VIAJES EN TERCERA PERSONA. TORDESILLAS

   Por Tordesillas se puede pasar o se puede ir, que siendo lo mismo son dos cosas distintas; aunque el viajero las hace ambas: pasa, porque va hacia otros lugares, pero va porque, cómo puede dejar de mirar el sitio en el que vivieron reyes y reinas, donde amaron unos o enloquecieron otras, también de amor o desamor, que como el pasar o el ir, siendo lo mismo son cosas distintas.

   Porque si hay persona de la realeza que habitara Tordesillas durante más de media vida sin ser la villa capital del reino, esa fue doña Juana, primera reina de Castilla y de España con ese nombre. No dirá el viajero cómo el apelativo con el que ha pasado a la historia, en parte no se le atribuya con razón. Aunque si de razones hubiera que hablar, no escaparían de parte de la culpa su esposo don Felipe, duque de Borgoña, que la volvió loca de amor, sin que él la correspondiera en sus sentimientos; su padre, don Fernando, rey de Aragón, que desconfiando de las intenciones del yerno, nada contribuyó al bienestar de la hija; y su hijo don Carlos, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Todos aprovecharon la debilidad de la reina para enclaustrarla a orillas del Duero hasta el fin de sus días en 1555. Allí estuvo confinada durante más de cuarenta años la hija de los Reyes Católicos. Cautiva, con la única compañía de su hija Catalina, hasta que ésta partió para ser reina de Portugal. Vivió doña Juana, entre locuras y corduras, víctima primero de las desconfianzas entre su esposo y su padre primero, luego en Tordesillas, siempre vigilada, y a veces con dureza, por sus linajudos carceleros que, por mandato de los suyos, la querían mansa y dócil. Y lo consiguieron. Ni los comuneros, presentados ante ella lograron sacarla de su incertidumbre vital.

Estatua de Juana I en Tordesillas
   
   El viajero ve en Tordesillas un palacio, no el que habitó doña Juana construido por Enrique III, desaparecido en tiempos de Carlos III,  sino otro, o lo que queda de él,  convertido en convento y ocupado por monjas clarisas. Pedro I, justiciero para unos, para otros cruel, lo acondicionó finalizando lo que su padre Alfonso XI había comenzado. Pero allí lo que el rey castellano hizo fue amar. En ese palacio quiso a María de Padilla, a la que declaró su esposa tras su muerte. Y allí estuvo también, a finales de diciembre de 1808, Napoleón Bonaparte que ocupó algunas estancias del convento e hizo buenas migas con la abadesa María Manuela Rascón, que logró convencer al general corso para que perdonara la vida a dos españoles que habían sido capturados, disfrazados de frailes,  espiando los movimientos de las tropas francesas. En la Navidad de 1808 despartieron la amable abadesa y el emperador. Preguntó aquélla por sus gestas al dueño de media Europa, contó éste historias de sus hazañas, ofreció café a sor María Manuela, y finalmente la dulzura de la monja se vio premiada con el título de abadesa emperatriz, lo que rehusó ella para cambiar dicha gracia por otro favor: la libertad de los cautivos que, a regañadientes, pero rendido a la bondad de la abadesa, Napoleón concedió.

   Deja el viajero de momento estas viejas piedras, a las que volverá más tarde, cuando se abra el torno, para cumplir el encargo que él mismo se ha impuesto, y adquirir unos dulces de los que elaboran las clarisas que aún profesan en el convento, pues de los paladares que los degusten ya trae nota el viajero.

