DOMICIANO Y LA DAMNATIO MEMORIAE. HISTORIA DE UNA EXCEPCIÓN.

   Pocos de los que hablaron o escribieron sobre él juzgaron con benevolencia al último emperador de la dinastía Flavia. Si acaso Marcial, el poeta bilbilitano, lo elogió, pero cuando Suetonio le dedicó el último de los capítulos de su “Vida de los doce cesares” no se anduvo con contemplaciones, como tampoco lo hicieron Tácito o Plinio.

   Domiciano era hijo y hermano de emperadores. Su padre, Vespasiano, del que no se tiene mal recuerdo, pues si no murió en la cama fue porque no quiso, no tuvo el indigno final que otros anteriores a él sí alcanzaron. No fue odiado Vespasiano que, cuando le llegó su hora, tranquilo, en la cama, aquejado por el malestar y las fiebres de los cólicos que padecía, se levantó como pudo diciendo: “Un emperador debe morir de pie”, y se murió.

Estatua del emperador Vespasiano en Castrourdiales.
Vespasiano fue padre de los emperadores Tito y Domiciano.

  Su lugar lo ocupo Tito, del que los historiadores romanos tampoco han hablado mal, puesto que se comportó con benignidad, no firmó sentencia de muerte alguna, ayudó al pueblo en las catástrofes que asolaron Roma durante su mandato y realizó muchas obras públicas; y si no hizo más fue porque su reinado apenas duró dos años. Pese a las sospechas de un envenenamiento, parece que en realidad murió, como su padre, de muerte natural. Llorado por el pueblo, no lo fue tanto por su hermano Domiciano, que no había dejado de conspirar en su contra, y que al faltar Tito, se hizo cargo del Imperio.

   Venía, al parecer, Domiciano resentido en su carácter por la predilección que su padre había mostrado siempre por Tito, pero aunque al principio se comportó con prudencia, no tardó mucho en manifestarse su perversidad. Suetonio cuenta con detalle muchas de sus extravagancias. Durante un tiempo tuvo por costumbre encerrarse solo y dedicar su tiempo a la captura de las moscas que revoloteaban en torno a él. Luego, atravesándolas con un alambre una a continuación de la anterior, quedaban ensartadas a modo de repugnante pulsera o collar. Estas actividades pueriles y crueles eran tomadas a befa por quienes las conocían, y así cuando alguien que pretendía hablar con el emperador preguntó si había alguien con él, Vibio Crispo, respondió:
   ─No, ni siquiera una mosca.
   Sus manías no habían hecho más que comenzar, como también el ejercicio arbitrario de su poder, pues junto a justas medidas ordenaba caprichosas órdenes. Mandó matar a muchos hombres, cualquiera que fuera su condición, por las razones más peregrinas. A uno por hacer bromas que no resultaron de su agrado, a otro por creerle aspirante al cetro imperial al nacer bajo el signo de una constelación que predecía malos augurios; a un hombre corriente, en el circo, por opinar que ciertos gladiadores eran mejores luchadores que otros, mandó que fuera arrojado a la arena y se enfrentara a dos perros. Precisamente, durante los juegos se hacía acompañar por un enano, que debía situarse a sus pies, pero con el que mantenía sesudas conversaciones, incluso sobre la política del Imperio. Su egomanía le llevó a cambiar los nombres de dos meses por los suyos propios; pero se convirtió en un ser temeroso de todo y de todos, tanto como los demás le temían a él. En cierta ocasión determinó que se cortasen la mayor parte de las vides de Roma, tras comprobar que había mucho vino y poco trigo, pero entonces leyó un escrito que decía que aunque cortase todas las viñas, aún habría suficiente vino para celebrar su muerte. Tanto le afectó y tal miedo le infundieron aquellas palabras, que desistió de su empeño talador. Epafrodito era secretario suyo. Un día recordó que él había sido quien, veinticinco años atrás, había entregado a Nerón la daga que sesgó su carótida y tuvo miedo de que se le ocurriera hacer lo mismo con él. Ordenó matarlo. Siendo un cobarde, fomentó la delación como medio para protegerse de quienes le odiaban, que eran muchos.

   Más todas las precauciones fueron insuficientes y una conspiración y siete puñaladas, pese a la resistencia que opuso, dieron cuenta del malvado emperador.

   Tras su asesinato, el Senado decretó una damnatio memoriae. Se inició la eliminación de todo rastro físico que recordase la existencia de Domiciano, tratando de hacerlo caer así en el olvido. Se borró su nombre de las inscripciones, se destruyeron cuantas estatuas y bustos de él se conocían y suprimió su nombre de todos los escritos, pero lo cierto es que, como casi siempre, el propósito no le logró del todo, pues hubo una excepción.

   La primera que no permitió que Domiciano quedara en el olvido fue Domicia Longina, su esposa, mas no por su amor a él, sino para dar testimonio de su inicua memoria. Era Domicia de familia noble, respetada y querida, pues no había secundado los actos del emperador. Tras morir Domiciano fue llamada por el Senado, que determinó concederle el favor que desease. La viuda del tirano pidió se erigiera una estatua de bronce y permiso para ubicarla donde ella deseara. Concedido el permiso, cuenta Procopio cómo ordenó recoger los restos del esposo, poco antes cosido a puñaladas y despedazado, unir sus restos y hacer que los escultores hicieran réplica de aquella figura compuesta como rompecabezas con forma humana; y hecha que se instalara en el camino del capitolio como muestra de cómo había muerto Domiciano, el último emperador de la dinastía Flavia.
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ISABEL BARRETO. LA RICAHEMBRA CAPITANA

