PIRATAS

    Aún hay, hoy en día, mares en los que es peligrosa la navegación a causa de los piratas. Aguas del océano Indico, sobretodo, pueden resultar fatales para una embarcación desprevenida, pero al hablar de piratería, la mente dirige sus pensamientos a otros tiempos y otros mares.

    Los tiempos eran los de los reyes españoles de la dinastía austríaca, y los mares los del océano Atlántico: aguas caribeñas, de las Azores, del golfo de Cádiz. Las víctimas, buques portugueses y españoles. Los agresores: holandeses, franceses, y sobre todo ingleses.

    Un escenario y unos actores que representaron una función a lo largo de dos siglos en la que los villanos, protegidos por los reyes que los alentaban, se enorgullecían de los robos y crímenes que cometían.

    Sin contar los abordajes y actos de piratería protagonizados por daneses y normandos sucedidos antes del descubrimiento de América, la piratería tuvo sus comienzos en los puertos de la Francia atlántica: Nantes, Honfleur, la Rochelle, Burdeos, y sobre todo Dieppe, donde un tal Jean Ango, protegido por Francisco I, dirige su flota contra los barcos de Carlos I de España.


    Atacan cualquier nave que ven flotar en aguas próximas a Europa; pero poco a poco se van aventurando hasta llegar a las costas norteamericanas. Las costas de Florida son batidas, e incluso hay intentos de establecer asentamientos, que no son consentidos por los españoles, verdaderos dominadores de los mares y también de la tierra.

    El acoso a los barcos españoles es constante. Carlos I, irritado, busca una solución. Cree encontrarla en Pedro Menéndez de Avilés, al que nombra gran almirante de la flota. Hay que poner remedio al creciente expolio al que piratas y filibusteros franceses e ingleses someten a los pesados y lentos galeones españoles cargados de oro. Hombre de carácter y firme determinación, ordena que los buques naveguen en grupos compactos y bien armados, protegidos siempre por buques de guerra. También idea un plan de construcción y refuerzo de los fortines en tierra: Cartagena de Indias, La Habana y otros puertos son considerablemente reforzados. Las pérdidas disminuyen. Años después, Felipe II también echaría mano de Menéndez para impedir que hugonotes franceses se establecieran en la Florida.

     Inglaterra es consciente de la necesidad de poseer el dominio de los mares para lograr ser una gran potencia. Isabel I, no obstante, es prudente, tanto o más que Felipe, el rey “prudente” por antonomasia. No quiere un combate frontal con España, auténtica dueña de mundo, pero propicia y fomenta activamente la acción de bandidos. Piratas que infunden pavor a las tripulaciones de los galeones españoles que transportan oro, plata, perlas, piedras preciosas, pero también cueros o azúcar, desde las colonias americanas a la metrópoli. Los barcos piratas ingleses obtienen la financiación de armadores y aún de la reina Isabel, que da su consentimiento, al principio tímido, después abierto; que otorga patentes de corso y, bajo mano, participa con un significativo porcentaje en la financiación y beneficios de las incursiones que sus piratas favoritos realizan en todos los mares.

    John Hawkins, Francis Drake, Walter Raleigh y otros muchos son piratas y ladrones del oro ajeno; algunos serán nombrados “caballeros” por la reina que les aplaude, otros muchos alcanzarán notoriedad histórica; pero, sin duda, Sir Francis Drake, brilla con luz propia en el firmamento de los corsarios dedicados a socavar el poderío español, y llenar sus bolsillos con las fortunas robadas.

    En 1577, Inglaterra prepara una flota. Espías españoles descubren el asunto. Los ingleses dicen que darán la vuelta al mundo. No quieren ser menos que los españoles. Mienten. Buscan el oro español allí donde creen que podrán robarlo con mayor facilidad, sin oposición. Quieren el oro del Perú, y van a intentar apoderarse de él en la costa del océano Pacífico. La reina Isabel participa económicamente en la operación, aunque pocos lo saben. Drake capitanea la expedición. Ya tiene cierta fama, pero esta incursión le consagrará. Será Sir cuando regrese a Inglaterra. Durante la singladura hacia el estrecho de Magallanes surgen los problemas. Drake ve conspiradores por todas partes. Resuelve expeditivo. Corta cabezas. La de Thomas Doughty, ya separada del cuerpo, es enseñada a la tripulación por el propio Drake: “Así acaban los traidores”. En septiembre de 1578 ya surca aguas del Pacífico. Por fin Drake llega al Perú. Después de abordar pequeñas embarcaciones y saquear puertos cobra el botín que busca. Se apodera del “Nuestra Señora de la Concepción”, un navío cargado de oro, plata y piedras preciosas. Con las bodegas llenas regresa a Inglaterra. En el otoño de 1579, tras dos años de viaje entra en el puerto de Plymouth siendo aclamado por la multitud que le espera. Aventurero sin escrúpulos, pero protegido por la Reina Virgen, es intocable, y rico. Aún seguirá durante años sembrando el terror y llenando las arcas inglesas y sus propios bolsillos con lo que robó a España.

