pues los pantanos abundan, y tan sólo una estrecha lengua de tierra firme permite llegar hasta sus puertas. Sin artillería los ingleses, con algunos mosquetones y arcabuces podrían intentar contenerlos. Y así se hace. Con provisiones para seis meses y algunas armas esperan la llegada de los ingleses. Tras diecisiete días de asedio grandes temporales azotan el campamento inglés. Tan intenso es el frío, tan copiosas las nevadas, que los ingleses levantan el campamento y se retiran. Cuellar y sus españoles son héroes. Admirados como soldados que luchan contra quienes ellos luchan, cristianos como ellos, McClancy lo los deja partir; porque, ¿qué mejor guardia que la de estos españoles aguerridos, valientes y cristianos, enemigos por su fe de los ingleses luteranos?

   Sin otra alternativa para ser libres que la huida, Cuellar y cuatro de los españoles, prisioneros compañeros suyos, con la nocturnidad que favorece sus propósitos, abandonan el castillo de McClancy y pasando vicisitudes sin cuento y muchas penas, otra vez herido Cuellar en la pierna, ponen camino de la costa donde han oído decir podrían ser llevados a Escocia y desde allí a Flandes, que es casi lo mismo que decir a casa.

   Solo otra vez ─sus compañeros han continuado sin él─, la suerte o la providencia se alían con el capitán. Asistido por unos lugareños, le curan, le dan de comer y, cuando es descubierto por dos soldados ingleses que pretenden trasladarlo a Dublín, donde su muerte será segura,  le facilitan la huída. Otros, después, le ayudarán también.
   ─Español, debes caminar sin descanso, los ingleses te buscan─, y señalando con el dedo, le indican el camino donde encontrará al obispo de Derry, Redmond O’ Gallagher, buen cristiano, fugitivo de los ingleses, al que también buscan, y que le ayudará, le dicen. El obispo O’Gallagher asiste a doce españoles ya; a ellos se une Cuellar, y todos por fin, en una barcaza, pasan a Escocia, donde tras larga espera, al fin un mercader escocés, por cinco escudos por cada uno de los españoles, prometidos por el duque de Parma, avisado de la necesidad de aquellos españoles “invictos” inician el regreso. O eso creen los españoles porque el escocés, vendido a los holandeses, ha hecho tratos para entregarlos. Pero otra vez la fortuna, o la providencia piensa él, acude en su ayuda. Separadas dos de las barcazas del escocés, una de ellas la que lleva a Cuellar, encalla en unos arrecifes y acaba destrozada por las rocas y los cañonazos de los holandeses. Sujeto a un madero Francisco de Cuellar alcanza la playa. Soldados de los tercios le asisten. Ha sobrevivido a la mayor aventura de su vida. Varios miles de soldados y marineros no tuvieron su suerte(2).

(1)Redmond O’Gallagher, obispo de Derry, fue asesinado por soldados ingleses, cerca de Dungiven, el 15 de marzo de 1601.

(2)Aunque fueron muchos los barcos perdidos, tanto en el Mar del Norte, como en las costas de Escocia e Irlanda, aquí al menos veinte, buena parte de la armada, aunque en un estado lamentable, alcanzó puertos españoles. Del estado anímico en el que regresaron basta recordar cómo el almirante don Miguel de Oquendo, que llegó al puerto de Pasajes, fue presa de tal abatimiento, que recluido en su casa, se negó a hablar, incluso con su esposa, muriendo de tristeza poco después.

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SOBRE EL "GAMBITO VENECIANO"

   De nuevo tengo la satisfacción de escribir, aunque sea unas pocas líneas, con motivo de una nueva publicación editorial, miscelánea de relatos ambientados en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX titulada “Tras la huellas de Arsenio Lupin” de la editorial M.A.R. Editor. Son algunos de estos relatos, escritos de los autores que entonces vivieron: Maurice Leblanc, Arthur Conan Doyle, Guillaume Apollinaire..., y que conocieron por tanto el esplendor y la miseria de aquellos años; pero otros lo son de escritores contemporáneos, todo un reto para ellos, al medir sus letras con las de los reconocidos autores de entonces y que en el caso de nuestra escritora, La dame masquée, alma de los blogs “De reyes, dioses y héroes” y “Cierto sabor a veneno”, que vuelve a publicar con su propio nombre, es superado sin complejos y con absoluta solvencia.