   Y caminando por los miradores que se asoman al río Duero el viajero ve unas casas blasonadas. Son las casas del Tratado. Porque allí fue, en aquel, hoy apartado e insignificante lugar, donde España y Portugal, las dos potencias marítimas de la época, se repartieron el Nuevo Mundo que se acababa de descubrir. Juan II de Portugal desde Setúbal, los Reyes Católicos en la propia Tordesillas, estaban atentos a las negociaciones. Aceptado por el portugués cambiar la línea horizontal, siguiendo los paralelos, que partiendo desde las islas Canarias dividían la mar océana, por otra vertical coincidente con un meridiano, el 7 de junio de 1494 ambas monarquías firmaron el Tratado que llevaría el nombre de la villa donde se firmó. Hubo sus más y sus menos, deslizando la raya de las 100 leguas al Oeste de las islas Azores, según la propuesta del papa Alejandro VI,  hasta las 370 leguas después. Era lo que Isabel y Fernando, a la vista de los informes entregados por Colón, podían ceder, quedando Portugal conforme al asegurar sus posesiones y rutas africanas y España lo descubierto por Colón por occidente.

Tordesillas. Casas de los Tratados.

   Con los dulces de las clarisas en sus manos el viajero se despide,  dando un último paseo por la villa, se asoma al Duero, su puente medieval uniendo las orillas; enfila junto a la iglesia de San Antolín el camino de la plaza Mayor, porticada y sobria, ni grande ni pequeña, bien conservada, como si el tiempo se hubiera detenido en el siglo XVI, y llega a su alojamiento. Ha acogido bien la villa al viajero, no la olvidará en el futuro cuando, camino de otros destinos precise de parada y fonda.
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DE LOS COLORES

    Casi todos hemos tenido la suerte de ver alguna vez el arco iris. No es algo que pueda observarse a menudo, pero a lo largo de una vida puede que lleguemos a verlo unas cuantas veces. La luz blanca al atravesar un prisma de cristal se descompone en siete colores: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta; lo mismo puede ocurrir cuando un rayo de luz solar incide sobre una gota de lluvia. El estudio de este fenómeno ha dado lugar a una rama de la física: la colorimetría; pero siendo importante conocer todo lo relativo a la formación de los colores, también es interesante conocer el uso que damos a cada uno de ellos desde un aspecto social y cultural.

    El blanco y el negro constituyen el paradigma de lo opuesto. Quizá por ello se les haya relacionado con aquello que nos resulta más antagónico: la vida y la muerte. El color negro, aquel capaz de absorber todos los colores, sin producir reflejo alguno, es el usado para expresar lo tétrico. Es el color del luto; mas no siempre fue así. Hasta finales del siglo XV, el blanco fue el color que indicaba el fin de la vida. Fue mediante la “Pragmática de luto y cera” cuando los Reyes Católicos impusieron el color negro para indicar el luto.

   Y siendo lo percibido por el sentido de la vista lo que, probablemente, más impacto inmediato produce en las personas,  es por lo que se han usado  los colores para distinguirlo casi todo: banderas, escudos, señales de todo tipo… Convencidos de que todo el universo gira en torno a nosotros, hemos creído que el resto de los seres vivos tienen la misma percepción de las cosas que nosotros; así, aún persiste la creencia de que el toro bravo, que percibe bien los colores azul, verde y amarillo, embiste al torero debido a la irritación que le produce el color rojo de la muleta, que no puede apreciar, más que por el movimiento del trapo y las citaciones que el matador dirige a la res.

  Casi todas las actividades humanas se han servido de los colores para establecer diferencias, usándolos como signos: la política, el mundo del sexo, la religión. ¿Quién no ha oído hablar del color político? No sólo figuradamente, para señalar tendencias, sino de modo bien concreto: camisas pardas,  negras,  rojas, azules. Algunas veces la elección de un color tuvo motivos estrictamente prácticos.

   El rojo de las camisas del los ejércitos garibaldinos tuvo su origen en la necesidad de uniformar a un grupo de seguidores de Garibaldi en su afán unificador de Italia, y de la oportunidad que encontraron en una partida de tela de dicho color, a un precio conveniente: el azar haciendo historia.