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EL HERMANO MAYOR DEL REY

     Faltaba un día para que Felipe IV cumpliera los veinticuatro años cuando fue padre. No era la primera vez. De su esposa Isabel de Borbón ya había tenido cuatro hijas y algún hijo más fuera del matrimonio, pero este hijo nacido de pasiones ilícitas, con sangre nueva, iba a ser el único, de los otros muchos que tuvo en sus aventuras fuera de palacio, que el rey Planeta reconociera como suyo.

     Y es que de la madre se sintió el rey muy enamorado desde el primer momento. Andaba el soberano, en aquellos tiempos juveniles, con la sangre ardiente y la conducta disipada cuando un día, de incógnito, decidió ir al teatro.

     En el Corral de la Cruz se representa una comedia de Lope de Vega. La función está protagonizada por una actriz, ya de cierta fama. Se llama María Inés Calderón, pero todos la conocen como “La Calderona”. Fue verla el rey y quedar prendado de ella de inmediato. Enseguida quiere el monarca conocerla, y ella se va a dejar querer. María Inés, pese a su juventud, pues apenas tiene dieciséis años, no es ajena a los asuntos del mundo ni, desde luego, de la carne. Ya tiene marido y amante. El primero se llama Pablo Sarmiento, pero tiene cedido su puesto en la alcoba al segundo, que es un duque; porque la muchacha pica alto y el duque de Medina de las Torres tiene una posición elevada; pero cuando se le arrima el rey, nuevos peldaños se alzan ante ella, y piensa que lo juicioso será subirlos.

     Ahora, con la presencia real, el duque, como hizo el marido de la actriz cuando él llegó, se retira. Felipe ve el campo libre y se dedica al galanteo. El resultado no es otro que el nacimiento de un niño dos años después. Le ponen por nombre Juan, aunque se le añade detrás un José, dicen las malas lenguas que para evitar odiosas comparaciones con otro don Juan que hubo y ganó fama, vencedor de Lepanto y querido por todos.

     No son las únicas comparaciones. Al recién nacido alguien le encuentra gran parecido con el duque. No tardan los mentideros en afirmar que es el duque de Medina de las Torres el padre del niño; pero es la madre quién asegura que es ella quien lo ha engendrado, que nadie mejor que ella sabe de donde viene y que es el rey, sin duda alguna, el padre. Dicho por la madre, el padre lo cree y lo afirma y el resto lo acata sin rechistar.

     De lo mucho que ama el rey a María Inés es prueba que el idilio dura cinco años. Seguramente amó más el rey que la actriz, que se dice siempre estuvo enamorada del duque, que cedió el lugar en la alcoba de la actriz, pero no en el corazón. Y siendo así las cosas sucedió lo inevitable: vino el rey a descubrirlos en el lecho, lo que le produjo gran disgusto primero y enfado después. El duque fue desterrado y María Inés cambió de profesión, dejó la escena, tomó los hábitos e ingresó en un convento de benitas en Guadalajara del que llego a ser abadesa.

     Y de lo mucho que ama el rey a su hijo Juan da constancia el hecho de que el niño es separado de la madre y criado y educado como príncipe, hasta que a los doce años don Felipe lo reconoce como hijo suyo sin tener en cuenta la opinión y el enfado de la reina Isabel. Después, al crecer el muchacho, llegan los títulos, las rentas y las misiones militares y diplomáticas, con un inicio fulgurante en Nápoles primero y después en Cataluña, que no tendrá continuidad: ni en Flandes ni en Portugal el éxito le acompaña y su luz se extinguirá a los ojos de su padre que tanto le quiso. Su ambición desmedida, su pretensión a ser heredero él o su descendencia fue en parte la causa de ese despecho.

Firma de don Juan José de Austria (Fotografía tomada del libro España
Histórica de Antonio de Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934)

     Sin escrúpulos un día se presenta ante el padre con una pintura hecha por él mismo. Es una miniatura. En ella se ve a Saturno, a Juno y a Júpiter, éstos amándose incestuosamente ante la mirada complacida de Saturno, que no la del rey que, colérico, echa de su lado al príncipe cuando se identifica en el rostro de Saturno y a su legítima hija Margarita y a su reconocido hijo Juan José en los de Juno y Júpiter. Esa fue, dicen, la forma de Juan José de pedir a su padre la mano de su propia hermanastra Margarita y que llevó al rey don Felipe al aborrecimiento que a partir de entonces tuvo de su hijo. Ni siquiera en su postrer momento, a punto de morir, cuando don Juan José acudió a despedir al agónico rey, éste consintió verlo y hubo de volver a su retiro de Consuegra, donde fue avisado poco después del fallecimiento del “rey Planeta”.

Nota 1:  Don Juan José fue el hijo mayor del rey  Felipe IV, pero también el hermanastro mayor del otro rey, Carlos II. Éste, al fallecer Felipe IV, hacía cuatro años que había nacido fruto, dicen, de su último y agotador esfuerzo de amar.

Nota 2:  Sobre la historia española y sus protagonistas durante el reinado de Carlos II encontraran una enorme fuente en el blog Reinado de Carlos II.

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DOS REINOS

     Muchos personajes de la historia han pasado a formar parte de sus páginas por defender los principios en los que creían, que a veces eran contrarios a los que se les ordenaba seguir.

