LA MUERTE DE UNA REINA

   “L’auguste malade s’épuisait de fatigue et d’insomnie, de manque d’appétit”. Así se expresaba al comenzar el mes de abril de 1904 José Haltman, quizás el último hombre en la vida de Isabel II, una reina rodeada siempre de importantes hombres, que si la tuvieron en cuenta como reina los menos, la tuvieron como mujer, pero en su propio provecho, los más.

   José Haltman es su secretario en el palacio de Castilla, y mucho más. En los últimos tiempos se ocupa de las cuentas, de la cocina, de las cuadras, de todo. Aunque no vive en el palacio, como sí lo hacen la duquesa de Almodovar y el conde de Parcent que ocupan unos anejos al palacio, sí pasa casi todo el día allí. Al llegar la cena todos se visten de etiqueta en lúgubres veladas, hasta que retirados la duquesa y el conde, Haltman inspecciona la cocina para luego, acudir a los aposentos de Isabel. Allí despacha Isabel con su eficaz secretario y firma cuantos asuntos procede hasta bien avanzada la madrugada, para que la burocracia del palacio funcione como una seda, para satisfacción de la reina.

   Todo ello, quizás, pasatiempo frívolo de quien un triste destino hizo presa y había ido quedando sola. De las innumerables visitas de generales, políticos y grandes personajes ocurridas durante la restauración ya nada queda. De sus amigos tampoco. De estos antiguos amigos tan sólo Pepe Alcañices parece empeñado en sobrevivirle. Es don José Osorio, marqués de Alcañices y de los Balbases, duque de Alburquerque, Cuellar, Cullera, Fuensaldaña; también conde en una lista interminable; y cómo no, Grande de España: cuatro veces. Fue, además, duque de Sesto, pero hasta 1889. A la muerte de Alfonso XII, la reina María Cristina de Habsburgo lo acusó de estar cobrando indebidamente lo que antes había prestado a la corona en el exilio y a la causa de la Restauración. En pago, caballeroso, entregó a la reina el ducado y sus propiedades italianas, reduciendo muy ostensiblemente su presencia en la Corte. Dedicado a los asuntos públicos siempre, intensificó entonces su actividad política y financiera en aquella España finisecular(1). Tampoco sus espadones estaban ya, hacía años que se habían ido. Algunos siendo aún reina, otros como Serrano, estando ella ya en París(2). También Salamanca había muerto. Cánovas, que había logrado restaurar a su hijo como rey, había sido asesinado durante su retiro veraniego en el guipuzcoano balneario de Santa Águeda. El padre Claret y sor Patrocinio tampoco estaban ya. Ni siquiera su esposo, Francisco de Asís, que vivía en París, había querido sobrevivirle. Al llegar a París, treinta y dos años atrás, liberado de la presión de la etiqueta, la había abandonado formalmente por un hombre, y estableció su nido de amor con Meneses en Épinay. En los últimos años se reunían en ocasiones. Recordaban sin rencor. Pero en 1902 Francisco de Asís la había vuelto a dejar. Y ya no volvería nunca. Isabel se quedaba un poco más sola aún.

Grabado de Isabel II. Museo de la Historia de Valencia.

   A finales de marzo de aquella fría primavera de 1904, se anuncia la visita de la Emperatriz Eugenia. Tan espontánea como siempre, pero formalista, sale a recibir a Eugenia, se desprende del mantón que la abriga y abraza a la amiga que tantos años atrás, siendo emperatriz, la acogió y dio amparo en Francia. Mas no sienta bien el contraste de temperatura y cuando las dos entran de nuevo al caldeado salón Isabel tirita de frío.

   En los siguientes días llegan las hijas de Isabel. A Paz la acompaña su esposo Luis Fernando de Baviera, que es médico, lo que reconforta a la anciana Isabel, mas poco puede hacer por ella.

   El 8 de abril, como presintiendo algo, llama a sus hijas. Quiere verlas, tenerlas cerca. Coge las manos de todas, las abraza. Sin necesidad de decirlo, todos saben que aquello es una despedida. A la mañana siguiente Isabel se siente más indispuesta que de costumbre. Pide que la vistan y la trasladen a un sillón. A su lado está ya su yerno Luis Fernando. Le dice:
   ─Luis Fernando, me encuentro mal. No sé que me pasa, pero no puedo respirar.
   ─Tranquilícese, trate de coger aire, suavemente ─le recomieda el yerno.
  ─No, no puedo coger aire. Siento, siento que me voy a desmayar ─susurra la anciana reina con un hilo de voz.
   ─Cógeme las manos Luis, apriétalas fuerte ─pide Isabel.
   ─Aquí  las tiene, ahora respire, con calma, despacio.
   ─Me desmayo, Luis, creo que me voy a morir… Y su pulso se detuvo.

