De Barcelona, el viajero, en la que ha estado unas cuantas
veces, podría empezar a escribir y no parar. Tan inmensa es la cantidad de
hechos, de monumentos, de historia allí ocurrida que el viajero tiene que hacer
también un inmenso esfuerzo por resumir lo que no tiene resumen.
El viajero nada más llegar se encuentra paseando por Las
Ramblas y, aficionado como es a verlo todo desde lo alto, se le ocurre llegar
hasta la del Mar y subir al monumento a Colón, erigido como homenaje al
descubridor de América. Porque aquí, en Barcelona, fue recibido por los Reyes
Católicos en 1493, poco después de ocurrir en la plaza del Rey hechos que
pudieron cambiar la historia de España. Dejará el viajero para cuando pase por
esa plaza, en el Barrio Gótico, el relato de aquellos sucesos, porque ahora en
el interior del monumento a Colón, el viajero quiere contar algo de esta colosal
obra.
Apenas hay media docena de personas esperando, lo que es
una gran suerte teniendo en cuenta que
el ascensor tiene una minúscula cabina cilíndrica en la que apenas caben tres o cuatro personas
embutidas como si fueran arenques en una lata. Mientras espera su turno piensa
en lo que sabe de este monumento proyectado por el arquitecto Cayetano Buigas, costeado
por suscripción pública e inaugurado en 1888. Tiene una enorme base de granito
y sobre ella se alza una columna
rematada por la estatua del descubridor de América, obra del escultor
Rafael Atché. No dirá el viajero las dimensiones completas de la estatua, pero
sí que bajo sus pies, cuya talla alcanza 1,20 metros , se halla
el mirador al que el viajero está subiendo ya. La inauguración del monumento
por la reina regente doña María Cristina fue un acontecimiento importante. No
hay más que recordar los invitados e ilustres personalidades que acudieron al
acto. Allí, aquel 1 de junio de 1888 estuvieron el rey Humberto I de Italia y el presidente de los Estados
Unidos Grover Cleveland.
Desde el pequeño espacio del mirador, una especie de
estrecho corredor circular el viajero se asoma por las mirillas de cristal. La
vistas son magníficas en cualquier dirección, pero son las Ramblas, otra vez, las
que acaparan su atención; porque si hay un paseo en Barcelona, síntesis de su
ser cosmopolita, son ellas y por ellas regresa el viajero, pero saliendo y
entrando continuamente por sus lados, para ver lo que los antiguos barrios
barceloneses guardan. Primero se asoma a la Plaza Real , neoclásica
y porticada, luego, más allá, en el
barrio de la Ribera , a la basílica de Santa María del Mar, la
iglesia gótica, en opinión del viajero, más bella de Barcelona; aunque de este
templo el viajero dirá poco por faltarle las palabras, y porque hasta libros de
gran éxito han escrito sobre ella, y con mejores letras que las usadas por el
viajero; pero al menos sí contará que estuvo forrada de sobrecargadas tallas
barrocas, que desaparecieron durante los once días que duró el incendio
ocurrido durante la Guerra Civil
española y dejaron la impresionante estructura que el viajero ve hoy.
Al salir, sube por la calle Montcada, calle señorial donde
las haya, cuajada de palacios construidos sobre los solares en los que
estuvieron otros más antiguos del siglo XII, cuando fue trazada la calle; y de
vuelta, entra en el barrio gótico el más antiguo de la ciudad.
Al llegar a la
Plaza del Rey el viajero empieza a imaginar lo que allí paso
hace poco más de quinientos años. Los reyes Isabel y Fernando han llegado a
Barcelona hace pocos días. Son jornadas llenas de agasajos y cortesía, pero aquel 7 de
diciembre de 1492 sucede algo imprevisto.
El rey Fernando ha recibido en audiencia a varios de sus
súbditos, ha impartido justicia en ciertos casos que se le han presentado y al
terminar, saliendo de Palacio hacia la plaza del Rey, mientras baja las
escaleras, junto a la capilla de Santa Ágata, sucede lo que nadie espera. Desde
atrás, un hombre desenfunda su espada, la levanta y, con todas sus fuerzas
unidas al peso del acero, descarga el estoque sobre la figura real. El rey
justo en ese momento ha dado un pequeño giro. Aunque ajeno a todo lo que
comienza a suceder a su espalda el pequeño movimiento ha sido providencial. El
golpe de la espada, cuyo filo estaba destinado a caer sobre la cabeza del rey,
separa las carnes del monarca en la parte posterior de su cuello y hombro, abre
un tajo, dicen los presentes, tan hondo que horroriza verlo. Mas no se desmaya
el rey, que, vuelto, aún acierta a ver como Salcedo y Ferrol, dos de sus mozos,
próximos al agresor, se abalanzan sobre él reduciéndolo, y con las pocas
fuerzas que aún asisten a Fernando grita éste:
─Que no muera ese hombre.