   El color de las camisas negras de los fascistas italianos fue adoptado por los partidarios de Mussolini cuando, antes de ser un partido propiamente fascista, tenía un sustrato social proletario. El negro era el color usado por los trabajadores del campo, porque era el que mejor disimulaba la suciedad. Tenía connotaciones socialistas, y por ello fue adoptado por el Duce.

También en el arte es el color factor esencial. Comiendo fruta de
Francisco Pons Arnau. Museo de Bellas Artes de Valencia

   También el mundo del sexo tiene sus colores. Bombillas rojas tienen casi todos los “night club” y casas de lenocinio de medio mundo. Así ha sido desde que en 1234 se estableció en Avignon el primer barrio chino, como se dice en España, o rojo, como comúnmente son conocidos en en resto del mundo, debido a que un edicto impuso que los burdeles fueran identificados mediante una luz roja situada a su entrada; sin embargo en oriente era el color azul el que permitía reconocer, en China,  las casas de nota alegre: eran los llamados “aposentos azules”, por tener sus paredes pintadas de dicho color. De esa tradición ha tomado la cultura inglesa el término azul para calificar a las películas picantes o blue movies que en España conocemos como películas verdes.

   El teatro también ha tenido en cuenta los colores. En particular el amarillo, que ha sido considerado, supersticiosamente, como de mal agüero. Y ello por una razón histórica: Molière falleció sobre un escenario vestido con un batín de dicho color. Lo cierto, es que nada tuvo que ver dicho color en el óbito del autor y comediante que, en ese momento fatal, representaba “El enfermo imaginario” en el papel de Argàn, el enfermo. De pronto, en escena, sufrió un colapso. Agónico, fue trasladado a su domicilio. Allí le sobrevino un acceso de tos, que le produjo una hemorragia. La tuberculosis que arrastraba desde tiempo atrás, le mató. Murió ahogado en su propia sangre. Tenía 51 años de edad.

    La Iglesia católica también usa los colores para sus distintas celebraciones litúrgicas y, así como la jerarquía militar usa de estrellas y galones para distinguir sus grados, los religiosos usan solideos de distintos colores para revelar su categoría: negro el de los sacerdotes, morado los obispos, rojo los cardenales  y  blanco el  papa.

   Y, hasta la realeza ha querido distinguirse del resto de los mortales mostrando azuladas venas bajo una piel fina y casi transparente, que la plebe tiene ocultas por una piel coriácea y a menudo tostada por el sol; aunque para todos con un torrente de roja sangre. Afortunadamente, la ciencia ha demostrado que una misma proteína, la hemoglobina, tiñe de ese color la sangre humana y que sólo los gusanos hacen correr por sus venas la sangre azul que tantos han presumido tener.
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LA LANZA DEL DESTINO

   Así la llaman, y son muchos los que por creer en su influencia sobre el porvenir han querido poseerla a lo largo de la historia. Y aunque se sabe muy poco de ella, o precisamente por ello, la leyenda tejida en torno suyo no ha hecho más que crecer a lo largo de los siglos.

  El evangelio de Juan es el único que menciona que un soldado, sin expresar su nombre, abrió el costado de Jesús, para asegurarse de que estaba muerto, y al instante salió sangre y agua. Poco más se dice. Tiempo después se puso nombre al soldado, y la Leyenda Aurea y testimonios, como el de Ana Catalina Emmerick añadieron que Cayo Casio Longinos, nacido en Cesarea, el centurión según el resto de los evangelistas, padecía alguna afección en los ojos que le impedía ver bien. Añade la tradición que al recibir en su rostro algunas de las gotas emanadas desde del costado de Jesús, éstas obraron el milagro de sanarlo devolviéndole la vista, lo que agradeció Longinos de Cesarea, con las palabras que los evangelistas todos recogieron en sus textos cuando, ante los hechos sobrenaturales que se producían, dijo aquél: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”,  convirtiéndose y a la postre siendo muerto mediante el martirio, por lo que la Iglesia le reconocería la santidad.