   Tenía cara de ángel, era rubia, de ojos azules y hermosa. Como era de buena familia, pues su padre, Francisco Barreto, había sido gobernador de la Indias Portuguesas, Isabel había recibido una educación acorde a su posición. Además, estaba dotada de una fantasía desbordante y las lecturas que hallaba en la biblioteca de su padre y las aventuras que de él o de quieres le visitaban por razón de su cargo oía, estimularon su interés por la aventura. Aún no había cumplido los veinte años cuando la hermosa Isabel partió para Lima, como dama, en el séquito de doña Teresa de Castro, la esposa del virrey del Perú don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete. Allí estaba Isabel Barreto cuando conoció a don Álvaro de Mendaña. Era don Álvaro hombre maduro, personaje de notable fama, almirante, adelantado de la mar océana y descubridor de las islas Salomón, del que la joven Isabel quedó prendada. Ofrecía ella su juventud y belleza, y él su experiencia y los derechos sobre aquellas islas descubiertas. Y así es como, una vez casados, Isabel se embarcó en la aventura de su vida.

   El 9 de abril de 1595 zarpa del puerto de El Callao una pequeña flota al mando de don Álvaro de Mendaña y del piloto Pedro Fernández de Quirós, que al fin haría de cronista de aquella aventura, quizás bajo el sesgo del enfrentamiento, a veces justificado, con doña Isabel.  Son cuatro embarcaciones en las que caben pertrechos, soldados y varias mujeres las que inician aquella expedición. Isabel, en el galeón San Jerónimo, la nave capitana, acompaña a su esposo. Van en busca de las Islas Salomón, que veinte años antes había descubierto don Álvaro y que, con las capitulaciones obtenidas de Felipe II, se propone colonizar y gobernar.

   Pero el viaje se torna complicado, y aunque descubren unas islas, a las que Mendaña bautiza con el nombre de Marquesas, como homenaje a la esposa del virrey benefactor del viaje, su incapacidad para encontrar las islas que descubrió veinte años atrás y la enfermedad que contrae y que, finalmente, le arrebata la vida, parece dar por terminada la aventura.

   Pero no es así; aún tuvo tiempo Mendaña, antes de morir, de dejar a su esposa el mando de la expedición, siendo así la primera mujer almirante de la historia. La designación no fue vista con buenos ojos ni por Fernández de Quiros ni por los marineros y soldados, casi todos hombres rudos siempre dispuestos al motín cuando las cosas venían mal dadas. En esas condiciones Isabel Barreto debe tomar sus primeras decisiones. No quiere seguir la ley del mar y en vez de arrojar el cuerpo de don Álvaro a las aguas, busca tierra donde enterrarlo. Lo hace, pero al dejar tierra toda la fuerza desbocada de la naturaleza arremete contra de los expedicionarios. Se desata un temporal, que por ser cosa conocida por aquellos marinos experimentados preocupa menos que lo que extrañados y temerosos empieza a caer desde el cielo, que parece fuego. Una lluvia ardiente de cenizas procedente de algún volcán en erupción cubre la cubierta. Isabel decide abandonar la rada en la que están fondeados. Deben el San Jerónimo y su compañera, la carabela Santa Isabel, superar los arrecifes y alcanzar alta mar, mas como entre Escila y Caribdis, lo que atrás dejan es insignificante calamidad comparada con lo que les espera en los arrecifes. Una enorme ola causada por un maremoto inunda la cubierta del galeón. El San Jerónimo está peligro, como una cáscara de nuez en medio del torbellino, resulta gobernable a duras penas.  El timonel es arrancado de su puesto por un golpe de mar. Quirós, el piloto, se aferra a la rueda de timón en su lugar. Trata de mantener el rumbo, pero otro bandazo lo hace rodar por la cubierta. Cuando se rehace y trata de volver, ve a Isabel Barreto, sujeta al timón, que mantiene el rumbo. Al día siguiente,  lejos ya de aquel infierno, azul el cielo y el mar quieto, en el San Jerónimo dan gracias por estar vivos. Isabel se ha ganado el respeto de todos, pero no su obediencia, aún.

   Nada se sabe de la Santa Isabel. Tampoco de su tripulación. El sentimiento de soledad es enorme. No tardan en oírse voces que murmuran. Sin saber donde ir, quieren volver, unos al Perú, otros a Filipinas.

Galeón español del siglo XVI. Así de imponente
 surcaba los mares el San Jerónimo a cuyo mando estuvo
 Isabel Barreto, la primera almirante de la historia.

  A Isabel la fuerza de los acontecimientos la torna dura como la piedra. No ha cumplido los treinta años y nada en ella recuerda al ángel embarcado en El Callao. Es ahora una fiera que se ha desprendido de sus ropas de mujer, usa las de su difunto esposo y se comporta como el virago que nadie sospechaba podía ser. Está decidida a encontrar las islas Salomón. Como heredera de las mismas quiere cumplir el sueño de su esposo y el suyo propio. Cuando un marinero de nombre Medina, descontento, rebelde y agitador, trata de hacerse seguir por el resto de la marinería, Isabel lo hace llevar a su presencia:
   ─¿Qué pretendes Medina?
  ─Los hombres hemos hablado, exigimos volver a casa. Nada bueno obtendremos permaneciendo aquí. Muerto don Alvaro, los hombres no comprenden qué busca la señora, sino una muerte segura ─contesta Medina.
   ─¿Nada bueno? ¿Una muerte segura? ¿Acaso no sabéis quién manda aquí? Habláis, Medina, de muerte. Yo os daré a conocer el significado de esa palabra.
   Y dirigiéndose al contramaestre doña Isabel ordena:
    ─Prendedle y colgadlo de la verga del trinquete. Y a vosotros ─dijo desde el alcázar, dirigiéndose a los demás que se agolpaban en la cubierta─, mirad y aprended la lección. Os lo advierto, mi misión es gobernar las islas Salomón y a vosotros. Nada me desviará un ápice de mi objetivo, que lo fue de don Álvaro también.