   Si en sus últimos años vivió aparentemente olvidada, sus funerales en París fueron una gran demostración de la importancia histórica de aquella mujer. Su cuerpo embalsamado, cubierto con hábito franciscano, es llevado en cortejo hasta la estación D’Orsay. Cumplía así su destino, el de todo hombre o mujer,  rey o subdito, libre o esclavo.  Sus restos inician su último viaje,  hacia el pudridero del monasterio de El Escorial.

   Fue el fin de una época, casi de un siglo, el XIX, que ella, como pocos vivió, aunque muchos se atrevieron a decir que no comprendió. Pérez Galdós, que la entrevistó en el palacio de Castilla, tan radicalmente opuesto a ella siempre, al conocer su muerte dijo: “La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida, y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. (…) Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina (…) Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y de beneficios materiales, (…) Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, sin que en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro… Descanse en paz”.

(1) Fue don José Osorio un personaje singular. Falleció a los 84 años, sobreviviendo a la reina Isabel cuatro años. Aquejado de un resfriado, en las elecciones municipales de diciembre de 1909 insistió en ser llevado a votar. El catarro devino en pulmonía y su estado empeoró. El 30 de diciembre se hizo levantar, tomó un caldo y se fumó un puro. Poco después del mediodía Pepe Alcañices dejaba este mundo.

(2) Isabel II estaba en Madrid cuando murió Serrano, pues pocas horas antes había fallecido Alfonso XII. La muerte del rey y sus exequias hicieron pasar inadvertido el fallecimiento del duque de la Torre.

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CUPIDO

   Los siguientes hechos podrían haber sido el argumento de una novela, el guión de una película, el relato de una historia fantástica; pero son reales, ocurrieron en París y fueron contados en forma de gacetilla por el diario “La Iberia” de Madrid, en su número del día 8 de julio de 1881.

   Aquí, de modo algo más historiado, pero respetando con exactitud lo sucedido, lo relataré diciendo que todo comenzó cuando un pintor, Mauricio B., se cruzó en su paseo por el Parque de Chaumond, uno de los grandes parques de París, con una dama de cautivadora belleza. Hizo diana Cupido en Mauricio que, impulsivo e imprudente, manifestó de inmediato a la dama la pasión que sus veintisiete años lo enardecía; y ella, con imprudente disposición, correspondió al pretendiente, pese a no ser libre para administrar sus sentimientos.


   Cerca de la Place de la Republique, en el número 45 de la rue de Notre Dame de Nazareth vivía con su marido la mujer dueña del corazón de Mauricio quien, para escuchar mejor el latir del de su amada, mudó su residencia a lugar muy próximo al de su tormento. Nada, durante los primeros meses, supo el marido de cuantos encuentros se produjeron entre los amantes, pero al fin, la esposa infiel detectó que nacían sospechas en el consorte. Alertó ella a Mauricio y lo previno a guardar prudencia; mas Mauricio sordo a las palabras de la amada, perdida la sensatez, convencido de la candidez del esposo, trata de convencerla de que nada ocurre, a mantener su amor recíproco, sin cortapisas.

   La joven sabe de los peligros que supone continuar con una pasión dañina para el esposo y aun para ella misma, e insiste en concluir la aventura con Mauricio. Lo despide.

   Pero en Mauricio B. no es el desaliento defecto de su carácter. Es pintor, sabe bien cuánta paciencia es preciso tener para hacer realidad un anhelo. No, Mauricio B., piensa, no se rinde.

   Al día siguiente de la despedida Mauricio B. dirige sus pasos hasta el número 45 de la rue Notre Dame de Nazareth. Inmovil, frente a una de las ventanas del inmueble espera ver a su adorada a través del cristal. La larga espera no desfallece al joven pretendiente, espera sin vacilación en su ánimo, y obtiene el premio. La imagen esperada aparece difuminada a través del vidrio y da paso a un intercambio de gestos entre ambos.
   ─¡Baja! ─indica él agitando sus brazos.
   ─¡No, vete! ─contesta ella negando con la cabeza.
   ─¡Ven! ─suplica Mauricio, extendiendo los brazos.
   Ella, inmóvil contempla la escena.
  Insiste él de nuevo. Amenaza con quitarse la vida. Saca un cuchillo y apoya la punta sobre su pecho. Lo clavará en su corazón si no cede a su amor, gesticula.