     Tomás Becket, hecho santo por la iglesia, fue uno de ellos. Había nacido en Londres, pero tenía sangre normanda. Durante su niñez fue educado para servir a Dios, pero también para tratar con los hombres: un prior se ocupó de su espíritu, forjando un carácter austero, y un noble de su cuerpo, hablándole de armas, cetrería y trato con los burgueses y señores.

     Viajó a París donde estudió leyes y de vuelta a Inglaterra logró entrar al servicio del rey Enrique II, un Plantagenet, duque de Normandía, rey de Inglaterra y por el matrimonio que contrajo con Leonor de Aquitania, dueño hasta la frontera con España de toda la franja occidental de Francia. Tomás, aunque clérigo, era ambicioso. No había sido ordenado sacerdote, tan sólo era un diácono al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo, cuando éste lo recomendó al rey. Nada en su conciencia le impedía atender los requerimientos de su monarca: llevar sus cuentas, mantener el orden, dirigir el reino. Había conseguido ser Canciller.

     Tomás logró ganarse la confianza del rey, que lo distinguió con su amistad. Inteligente y bien preparado, Tomás ejerció las funciones de canciller, hasta que… la conciencia le impidió servir a dos amos. Canciller y arzobispo de Canterbury eran cargos incompatibles en la conciencia de Becket, y Tomás inclinó la balanza del lado de Dios.

     Fue el rey quien, a la muerte de Teobaldo, le convenció para que aceptara el cargo de arzobispo. Ordenado sacerdote, fue nombrado prelado de Canterbury. A partir de ese momento las cosas entre Enrique y Tomás discurrirían como dos caminos que casi paralelos hasta entonces, se acercan y alejan, sin llegar nunca a tocarse, hasta que al fin cada uno discurre hacía su destino, alejado del otro. Ya Tomás había advertido al rey:
     ─Me pedirás cosas que no te podré dar.
     Tomás comunicó al rey su renuncia como canciller al tiempo que una cuestión de poca importancia, la recaudación de ciertos impuestos que el rey creía se le escamoteaban, comenzó a agriar las relaciones entre el prelado y el rey. La testarudez de ambos agravó la cuestión. El enfrentamiento fue en aumento. Enrique se negó a poner las disputas, que ya eran muchas y variadas, bajo el arbitrio del papa de Roma. Tomás tuvo que abandonar Inglaterra y se refugió en Francia bajo protección del rey, enemigo del Plantagenet.

     La mediación del papa Alejandro III y los deseos de ambos contendientes en la reconciliación permitieron la vuelta de Tomás a Canterbury, pero las cosas no mejoraron. Tomás no cedía a las pretensiones de Enrique de manejar los asuntos de la Iglesia. Enrique II, con frecuentes abscesos de ira, bramaba en contra de su antiguo canciller. Posiblemente no fuera un mandato expreso, sino una iniciativa cortesana interpretando los deseos del monarca, el caso es que cuatro caballeros entraron armados en la catedral de Canterbury en busca del arzobispo que, sin resistirse, fue asesinado ante el altar de su catedral.

Salamanca. Iglesia de Santo Tomás Cantuariense
La Iglesia de Santo Tomás Cantuariense de Salamanca
fue fundada en 1175 y es tenida por la primera construida
bajo la advocación de Santo Tomás Becket.
    
     Cuando la noticia fue conocida, el papa Alejandro excomulgó al rey, que arrepentido, dicen, hizo penitencia durante dos años por la muerte de su antiguo amigo. En 1173, tres años después del asesinato, Tomás fue canonizado por el mismo papa que en vida le defendió.

     Otro santo, de nombre también Tomás, de apellido Moro, sería ejecutado por otro rey, muy aficionado a separar cabezas de sus cuerpos, también de Inglaterra, de nombre Enrique y de ordinal octavo. Iguales razones, mismos resultados, cuatro siglos después. Pero a esta página de lo sucedido nos asomaremos otro día.
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ASTORGA

    Cuando el viajero llega a Astorga es día de mercado. La localidad está llena de gentes y los vehículos tienen prohibida la circulación por el centro, así que el viajero deja su coche donde puede y caminando llega a la catedral. Tiene ésta el título de apostólica, no por haber sido creada por un apóstol, pero casi, porque parece probado que fue fundada en el siglo II de la era cristiana.

     Sus dos torres barrocas, altas como gigantes, dan paso a un templo gótico, con tres naves altísimas. El viajero pasea por el interior. Llama su atención la sillería del coro, extraordinaria filigrana en madera de nogal, y de las muchas capillas que hay en su interior, aparte de la capilla mayor, obra de Gaspar Becerra, una en especial le mantiene con los pies pegados al suelo durante un buen rato. Es poco conocida, no se menciona en libros ni folletos turísticos, no sabe el viajero quien la hizo, y es casi seguro que nunca llegue a saberlo, pero esto no le impide disfrutar viéndola. Está en la nave del evangelio, en el lateral del coro. Es una capillita, más bien un altar con su retablo, y guarda una Virgen que tiene, como todas, al niño Jesús en uno de sus brazos y en el otro, como casi ninguna, un pajarito, bastante grande, quizá algo desproporcionado, puede que no sea muy bonito, pero… que más da, allí está, bajo la protección de la Virgen.