   Y sin dejar que Medina termine de hablar sobre sus pretensiones, es izado y, tras permanecer un día entero a la vista de todos, arrojado su cuerpo al mar. Ya todos le obedecerán en el futuro.

   Sin saber donde, Isabel y el piloto Quirós buscan las Islas Salomón, derrotan hacía el Sur, descubriendo numerosas islas aún desconocidas; pero habitadas por pueblos antropófagos, deben desistir del desembarco. Pronto la comida escasea y en los toneles del San Jerónimo el agua se corrompe. Ello obliga a arrostrar nuevos peligros cuando al divisar una isla, decide doña Isabel desembarcar.

    Con la mayor cautela, ella al frente, con la espada de Mendaña y un grupo de soldados avanza por la selva, en busca de agua. La fortuna les lleva a un poblado, apenas unas cuantas chozas. El lugar es siniestro, pues en el interior de una de las chozas penden cabezas humanas. Aterrados, se apoderan de lo necesario, hasta un cerdo que hallan en los corrales es llevado a rastras, regresando a toda prisa. Pero antes de llegar al San Jerónimo, les salen al paso un grupo de guerreros indígenas, que comienzas a lanzarles flechas. Una de ellas alcanza a un soldado, que sigue corriendo, pero al poco pierde el conocimiento. El arpón de las flechas está envenenado. Lo llevan a cuestas. Cuando por fin logran llegar al San Jerónimo, el cuerpo del herido está hinchado y amoratado. Nada es posible hacer por él, salvo rezar por su alma.

   Y nuevamente se impone el carácter de doña Isabel, y su autoridad sobre aquellos hombres que únicamente quieren escapar de aquel infierno y volver a casa. Decide que no puede quedar sin castigo la muerte de aquel soldado y con un grupo de hombres bien armados, con nocturnidad, próximo el alba, los españoles caen sobre el poblado, iniciando una matanza despiadada, de la que tan sólo unos pocos se salvan huyendo hacia el interior de la jungla. Vengado el español muerto, regresan al San Jerónimo y zarpan.

   Muchas más aventuras, si así se puede decir de las penalidades que tuvieron que sufrir, vivirán aquellos hombres y mujeres del San Jerónimo, hasta que a finales de enero de 1596 avistan las costas filipinas. Apenas treinta y cinco supervivientes, de los ciento veinte embarcados en El Callao logran ver tierra conocida, pero no el fin de sus tribulaciones. A duras penas el San Jerónimo puede navegar, tan roto y deshecho como quienes lo han tenido por casa los últimos diez meses está el otrora arrogante galeón, pero quien no pierde su arrogancia es doña Isabel Barreto. Soberbia siempre, cuando ya la costa salvadora está a la vista y sin alejarse de ella, camino de Manila, Quirós propone desembarcar los cañones para aligerar lastre en la perjudicada nave. Doña Isabel se niega; y cuando a pocas jornadas de su arribada a Manila, la tripulación hambrienta, propone repartir la despensa de a bordo, doña Isabel se niega otra vez, como se niega también a que nadie desembarque por causa alguna sin su autorización. Tan férreo y despótico mando desespera a los hombres y uno de ellos, casado con una de las mujeres a bordo del San Jerónimo, de la que ha tenido un hijo, ayudado por los indígenas desembarca y regresa con alimentos para la esposa y el hijo. Y es entonces cuando se descubre en doña Isabel su verdadera falta de humanidad, pues detenido el soldado a su regreso, manda doña Isabel se le ahorque de inmediato por incumplir sus órdenes. Ni los ruegos del superior del soldado detenido ni de Quirós son capaces de ablandar el duro carácter de la tirana. Sólo, cuando al fin la esposa del soldado, deshecha por las lágrimas, ruega el perdón para su esposo, doña Isabel, con la magnanimidad de quien manda, perdona la vida del esposo de quien le suplica.

    El 11 de febrero se adentran en la bahía de Manila y pocos días después se disponen a atracar en el puerto de Cavite para ser recibidos como héroes. Doña Isabel rescata sus ropas de mujer. Es mujer joven y de singular belleza y no hace falta mucho para que al desembarcar, formidable y altiva, despierte la admiración de todos. Recibida con salvas, se la disputan en todos los salones. Un año permanecerá allí, hasta que terminado el luto por Mendaña, otro marino, Fernando de Castro, llene el corazón de Isabel y colme sus ansias de aventura. Sin embargo, tras hacer escala en Acapulco, en Nueva España, las dificultades económicas para organizar una nueva expedición en busca de las islas Salomón hacen imposible el viaje. Un cambio de rey, dificulta aún más las pretensiones de la almirante y su nuevo esposo. Felipe III revoca las capitulaciones a favor de don Álvaro de Mendaña, y por tanto de su heredera doña Isabel, sobre las islas Salomón, y redacta otras a favor del ya declarado enemigo de doña Isabel, su antiguo piloto Fernández de Quirós. Nada lograrán los esposos en su audiencia en España con don Felipe, que ratificará los beneficios concedidos a Quirós. Nada logrará ya, y el eco de la primera almirante de la historia se desvanecerá poco a poco en su retiro gallego, donde la gente hablará de ella como la ricahembra que hizo las Américas.
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EL SECRETO DE DON SEBASTIÁN DE PORTUGAL

    Cuando el 2 de enero de 1554, dieciocho días antes de que doña Juana de Austria, hermana de Felipe II, diera a luz a su hijo Sebastián, fallecía el príncipe don Juan, heredero al trono de Portugal. Tenía el joven infante de Portugal diecisiete años.