   Mas, ¡Oh, fatalidad! El golpe involuntario de un transeúnte distraído hunde el cuchillo en el pecho del enamorado. Al momento Mauricio cae sobre un charco de su propia sangre. Y ella, que lo ve todo grita, comienza a perder el sentido, nota que se desmaya. Como Mauricio B., está a punto de caer al suelo, pero el grito ha sido lamento, pero también llamada. Unos brazos la recogen, son los del esposo.
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ATACAMA. LOS DOS GRADOS DE LA DISCORDIA

   No había transcurrido medio siglo desde que las nuevas naciones   americanas iniciaran su propia existencia independiente de España, cuando comenzaron a surgir problemas fronterizos. Pronto se vio que la paz en el continente no se había alcanzado con la victoria sobre los españoles en Ayacucho, y que las aspiraciones de los nuevos territorios iban a producir discusiones separatistas y fronterizas, cuando no fratricidas luchas por el poder.

   Aunque Bolivar era partidario de una gran nación, la Gran Colombia, en 1825, accediendo a los deseos del general Antonio José de Sucre, permitió el nacimiento de un nuevo país que llevara su propio nombre, autorizando que tuviera una salida al Pacífico sin considerar los lindes vigentes en 1810, durante el tiempo de la colonización  española.

   Esos lindes establecían la raya que separaba Chile de Perú en el río Loa. Ahora, al nacer el nuevo Estado de Bolivia, esa línea, de modo muy impreciso, es una franja de tierra yerma, la nueva provincia boliviana litoral de Atacama que separa aquellos dos países que, sin ser reconocida, tampoco supone mayor oposición al ser aquella desértica región de Atacacama tierra desnuda, de vida imposible, el lugar más desolado y seco del planeta. Un lugar en el que llueve una vez cada veinte años, un lugar en el que no hay animales, no hay árboles, no hay vida, pero sí salitre. Y será éste, cuando al descubrirse en los años cuarenta la valiosa costra que cubre el desierto, objeto de codicia de todos, de disputas fronterizas al principio, de compromisos incumplidos después y de una guerra al fin.

   En 1856 Chile y Bolivia inician conversaciones para delimitar la frontera que separa ambos países en el desierto de Atacama, cuya única agua es la salada del Océano Pacífico que lo limita por Poniente.

   En esos negocios están cuando ambos países y Perú se alían contra España. Navegan por aquellas aguas buques españoles en misión científica cuando llegan a ellos noticias de hechos que afectan a súbditos españoles en Perú. Una serie de malas interpretaciones, injustas acusaciones y desairadas respuestas complican las cosas. Un cambio en la presidencia peruana anula el tratado firmado con España, y Chile y Perú declaran la guerra a la antigua metrópoli, que ha tomado las islas Chinchas como medio de presión. Más barcos llegan en apoyo de los españoles, Casto Méndez Núñez gobierna la fragata Numancia. Es enviado para mandar la flota tras el suicidio del almirante Pareja; pero en lugar de arreglarse las cosas, empeoran hasta no tener solución por las palabras.

   “La Reina, el Gobierno, el país y yo preferimos más tener honra sin barcos, que barcos sin honra" dirá Mendez Nuñez en frase mítica; y se oyen cañonazos que atronan primero sobre Valparaiso en Chile y sobre Cuzco, en Perú, después, en una guerra que no sirvió para nada más que para destruir dos ciudades, llevar a pique algunos buques y dejar cientos de muertos. Terminada por la conveniencia en su frente común con España la alianza entre Chile y Bolivia, vuelven ambos países a negociar sus fronteras en el desierto de Atacama, única salida boliviana al mar, y ahora objeto de codicia por los yacimientos de salitre hallados.