Astorga. Palacio episcopal


     Al salir no tiene que andar mucho para ver el palacio arzobispal, que se llama así, aunque nunca sirvió para eso. Encargó su construcción el obispo Juan Bautista Grau Vallespinós, y el encargo se lo hizo a Gaudí, aunque no fue el arquitecto catalán quien lo terminó de construir sobre el lugar donde estuvo la antigua residencia episcopal, destruida por un incendio. En esta antigua residencia había estado Napoleón Bonaparte cuando se enseñoreaba por media Europa y ponía su bota sobre la piel de toro. Había desalojado al obispo de su residencia para ocuparla él y su séquito, y esto no gusto ni al obispo, como es natural, ni a sus parientes. Se dice que uno de éstos, molesto por el agravio cometido sobre su excelentísimo familiar, penetró en el palacio, armado y con intención de eliminar al dueño de Europa. Naturalmente fracasó en su intento y la invasión de España prosiguió. Un año después, en 1810, el cabo Tiburcio, aunque tal grado militar no está confirmado que lo tuviera, hizo alarde de heroísmo frente al invasor. Sable en mano dio cuenta, junto a las murallas, de muchos franceses antes de ser abatido, según unos; reducido, juzgado sumarísimamente y ejecutado, según otros. Tanto da que sucediera una u otra cosa, el caso es que a Tiburcio Álvarez, que tal es su nombre y apellido, y el viajero lo pone por escrito para mayor homenaje suyo, se le recuerda como héroe de la resistencia ante los franceses. El viajero verá una conmemoración de esa resistencia maragata en forma de león puesto en la plaza de Santocildes, la plaza que lleva el apellido del general español que defendía Astorga aquellos días, al que todo el mundo conoce no sabe si por dar nombre a la plaza o por ser general y no cabo.

     El viajero se asoma a los jardines del palacio arzobispal, contempla los restos de las murallas, restos de su pasado romano y rápido sale a la calle. Debe darse prisa, falta poco para el mediodía y tiene una cita con Juan Zancuda y Colasa en la plaza Mayor.

Juan Zancuda y Colasa


     En la plaza no cabe un alfiler. Es día de mercado. Todos andan ocupados en mirar y remirar entre los puestos. El viajero se acerca como puede, zigzagueando entre los puestos del mercado, hacia el ayuntamiento que preside la plaza. Es un edificio barroco, con dos torres, como la catedral. Está allí desde que en mil seiscientos y pico comenzara su construcción, aunque no fue hasta mediados del siglo dieciocho cuando los autómatas vestidos a la usanza maragata fueron colocados para avisar de las horas a los vecinos. Llega el mediodía y Juan Zancuda y Colasa alternan en los golpes que hacen sonar las campanas del reloj municipal. El viajero entre toque y toque mira a la gente, casi nadie mira a los indolentes autómatas, el mercado absorbe las energías de la gente que trafica en una plaza, amplia, porticada, destinada a esos menesteres mercantiles y también o otros más lúdicos. El viajero desconocía y hace poco, ya lejos de Astorga, ha sabido que también allí se celebra una fiesta típica del otoño: el Magosto, con las castañas y el fuego como protagonistas.

     El viajero pasea un rato por calles y plazas. Astorga es Camino de Santiago por partida doble. En ella coinciden el tradicional Camino Francés y la nacional Vía de la Plata, que a partir de aquí se funden en camino único en busca del sepulcro del apóstol Santiago, el que aparecido a lomos de caballo blanco ayudó a los cristianos en la batalla de Clavijo, pero eso es otra historia.
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¡VAYA SUSTO!

    "Señoras y señores, tengo que anunciarles algo muy grave. Aunque parezca increíble, ante las observaciones científicas y las pruebas que tenemos ante nuestros ojos, resulta inevitable dar por sentado que aquellos seres extraños que aterrizaron esta noche en una granja de New Jersey constituyen la avanzadilla de un ejército invasor proveniente del planeta Marte”.

    Así decía el locutor que aterrorizó América la noche del 31 de octubre de 1938, la noche de Halloween. Se trataba de una función de teatro radiofónico de la compañía Mercury Theatre on the Air retransmitida desde los estudios de la Columbia Broadcasting Company, en Nueva York, pero lo que se contaba en ella, una ficción, era contado como si de un boletín de noticias se tratara, como si realmente sucediera, como si se estuviera produciendo una invasión marciana. Y la gente, contagiada de una histeria colectiva, presa del pánico, salió a la calle pidiendo ayuda, huyendo sin saber adonde ir. Las ambulancias acudían en auxilio de quien no lo necesitaba. La policía veía colapsados sus teléfonos. La gente huía sin destino determinado. Cualquier lugar era bueno siempre que estuviera lejos de los lugares en los que los marcianos habían aterrizado.

    Todo esto sucedía como consecuencia de la transmisión de un guión ideado por un joven de veintitrés años llamado Orson Welles, basado en una novela escrita cuarenta años antes por H.G. Wells titulada La Guerra de los Mundos. Welles avisado de los efectos que la transmisión producía la interrumpió varias veces. Anunció que se trataba de una fantasía, que el mundo no corría peligro. Era demasiado tarde. El pánico, extendido, había hecho presa en la gente: algunos decían haber visto seres que rociaban con veneno los campos, otros, precavidos, solicitaban máscaras antigás para sobrevivir al envenenamiento del aire. Muchos se desmayaban, otros, resignados, oraban en las iglesias.