   No desvelará, quien esto escribe, nada de lo que en un breve relato, que tan corto se le hace al lector, y que durante su lectura mezcla el placer de leerse con la angustia de saber sobre su finita duración, pueda advertir lo que va a suceder en esta obrita maestra. Sólo, y esto no es decir mucho, puesto que se deduce del propio título, que la acción, casi toda, sucede en Venecia, ciudad elegida, para desarrollar la intriga del relato, con auténtico acierto.

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   Porque Venecia ha sido ciudad muy dada a estas intrigas a lo largo de la historia. Siglos antes de este texto ambientado en el siglo XIX, Quevedo, en 1618, estuvo en la ciudad de los canales. Era don Francisco, además de un genio de las letras, un fenomenal espadachín, un extraordinario intrigante y un aventurero atrevido. Cuando España mandaba mucho en el Mediterráneo, allí, a Venecia, fue don Francisco de Quevedo para prestar servicios a la corona, a las órdenes del duque de Osuna, virrey de Nápoles. Quería Osuna conquistar Venecia y Quevedo intrigó para conseguirlo. Fracasó en el intento y a punto estuvo de costarle el pellejo, pero con el ingenio que no sólo aplicó a sus letras, cuando se descubrió la conspiración española, y toda Venecia, en hordas furibundas, comenzó a perseguir a cuanto español asomara el pelo por sus calles y canales, y a él mismo, con las peores intenciones, don Francisco quitose su traje, vistiose con harapos y mezclado, codo con codo, con los linchadores que le buscaban, vociferó contra sí mismo, pidiendo su propia cabeza, hasta ponerse a salvo.

   Y es esa Venecia de intrigas y misterio, real y ficticia al mismo tiempo, la que en toda época ha sido capaz de inspirar pequeñas y grandes historias a lo largo del tiempo.

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   Define la Real Academia de la Lengua gambito como aquel lance en el juego del ajedrez, que consiste en sacrificar algún peón u otra pieza, para lograr una posición favorable. Y no es extraño que nuestra autora utilice el nombre de tal estrategia en el título de su relato: “Gambito veneciano”, y que haya hecho uso argumental de esta maniobra ajedrecística, pues en su texto encontramos reyes enrocados en sus posiciones de poder, damas desplegando sus talentos, peones entregados sin voluntad a los intereses de aquéllas y, como no, aunque la autora no lo diga expresamente, policías que, como caballos en el juego, saltan de un lugar a otro, deambulando por el escenario donde se celebra la acción, durante sus pesquisas, en busca de la verdad, a veces difícil de encontrar.

   Sin renunciar a la divulgación de los hechos relativos a la convulsa  vida política de finales del siglo XIX, la imaginación de nuestra autora nos traslada a la carnavalesca Venecia, nos acompaña en un paseo por su canales, de visita por sus palacios, sus teatros donde se representan funciones de obras en las que divas de carne y hueso entonces interpretaban y animaban el ambiente de la ciudad siempre misteriosa, sumergidos en una intriga mantenida con maestría hasta el fin.

   De la meticulosidad con la que la ficción del relato se apoya en lo real, da cuenta un detalle, y éste será la única intromisión sobre el contenido de la narración: aquel 27 de febrero de 1889, el día en el que comienza la acción del relato, la función de ópera representada es la que los carteles anunciaban para ese día, durante los carnavales de aquel año. Nada queda al azar, pues; o casi nada.


   Y digo casi nada, porque mezcla nuestra autora a su afición a moverse por el tablero de la historia la de su propia definición virtual de dame masquée. El rostro oculto, pero sobre todo lo desconocido en la mente de los protagonistas es parte esencial de la intriga, porque: ¿qué sería de la intriga sin el embozo de una máscara? Pasen y lean, no se arrepentirán.
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EL RESCATE

   En 1539 el cadí de Argel tiene un prisionero muy especial. Los hermanos Medina, Andrés y Pedro, que lo han sabido cuando acudían allí en auxilio de otros, familiares suyos, deciden rescatarlo también. Para liberarlo deben pagar su peso en plata. Acceden. Se construye una balanza para colocar al pesado prisionero y las monedas que deban equilibrar su fiel. Cuando se comienzan a colocar las monedas que midan su valor en plata, los platos de la balanza se equilibran milagrosamente al colocar la trigésima moneda.

   El cadí acepta el resultado, los hermanos Medina cumplen con su parte, pagan las treinta monedas y llevan consigo al prisionero, que llega a puerto cristiano el 31 de mayo de 1539.

