“L’auguste malade s’épuisait de fatigue
et d’insomnie, de manque d’appétit”. Así
se expresaba al comenzar el mes de abril de 1904 José Haltman, quizás el último
hombre en la vida de Isabel II, una reina rodeada siempre de importantes
hombres, que si la tuvieron en cuenta como reina los menos, la tuvieron como mujer, pero en su propio provecho, los más.
José
Haltman es su secretario en el palacio de Castilla, y mucho más. En los últimos
tiempos se ocupa de las cuentas, de la cocina, de las cuadras, de todo. Aunque
no vive en el palacio, como sí lo hacen la duquesa de Almodovar y el conde de
Parcent que ocupan unos anejos al palacio, sí pasa casi todo el día allí. Al
llegar la cena todos se visten de etiqueta en lúgubres veladas, hasta que
retirados la duquesa y el conde, Haltman inspecciona la cocina para luego,
acudir a los aposentos de Isabel. Allí despacha Isabel con su eficaz secretario
y firma cuantos asuntos procede hasta bien avanzada la madrugada, para que la burocracia
del palacio funcione como una seda, para satisfacción de la reina.
Todo
ello, quizás, pasatiempo frívolo de quien un triste destino hizo presa y había
ido quedando sola. De las innumerables visitas de generales, políticos y
grandes personajes ocurridas durante la restauración ya nada queda. De sus
amigos tampoco. De estos antiguos amigos tan sólo Pepe Alcañices parece
empeñado en sobrevivirle. Es don José Osorio, marqués de Alcañices y de los
Balbases, duque de Alburquerque, Cuellar, Cullera, Fuensaldaña; también conde
en una lista interminable; y cómo no, Grande de España: cuatro veces. Fue, además, duque de Sesto, pero hasta 1889. A la muerte de Alfonso XII, la reina María Cristina de Habsburgo lo acusó de estar cobrando indebidamente lo que antes había prestado a la corona en el exilio y a la causa de la Restauración. En pago, caballeroso, entregó a la reina el ducado y sus propiedades italianas, reduciendo muy ostensiblemente su presencia en la Corte. Dedicado a los asuntos públicos siempre,
intensificó entonces su actividad política y financiera en aquella España
finisecular(1). Tampoco
sus espadones estaban ya, hacía años que se habían ido. Algunos siendo aún
reina, otros como Serrano, estando ella ya en París(2). También Salamanca había muerto. Cánovas, que había
logrado restaurar a su hijo como rey, había sido asesinado durante su retiro
veraniego en el guipuzcoano balneario de Santa Águeda. El padre Claret y sor
Patrocinio tampoco estaban ya. Ni siquiera su esposo, Francisco de Asís, que
vivía en París, había querido sobrevivirle. Al llegar a París, treinta y dos
años atrás, liberado de la presión de la etiqueta, la había abandonado
formalmente por un hombre, y estableció su nido de amor con Meneses en Épinay.
En los últimos años se reunían en ocasiones. Recordaban sin rencor. Pero en
1902 Francisco de Asís la había vuelto a dejar. Y ya no volvería nunca. Isabel
se quedaba un poco más sola aún.
A finales de marzo de aquella fría primavera de 1904, se anuncia la visita de la Emperatriz Eugenia. Tan espontánea como siempre, pero formalista, sale a recibir a Eugenia, se desprende del mantón que la abriga y abraza a la amiga que tantos años atrás, siendo emperatriz, la acogió y dio amparo en Francia. Mas no sienta bien el contraste de temperatura y cuando las dos entran de nuevo al caldeado salón Isabel tirita de frío.
Grabado de Isabel II. Museo de la Historia de Valencia. |
A finales de marzo de aquella fría primavera de 1904, se anuncia la visita de la Emperatriz Eugenia. Tan espontánea como siempre, pero formalista, sale a recibir a Eugenia, se desprende del mantón que la abriga y abraza a la amiga que tantos años atrás, siendo emperatriz, la acogió y dio amparo en Francia. Mas no sienta bien el contraste de temperatura y cuando las dos entran de nuevo al caldeado salón Isabel tirita de frío.
En los siguientes días llegan las hijas de Isabel. A Paz la acompaña su esposo Luis Fernando de Baviera, que es médico, lo que reconforta a la anciana Isabel, mas poco puede hacer por ella.
El
8 de abril, como presintiendo algo, llama a sus hijas. Quiere verlas, tenerlas
cerca. Coge las manos de todas, las abraza. Sin necesidad de decirlo, todos
saben que aquello es una despedida. A la mañana siguiente Isabel se siente más
indispuesta que de costumbre. Pide que la vistan y la trasladen a un sillón. A
su lado está ya su yerno Luis Fernando. Le dice:
─Luis
Fernando, me encuentro mal. No sé que me pasa, pero no puedo respirar.
─Tranquilícese,
trate de coger aire, suavemente ─le recomieda el yerno.
─No,
no puedo coger aire. Siento, siento que me voy a desmayar ─susurra la anciana
reina con un hilo de voz.
─Cógeme
las manos Luis, apriétalas fuerte ─pide Isabel.
─Aquí las tiene, ahora respire, con calma,
despacio.
─Me
desmayo, Luis, creo que me voy a morir… Y su pulso se detuvo.
Si
en sus últimos años vivió aparentemente olvidada, sus funerales en París fueron
una gran demostración de la importancia histórica de aquella mujer. Su cuerpo
embalsamado, cubierto con hábito franciscano, es llevado en cortejo hasta la
estación D’Orsay. Cumplía así su destino, el de todo hombre o mujer, rey o subdito, libre o esclavo. Sus restos inician su último viaje, hacia el pudridero del monasterio de El
Escorial.
Fue
el fin de una época, casi de un siglo, el XIX, que ella, como pocos vivió,
aunque muchos se atrevieron a decir que no comprendió. Pérez Galdós, que la
entrevistó en el palacio de Castilla, tan radicalmente opuesto a ella siempre,
al conocer su muerte dijo: “La pobre
Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo,
emblema de la libertad, después hollada, escarnecida, y arrojada del reino,
baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros
días. (…) Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y
embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce
la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al
perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña
Isabel vivió en perpetua infancia y el mayor de sus infortunios fue haber
nacido Reina (…) Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo
en la concesión de mercedes y de beneficios materiales, (…) Era una gran
revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, sin
que en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún
se esconde en las vaguedades del tiempo futuro… Descanse en paz”.
(1)
Fue don José Osorio un personaje singular. Falleció a los 84 años,
sobreviviendo a la reina Isabel cuatro años. Aquejado de un resfriado, en las
elecciones municipales de diciembre de 1909 insistió en ser llevado a votar. El
catarro devino en pulmonía y su estado empeoró. El 30 de diciembre se hizo
levantar, tomó un caldo y se fumó un puro. Poco después del mediodía Pepe
Alcañices dejaba este mundo.
(2)
Isabel II estaba en Madrid cuando murió Serrano, pues pocas horas antes había
fallecido Alfonso XII. La muerte del rey y sus exequias hicieron pasar
inadvertido el fallecimiento del duque de la Torre.