    Y es que el miedo es uno de los sentimientos del que rara vez logramos escapar. Podemos sentirlo por lo conocido o por lo ignorado, individualmente o de forma colectiva, ser un temor insuperable, convertirse en pánico o terror que atenacen la voluntad de sus víctimas o dominarlo, imponiéndonos a él con temple, aunque no sin consecuencias, como le sucedió a un coronel del ejército durante una campaña en las colonias. Fue el rey Alfonso XII el que con su curiosidad permitió se conociera la historia.

Alfonso XII. Museo de la Ciudad. Valencia

    El caso fue que el rey Alfonso pasaba revista militar a un grupo de soldados. De pronto llamó su atención un coronel que pese a su juventud exhibía una blanca cabellera impropia de su edad. Preguntó el rey por tan prematura anomalía y el coronel, solicito, le contó que durante una campaña en ultramar se vio obligado a vadear un río. En ello estaba –dijo el coronel– cuando note que algo hacía presa sobre una de mis piernas. Era un caimán que tiraba de mí con más fuerza de la que yo disponía para llegar a la orilla; pero el pánico en lugar de vencerme me dio bríos, saqué fuerzas de flaqueza y logré desembarazarme del reptil y alcanzar la orilla. El precio de aquel sobrehumano esfuerzo se concentró en mi pelo que se volvió, como por arte de birlibirloque, todo él, blanco como la cal.
Don Alfonso felicitó al militar por el feliz final de su aventura y lo despidió.

    Tiempo después volvieron a coincidir, cuando el militar, por indicación de una dama que se lo aconsejó, había teñido su cabello de negro con el fin de recuperar el aspecto juvenil que por su edad aún le correspondía. El rey que disponía de buena memoria, al ver un nuevo cambio en el color de su cabello se dispuso a saludarlo y le preguntó: “Coronel: ¿otra aventura con un caimán?”
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EL ARBOLILLO

     Hubo una vez un arbolillo, un pequeño e insignificante árbol. Un árbol sin nombre propio, sin frutos deseados. Otros árboles tuvieron nombre propio. Él no. Ésta es su historia.

     Los primeros árboles de los que tenemos noticia son los mencionados por Moisés en el Génesis: el árbol de la Vida y el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, aquél del que Adán y Eva tenían prohibido tomar sus frutos si querían mantenerse felices en el Edén; pero comer aquellos frutos prohibidos, ofrecidos tentadoramente por la serpiente a la mujer, y por ésta al hombre les abrió los ojos a dos conceptos opuestos: el bien y el mal, argumentos de cuantas teorías dualistas han sido. Milton en su “Paraíso perdido” nos habló de luchas entre ángeles y demonios; don Juan Manuel en su “Conde Lucanor”, por boca de Patronio, nos habla de la lucha entre el bien, siempre victorioso, y el mal, cuando ambos acordaron convivir: el Mal astuto y pragmático convenció al Bien de que sería conveniente para ambos procurarse algún ganado con el que alimentarse, y propuso criar unas ovejas. Cuando estas dieron corderillos, el Mal propuso repartir los frutos de su negocio y eligiendo primero tomó la lana y la leche de las ovejas, dejando los corderos para el Bien; luego comenzaron a criar cerdos. Cuando estos parieron procedieron al reparto de los frutos y dijo el Mal: “Puesto que antes te quedaste con los corderos, seré yo quien me quede ahora con los lechoncillos y tú te quedarás con la leche y pelo de las cerdas; el Bien aceptó con candidez. Más tarde decidieron que sería bueno tener algunas hortalizas y plantaron nabos. Cuando crecieron el Mal engaño de nuevo al Bien, diciéndole que tomara las hojas, que él tomaría lo que estaba oculto bajo tierra, aún a riesgo de no obtener nada. También plantaron coles y el Mal dijo: “Como fui yo quien me quede con la parte subterránea de los nabos, será justo que tome ahora la parte que se ve de las coles y tú quedes con lo que hay bajo tierra”. El Bien sin rechistar aceptó. Estaban así las cosas cuando decidieron tomar una mujer para que les ayudara. El Mal dejó que el Bien tomara la mujer de cintura para arriba, mientras él tomó para sí a la mujer de la cintura para abajo. La mujer trabajaba durante el día con sus manos y hacía las labores que beneficiaban al Bien y al Mal, pero por la noche era con el Mal con quien convivía maritalmente. Por fin la mujer quedó encinta y le nació un niño. Fue entonces cuando el Bien prohibió que el niño engendrado por el Mal tomara la leche de los pechos de la mujer: “La leche está en la parte de arriba, que me pertenece, y no permito que la tome” dijo el Bien. El Mal desesperado, viendo segura la muerte de su hijo, suplicó al Bien que le permitiera tomar la leche tan necesaria para su hijo, y el Bien le dijo: “Siempre me he dado cuenta de cómo me engañabas, mas nunca dije nada. Ahora te darás cuenta de que siempre el bien prevalece sobre el mal, porque gracias a un bien, dejando que tu hijo mame de los pechos de la mujer, el Bien vence al Mal, pero deberás proclamarlo en alta voz a todo el mundo, para que todos sepan que el Bien vence al Mal con una buena acción.