   Así quedó escrito en los documentos de don José Benito Medina, hijo de uno de aquellos hermanos libertadores, notario de Valencia y enterrado en la parroquia de San Esteban de Valencia, en una de cuyas capillas descansa el llamado, aunque muy desconocido, Cristo del Rescate.



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VIAJES EN TERCERA PERSONA. VALENCIA

   Hoy al viajero le cuesta como nunca contar las cosas de un viaje que no ha hecho como ha hecho los demás, porque va a contar cómo ve lo que todos los días tiene ante sus ojos, sin que ello suponga dejar de viajar a través del tiempo, a la historia que cada calle, edificio y monumento nos enseña de Valencia, de la que el viajero no quiere olvidar que tomó para sí, de su conquistador primero su nombre: del Cid.

   Porque lo primero que se le ocurre contar al viajero sobre Valencia no es hablar sobre su fundación romana cuando  el cónsul Décimo Junio Bruto, unos 138 años antes del cambio de era, andaba en guerras por tierras de Hispania, ni que fuera destruida al poco y refundada en tiempos de Augusto, sino lo que hace ya ochocientos años se dijo de Ella en el Cantar del Mio Cid. Se le llamó “la Clara”. Si fue por su luz, porque el Sol siempre alumbró bien esta tierra, y los pintores supieron captar siempre su luminosidad con sus pinceles y paletas; o por su importancia, porque las cosas insignes siempre han sido claras, el viajero lo ignora, y no es algo que tenga especial interés en averiguar, no vaya a ser que de intentarlo emplee esfuerzos en descubrir que las dos cosas son.

Torres y puerta de Serranos. Al anochecer la ciudad amurallada
cerraba sus puertas. Quienes distraídos quedaban extramuros
se decía que quedaban a la luna de Valencia.
   
   Y es que no puede este viajero dejar de decir algo en recuerdo de un caballero burgalés, don Rodrigo Díaz, Cid que da nombre al poema y a la ciudad que conquistó en los últimos años del siglo XI.

   La ciudad le honra agradecida. Una estatua ecuestre del Cid preside una importante plaza. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa de Archer Huntington, hijo de un importante magnate norteamericano de la industria siderúrgica y ferroviaria. No tuvo Archer vocación por los negocios familiares, y sí por el estudio y el mecenazgo de artistas. Dedicado a conocer el mundo, sus gentes y cuanto en él hay, viajó mucho, y conoció España. Ya no olvidaría este país por el que sentiría siempre especial predilección. Y así, en 1904, creo una fundación, la Hispanic Society, destinada al estudio y divulgación de lo español.

   Cuando su primera esposa, Helen Manchester Gates, muy aficionada, como su esposo, a las artes, pero aquélla a las interpretativas, se fugó con un director de teatro inglés, el divorcio fue inevitable. No debió pesar mucho en el ánimo del hispanista el revés, pues pocos años después contrajo matrimonio con la madura escultora Anna Hyatt. Era Anna también aficionada a las artes. Sentía un gran interés por la anatomía equina y cuando visitó España con su esposo, tuvo la ocasión de diseñar la figura ecuestre del Cid, uno de los personajes que más fascinación había despertado en Archer. La estatua, cuyo original sería colocada frente a la entrada principal de la Hispanic Society, en Nueva York, fue tan celebrada que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer otra igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron y, además de la de Valencia, fundida por Juan de Ávalos, hay copias de la misma en Sevilla, Buenos Aires, San Francisco y San Diego.

   Al viajero suele pasarle que en las ciudades de las que no lo desconoce todo vaya dando saltos en el tiempo con la misma facilidad con la que pasa de un barrio viejo a otro moderno.


El Micalet

   Y en uno de aquellos, el viajero busca la catedral. Como en tantas ciudades, la catedral concentra el arte y es testigo de la historia. De la de Valencia lo primero que el viajero ve es la torre. Fue construida en el siglo XIV, tiene planta octogonal y aunque al viajero le cueste creerlo, su perímetro y altura miden lo mismo. El viajero entra en la catedral y sube a la terraza de su torre. Su nombre, Micalet,  masculino,  a juicio del viajero, le cuadra perfectamente. Su porte tosco y fuerte, contrasta con la figura esbelta, curvilínea y femenina de la próxima torre de Santa Catalina, que desde allí ve. Desde esas alturas el viajero ve otras muchas cosas. A lo lejos, mirando al horizonte, en un ángulo de 360 grados, ve el mar, la huerta, las lejanas montañas de la sierra Calderona. De cerca el templo y las calles que la rodean. Al viajero se le ocurre pensar que la catedral valenciana puede ser una auténtica lección de arte, pues cada una de sus tres puertas es exponente de los estilos que se llevaban en el momento en el que se construyeron, y ello por el mucho tiempo que tardó en verse como hoy la ve el viajero. Una puerta románica y otra gótica en los brazos del crucero,  y a los pies del templo, la principal, barroca, terminada por Conrad Rudolf en los primeros años del siglo XVIII. Está se conoce como “de los hierros” por la verja que la antecede, uno de cuyos extremos se apoya en la torre.