   En esa época, la de Felipe II en España, Enrique II, Carlos IX y Catalina de Médicis* en Francia; Isabel I en Inglaterra y Pío V, luego santo, y Gregorio XIII, en Roma; la del concilio de Trento, las batallas de San Quintín y Lepanto y la matanza de San Bartolomé, transcurre la corta vida del rey don Sebastián de Portugal, desaparecido en Marruecos y mitificado por el pueblo después.

   Transcurrió su infancia sin mayor contratiempo aparente. Huérfano de padre, pareció estarlo también de madre, pues doña Juana, nada más enviudar y parir al heredero, se apartó de la escena cortesana y poco después resolvió volver a Castilla. Aunque era informada puntualmente sobre todo lo que acontecía a su hijo, fue la abuela del niño, la reina doña Catalina de Austria, hermana del emperador Carlos y pronto viuda de Juan III, quien se ocupó, ya como regente, en sus primeros años, con la ayuda de frailes de la Compañía de Jesús, de la educación del príncipe.

   Fue al llegar la pubertad cuando se hizo perceptible la misteriosa enfermedad de don Sebastián. Preocupó mucho la dolencia del príncipe, pero fue ocultada en la medida de lo posible por el propio don Sebastián y por su entorno. Tampoco la historiografía ha tratado el asunto con profundidad. Especialmente los historiadores portugueses han sido reacios a reconocer durante mucho tiempo la evidencia. Sin embargo a partir del siglo XX, el asunto de la enfermedad de don Sebastián ha sido tratado, y formuladas variadas hipótesis sobre el asunto. Desde una uretritis crónica, hasta una espermatorrea, opinión mantenida por el doctor Marañón, se han barajado como posibles causas del mal de don Sebastián. El caso es que fuera una u otra cosa, difícil de saber hoy dado el ocultismo con el que se llevó el asunto y que hace casi imposible conocer la etiología de su dolencia, su enfermedad venía acompañada de intermitentes periodos de fiebre, vahídos y malestar general.

   Muchos fueron los esfuerzos de la regencia portuguesa por encontrar esposa a don Sebastián, pero su misoginia fue insuperable y siempre cualquier intento encontró como respuesta de don Sebastián la negativa a contraer matrimonio. Resistente a los encantos femeninos, cual piedra berroqueña a la intemperie, el desánimo cundía entre los gobernantes portugueses y en las cancillerías de los países con princesas casaderas aspirantes a compartir la corona portuguesa. Nadie, ni el papa Pío V,  que lo intentó en dos ocasiones, la segunda enviando a Francisco de Borja, logró doblegar la voluntad del rey portugués. Acaso con Borja estuvo más cerca que nunca la posibilidad de conseguirlo, pero finalmente nada se pudo hacer por convencerlo. Si su aversión al trato con las mujeres se debió a su enfermedad, muy camuflada merced al aspecto saludable del rey y a sus continuas exhibiciones de fuerza, en ejercicios próximos a la temeridad, a su personalidad anómala o a la influencia que desde niño ejercieron sobre él sus preceptores jesuitas, fomentando una castidad cuya causa parece nacer en el espíritu piadoso en el que fue educado con la práctica de una vida ascética rayana en lo monástico, quizás nunca lo sepamos, pero sí lo que quienes estuvieron con él dejaron escrito.

San Pío V. Lienzo en la Iglesía del Pilar de Valencia.

   Muchos historiadores hacen recaer en don Luis Gonçalves de Cámara, su confesor,  la culpa de su trastorno. Si tienen razón, lo debe ser en parte. La propia naturaleza extraviada del príncipe en formación debió llevar buena parte también en la causa de sus desvaríos.

   En una carta dirigida por don Juan de Borja a su señor Felipe II, le advierte sobre el pensamiento manifestado por don Sebastián, cumplidos ya los diecisiete años: “Yo no acabo de determinarme qué cosa sea esta de no quererse el Rey casar (…), y que esto no sé de qué procede porque en su edad ni les suele faltar estas ganas a los mozos, si no son viciosos, como no lo es el Rey”, pero luego añade: “De esto infiero que no tener pasiones en esta edad no es de tener por muy sano, porque la virtud no consiste en no tenerlas, sino en vencerlas”.

   Lo cierto es que mientras hubo esperanza, se le propusieron varias candidatas. Se pensó en la francesa Margarita Valois, hija de rey y hermana de reyes. Es posible que desde el punto de vista geopolítico la opción fuera agradable a Portugal, que podría ver a España un poco más lejos, pero la falta de interés de don Sebastián y la oposición de Felipe II dieron por imposible el proyecto, todo ello aun sin tener en cuenta los deseos de Catalina de Médicis, más interesada en el heredero español, don Carlos, para su hija, que en el portugués don Sebastián;  acaso la providencia intervino en el asunto para evitar la desdicha de Margarita, tan propensa al juego amoroso, y a la que don Sebastián, de prosperar el intento, hubiera hecho profundamente infeliz.

   Suspicaces los nobles portugueses de la propuesta de la reina gobernadora doña Catalina de Austria, abuela de don Sebastián y tía de Felipe II, de casarla con una princesa española, la enfermedad del rey, la corta edad de la candidata Isabel Clara Eugenia, de tan sólo once años, la hija más querida de Felipe II, entre otras razones, hicieron imposible el consentimiento del rey Prudente, pese a que don Sebastián, y fue el único caso, con cierta ambigüedad, todo sea dicho, dejó entreabierta la posibilidad de aceptar, como se desprende de los temas tratados entre don Sebastián y don Felipe en Guadalupe.  Y sin embargo, no debía preocupar en exceso a don Felipe la soltería y actitud de su sobrino, que de morir sin descendencia, dejaba a su tío, el rey de España, más cerca de los derechos al trono portugués, aun más tras la muerte sin descendencia de don Duarte el 28 de noviembre de 1576, hijo del fallecido primogénito de don Manuel y nieto, por tanto,  de éste(1).