Ese hombre es Joan Canyamás, un payés al que por razón o
por interés, se toma por loco. Aunque en un primer momento, hombres cercanos al
rey vieron en el atentado razones políticas, achacando al influjo francés, al
navarro o incluso al catalán, la acción del agresor, no tarda mucho en abrirse
camino la idea de que Canyamás es un demente. Su propia confesión lo confirma.
Dice Bernáldez, presente durante todos estos hechos y
cronista, cómo el orate confiesa su culpa al reconocer cómo por sus orejas oía:
“Mata a este Rey, y tú serás Rey, que éste te tiene lo tuyo por fuerza”.
Confesión concluyente y categórica sino fuera por haberla hecho de la forma en
la que se solían obtener las confesiones de quienes por las buenas todo lo
negaban, por más que en el atestado oficial se reconociera dicha confesión
también fruto del arrepentimiento de Canyamás.
Obtenido un culpable, ni siquiera aquellas palabras del
rey, ahora muy grave, con la fiebre alta y en un estado que augura el peor de
los fines, salvan la vida del regicida. Sólo la reina, ante el arrepentimiento
visto en el criminal, que le procura la asistencia de un confesor, que no podrá
salvar su cuerpo, pero lo intenta con el alma, parece demostrar algo de clemencia
con quién ha tratado de quitarle al esposo y padre de sus hijos. Fernando
salvará su vida, pero cuando se recupere todo habrá terminado porque, el 11 de
diciembre Joan Canyamás es ajusticiado con absoluta falta de caridad. El reo es
sometido a cruel e inmisericorde tormento, su cuerpo lentamente mutilado de la
manera más horrible hasta su muerte, y despedazado, fue finalmente quemado y
aventadas sus cenizas.
No muy lejos de la plaza del Rey está la de Sant Jaume. En
ella, frente a frente están el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. De
los dos es éste el que concentra, especialmente en su balcón, las mayores
páginas de la historia de Cataluña. Tantos han sido los personajes asomados a
él.
Construido a mediados del siglo XIX, el Gran Teatro del Liceo ha sido
durante mucho tiempo emblema de la vida cultural barcelonesa.
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Y cerca también está la catedral. El viajero entra por la
puerta del claustro. Es sombrío y lleno de vegetación. Un estanque sirve para
que las trece ocas que allí habitan chapoteen y limpien sus blancas plumas.
Leyó el viajero hace tiempo ─y lo contó
en otro lugar─, que su número coincide con los años que tenía Santa Eulalia,
una de las patronas de Barcelona, la niña mártir, que en tiempos de Diocleciano
fue torturada hasta la muerte. El viajero que sabe que los restos de la santa
está en la cripta que hay bajo la capilla mayor entra en el templo. De lo mucho
que tiene para admirar la iglesia, el viajero destaca un Cristo hecho en madera
de olmo. Está en una de las capillas próxima a los pies del templo, la antigua
sala capitular, y se le conoce como el Cristo de Lepanto porque esa era la cruz
que en “La Real ”,
la nao capitana de don Juan de Austria, durante la batalla contra el turco,
daba protección a la escuadra española y cristiana. La retorcida postura del Cristo
cuentan que se debe a que avistada una bala de cañón que se le acercaba,
lanzada desde una nave sarracena, se dobló en un escorzo casi imposible,
evitando el alcance que parecía inevitable. No está muy seguro el viajero que
las cosas fueran así, y no la mano del tallista la causante de tal contorsión, pero así se ha dicho y hasta
escrito en muchos libros.
Pero si hay en Barcelona un edificio famoso el viajero piensa
sin dudarlo en la Sagrada Familia ;
también es la construcción más famosa de Antonio Gaudí. No olvidará el viajero
contemplar algunas de sus obras: la
Pedrera , el parque Güell, en la parte alta de la ciudad,
encargo de Eusebio Güell, el industrial, mecenas y amigo del arquitecto
reusense para el que construyó también su palacio residencia de la calle Nou de
la Rambla ;
pero ahora ante las colosales torres del templo expiatorio, que esa fue la
intención de Gaudí al diseñarlo, se le ocurre compararlo con las antiguas
catedrales medievales. Como muchas de ellas, su construcción ha ocupado, y aún
lo hace, mucho tiempo. Dos centurias abarcará seguramente su terminación
definitiva y eso que las ilusiones, aun en vida de don Antonio, de terminar la
obra en poco tiempo hubo quien las hizo suyas cuando el arquitecto fue
preguntado en cierta ocasión por el
tiempo en el que estaría concluido el templo. Gaudí, como inspirado por la fe
que siempre demostró y está a punto de llevarle a los altares respondió: “Mi
Cliente no tiene prisa”.