Detalle del retablo mayor de la Iglesia de La Compañía, de Valencia

   Pero aquella lanza, enterrada, según algunos, durante un tiempo, trasladada a Italia por el propio Longinos, fue objeto de fama y cada vez mayor objeto de deseo. Su aura de talismán crecía. Los papas contribuyeron a ello. La poseyó Carlomagno, Otón El Grande, y fue llevada como protección durante la cuarta cruzada por Federico Barbarroja, lo que de poco le sirvió, pues pereció ahogado antes de llegar a Tierra Santa. Eso sí, se afirma que había extraviado la lanza y por tanto el amparo que le procuraba.

   Se sabe que Napoleón, tras la batalla de Austerlitz quiso poseerla, y que en 1909, Adolfo Hitler la descubrió en el Museo de la Hofburg, el palacio vienés de los Habsburgo. Un joven Hitler de visita en el palacio escuchó como un guía explicaba a los visitantes que “Existe una leyenda, según la cual quienquiera que la reivindique y descubra sus secretos tiene el destino del mundo en sus manos, para bien o para mal”

   El mismo Hitler dejaría escrito más tarde la impresión que aquellas palabras y la contemplación de la lanza causaron en él: “Me volví progresivamente consciente de que existía una presencia alrededor de la lanza, la misma y aterradora presencia que ya había sentido en el fondo de mí mismo en los raros momentos de mi vida en los que se me había aparecido el gran futuro que me esperaba”.

   El 14 de marzo de 1938, tras el Anschluss, la anexión de Austria por el Tercer Reich, Adolfo Hitler llega a Viena. Esa misma tarde, acompañado por Himmler, se dirigió al Hofburg, contempló la lanza del tesoro de los Habsburgo y ordenó su traslado a Nuremberg.

   Siete años después el sueño de su ilegítimo último dueño se había convertido en humo, y el 6 de enero de 1946 la lanza de Longinos de Cesarea volvía a descansar en el palacio Hofburg de Viena. Ojalá nadie desee poseerla de nuevo para sus fines.

(1) Esta de Hofburg no es la única de las que se disputan el honor, si acaso alguna lo es, de ser la que por el brazo de Longinos de Cesárea atravesó el costado de Jesús. Otras dicen hallarse en el Vaticano y en el monasterio armenio de Geghard.
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LA HISTORIA EN LOS CUADROS. EL JURAMENTO DE EL PUIG

   En otoño de 1236 el rey Jaime I convoca cortes en Monzón. Unas cortes en las que se decide acometer la toma de Valencia. Ya eran dueñas las huestes cristianas de Burriana y desde allí llevaban tiempo hostigando en repetidas razias los puestos sarracenos para desmoralizar al enemigo, impidiendo los suministros a Valencia que desde la huerta próxima la abastecía.

  Puesto fundamental era una pequeña colina que los musulmanes llamaban de manera tal, que al pronunciarlo los cristianos sonaba algo así como Cebolla, que significaba cerro. De este modo, al llamar los reconquistadores de aquellas tierras al lugar Puig Cebolla no hacían más que repetir el nombre del accidente geográfico, puesto que puig significa también colina o cerro.

   De la importancia que ese cerro tiene en la defensa de Valencia para los hijos de Alá y para los cristianos en la conquista de la ciudad es el interés de los primeros por impedir que los segundos lo poseyeran. En febrero de 1237, ante el avance de los cristianos y sus evidentes intenciones de apoderarse de El Puig y su castillo, las tropas del rey Zayán de Valencia destruyen la fortaleza existente sobre el cerro y abandonan el lugar.

  Cuando los cristianos llegan todo era ruinas ya. Con celeridad se reconstruye el castillo y se traza un camino hasta las playas cercanas para facilitar los bastimentos que las naves aragonesas, dueñas del mar, procuren a las huestes cristianas, pero los sarracenos saben de la importancia del collado. Lo destruyeron una vez y quieren hacer lo mismo una segunda. Fracasan. Don Jaime conoce la victoria de sus huestes en octubre de 1237, una buena noticia, que se ensombrece con el fallecimiento poco después de su tío Guillem d’Entenza, el caballero puesto al frente de las tropas de El Puig por el mismo rey(1).