     Otro árbol famoso por sus frutos es el manzano del jardín de las Hespérides. Sus manzanas eran de oro y obtenerlas fue el penúltimo de los trabajos que Hércules necesitaba cumplir para alcanzar la inmortalidad. Para conseguirlas necesitó engañar a Atlas, que era padre de las Hespérides. Éstas eran enormemente seductoras. Entrar en su jardín suponía caer atrapado bajo el hechizo de sus cantos y no poder abandonar su jardín nunca más, pero de esta tentación estaba a salvo el padre de las ninfas. Además el árbol estaba protegido por un terrible dragón, que se hallaba enroscado a su tronco. El titán Atlas cumplía el castigo que los dioses le habían impuesto de mantener el firmamento sobre sus espaldas, no podía abandonar su misión, que le resultaba excesivamente penosa. Hércules acordó con el titán que le liberaría de tan pesada carga durante el tiempo que necesitara para tomas las manzanas de oro. Atlas aceptó, pero le dijo que él era inmune a los cantos de sus hijas, pero no al dragón que custodiaba las manzanas de oro, que sólo iría si le allanaba el camino matando al dragón. Hércules lo hizo y cuando volvió relevó al titán, dispuesto a soportar el peso del mundo colocando sobre sus hombros la bóveda celeste.

     Cuando Atlas volvió llevaba las manzanas de oro que Hércules debía presentar a la diosa Hera, y se ofreció a Hércules para ser él mismo quien las llevara y así liberarse durante más tiempo de su penosa faena de sostener el firmamento; pero Hércules logró engañarlo, colocó de nuevo el cielo sobre el titán y huyó con las manzanas de oro.

Carlos III

     Pero volvamos a nuestro humilde arbolillo anónimo, que no tuvo nombre, que dio frutos que nadie quiso, pero que tuvo la suerte de tener un amigo que resulto ser un rey: Carlos III. De él dijeron que fue el mejor alcalde de Madrid. Y sabido es que este rey realizó numerosas obras que engrandecieron la capital del reino. No se trata de hacer un inventario de todo lo hecho, pero sí de recordar el respeto que este rey tuvo por la naturaleza.

     En el camino de la Capital a El Pardo se iniciaron unas obras, y el mismo rey requirió a los constructores que evitaran la tala de cuantas encinas fuera posible, sacrificando sólo las indispensables. Manos a la obra, así se procedía, y al llegar a una plaza que se abría, se decidió dejar en su centro un solitario árbol a modo de recuerdo, una especie de monumento natural. El rey, al verlo, entre satisfecho y triste, dijo: "Pobrecillo ¿quién te defenderá cuando yo muera?".

Nota: Los temores del rey estaban bien justificados. Unos años después, durante la invasión francesa, el arbolillo fue talado.

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UNA FRANCESA DE CARABANCHEL

     Teresa Cabarrús vivió en la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII. Conoció el “Gran Miedo” y bajo “el Terror” de Robespierre tuvo que huir de París. Personaje que debería brillar con enorme luz, pero a la que Francia por ser española, y España por considerarla francesa mantienen en injusta sombra. Había nacido en Carabanchel. Hija de un acaudalado comerciante español, que fue director del Banco de San Carlos y ministro del rey ilustrado Carlos III, fue enviada, muy niña, a París para recibir la exclusiva educación, al estilo francés, que la condición familiar requería. En París entró en la aristocracia al contraer matrimonio con el marqués de Fontenay. Tenía dieciséis años. Cuando estalló la revolución, el matrimonio huyó de París, lugar muy inseguro para los aristócratas.

    En Burdeos los marqueses se divorcian. El marqués es mujeriego y, cobarde, pone tierra de por medio, y sobre todo agua, hasta llegar a la isla Martinica. Teresa queda en Francia, sola. Pero Burdeos es un buen lugar, de momento. Los girondinos, cultos, moderados, dominan la región. El Comité de Salud Pública envía a un tal Jean Lambert Tallien a Burdeos. Tallien odia a los aristócratas. Los odia, pero le gusta como viven. Él es hijo bastardo de uno de ellos, pero no se admite su sangre noble, porque un subalterno del palacio en el que nació le reconoce como hijo suyo.

Burdeos. Monumentos a los girondinos
Burdeos. Monumento a los girondinos

     París acusa a los girondinos de federalistas, de querer dividir Francia. Teresa, aristócrata, está en peligro. En Francia tener un título es el mejor pasaporte para acabar poniendo el cuello en el cepo de la guillotina, pero Teresa es culta, lista y además hermosa y, está divorciada. Encandila a Tallien y se convierte en su amante. Está a salvo, y quiere que los demás lo estén también. Poco a poco lo consigue. Tallien, por amor, se modera. La guillotina en Burdeos se oxida por falta de uso. A Teresa, en Burdeos, la llaman “Nuestra señora del Buen Socorro”. Maximiliano Robespierre, el tirano, al que llaman “el incorruptible”, que aterroriza Francia, que ya se ha deshecho de antiguos compañeros, ordena detener a Teresa y hace llamar a Tallien. Las cosas pintan mal para la española. Tallien trata de protegerla, pero actúa con temerosa precaución. Él mismo está en una situación delicada.