   Cuando el día de San Sebastián, el 20 de enero de 1568, justo al cumplir los catorce años don Sebastián adquiere la mayoría de edad, empieza a dar rienda suelta a sus proyectos.

   La cabeza de don Sebastián está llena de pájaros. Sueña con grandes empresas de conquista.  Al margen Portugal de su participación en la batalla de Lepanto, la gran armada construida la quiere don Sebastián para su aventura en Oriente, pero destruidas las naves en el puerto de Lisboa a causa de una terrible tempestad, abordados entre sí todos los barcos, quedando todos inutilizados, el doncel portugués fija su mirada en Marruecos. Esa idea le obsesionará siempre, hasta su fin. Su personalidad, condicionada por la educación recibida, y su propia naturaleza hacen de él un personaje inmaduro. Sus aires de grandeza y su misoginia no son sus únicas manías: de gira por las tierras de su reino llega a Alcobaça, visita los sepulcros de los reyes de Portugal,  antepasados suyos. Al llegar ante el de Alfonso II, aliado del español Alfonso VI en la Navas de Tolosa, ordena que se abra; luego, al llegar ante el de Alfonso III repite la orden. Varios sepulcros más resultan abiertos; nadie parece atreverse a amonestar al monarca. Finalmente, Francisco Machado, un fraile, lo hace. No tarda en ser a su vez reprendido por el superior del convento por orden del rey. Prosigue don Sebastián su periplo. Camino de Coimbra, se detiene en el monasterio de Batalla; allí yace desde hace más de setenta años Joao II. Como en Alcobaça, don Sebastián se ve dominado por un inexplicable furor necrofílico. Ordena que se abra el sepulcro del rey. La visión impresiona a todos, más que a ningún otro al rey Sebastián. El cadáver del rey Joao está incorrupto. Sin pensarlo dos veces, ordena sea puesto en pie y tomando la espada, todavía junto al cadáver, ordena a don Jorge de Lencastre, hijo del duque de Aveiro, bese la mano del cadáver incorrupto de don Joao, ejemplo de valentía, cuando como príncipe acompañó a su padre  Alfonso V, en la conquista de Arcila, en el Marruecos que él  mismo quiere conquistar.

   Pero también sabe actuar con justicia: Martín Gonçalves de Cámara es escribano del rey y persona muy hábil e influyente en el comportamiento de don Sebastián. Tiene don Martín un hermano llamado Nuño, quien al fallecer deja viuda a su esposa doña María de Noroña. Todos los Gonçalves de Cámara pertenecen al círculo más próximo al rey. Son señores importantes. Pero la pobre María viene a enamorarse de Manuel Nunes, un hombre sin el alto rango de los Gonçalves. Al casarse con él María, don Martín monta en cólera. Su excuñada casada con un hombre de inferior rango deshonra a su difunto esposo y a todos los Gonçalves. Ordena que se aprese  a doña María y la confina en los calabozos de la torre de Belem. Viendo el encierro pobre escarmiento, en el colmo de su desafuero, manda sacar a doña María de su presidio y, aupándola en una mula, con las manos atadas, la humilla ante el populacho. Desesperada la dama, creyéndose conducida al cadalso, como puede, salta de la bestia con intención de llegar a sagrado en la muy cercana iglesia de San Antonio, mas cae al suelo y entre el jolgorio de la gente es nuevamente encerrada.

   Protesta, como es natural, la familia de la violada en su dignidad y los hechos llegan también a oídos de la anciana reina Catalina, que toma la defensa de la ultrajada ante el rey. Éste, al conocer los hechos, hace llamar a don Martín. Al presentarse ante don Sebastián, éste le da la espalda y sin decir palabra, por medio de un servidor, pregunta a don Martín bajo qué autoridad ha cometido los atropellos sobre doña María, de los que todos hablan. Y dicen que sin contestar a la pregunta salió don Martín de palacio y nunca más se supo de él en la corte.

   Pese a las recomendaciones en contra, don Sebastián da forma a su proyecto de marchar sobre África. Su visión romántica de la guerra, le hacen soñar con gestas heroicas en las que somete a los infieles y que, con inconsciente falta de humildad, hacen de él un nuevo cid. De nada sirve la oposición de su abuela doña Catalina, de su tío el cardenal don Enrique, de Felipe II, tío suyo también, con quien se entrevista en Guadalupe en diciembre de 1576 y enero del año siguiente. También el duque de Alba, presente en aquellas reuniones, advierte al joven rey sobre los peligros y el incierto final de una campaña militar al otro lado del estrecho. Don Sebastián, casi perdidos los nervios ante quienes parece quieren  destruir sus sueños de conquista, en un vano intento por demostrar su arrojo, el desprecio por el peligro, interroga al duque:
   ─¿De qué color es el miedo?
   ─Del color de la prudencia─ responde tranquilo Alba, curtido ya en despachos y campos de batalla.


Estatua de Felipe II. Jardines de Sabatini, Madrid. Los esfuerzos del
rey Prudente por disuadir a don Sebastián, sobrino suyo, fueron sinceros
 ante lo descabellado de la empresa, pero la terquedad del joven rey
 portugués le impidió aceptar cualquier consejo y, finalmente,
 la expedición zarpó de Lisboa el 25 de junio de 1578.