   La muerte de Guillem d’Entenza causa gran estupor. El rey pregunta a sus caballeros. Se inclinan estos por demorar, cuando no abandonar, la toma de Valencia. Pero a don Jaime su carácter no se lo permite, es un conquistador. El Puig es suyo, Zayán ha sido derrotado y Valencia está madura para caer en manos cristianas. No dejará escapar la ocasión. Acude, pues, don Jaime a El Puig, le acompaña el hijo del difunto, al que nombra caballero, y como heredero de todos sus señoríos y privilegios queda como jefe de los que su padre fue líder. Mas cuando el rey anuncia su marcha, comienzan los rumores. El rey ha prometido volver en la primavera para la toma de Valencia. Todos se muestran conformes, pero secretamente unos frailes advierten al rey de las intenciones de los caballeros y sus huestes de abandonar la empresa por peligrosa, la escasez de medios para abordarla y estar dirigida por un muchacho sin la experiencia y el liderazgo suficiente.

                El Juramento de El Puig (1892), de Ramón Garrido Méndez (1870-1940). 
                Museo Mariano de Valencia. El lienzo muestra al rey don Jaime ante el altar, 
                una mano sobre los Evangelios, otra sobre el pecho, dirigiéndose a sus caballeros
                en su más solemne juramento: no abandonar las tierras del Reino de Valencia 
                conquistadas y permanecer junto a sus hombres hasta haber tomado la capital.




















    Son momentos difíciles en los que el rey muestra su calidad. Con la conformidad de los frailes que le habían hecho la confidencia, reúne a todos los caballeros, les habla, los arenga sobre las virtudes de su voluntad, la suya y la de todos ellos, por las conquistas alcanzadas; y de la protección de Dios y de la Virgen, siempre al lado suyo en toda campaña, y en cuyo honor pasará a ser conocido aquel lugar como El Puig de Santa María, como así se verá a partir de entonces en todos los escritos. Pero no es suficiente. El cielo protege y ampara, pero las espadas las portan los hombres. Sigue hablando el rey:
   ─Oídme, nobles y caballeros: voto a Dios y juro ante vosotros que no pasaremos de Teruel ni más allá de las aguas de Tortosa, hasta que Valencia sea cristiana. Aquí estará vuestro rey, fiel a su palabra, con vosotros siempre.

                                                        *

   Y como habló, hizo. Para mayor firmeza de sus palabras ordenó que la reina Violante llegase hasta tierras valencianas, pues su presencia era prueba del compromiso y aviso al rey moro de su determinación de tomar Valencia. El rey acudió a recibirla a Peñíscola, pues no podía acudir a Tortosa, donde ella se encontraba, sin romper su juramento. Acudió la reina, pues, en pos de su esposo, pero el río Senia, frontera entre los reinos bajaba caudaloso. Era un peligro cruzar el río, más aún cuando la reina llegaba con su hija, tenida poco antes. Intentaron vadear la corriente las damas de la reina primero, pero no lo consiguieron, y la reina desistió del intento. Avisado el rey de las contrariedades y disgusto de la reina, partió para Uldecona, y cuenta las crónicas que sobre su caballo, las aguas hasta el vientre de su montura, pero sin sobrepasar la frontera del reino como había prometido, habló con la reina Violante de su juramento, de la seguridad de su estancia y de que bajo su brazo nada les pasaría a ella ni a su hija.

   Todo quedaba listo y preparado para el sitio de Valencia. Pronto su toma el 9 de octubre de 1238 sería una realidad.