     Robespierre va perdiendo apoyos pero es temido. Se va tramando una conspiración, pero toda precaución es poca; mientras, la situación de Teresa es desesperada. Una noche sueña que Robespierre ya no existía, que las cárceles eran abiertas y los detenidos liberados.

     Los carceleros de Teresa le anuncian que pronto caerá el filo de la cuchilla sobre su blanco cuello: otra hermosa cabeza separada del cuerpo. Teresa, al límite, escribe a su amante, le avisa de su próximo final, le cuenta el sueño que ha tenido y añade: “Gracias a tu insigne cobardía, no habrá pronto en Francia alguien capaz de realizar mi sueño”. La carta es la chispa que prende la mecha. La suerte está echada. Los acontecimientos se precipitan. Tallien, por interés, pero también por amor, está en ello, también Fouché, otro jacobino harto de tanta sangre y temeroso de ver correr la suya. Dos días después, el nueve Thermidor(1), los diputados de la Convención se reúnen. Allí, Robespierre va a caer; pero eso será otra historia.

     Teresa Cabarrús, a la que en Burdeos llamaban “Nuestra señora del Buen Socorro”, ahora en el París de 1794, también será conocida como "Notre-Dame de Thermidor”. Se casará con Tallien el 26 de diciembre de ese mismo año. El matrimonio durará lo suficiente para que Teresa tenga cuatro hijos antes de convertirse en amante de Barras, el jefe del Directorio, el mandamás de Francia en aquellos momentos. Tampoco durará mucho esta aventura ni las siguientes, hasta que contraiga su último matrimonio con el príncipe de Chimay. En su castillo vivirá los siguientes treinta años y en él morirá a sus sesenta y dos años.

(1) El 9 thermidor del calendario revolucionario corresponde con el 27 de julio del calendario gregoriano. 
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UN REINO IMPOSIBLE

     Boris Skossyreff decía haber nacido en Vilna en 1896. Siendo por tanto rusa su nacionalidad lo cierto es que era un ciudadano del mundo. A cambio de dinero prestó servicios a varias naciones y se creó una identidad aristocrática a costa de la mismísima reina de Holanda, de la que decía le había concedido el título de conde de Orange.

     Boris había estado en los primeros años de la década de los treinta en Mallorca, donde se dio a conocer a las autoridades de policía de la forma que menos conviene: presunto de casi todo. Estaba casado con una francesa, pero tenía una amante, norteamericana y rica. Su nombre era Florence Marmon y con ella fue con la que, en la primavera de 1934, se presentó en Andorra con la intención de convertirse en rey de aquel pequeño país.

     Hay versiones que cuentan que el aspirante convenció a casi todos los consejeros para que le proclamaran rey, pero que uno de ellos no se dejó embaucar por el farsante, que avisó al copríncipe español, el obispo de la Seo de Urgel, y éste tomó las medidas oportunas para neutralizar al impostor.

     Sin embargo, parece que las cosas sucedieron así sólo en parte: los andorranos dueños de un país pobre, mantenido únicamente con el cultivo del tabaco y poco más, vieron llegar al pretendiente y lo despidieron con cajas destempladas.
 
Seo de Urgel
Aspecto del Hotel Mundial de Seo de Urgel anterior a su reforma.
Fotografía realizada por el viajero a mediados de los años noventa.
      
     Boris, que ya se ha autonombrado Boris I, parte hacia el exilio. No le conviene perder de vista su nuevo feudo, así que no se aleja demasiado. Se instala en la Seo de Urgel, apenas a doce kilómetros de la frontera del país del que ha sido expulsado. El hotel Mundial se convierte en su palacio en el exilio. Comienza a dar entrevistas a cuantos periodistas se acercan a él con papel y lápiz. Anuncia al mundo lo que ha ofrecido a los andorranos: sacar el país de la pobreza, atraer capitales extranjeros que conviertan al principado, bajo su reinado, en una próspera nación llena de hoteles, casinos y negocios de todo tipo. Redacta una constitución y ordena la edición de diez mil ejemplares. En sus diecisiete artículos él, Boris I, dando una apariencia parlamentaria a su nuevo régimen se reserva facultades casi absolutistas. Corre el rumor de que está organizando un ejército financiado, como no, por su ricachona amante americana con el que está dispuesto a recuperar el país que nunca ha tenido. Pero todo va a resultar un sueño. Uno de los ejemplares de la Constitución redactada por Boris llega a manos de don Justí Guitart Vilardebó, el obispo de la Seo, uno de los copríncipes de Andorra, que parece dispuesto a tomar medidas. Tan deprisa y eficazmente que, casi de inmediato ─según cuenta en la edición del día 22 de julio de 1934 el corresponsal del periódico La Vanguardia destacado en la zona─ tres números y un sargento de la Guardia Civil se presentan en el Hotel Mundial. Sus órdenes son precisas: detener a Boris Skossyreff y trasladarlo a Barcelona. Y así sucede, el reyezuelo es detenido. Dicen que aún tuvo tiempo de firmar un decreto declarando la guerra al obispo de la Seo de Urgel. El caso es que en Barcelona es embarcado en un vagón de tercera con destino a Madrid. Dicen que el "monarca" se queja.
     ─No es tercera la categoría que conviene a un rey, aunque no tenga reino.
     Después, la condena y la expulsión de España. Su destino es Lisboa. Un exilio dorado hasta un nuevo intento. Otra vez al asalto de Andorra, como otros, porque Boris no fue el único aspirante al trono andorrano.