   De la portada gótica no puede el viajero olvidar que es además el más bello marco para una de las tradiciones que perdura desde hace más mil años. El Tribunal de las Aguas es la institución jurídica más antigua que se conoce. Aún, todos los jueves del año, desde el siglo X, se desarrolla, con un procedimiento oral, sin documento alguno, la denuncia y resolución de los casos que afectan a uso de las aguas que los regantes emplean para regar sus huertos.

   Hoy,  siempre rodeado de turistas que forman corro en torno al tribunal, terminada la sesión, muchas veces sin caso que resolver, los turistas se desparraman en todas direcciones, pues en todas ellas hay algo que merecer verse. A un lado la basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, la Patrona; enfrente el Palacio de la Generalidad, gótico, pero con toques renacentistas, vio crecer el torreón más próximo a la Plaza de la Virgen a comienzos del siglo XVI, y estuvo sin par hasta mediados del siglo XX. Al viajero, más dado a la contemplación estética, que a las actuales ortodoxias, ve hermoso el resultado, hecho con la misma piedra, detalle y primor que lo puesto cuatrocientos años antes, y que el medio siglo largo transcurrido desde su construcción, hace difícil saber cuál es antiguo y cuál es nuevo torreón.

   Y muchas torres ve el viajero desde allí arriba; aunque muchas menos de las que hubo. Hasta trescientas, o al menos, eso debe creer el viajero si da crédito a lo dicho por Balzac, que dijo de Valencia ser la ciudad de las trescientas torres. Dos de ellas son las de las iglesias de San Sebastián una y San Nicolás la otra, parroquias las dos. En la primera, más alejada del mirador desde donde el viajero lo ve casi todo, habitó mucho tiempo Gaspar Bono, que fue soldado en tiempos del emperador Carlos V y resultó herido, dándose casi por segura su muerte. Prometió entonces Gaspar que si sobrevivía tomaría los hábitos, y así fue como acabó siendo superior de la orden de los mínimos. Cuando murió sus restos quedaron en la iglesia de San Sebastián, y por su fama de santidad fue beatificado en 1786, categoría que pese a los muchos siglos trascurridos aún no ha podido mejorar. Durante la Guerra de la Independencia, ante el temor de que los restos del beato fueran robados o ultrajados por las tropas francesas, se trasladaron a la iglesia de San Nicolás(1), situada intramuros, a salvo de la barbarie invasora. Allí, en San Nicolás están aún, pese a que, al terminar la guerra, se pidió desde San Sebastián la restitución de los restos; pero la petición no fue atendida y ambas parroquias iniciaron una disputa que duró muchos años. Sólo el tiempo ha sido capaz de hacer olvidar las rencillas. Pero el viajero no sólo conoce el lugar donde reposan los restos del beato, también conoce el lugar donde nació. Fue en la calle Cañete, hoy un callejón sin salida, próximo a la torres de Quart, en cuyo fondo está su humilde casa natalicia. El viajero, siempre propenso a curiosearlo todo, encuentra un día de paseo la calle Cañete  engalanada. Se celebran las fiestas del barrio en honor al beato Gaspar Bono. Se adentra, pues, y llega hasta el fondo del callejón; allí está la casa que vio nacer a Gaspar. La puerta está abierta y ve que hay un hombre en su interior. El hombre, fervoroso devoto del beato, con la amabilidad de las personas en las que algo ha transformado su ser, le enseña el local, prácticamente una habitación con recuerdos, objetos relacionados con el beato y una imagen suya. Nada que impresione al viajero en comparación con la historia que el hombre, con voz ronca y apagada le cuenta: su propia historia, la de la curación de una gravísima enfermedad de laringe que atribuye a la intervención del beato. El viajero se despide, dándole las gracias por todo. Desde la terraza del campanario catedralicio, vuelve a la realidad. Hecha una última mirada y baja por la acaracolada escalera hasta la planta de la catedral. Allí, sentado en un banco vuelve a hacer memoria y comienza a recordar algo de lo que pasó allí en el pasado.