   Bolivia asegura poder acreditar sus derechos territoriales hasta el paralelo 25º. Chile afirma lo mismo hasta el 22º. Por fin alcanzan un acuerdo. Establecen la frontera en paralelo 24º de latitud Sur, y que ambos países se repartirán por partes iguales los derechos de explotación de los yacimientos minerales. Pero el espíritu emprendedor de los chilenos y la fuerza de su capital frente al nulo empuje boliviano y precariedad de su economía, permite que el desierto quede habitado por los primeros, que encuentran nuevos yacimientos, en especial el de Antofagasta, ciudad situada al Norte del paralelo 24º, en la zona boliviana por tanto. A la envidia que esto produce en Bolivia sigue la suspicacia de Chile. La ambigüedad del tratado de 1866 sólo sirve para que las desconfianzas aumenten. Chile, con grandes inversiones en territorio de soberanía boliviana, promueve unas nuevas negociaciones. Finalmente se llega a un acuerdo. A cambio de la renuncia definitiva por parte de Chile al norte del paralelo 24º, Bolivia se obliga a la congelación de los gravámenes fiscales de cualquier tipo sobre las exportaciones de guano y salitre durante veinticinco años, hasta 1899.

   Tampoco Perú, antiguo aliado frente a los españoles en 1866, queda al margen del asunto. Limítrofe su Sur con el desierto de Atacama, ve con preocupación la expansión de las empresas chilenas por el desierto, que suponen un serio rival a sus propias exportaciones de salitre, pues agotándose los yacimientos de guano de las islas Chinchas, las mismas ocupadas por los españoles en la guerra común, se dedica la explotación de su salitre en el continente. Mas los excesivos impuestos lo hacen poco competitivo. Un impuesto al salitre de Atacama exportado por Chile sería un salvavidas para Perú, que anima al gobierno boliviano a ello. A Bolivia le agrada la idea, está empobrecida, su gente protesta, pero Bolivía sola no tiene fuerza, y tiene un compromiso que debe cumplir durante 25 años.

   El 11 de febrero de 1878, tras firmar secretamente un tratado defensivo con Perú, Bolivia aprueba un decreto que impone un impuesto de diez centavos por quintal de salitre exportado, contrario a lo pactado en el artículo 4º del Tratado de 1874. Chile protesta. Las conversaciones duran varios meses. Fracasan. En octubre Bolivia ratifica el decreto, que decide aplicar con efectos retroactivos. Reclama cuatrocientos cincuenta mil pesos de atrasos y fija para el 14 de febrero de 1875 el plazo para dicho pago, advirtiendo que de incumplirse sus exigencias las minas de los empresarios chilenos serían requisadas. La respuesta es inmediata. Chile moviliza su ejército y su escuadra se hace a la mar.

   Como el Tratado de 1874 contemplaba en caso de divergencias entre ambos países la mediación de un tercero neutral, Bolivia propone el arbitraje de Perú, mas pronto se descubre la parcialidad peruana y Chile denuncia el Tratado, reivindica la frontera anterior al mismo y envía tropas que toman Antofagasta. La guerra ya resultaría inevitable y el conflicto fronterizo, aun terminada la guerra, sin resolver.
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EL CORTO MANDATO DEL PRESIDENTE GARFIELD

   Al amanecer del 2 de julio de 1881 James Abram Garfield, vigésimo presidente de los Estados unidos de America se preparaba, tras despachar los asuntos más urgentes, para tomar el tren en la estación de Baltimome-Potomak de Washington y asistir a la ceremonia de graduación en el Williams College, en Massachusetts, donde él mismo se había graduado en 1856.

   Ese mismo día, casi a la misma hora y en la misma ciudad, Charles J. Guiteau salía de su domicilio de la calle 17, se detuvo en una plaza próxima a su domicilio ante un limpiabotas que sacó lustre a sus zapatos, y continuó camino de la estación de Baltimore-Potomak en la calle 6ª. Había cargado en su domicilio un revolver Bulldog del calibre 44, que ahora, camino de la estación, ocultaba bajo sus ropas

   Hacia las nueve y media de la mañana de aquel caluroso día de verano, llegaba a la estación el presidente Garfield con dos de sus hijos, acompañado del Secretario de Estado Blaine y un detective de escolta. Vieron en ese momento como el tren en el que debían embarcar se detenía y se dirigieron hacia él caminando por el andén.

   Mientras, Charles J. Guiteau, que había llegado minutos antes a la estación, estaba apostado en una esquina del vestíbulo, vio la llegada del presidente, abandonó su observatorio, se acercó decidido tras los pasos del presidente Garfield, sacó el revolver Bulldog calibre 44, apuntó sobre el cuerpo del presidente Garfield y descerrajó dos disparos que impactaron en un brazo y en la espalda del presidente.