(1)Pese a que algunos autores defienden que su fallecimiento se produjo como consecuencia de las heridas sufridas en la batalla, lo más probable es que fuera por causas naturales el 17 de enero de 1238. 
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MUJERES EN LA HISTORIA. LA ILUSTRACIÓN

   La edición de una nueva obra de la serie “Mujeres en la Historia” publicada por M.A.R. Editor que ve ahora la luz es, como siempre, una gratísima noticia. Es además, a diferencia de otras ediciones de esta serie, quizás la más genuinamente femenina. Es cierto que las anteriores ediciones recogían relatos escritos por mujeres y que las protagonistas de los mismos eran mujeres también, pero eran figuras femeninas aisladas, como cápsulas flotando en un mundo masculino, en una sociedad en todo, y en lo cultural también, dominado por los hombres, sin influencia apenas de aquellas disidentes de lo injusto.

   Las protagonistas en esta ocasión son mujeres de la Ilustración, aquel movimiento intelectual en el que la razón, la ciencia y el librepensamiento trataron de imponerse a la superstición, la magia y el dogmatismo. Y ello en una época, la del siglo XVIII, en la que no era fácil para las mujeres subirse al carro de esa nueva modernidad, pero en la que, al menos, alguna de ellas  llegaba al borde del camino y lo intentaba. Ya Pedro Rodrigo de Campomanes, un gran ilustrado, uno de aquellos hombres que gobernaron en los tiempos de Carlos III, dijo que “La mujer tiene el mismo uso de razón que el hombre; sólo el descuido que padece en su enseñanza la diferencia”.  

   Tantos siglos asignando roles a cada género había producido una inercia imparable e incuestionable al parecer. Que la educación de las niñas, por la que Campomanes abogaba, sería uno de los frenos, quizás el más potente para detener esa inercia, lo vieron también las mujeres de la época. Una de ellas, Mary Wollstonecraft, a la que la antología dedica un relato, obra de Carmen Paloma Martínez, no sólo lo dijo, sino que en su “Vindicación de los derechos de la mujer” lo dejó escrito. En Francia, durante la Revolución, acaso fruto postrero de esa época ilustrada, tuvo la esperanza de dar algunos pasos en ese sentido, mas la muerte se la llevó joven, sin saber si esa inercia comenzaría a frenar su ímpetu infausto.

   Pero lo que sí pudo conocer antes de morir es cómo una española conseguía lo que ninguna otra había logrado antes. Y si es indudable que la política educativa del que fue llamado “El mejor alcalde de Madrid” y sus ministros, algo tuvo que ver, también es razonable mantener la duda de ser la causa principal, por ser excepción y no la regla de lo que sucedería en adelante.

                                                       *

   Y es que Maria Isidra Guzmán y de la Cerda era hija de dos grandes de España, el conde de Oñate y de la duquesa de Nájera, lo cual, ya es, como se diría ahora, una forma políticamente incorrecta de presentarla para este propósito; pero es que cabe la duda, y no por la ausencia de méritos que, de no anteponer su rango y ascendencia, hubiera logrado la gracia real.

   Y como la inercia es energía y por tanto fuerza y acción, la reacción debía presentarse indiscutible. María Isidra fue una de esas mujeres reactivas que logró meter la cabeza en un mundo vedado. De sus cualidades intelectuales poco hay que decir por evidentes, así lo vieron la mayoría de sus coetáneos, a los que quizás hubiera sido necesario recordarles las palabras de un humanista dichas dos siglos atrás, cuando a propósito de la enseñanza y capacidad de las mujeres decía que “nadie debe engañarse diciendo que por ser mujeres para las ciencias son inhábiles, pues si ellos y ellas aprendiesen a la par, yo creo que habría tantas mujeres sabias, como hay hombres necios”.

   Dejaba de ser una niña, como quien dice, y ya era, no sin oposición, académica de la Real Academia de la Lengua, pero sin letra, sin sillón, miembro honorario sólo. Ausente del listado de académicos de número de la ya vetusta Institución, quizás hicieran aquellos sesudos hombres oídos sordos a las palabras del humanista Guevara.