   Porque allí se convocaron Cortes Generales del Reino y allí se celebraron bodas reales. Don Alfonso el Magnánimo se casó en la Seo valenciana un 12 de junio de 1415 con doña María, hija de Enrique III de Castilla. Aunque anduvo mucho por Nápoles, don Alfonso tuvo gran relación con Valencia. Las necesidades de la guerra en Italia le obligaron a buscar prestamistas. Los encontró aquí, y la garantía de los préstamos obtenidos fueron parte de las reliquias y bienes traídos con él al Palacio Real. El Santo Cáliz fue uno de los bienes ofrecidos en prenda, que al fin fue entregado a la Catedral en 1437.

   No fue la única boda real aquí celebrada. En 1599, Felipe III y  Margarita de Austria eligieron Valencia para celebrar sus esponsales. Juan de Ribera, patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia y el patriarca de Alejandría y nuncio apostólico, Camilo Caetano, oficiaron los actos litúrgicos. Fue el 18 de abril; mes y medio antes, en la misma catedral, el 28 de febrero, Felipe III había jurado los fueros valencianos.  

   No estuvieron solos Felipe y Margarita, porque en la misma ceremonia Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, la más querida del rey prudente, gobernadora y soberana entonces de Flandes, y Alberto de Austria, contraían ante Dios y los mismos prelados santo matrimonio.

   Y de Juan de Ribera, precisamente, hay mucho que decir, porque aunque nació en Sevilla, en Valencia lo fue todo, o casi. Beato y al fin, en 1960 proclamado santo, además de ser arzobispo  de Valencia, fue virrey, capitán general y patriarca, que es por este último título por el que le conocen los valencianos. Fundó un colegio, el del Corpus Christi, pero al que todos llaman del Patriarca. Con tan claras dignidades no es de extrañar que tuviera mucho que ver en lo que por aquellos años pasaba en Valencia y en España. Fue el gran contrareformista de su época en Valencia, trató la conversión de los moriscos y, viendo fracasado su propósito, impulsor de su expulsión.

   El viajero,  muy aficionado a  ciertos detalles de las cosas que ve, se queda en el zaguán del Colegio. En un muro, junto a la entrada al templo ve colgado un caimán disecado. La gente, por imposible, cree y refiere al hablar de este reptil la versión legendaria que llevó al gigantesco lagarto a quedar colgado en la pared del monasterio. Cuenta la leyenda que río arriba, desde el mar, se adentró un cocodrilo de gran ferocidad que atacaba a las gentes que quedaban a su alcance. Hizo muchas víctimas, hasta que un hombre se ofreció a matarlo. Confeccionó un traje compuesto por pequeños espejos  y se acercó a la orilla del río Turia en busca del reptil. El animal, al verse innumerables veces reflejado, creyendo ser atacado por tan considerable número de enemigos, se atemorizó y vencido, fue capturado. Fuese así o fuese por el cegador resplandor del traje espejado, que permitió abatirlo, según otra versión de la leyenda, la realidad es algo menos fantástica. Dicho animal –en realidad hubo dos– fue un regalo del virrey del Perú al Patriarca.









   En su caminar el viajero pasa por delante de un palacio. Lleva en ese lugar cerca de trescientos años, cuando el barroco decidió poner fin a sí mismo por sus propios excesos; y sin embargo al viajero, siempre más admirador de la tosquedad y sencillez de obras más antiguas, que tantas veces ha pasado ante esta especie de pastel de mármol y alabastro nunca le ha dejado indiferente.









   La historia del palacio del marqués de Dos Aguas fue tranquila hasta tiempos recientes. A principios del siglo XX la marquesa, poseedora del título, el marqués y su hija dejaron el palacio, que quedó al cuidado de unos guardeses. La situación económica, de cierta penuria, obligó a enajenar algunos muebles y objetos decorativos. Durante la Guerra Civil el palacio fue incautado y al trasladarse a Valencia el gobierno de la República, albergó el Consejo de Estado y fue Ministerio de Hacienda. Al terminar la guerra se devolvió a sus dueños, y al morir el marqués en 1941 dispuso que fuera entregado a la Beneficencia. Poco después lo adquirió el Estado para albergar el Museo Nacional de Cerámica.