                                                         *

   En Alcazarquivir ocurre el desastre. La ciudad cuenta una leyenda que fue fundada por el rey Mansor cuando, en una jornada de caza por aquellos parajes,  la lluvia y la caída de la noche sorprendieron al ilustre cazador. Encontrándose el rey con un habitante de aquellos pagos, sin conocer la calidad del personaje extraviado, el  hombre lo llevo a su casa, le dio cobijo y lo sentó a su mesa, tratándolo con gran hospitalidad. Al día siguiente, acompañó a su invitado a lugar desde donde pudiera continuar camino, coincidiendo con los caballeros que, durante la cacería, acompañaban en la jornada anterior al rey extraviado, y que ahora le buscaban. Al encontrarlo se postraron ante su señor, momento en el que el hombre comprendió que era al mismo rey al que había atendido en su morada. Agradecido el rey por las atenciones recibidas, ordenó que fuera construida allí mismo una ciudad, y fuere aquel hombre su primer señor.

                                                        *

   Tras zarpar de Lisboa, hacer escala en Cádiz y Tánger, la flota portuguesa llega a Arcila. El objetivo de su campaña es la conquista de Larache. Pronto se suscita entre nobles y capitanes cómo proceder a la toma de la ciudad. La mayoría proponen la conquista desde el mar. Es la más sencilla, la menos arriesgada y la que ofrece unas mayores garantías de éxito. De las opciones terrestres se baraja la más natural, siguiendo, en dirección Sur, la línea de la costa; pero don Sebastián, en contra de toda opinión que no fuera la de cumplir su voluntad, elige el avance por el interior con la ocupación previa de Alcazarquivir. Busca así la gloria, el enfrentamiento en campo abierto con el sultán Abd-al-Malik.

   Como no había sido posible persuadir a don Sebastián de abandonar aquella loca campaña, tampoco ahora lo era cambiar su parecer. Más que el ímpetu de la desbordante fortaleza de sus veinticuatro años, pese a la intermitencia de su enfermedad que trataba de ocultar, es la obsesión por obtener la gloria, gracias a temerarios triunfos, el motor de su irreflexiva obstinación.

   Alentado por personajes serviles, incapaces, como siempre fue durante sus maniáticas excentricidades, ignora las propuestas sensatas, cuando no las censura y advierte que es él, el rey, quien se pondrá al mando de modo omnímodo durante la campaña.

   Cuenta como aliado el rey portugués con Muhammad, el Xerife, el antiguo califa de Fez y Marrakech desposeído de su reino y título por su tío Abd-al-Malik. Refugiado en las montañas del Atlas, Muhammad no duda en aliarse con el rey cristiano para recuperar su trono y, como conocedor del terreno, advierte de la dificultad de la empresa, abocada al desastre que don Sebastián no quiere ver, si se toma el camino de Alcazarquivir.

   Con una inferioridad numérica de la que don Sebastián parece ser el único que no considera decisiva y un ejército sin intendencia, carente ya de casi todo y agotado, pese a las pocas jornadas transcurridas, bajo el abrasador sol de agosto, el día 4 de aquel caluroso mes de 1578 comienza la batalla, la gran catástrofe del ejército luso, el fin, con la desaparición de don Sebastián, de la dinastía portuguesa de los Avis y por deseo de un pueblo incapaz de creer su propia decadencia, el principio de un mito: el sebastianismo.

                                                       *

   Se hablaría durante mucho tiempo de la desaparición, no de la muerte de don Sebastian, incluso muchos historiadores así lo hicieron. Se dio pábulo a la posible aparición de don Sebastián, del héroe, y lo cierto es que no hubo uno sólo. Varios impostores se atribuyeron la personalidad del rey muerto en Alcazarquivir, cuyo cuerpo muchos no quisieron después reconocer que había sido hallado, pese a que tras la derrota, en el campo de batalla, su cadáver fue encontrado al día siguiente. El cuerpo del rey, ya parcialmente deformado y corrompido por el sofocante sol que abrasaba la tierra y los más de catorce mil cuerpos sin vida que yacían tras la lucha, fue entregado a Muley Ahmed, el heredero de Abd-al-Malik, tras la muerte durante la batalla del enfermo califa, presente en la retaguardia hasta su último aliento, y que reconocido el cadáver por varios ilustres caballeros portugueses, con don Duarte de Meneses a la cabeza fue entregado al alcaide de Alcazarquivir donde en presencia de don Melchor de Amaral, otro de los que habían identificado al rey, fue enterrado.

   Años después, con el reino de Portugal parte de la corona española, Felipe II consiguió la devolución de los restos que, llevados a Lisboa, fueron enterrados para su descanso eterno en el monasterio de los Jerónimos.


(1) Precedía a Felipe II, nieto también de don Manuel por ser hijo de doña Isabel de Portugal, la esposa amada del emperador Carlos, el infante cardenal don Enrique, quien soltero, sin descendencia y llamado a cruzar pronto la línea del más allá reinó Portugal hasta su fallecimiento menos de dos años después de ser proclamado. No contaba, no obstante, don Felipe con la pretensión de don Antonio, prior de Crato, nieto también del rey Afortunado, si bien fruto de ilícitas relaciones de su padre Luis.

*No quiero dejar de recomendar, a quienes no la conozcan ni hayan leído aún, la novela “La corte del diablo”, primera novela en solitario de la escritora Montserrat Suáñez y que, por ser novela o gracias a ello, dibuja de forma amena y didáctica, pero rigurosa la corte francesa de Carlos IX y su madre Catalina de Médicis, en los momentos previos a la matanza de San Bartolomé, y cuya reseña pueden leer aquí.
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FRANCISCO JERÓNIMO SIMÓ. ¿UN SANTO SIN ALTAR?

