El erotismo, en la segunda
acepción de la Real Academia Española de la Lengua, dice ser el carácter de lo
que excita el amor sensual. Es precisamente en el refinamiento de las maneras,
en el sibaritismo de aquel carácter cuando la sensualidad se torna voluptuosa,
irrefrenable. No hay mejor lugar que las paredes de los palacios, templos de la
ociosidad unas veces, reinos de la indolencia otras, siempre refugio de los
secretos peor guardados, para la difusión de las expansiones de sus habitantes,
fueran estos reyes, nobles, funcionarios, o servidores del mundo o del cielo.
Siempre atento el pueblo a las
aventuras de quienes les mandan, no tardan sus correrías, cuanto más
escandalosas más agrandadas, en ser comidilla en corros, tertulias, gacetas y
al fin, si ciertos, figurar en los libros de historia.
Hasta los más notables intelectos
han abandonado alguna vez la razón y han sucumbido a pasiones voluptuosas. Tal
ocurre, al menos así lo refiere el antiguo mito medieval de Filis, del que si
la Historia no avala los hechos, sí se puede decir que son históricas las
versiones y abundantes las representaciones artísticas del mito, usado para
ilustrar el dominio que puede ejercer sobre el hombre la mujer, según narra la
Canción de Aristóteles o Lai d’Aristote compuesta en el siglo XIII.
Según una de las versiones del
mito, siendo Aristóteles maestro de Alejandro, futuro rey macedonio, observó el
excesivo celo que su pupilo mostraba por la cortesana Filis. Como censurara el
tutor la distracción en sus estudios al joven príncipe por la atención
desmedida prestada a la cortesana, cedió el alumno a las razones del maestro y
se apartó de la hermosa Filis; mas no se conformó ésta, y la despechada,
resentida, se propuso rendir al entrometido filósofo a sus encantos. Lo sedujo
primero y sometido el maestro a la voluptuosidad de venus, lo enjaezó con
arreos de bestia y cabalgando sobre él, lo obligó a pasearla, mientras
fustigaba sus ancas, mientras Alejandro, advertido por la perversa Filis, oculto
observaba la escena.
Ménsula en piedra caliza (S. XIV), representando el mito de Filis y Aristóteles. Museo de Historia. Valencia. |
También en la Francia de la Ilustración el pueblo seguía con interés las andanzas de su rey Luis XV. Olvidada la reina María Leczynska fue la favorita Marquesa de Pompadour la que durante un tiempo recibió las atenciones del rey y la que se ocupó de atender las necesidades nada ordinarias del monarca. Lúbrico hasta el extremo Luis, la marquesa más enamorada del poder que el rey le deja ejercer que del propio monarca, se toma en serio su trabajo como amante, primero como mujer, preparando espectáculos teatrales, contando las historias picantes que en los informes policiales se hacía presentar con todas las historias lujuriosas averiguadas en París y ya personalmente citando al rey en lugares preparados al efecto. Eran estos lugares casitas aisladas, próximas a palacio, a las que como en cuentos de hadas, el rey llegaba por sendas que le hacían creer estar en lugares lejanos, misteriosos o prohibidos. Y allí la encontraba a ella. Disfrazada, ya no era la marquesa de Pompadour. Era pastora unas veces, abadesa otras; jardinera un día, otro la encontraba ofreciéndole un tazón de leche como si fuera una campesina. Cualquier fantasía real imaginada, la marquesa lograba hacerla realidad.
Después, pasados los años, la
marquesa seguirá ejerciendo el poder. Será la gobernanta de los amores efímeros
del rey y el Parc aux Cerfs, en Versalles, cantera y lugar de todas las
lascivias del Bienamado, cuando ya no lo era tanto.
También las reinas han sido
protagonistas de las picardías de los sentidos. Muchas son las anécdotas protagonizadas
por Isabel II, la castiza reina española. Tenía la reina como confesor al Padre
Antonio María Claret, prelado con olor de santidad, pero también con un
especial empeño en moderar, sino suprimir, las diversiones en palacio y desde
luego que nada en la reina ni en las damas que frecuentaban la corte incitaran
a la concupiscencia de quienes acudían a palacio. Se vanagloriaba de haber
reducido los convites, los bailes y los besamanos. En estos es donde más empeño
ponía, pues en ellos lucían las damas generosos escotes, en cuyos abismos era
difícil evitar cayera derrotado algún general, algún banquero o político de los
que para el acto se reunían. Pocas veces el padre Claret, guardián de las
buenas costumbres, asistía a aquellas veladas que tan poco le gustaban. Aunque
en cierta ocasión sí lo hizo; y el disgusto fue tan grande al comprobar la descocada
exhibición de una de las damas asistentes que, incontenible, no pudo hacer otra
cosa que acercarse a la reina y amenazar diciendo: “O se cubre, o se marcha, o me marcho”. Isabel, oveja buena y fiel,
a ratos, de la Iglesia tranquiliza al pastor:
─Pero, padre, si es la moda; y
la moda nos lo impone. Usted tranquilo, con no mirar.
Pero el prelado sí miraba, inquisidor, y cuando aparecía ya sabían las
damas como cubrir su“poitrine” con
las gasas que para el caso llevaban ocultas, por si fuera menester usarlas y
evitar así las malas caras del confesor real. Ni que decir tiene que, como
vapores, aquellas gasas se desvanecían apenas el padre Claret abandonada el
salón; y todos, damas y caballeros volvían a sus asuntos. A los de siempre.