   El viajero se dispone a entrar. Siempre ha pensado que esta casona que Hipólito Rovira diseño para los marqueses de Dos Aguas casa perfectamente con esta tierra, barroca en casi todo. El palacio, ejemplo del estilo churrigueresco en casi todos los manuales de arte, tiene en su fachada una portada labrada por Ignacio Vergara, en alabastro, con dos enormes titanes que representan los ríos Turia y Júcar,  en alusión al título de los marqueses. Del interior, el viajero ha ido viendo en sus visitas las pinturas que en diferentes épocas han ido decorando las muchas salas y dependencias del palacio. En la reforma de 1867 el pintor José Brell decoró varios techos y paredes. Cuenta una crónica periodística de la época publicada en “La opinión” que Brell puso la cara de los hijos de los marqueses en los cuerpos de los ángeles que decoran el salón rojo del palacio, haciéndolos inmortales.

   Antes de salir, el viajero no quiere dejar de decir algo sobre una pieza casi única. En el patio se exponen varias carrozas que fueron propiedad de los marqueses. Una de ellas es conocida como la carroza de las Ninfas, y el viajero ha dicho que es casi única porque sabe que hay otras dos similares, en Versalles una y en el principado de Liechtenstein la otra. Ésta de los marqueses fue diseñada y decorada en 1740 por los que hicieron lo propio con el palacio, Rovira y Vergara, y fue construida para ser tirada por siete caballos. El viajero no puede dejar de pensar la impresión que causaría en la ciudad aquella carcasa dorada arrastrada por semejante tiro.











   Pasando el tiempo la ciudad crecía. A finales del siglo XIX, los poblados marítimos fueron anexionados a la Capital; no hizo eso, o al menos así se dice, y muchos lo piensan, que Valencia dejara de seguir dando la espalda al mar; estigma que se ha desvanecido en los últimos años; pero si fue cierto en el pasado, no será este viajero en las cosas del tiempo el que lo confirme, porque por su puerto, hoy muy importante, siempre se dio salida a las mercaderías valencianas y aún de otros lugares, entrada a personajes que protagonizaron hechos que la historia recuerda bien, y fueron sus playas escenario luminoso para el pintor Joaquín Sorolla, que como pocos supo plasmar sobre una tela la luz de estas tierras mediterráneas.

   Por este puerto llegó a España desde Marsella, en la fragata Navas de Tolosa, el joven Alfonso de Borbón. El marqués de Molins le acompañaba. Encabezó éste la misión de traerle a España para ser Alfonso XII. Tras hacer escala en Barcelona, desembarcó en Valencia. La restauración borbónica era un hecho, tras el pronunciamiento hecho pocos días antes por el general Martínez Campos en los campos de Sagunto. Y no sólo los vivos: los restos de Vicente Blasco Ibáñez llegaron a Valencia, en 1933, desde Menton, a bordo del acorazado Jaime I. Blasco, de vida novelesca, coetáneo de Sorolla tuvo ante las mismas arenas de la Malvarrosa, sobre las que éste pintó, casa para el verano, hoy reconstruida y museo del escritor, político y aventurero, que de todo hizo en su vida.

   Y si el viajero no dice nada de La Lonja, patrimonio de la humanidad,  símbolo de poder comercial en su época, de sus torres, únicos restos de las murallas que le impedían crecer, o de la muy reciente Ciudad de las Artes y las Ciencias, no es por falta de méritos. Otras hojas en blanco podrán ser escritas con otras historias de una ciudad bimilenaria que aún tiene mucho que decir.


(1) La iglesia de San Nicolás no es tan conocida por guardar los restos del beato Gaspar Bono, como por los tesoros artísticos que también encierra; no en vano hay quien ha llegado a llamarla el museo Juan de Juanes, por la cantidad de obras que de este pintor hay en ella. Y no son éstas las únicas.  En esta iglesia de la que fue párroco Alfonso Borja, que sería el primero de los papas Borgia con el nombre de Calixto III, hay pinturas de Rodrigo de Osona y Yánez de la Almedilla, además de la bóveda del templo, obra pintada al fresco por Dionis Vidal, discípulo de Antonio Palomino, que hizo el diseño, y que fue restaurada en los años veinte del siglo pasado por José Renau Montoro, que hacen de este templo un auténtico museo. La fortuna y la intervención, durante la guerra civil, de Josep Renau Berenguer, el famoso cartelista, y en aquellos tiempos Director General de Bellas Artes del gobierno de la República, impidió que la iglesia y todo su arte fuera pasto de las llamas. Josep Renau era hijo de aquel otro Renau que pocos años antes había restaurado los frescos del templo. 