   Aunque Charles J. Giteau trató de huir, no lo consiguió. Al ser detenido, justificó su acción invocando como causa un mandato divino. Mientras, el presidente Garfield, que sufrió un desmayo, era atendido por los doctores Townsend y Bliss en la misma estación, quienes consiguieron reanimarlo con espíritu de amonio. Luego fue trasladado a la Casa Blanca. Allí empezó un auténtico calvario que habría de durar noventa y un días.

Sello de 1922 del vigésimo presidente de los EE.UU.

   Al ser reconocido, se advirtió que la herida del brazo carecía de gravedad, no así la causada por la bala que le había penetrado por la espalda, cuya localización se desconocía. Para aliviar los dolores de sufría en las extremidades y en el lado derecho del escroto, el doctor Bliss, su médico personal, que ya le había asistido en la estación, le administro morfina, mientras el resto del equipo médico llamado para atender al presidente comenzó la exploración de la herida. El doctor Wales, médico de la Armada, para averiguar la ubicación de la bala y el alcance de las lesiones introdujo su dedo desnudo por el orificio de la herida sin que lograra alcanzar el fondo; lo mismo hizo el doctor Hoodward que, más decidido, profundizó lo suficiente para descubrir la fractura de undécima costilla, aunque tampoco localizó la bala. Otros miembros del equipo médico repitieron la operación sin otro resultado que agrandar la herida.

  Dos días después del atentado llegan los doctores Hayes Agnew y Frank Hamilton, considerados los mejores cirujanos del país. Inspeccionan de nuevo la herida, pero aunque tampoco descubren dónde se ubica la bala, consideran correcto el tratamiento recibido por el presidente hasta entonces. Sólo se puede hacer una cosa: esperar.

   En los siguientes días el estado del presidente mejora. La fiebre ha cedido de modo apreciable, los dolores han desaparecido y tolera los alimentos. Todo el ciclo digestivo se desarrolla con normalidad, prueba clara, piensan, de que no ha sido dañado el aparato digestivo. Renacen las esperanzas. Pero conforme transcurren los días surgen complicaciones, la herida comienza a supurar, está infectada. Se procede a drenarla superficialmente en la primera ocasión, mucho más profundamente en otra posterior, expulsando en ambos casos gran cantidad de pus. El herido, además, ha dejado de comer, ha perdido mucho peso y mantiene una fiebre alta de tipo séptico. El pesimismo cunde entre todos. Es preciso encontrar la bala, la causa de todo mal, piensan los galenos.

   Para ello el doctor Bliss se pone en contactó con Alexandre Graham Bel, ya famoso y muy reputado por sus inventos, que había ofrecido su balanza de inducción para tratar de localizar la bala alojada en el cuerpo de presidente. La balanza de inducción era una especie de detector de metales probado por Bel en voluntarios heridos de bala con resultados esperanzadores. En dos ocasiones se sometió al presidente Garfield a las pruebas con dicho ingenio, pero el aparato que indicaba la presencia del metal no era capaz de indicar la ubicación del mismo(1).

   A finales de agosto la glándula parótida derecha del herido se inflama, provoca la parálisis facial en ese lado del rostro del presidente. Una punción libera gran cantidad de pus. También el oído empieza a supurar. Puesto que el calor de Washington resulta insoportable, se decide, para atenuar su sufrimiento, el traslado a su casa de New Jersey, cerca del mar. Allí mejora levemente de lo que no tiene remedio. Una bronconeumonía complica las cosas. A los pocos días entra en coma. Nada se puede hacer ya, y el 19 septiembre, 91 días después del atentado el doctor Bliss certifica la muerte del vigésimo presidente de los Estados Unidos de América. Había ejercido su cargo durante 210 días.

(1) Con posterioridad se sabría que la causa de aquella imprecisión de la balanza de inducción utilizada para localizar la bala, se debió al colchón de la cama presidencial. Era un colchón de muelles, novedad de la época que muy poca gente tenía, y que distorsionó todas las medidas de aparato de Bel.
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EL TACTO Y LA CARICIA

   Llegó a mis manos “El tacto y la caricia” de Ana María Ferrin de forma un tanto casual e inesperada, tan casual como fue el nacimiento del propio libro.