   Francisco Jerónimo Simó Villafranca no tuvo una vida larga, apenas 33 años, que fueron dedicados a la caridad, en el sentido más místico y sobre todo a la oración y al estudio, no en vano, se le considera un prequietista al que el propio Miguel de Molinos, máximo exponente de esta corriente religiosa, defendió en la causa de su santidad. Hijo de José, un carpintero francés, al que todos llamaban el Justo por su honradez profesional y de Esperanza, muy pronto Francisco Jerónimo quedó huérfano; pero recogido por un clérigo, su vida quedó consagrada a los asuntos del cielo. En 1603 fue instituido beneficiario de la iglesia de San Andrés de Valencia y dos años después ordenado sacerdote.

    Mas siendo admirado y querido en vida por su entregada existencia al misticismo y sacrificio a Dios y al prójimo, es al morir cuando comienza a extenderse la veneración por el presbítero de San Andrés. Mucho contribuye a ello su proceder en vida: acompañaba a reos y enfermos en sus penurias, confortándolos en lo que podía; de sus escasas rentas como beneficiario daba casi todo a quienes lo necesitaban más que él, hasta el punto de ser él mismo quien en mayor estado de necesidad se hallaba, viéndose obligado a pedir para él un poco de pan en un convento próximo;  y sin tener nada suyo, ni su cuerpo se libraba de las mortificaciones que se aplicaba para penitencia de sus faltas. Su muerte ocurrida hacia el mediodía del miércoles 25 de abril de 1612, a decir de quienes le acompañaban, fue de serena quietud. Sin quejarse de los atroces dolores que padecía, expiró en mitad de la salve con la que se encomendaba a la Virgen María de la que era vivísimo devoto.

                                                        *

    La noticia del óbito corre de boca en boca con la velocidad del rayo. En contra de lo que hubiera deseado el padre Simó, discreto y humilde siempre, sonrojado cuando se le hacía honor por pequeño que fuese, se instala un gran túmulo en el centro de la iglesia de la que era beneficiario y se ofician las honras fúnebres con la asistencia del cabildo y de numeroso público. Pugnan las gentes por tocar al difunto, al que ya hacen santo; por besar sus manos, sus pies y aun desgarrar un jirón de sus ropas. Tan gran fervor popular por el clérigo fallecido produce de inmediato que se comience a hablar de milagros que, debido a la intercesión del difunto cura, se suceden: al de una mujer leprosa curada, tenido por el primero de sus más de 260 milagros ocurrido en aquellos días, se une el de un sordomudo de nacimiento que comienza a hablar y el de la resurrección de un niño que había resultado muerto en la próxima plaza de San Francisco:  le había caído en la cabeza un madero, abriéndosela por muchas partes, pero llevado hasta la iglesia de San Andrés, colocaron el menudo cuerpo sobre la caja de venerado, momento en el que se le cerraron los huesos, abrió los ojos y pidió pan. Todos estos milagros no hacen sino aumentar la exaltación de los fieles, que comienzan a proclamar la santidad del padre Simó.

Iglesia de San Juan de la Cruz, de Valencia, antigua parroquia de San Andrés.
La gran cantidad de limosnas recibidas tras la muerte de Simó permitió dar
 un importante impulso a las obras, y en 1619 las obras estaban concluidas.

   Y sin que cese el entusiasmo, días después del entierro, también en la catedral, con el virrey y los jurados de la ciudad presentes, se realizan oficios por su alma. Durante las siguientes semanas el fervor persiste incesante. Son muchos los honores hacia el venerable y en Valencia y aún en lugares lejos de ella se imprimen estampas y pintan cuadros del difunto.

   Pero la llegada de un nuevo arzobispo, fray Isidoro Aliaga, hermano del confesor del rey Felipe III, sustituto del difunto Juan de Ribera, no hace más que complicar las cosas. Es Aliaga dominico, orden junto a la de los franciscanos y los agustinos contraria a que se abriera proceso de beatificación de Simó. Ello era así en parte para no perjudicar los procesos que estas órdenes mendicantes tenían abiertos para la beatificación o canonización de los suyos. Era los casos del beato Luis Beltrán, de Nicolás Factor y Tomás de Villanueva; y en parte para mantener la exclusividad del clero regular en estos procesos. Simó era un cura del siglo, el beneficiario de una parroquia y no es visto su precipitado proceso de elevación a los altares con agrado por quienes se creen con el monopolio del cielo.

   Es Aliaga además baturro, difícil de mudar de opinión y obstinado en sus determinaciones, aunque con una terquedad que sabe disimular cuando conviene. Alojado fuera de la ciudad, no se decide el nuevo arzobispo a entrar en Valencia, pues ve cómo su oposición levanta ampollas entre los fanáticos seguidores de Simó y el cabildo metropolitano que, sin su arzobispo aún presente, es partidario e impulsor de elevar la causa de Simó a Roma. Pareciendo condescendiente Aliaga revoca un edicto publicado por él mismo en el que se prohíbe cualquier honor a favor de Simó. Envalentonados los partidarios de Simó construyen una capillita anexa a la catedral, y se da misa en ella venerando al padre Simó.

   Los esfuerzos realizados parecen dar su fruto y el 7 de septiembre de 1613 se abre en Roma la causa de beatificación del padre Simó. Muchos son los argumentos a favor y las personas que la apoyan, el archiduque Alberto de Austria, beneficiado, dijo, por la curación de una enfermedad por intercesión de Simó es uno de ellos y también el todopoderoso, si al hablar de asuntos espirituales así se puede calificar a quien tanto manda en España, duque de Lerma; y muchos también los que con opiniones bien razonadas son contrarios al proceso.

   La alegría entre los seguidores de Simó por la apertura de su causa en Roma es, no obstante, como luz efímera, pues pronto se ve cubierta por los nubarrones que desde Valencia el arzobispo Aliaga, con potentes soplidos esparce sobre Roma y Madrid, por lo que en Valencia, los ánimos, lejos de calmarse, se encrespan peligrosamente.