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LA INVITACIÓN

   Está bastante extendida la creencia de que fue un cocinero del general carlista Tomás Zumalacárregui quien inventó la tortilla de patatas. Si el cocinero del general fue autor del invento o si copió o versionó y luego se le atribuyó lo que en algún fogón norteño vio cocinar, poco importa. El caso es que a esa tortilla nadie puede ya negar su origen, pues es conocida en todo lugar como española.

   Pero si de tortillas hay que hablar, no podemos dejar de visitar Francia. Allí se inventó una conocida como omelette à la royale. Otro cocinero al servicio de un general la inventó: François Marin. Este cocinero, que además de dedicarse a los guisos escribía, trabajaba para el príncipe Soubise. El mariscal no ha pasado a la historia por sus aciertos militares, más bien lo contrario: en la batalla que sostuvo contra los prusianos en Rossbach, en la que sus tropas duplicaban muy holgadamente a las del enemigo, cosechó una decepcionante derrota, que alteró, desde luego, su ánimo. Véase su reacción sino cuando al dar cuenta del desastre escribió a Luis XV: “Escribo a S.M. en el exceso de mi desesperación. La derrota de vuestro ejército es total”; pero sí, por dar nombre a un condimento, siempre a base de cebolla, con el que se degustan los platos a la Soubise.

   Y es que Francia tiene fama por su gran cocina. Allí, como aquí y tantos otros lugares, hubo grandes comedores. Algunos de quienes podían permitírselo dilataban sus tripas hasta reventar. Ya se contó en otro lugar cómo el duque Luis de Vendôme era muy aficionado a los mariscos y que, viviendo en Vinaroz, durante la guerra de Sucesión Española, se dio tal atracón de langostinos que fue el último de su vida.

   Pero no sólo los varones han sido propensos a los excesos culinarios. En Francia, en tiempos de Luis XV, la reina María Leczinska era una glotona de mucho cuidado. Para celebrar el nacimiento de sus hijas gemelas Luisa Isabel y Ana Enriqueta no tuvo mejor ocurrencia que celebrarlo comiendo ostras, dando cuenta de quince docenas de tan jugoso molusco. No cuesta creer que con tan extraordinarios excesos y las indigestiones que ellos le producían, se le tuviera que administrar la extremaunción en dos ocasiones. Quizás en esa desmedida afición al yantar excesivo tuviera que ver el aburrimiento. La reina María cumplió bien sus obligaciones como reina dando abundante prole a la Corona. Se le oía decir a menudo: “¡Qué vida! Siempre haciendo el amor, siempre preñada, siempre pariendo”. Eso, claro, hasta que entró en la vida del rey Jeanne Antoinette Poisson, pronto marquesa de Pompadour.

Aunque conocido ya en Roma, fue a partir de Luis XIV
cuando el foie-gras adquirió en las mesas la categoría de manjar

   Mas no eran gastrónomos sólo los nobles. Quienes podían permitírselo empezaron a disfrutar de los placeres de la mesa fuera de casa.

   Aunque el primer restaurante, como tal, con mesas separadas, un menú o carta para elegir distintos platos y un horario fijado y distinto para los almuerzos y la cenas se abrió en París en 1765, no fue hasta 1782 cuando se abrió el primero de los que puede considerarse como restaurante de lujo. Su propietario, Antoine Bauvilliers, era conde de Provenza, y entre los habituales del establecimiento, al que llamó La gran taberna de Londres, estaba el gran gastrónomo Brillat Savarín, que dijo del local: “Es el primero en haber combinado cuatro requisitos esenciales: ambiente elegante, camareros amables, una bodega selecta y una comida superior”.

   Algunos podían permitírselo incluso estando presos. Jean Françoise Marmontel fue un importante polígrafo francés de la Ilustración. Dramaturgo, poeta, filósofo, participó con muchas entradas de carácter filosófico, lingüístico y literario en la Enciclopedia. Aunque procedía de una familia humilde había logrado prosperar, participar en salones literarios y ganar algunos premios. Amigo de Voltaire, cuando era ya notorio su triunfo, dirigió El Mercure, convertido en altavoz contra el Antiguo Régimen, lo que le llevó a la Bastilla. No por mucho tiempo,  todos sea dicho, apenas once días, pero durante los que pareció no privarse de nada. Lo dejó escrito en sus memorias en las que relató cómo fue alguna de sus comilonas: le acompañaba su criado y fiel Bury, y cierto día, de los pocos que estuvo preso,  le presentaron la comida y tras servírsela su criado y dar cuenta de ella dijo:
   ─El puré de habichuelas fue magnífico, pero nada comparado con el exquisito plato de bacalao que degusté después. El suave y delicado sabor a ajo, lo hacía delicioso. Hubo vino, que era pasable y aunque no hubo postre pensé que de algo me tendría que privar en un lugar así. Iba a ceder, pues, el asiento a Bury, para que diera cuenta de cuanto me había sobrado, cuando dos carceleros entraron con nuevas y más apetitosas fuentes: una sopera con un excelente consomé, un filete de buey, un muslo de capón, alcachofas, espinacas, vino de Borgoña…
   ─Señor, dijo mi fiel Bury, creo que habéis tomado mi almuerzo; y puesto que vos ya habéis comido, creo que sería justo que fuese yo ahora quien tomara el vuestro. Y así se hizo, salvo un pera y el cafe  que el bueno de Bury cedió a su amo, ambos hartos de comida y risas terminaron aquel almuerzo en la Bastilla.