Como ya ha repetido el viajero aquí y en otros viajes, su
afición a ver las cosas desde las alturas es grande, y en Barcelona tiene
ocasión de hacerlo desde casi cualquier punto cardinal. Ya subió al monumento a
Colón y ahora está justo en el otro extremo de la rosa de los vientos. Entre
vueltas y revueltas, rodeando la montaña el viajero se ha plantado en la cumbre
del Tibidabo.
El viajero ya arriba, se da cuenta de como comparten el poco espacio
disponible la Iglesia ,
para gozo del Alma y el viejo Parque de Atracciones, para disfrute del cuerpo.
En la fachada de la cripta el viajero se queda un buen rato mirando el vistoso
mosaico con la figura del Sagrado Corazón, bajo cuya advocación está el templo;
luego, escala los peldaños de la escalinata y entra en la cripta. Entre
penumbras a las que se acostumbra poco a poco, descubre otro mosaico, que nada
tiene que envidiar al que ha visto
fuera. Es obra de los oficiales del los talleres Brú, de mediados del siglo XX.
En el exterior del templo el Parque de Atracciones
ocupa el poco espacio que queda libre. Es un Parque de los que ya no se hacen,
con su tiovivo con caballitos de colores, una pequeña noria, también muy
vistosa, una avioneta digna del Barón Rojo, que suspendida por medio de unas
varillas da vueltas alrededor de un eje, y que en su giro parece querer tocar
las paredes del templo vecino. Todo el Parque parece una antigüedad, más museo de la mecánica que Parque con las
vibrantes y vertiginosas atracciones que mandan en el gusto actual. Y desde las
terrazas, Barcelona, a los pies del viajero, primero los nostálgicos palacetes románticos y
modernistas que fueron construidos durante el siglo XIX y primeros años del
XX., después la ciudad toda, al fondo el mar y, mirando un poco al Sur, otra
montaña, más famosa si cabe, porque en ella hay de todo: es parque, castillo,
museo… Es la montaña de Montjuic. Cuando el viajero se acerca hasta allí, a
plena luz del día, lo ve casi todo, y dice casi porque hay algo que sólo es
posible ver cuando no hay luz, o mejor dicho, cuando el Sol ya no está y es
otra luz, ésta domesticada, la que es envuelta por la oscuridad: la de la
fuente mágica de Montjuic, diseñada por Carles Buigas, hijo de Cayetano, el
autor del monumento a Colón del que el viajero ya dijo algo nada más llegar a la Ciudad Condal. Construida en
1929 con motivo de la Exposición Universal
es aún hoy el más colorista espectáculo de los que se pueden ver en Barcelona,
y gratis. Cuando el viajero llega a la fuente aún no es noche cerrada, falta un
poco para que comience el espectáculo, pero el lugar está ya muy concurrido.
Por suerte, el viajero, que se ha acercado a la barra del quiosco que hay allí,
no sabe bien por qué, se ha ganado el favor de un galopillo del local, y en un
periquete éste le ha montado una mesita en la terraza, sacado unos bocadillos y
el viajero sentado, como en un palco, dispuesto a ver el espectáculo, que
disfruta como un buen turista.
Podría el viajero seguir enumerando los monumentos y
lugares que Barcelona puede mostrar orgullosa, pero no es éste lugar para
inventarios, aunque sí, para terminar, de nombrar a otro de los grandes de la
arquitectura modernista. Genial como Gaudí, tan sólo su fama y conocimiento del
público, de modo injusto piensa el viajero, es menor que la del arquitecto de
Reus. El viajero habla de Luis Domenech Montaner. Para ver algo de lo que hizo
no hace falta andar mucho. El Palau de la Música es ejemplo cercano al centro, que el
viajero ya vio, pero no quiere irse de Barcelona sin ver con sus propios ojos otra
de las obras que se le encargó hacer: el hospital que Barcelona necesitaba.
A finales del siglo XIX, tras el incendio, en el Raval, un
barrio próximo a las Ramblas, del antiguo y vetusto hospital de Santa Cruz,
Barcelona queda sin el hospital general que la ciudad precisa. Y es a Domenech
a quien se le encarga la construcción de uno nuevo.
El
hospital que acabará llevando el nombre de San Pablo, nombre del banquero, Pau Gil, que patrocinó su construcción fue concluido por el hijo de don Luis, Pedro, en los años treinta del siglo XX. |
Se le entregan 145 hectáreas del
“ensanche” y pone manos a la obra. Y, ¡vaya obra! Casi una veintena de pabellones
llenos de columnas, mosaicos, vidrieras, torres, cúpulas, todo ello con el colorido
que un pintor de la época hubiera dado a sus lienzos, todos los edificios rodeados de jardines, y que Doménech concibió
así. Una obra útil pero bella, como una terapia más en la recuperación de los
habitantes de aquella ciudad sanitaria.
Queda mucho más, pero el viajero debe partir, sabiendo que en cuantas visitas
vuelva a hacer a está ciudad, siempre encontrará algún rincón, conocerá algún
secreto que le haga pensar una y otra vez lo mismo: volver.