   Había leído varios artículos suyos, sobre temas variados, en su blog “Gaudí y algo más”, y allí supe de sus artículos en Historia-16 y de alguna de sus otras publicaciones, pero al poner mis manos en el teclado para escribir unas líneas sobre su libro, he tenido una primera duda: no saber si hablar de José María Subirachs, el biografiado, o del libro de Ana María sobre el escultor barcelonés, recientemente fallecido. Finalmente he optado por dejarme llevar por impulsos desordenados y hacer comentarios, ora sobre el artista y su obra, ora sobre la autora del libro y la suya. Quizás la forma menos ortodoxa, pero más sincera de escribir sobre el libro de Ana María.

  De Subirachs hay quien opina que no está suficientemente reconocido, yo soy uno de ellos, pues aun conociendo su existencia, poca cosa sabía de su obra y su peripecia vital hasta ahora; otros posiblemente piensen que lo está en exceso, pues vertieron duras críticas contra el escultor en el pasado. Es posible que fuera la envidia, como diría el propio artista, la razón; y yendo más allá, si quisiéramos conocer la causa de aquélla encontráramos que fue el espíritu libre del artista y los logros que sabían la posteridad le reconocerá.

   Porque más de veinte años semirecluido, por propia voluntad, en un apartamento en el mismo recinto que la obra que iba creando es algo de lo que pocos pueden presumir, porque pocos son capaces de soportarlo. Todo se le criticó entonces cuando, dedicado en la madurez a la misión que él mismo se impuso en “La Sagrada Familia”, hizo lo que desde Cellini, quinientos años atrás, en su célebre Cristo, hoy admirado en el Escorial, nadie se había atrevido a hacer.



   Leo en el libro de Ana María que Subirachs, sometido al cuestionario Proust en cierta ocasión, dijo ser la impaciencia su mayor virtud, pero también su defecto más notorio, extraña respuesta para quien durante una cuarta parte de su exitencia anduvo pacientemente inmerso en la gran obra de su vida, seguramente por la que en los tiempos venideros será conocido y reconocido. Mas pese a sus evidentes triunfos, no todo el mundo creyó en él. Sí lo ha hecho, y mucho, o al menos ha tratado de comprenderlo,  la autora de “El tacto y la caricia”, que es una biografía del artista, pero no sólo eso, pues es también un catálogo de sus obras, un mosaico de personajes que lo conocieron y sobre todo el libro de una escritora ilustrada.

   Y como libro pleno de erudición es posible que no alcance un puesto en la lista de los best-seller, pero sí merece tener la consideración que tienen los libros académicos, pues esta monografía sobre José María Subirachs parece imprescindible para quien quiera saber algo en profundidad sobre, posiblemente el único escultor contemporáneo autor, casi al estilo medieval, de la imaginería de la fachada de una, aunque no lo sea en sentido estricto, catedral. Mas no se crea nadie que con esto resulta un libro aburrido, difícil o pedante. Nada de eso. Decía Goethe que hay libros que no parecen escritos para que el lector aprenda algo, sino para que se sepa que su autor ha aprendido algo. No es el caso de este libro, que está hecho para aprender.

   Y tampoco se crea que el libro, plagado de amenas anécdotas personales del propio artista y de algunos de los personajes que le trataron, contadas por los propios protagonistas a la autora en las muchas entrevistas mantenidas, con ser todo lo dicho, olvida el alma del personaje, sus creencias, sus miedos y hasta sus obsesiones insospechadas o no tanto. Un detalle: la casi obsesiva presencia de escaleras en muchas de sus obras: peldaños, escalones sueltos puestos boca abajo, ¿algo misterioso o esotérico? ¿pretexto argumental de una gnosis personal o simplemente trauma por la muerte de la madre al caer por unas escaleras? También ahí llega Ana María, que sube y baja por los peldaños internos del escultor, los que llevan del corazón a la cabeza, deteniéndose en el camino ante cualquier detalle que su perspicaz mirada encuentra. 


   Y para terminar otro detalle sobre el libro, sobre su continente, que sin pasar desapercibido, puede resultar ignorado, y que hace justo honor al título. Mientras el lector lo tenga apoyado sobre la palma de su mano por el lomo podrá sentir con sus dedos la rugosidad de sus tapas, el tacto y la caricia, recuerdo siempre del hacer de un escultor sobre la piedra, términos que con otras acepciones se pueden aplicar a la obra de Ana María sobre el escultor Subirachs: hecha con respeto y cariño. 
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