   No iba a tardar mucho París en ver sus calles llenas de restaurantes. La revolución próxima iba a dejar a muchos cocineros sin trabajo. Buenos cocineros al servicio de nobles que ya no comerían más se colocaron en los ya existentes y sobre todo se establecieron por su cuenta. Cuando Napoleón Bonaparte se coronó a sí mismo emperador, rondaba el medio centenar el número de restaurantes abiertos en París; seis años después en 1810 eran dos mil los establecimientos que servían comidas con un  amplio abanico de calidades y precios.

   Aunque más tarde, también España vio como sus ciudades abrían comedores con gran variedad de precios en los menús ofrecidos. Tenemos un divertido ejemplo protagonizado, en 1852, por un grupo de bohemios, jóvenes promesas de las artes que firmaron al pie de esta curiosa invitación. Participaron en ella, entre otros: Ramón Rodríguez Correa, Cosme Algarra, Francisco Asenjo Barbieri y Manuel del Palacio, y fue este último precisamente el encargado de formularla, que lo hizo así:

Carta cariñosa y franca
que escriben con efusión
doce hombres de corazón
a don José de Salamanca.
Nos, los abajo firmantes
muchachos de porvenir,
que se acaban de reunir
con dos pesetas sobrantes
viéndole pasar la vida
prodigio siempre y fecundo,
convidando a todo el mundo
mientras nadie le convida,
queremos, aunque sin blanca,
nos halle el 20 de enero,
gastarnos aquel dinero
con don José Salamanca.
Comidas de dos pesetas
no son malas, don José:
habrá sopa de puré
y una entrada de chuletas.
Tendremos fritos los sesos
y, entre platos no sencillos,
rábanos y pepinillos,
manteca y otros excesos.
Iremos, aunque se alarmen
los que rigen el país,
a la fonda de París,
sita en la calle del Carmen.
Preséntese usted contento,
sin temor a una emboscada,
que nada debemos, nada,
en dicho establecimiento.
Allí, a las seis de la tarde,
el sábado nos reunimos;
vaya usted; se lo pedimos,
y el que lo busque, que aguarde.
No tema usted que la crítica
con nosotros se entrometa,
que no es cuestión de etiqueta
ni se hablará de política.
Ni piense que en esta acción
vaya, como en otras ciento,
después del ofrecimiento
oculta la petición,
que el favor de más valía
que usted puede dispensarnos
es solamente el de honrarnos
con su grata compañía.
Posdata. Si por si acaso
no se puede presentar,
denos cuenta del fracaso,
porque el paso de esperar
ha sido siempre un mal paso.

   Don José de Salamanca y Mayol, marqués, dedicado a los negocios, las finanzas, la política, millonario, el hombre más rico de España de su tiempo, los de la reina Isabel, agradecido, aceptó asistir y encargó al poeta Ramón de Campoamor acusara recibo a tono con la invitación:

Con labios agradecidos,
cual su arrogancia merece,
a los doce consabidos
les besa la mano el “trece”.
Acepto con gran placer
vuestra franca invitación,
y así podremos saber
lo bien que saben comer
los hombre de corazón.
Comeremos, y ese día,
con dulce fraternidad,
brindaremos a porfía,
unos, por la monarquía;
otros, por la libertad.
Y a todo aquel que no acierte
como a invitación tan franca
corresponderé…, se le advierte
que avive el seso y despierte
y que estudie en Salamanca.



   Y parece que todo acabó bien, y que los comensales, ya sólo doce, para celebrarlo improvisaron un espontáneo homenaje a don Miguel de Cervantes, ante la estatua del escritor universal colocada en la plaza de las Cortes pocos años antes. 

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