   El 19 de octubre, los dominicos celebran una misa en la fiesta del beato Luis Beltrán. Anuncian los frailes que Su Santidad, el papa Paulo V, no autorizará más canonización que la del beato Beltrán; que la causa de Simó no hace más que entorpecer la de aquél. Un sentimiento de rabia inunda a los asistentes partidarios de Simó, pero contenidos en su ira entonces, no podrán dar ejemplo de mayor moderación cuando al salir la procesión por el beato un fraile rompe en pedazos, ante todos, una estampa de Simó. La algarada es tan grande y vehemente el proceder de los simonistas que, al suceder fuera de recinto sagrado, comienzan a desenvainarse  las espadas y tiene la guardia que intervenir, pues no hay hábito con su fraile dentro a salvo de la ira de los partidarios de Simó.

   Mientras esto sucede en Valencia, otra batalla se libra en Roma, y en ésta la propaganda es factor decisivo. El enviado para defender la causa de Simó enseña al papa un retrato del venerado valenciano. No es, ya se ha dicho, Paulo V inclinado al otorgamiento de canonizaciones, pero al ver el cuadro no puede reprimir un “veramente efigie di santo”.  Enterados de lo dicho por el papa varios cardenales, cuatro de ellos quieren tener la obra, encargando al doctor Balaguer, que tal es el nombre del defensor de la causa de Simó en Roma, se hicieran cuatro copias que serán entregadas a sus eminencias, mientras al papa se le entregará otro pintado por la mano de Ribera. También de Ribera son los cuadros que el cabildo, en el tercer frente abierto para lograr la santidad de Simó, entrega al rey Felipe y al duque de Lerma, en la corte de Madrid.

   Pero el arzobispo Aliaga y con él la Inquisición promulga en 1619 un edicto. Se prohíbe por él, como había intentado Aliaga años atrás, el culto a Simó, ordenándose la retirada de todas sus imágenes, estampas y dibujos, se hallen en los templos, tanto en las capillas como en las paredes o columnas, y también en la calle y en las casas particulares. La reacción de los simonistas, como otras veces, no se hace esperar y se encaminan al asalto del convento de los dominicos con un retrato del padre Simó. Lo quieren colocar en el altar mayor. Pero la guerra está perdida. La Inquisición se hace obedecer y el cabildo cede. Implacable el Santo Oficio comienza a perseguir a los simonistas. Ya sin apoyos, con informes maledicentes sobre comportamientos impuros del padre Simó en vida, la causa languidece en Roma, y en Madrid, Lerma, uno de los defensores de Simó, ya caído, ahora cardenal, y por tanto sometido, nada puede hacer.

   En 1662, cincuenta años después de la muerte de Simó, se trata de reactivar su causa. Es enviado a Roma el quietista Miguel de Molinos, pero tampoco éste logra avance alguno y, ocupado en desarrollar y defender sus tesis quietistas, una especie de teoría de la aniquilación, de misticismo y entrega absoluta, de anulación de las potencias del alma e inactividad intelectual, sólo logra, para sí mismo, la condena del papa Inocencio XI en 1687. Aún hay un último intento: el 1 de julio de 1705 se trata de avivar, una vez más, la lumbre casi apagada de la causa simonista, mas el empeño resulta baldío y la brasa finalmente extinguida, o casi. 
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EL ARCO DE CABANES

   Construido junto a la antigua Vía Augusta, pero hoy alejado de las carreteras importantes, situado apenas a dos kilómetros de Cabanes, el pueblo de la Plana Alta de Castellón en cuyo término municipal se halla, hace falta querer verlo para disfrutar de este arco tan poco conocido.

   A lo largo de su historia, con más o menos fortuna este arco honorífico, datado por los expertos en el siglo II de nuestra era, ha logrado eludir su desaparición, subsistiendo tan sólo la luz de su arco, delimitada por las desnudas dovelas; pero no salvarse de la mutilación de los elementos que lo caracterizaban como honorífico, probablemente de tipo funerario. Su datación y función contradice la legendaria idea de ser un arco triunfal conmemorativo de la victoria romana de Lucio Marcio sobre los cartagineses en el año 210 a. de J.C., como defendió el viajero Pedro Antonio Beuter cuando visitó el lugar en 1533 y describió el monumento, aún integro. Después vino el olvido durante casi tres siglos, y su mutilación, hasta que el arqueólogo don Antonio Valcárcer Pío de Saboya visitó en 1790 el arco ya desmochado,  estudió las crónicas de Beuter, que calificó de “sueños” y localizó diversas losas y restos del viejo monumento.


   De todo aquel descuido, salvo la curiosidad e interés suscitado en algunos pocos hombres, como Pío de Saboya o el propio Beuter, es por lo que hoy el viajero ve poco más que las dos columnas y las dovelas que conforman el arco,  el esqueleto de lo que fue, ya que así está desde el siglo XVII, cuando desprovisto de todo adorno, sin enjutas y entablamento, el arco que bien pudo tener un aspecto similar al de Bará, en  Tarragona, quedó mutilado y sus piedras dispersas.

   Porque los sillares sustraídos, y no es el primer caso de los que el viajero ha sabido, acabaron siendo material de obra para las casas de Cabanes; y aún peor, las piedras del entablamento, molduradas, usadas como abrevadero para el ganado, que ni para la impropia, pero noble tarea de construir moradas sirvieron.

   Una suerte tardía, no obstante, vino a salvar el arco, o lo poco que quedaba de él. Primero en 1873, cuando fue suprimido el paso a su través, en el camino hacia Vistavella, obligando a los viajeros, como a éste que lo visita hoy, a rodearlo; y más recientemente en 1931, cuando fue declarado monumento nacional.
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