   Al poco, y por orden real, María Isidra se examinaba en Alcalá de Henares. Tenía 17 años cuando aquel 6 de junio de 1785 recibía el grado de Maestra y Doctora en Filosofía y Letras Humanas. ¡Qué poco se lo ha reconocido nadie después! ¡Cuánto olvido!

                                                        *

   No dirá quien estas pocas, torpes y escasamente ilustradas letras escribe que fuera la Ilustración solución a los problemas de abandono y desprecio de los que durante siglos fue objeto el intelecto femenino, relegándola de foros o de simples reuniones en las que se trataban asuntos de “hombres”. No, no se dirá eso aquí, pero sí que en esta época algo empezó a cambiar. Empezaron a surgir algunos salones, en los que damas cultas propiciaban encuentros y reuniones sin distinción de género, en los que la única exigencia era la educación, la cultura y el respeto. De alguna de ellas de habla en este libro.


   Y con su ejemplo, otras se atrevieron a dar la batalla. Como siempre le sucede al ser humano, no es preciso más que un estímulo para atreverse a hacer lo que parecía imposible conseguir; y piensa este pobre escribidor, que siempre tuvo muy presente este asunto, pero que últimamente está especialmente sensibilizado por el tema, que este libro es un reflejo de aquel impulso inicial, y del testimonio de algunas de las mujeres que en cualquier actividad, se atrevieron a darlo desde el escritorio, el lienzo, los salones, el convento, el castillo del un barco pirata o el hogar; sí, también el hogar. Mas no se crea el lector que encontrará un libro de militancia feminista. La antología, teniendo su trasfondo reivindicativo, es esencialmente un libro sobre mujeres que, por el solo hecho de ser valientes en un mundo difícil para ellas, dieron ejemplo, a veces sin pretensiones, de lo que son capaces cuando su impulso es mayor que la opresión. Así lo vemos en el magnífico trazo mostrado por Fátima Díez en su relato Zamba, un conmovedor relato sobre la esposa de Tupac Amaru; Rosi Serrano, hablándonos en una historia de amor y sangre con la costurera de la reina María Antonieta como protagonista;  Ana Gefaell, contándonos los recuerdos de Sor María Anna Agueda de San Ignacio o de Sol Antolín, narrando los lamentos, pero también las ilusiones de Josefa Jovellanos, hermana de su más famoso hermano, Gaspar.

   Si dije al principio que la aparición de este libro es una gratísima noticia; lo es por un doble motivo, el primero porque en esta ocasión, a la habitual participación de Montserrat Suáñez como autora de uno de los relatos dedicado a la madre de Napoleón Bonaparte, hay que añadir el encargo recibido para escribir el prólogo de la obra y su labor como directora de la edición. Tiene la obra, por mor de esta función y la erudición de su directora, además de los relatos de las autoras de hoy, una selección de textos clásicos escritos por las damas que en aquellos años tan importantes para la historia de la civilización supieron escribir y han llegado hasta nosotros; lo cual es muy de agradecer, pues no siempre es fácil el acceso a esos textos, a veces sólo disponibles en ediciones antiguas o caras.

   El segundo porque la antología rinde una equilibrada y sensata promoción de las mujeres como escritoras, sin militancias ideológicas, escribiendo sobre mujeres que reivindicaban sus derechos, a veces con la naturalidad de los actos más simples, consiguiendo que sea un libro para todos, sean mujeres u hombres, tengan la edad que tengan. Un libro, en definitiva, para las personas. Y ese enfoque si se le debe agradecer a alguien es a M.A.R. Editor, que en este tercer volumen ha querido y sabido promover lo que la marquesa de Châtelet, otra de las protagonistas de la antología por la pluma de Lorena San Miguel, en la bella portada del libro parece simbolizar al apoyar Émilie du Châtelet su mano sobre un globo terráqueo: el derecho de las mujeres al conocimiento del universo.
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