Don Justi guitart Vilardebo
En la base del monumento existe una placa.
Mons. JUSTI GUITART
BISBE D'URGELL I
COPRINCEP D'ANDORRA
1920-1940

     Por esta época hubo otro pretendiente. Residía en Checoslovaquia, y también quiso ser rey de Andorra. Se llamaba Charles Wonnes e hizo una propuesta formal. Ofreció su cabeza para poner sobre ella la corona del pequeño país. A cambio, a tocateja, entregaba tres millones de pesetas, cantidad considerable en aquellos tiempos, y prometía dar un impulso a las carreteras y demás obras públicas. Éste, a diferencia de otros, mostraba un talante de rey muy democrático, pues aseguraba estar dispuesto a someter su continuidad mediante un referéndum a los cinco años de reinado para comprobar el amor de su pueblo. Desgraciadamente para Marius I, que así esperaba ser llamado por sus súbditos, no obtuvo el cariño de los andorranos ni siquiera durante cinco minutos y tuvo que desistir de su empeño.
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LA NIÑA QUE LOGRÓ SER REINA

     Fernando VII nació a finales del siglo XVIII. Antes de cumplir los veinte años ya había traicionado a su padre tratando de ocupar su lugar, lo que logró; luego traicionó a su patria entregándola a Napoleón y entregándose él mismo, después de haber reinado apenas durante dos meses; pero al fin, tras la marcha de José Bonaparte, al que el pueblo llamó “Pepe Botella”, fue recibido como “el Deseado”. Desposeído de sus poderes absolutos por los liberales, tres años después volvió a reinar absolutamente. Muy convencido debió estar del aprecio que su pueblo le demostraba cuando se dejó llevar sobre una carroza tirada por doce jóvenes mientras el gentío le aclamaba. La represión sobre los liberales fue terrible. La Inquisición, restablecida, llevaría a cabo, en su reinado, su última ejecución.

     El rey que comenzó siendo querido por muchos, y acabó siendo “el Felón” para casi todos, pasa el verano de 1832 en el palacio de La Granja de San Ildefonso. Su salud no es buena. No es viejo, aún no ha cumplido cincuenta años, pero su comportamiento libertino le está pasando factura. El 14 de septiembre sufre un empeoramiento que hace temer por su vida. El pueblo, que ya no le desea, se refiere a él como “el narizotas”. Rey absolutista, al final ha moderado un poco su tiranía. Su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, liberal, que le dio dos hijas, ha tenido que ver mucho en ello; también la hermana de ésta, Luisa Carlota, casada con Francisco de Paula, hermano menor del rey.

     Dos años antes, en la primavera de 1830 la joven reina iba a dar a luz. Si del parto resultaba el nacimiento de un niño, España tendría un sucesor. Los liberales, ahora, casi de su lado, para asegurar la sucesión en la descendencia de Fernando, fuera cual fuese el género del recién nacido, convencieron al rey para que promulgara la “Pragmática Sanción”, que derogaba el Acta Real, una Ley Sálica que estaba en vigor en España desde los tiempos de Felipe V, el rey que ordenó levantar el palacio en el que ahora, en 1832, postrado en su cama, estaba Fernando debilitado física y mentalmente.

Fernando VII

     Era el momento en el que los absolutistas, a cuyo frente se encontraba un hermano del rey, Carlos Isidro, reclamaban los derechos sucesorios, más aún si la reina, nuevamente encinta, daba a luz otra niña.

     Con un rey sin voluntad, con una reina inexperta, tenían que aprovechar la ocasión. Sola, en la Granja, María Cristina se deja persuadir.
     ─Resultaría injusto ─le dicen─ que la corona no recayera en Carlos Isidro. Debe ser así por la gracia de Dios. De lo contrario, sólo Dios sabe lo que puede pasar.
     María Cristina, cede, es convencida y a su vez convence a Fernando, que yace en su lecho, disminuido. El 18 de septiembre, el rey firma un codicilo. Se deroga la Pragmática: Isabel, la niña nacida dos años antes ya no será reina. Los partidarios de don Carlos se frotan las manos. Entre ellos, Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia. El codicilo no se hace público. Piensan que al rey, casi agónico, le falta poco para estar en el pudridero del Escorial. Entonces será el momento de Carlos V.

     Pero los hechos trascienden. Luisa Carlota, puro nervio, con el carácter que le falta a su hermana, corre hasta la Granja. Habla con su hermana, pide detalles, le recrimina su candidez.
     ─¿Dejarás sin corona a tu hija?
     Furiosa busca a Calomarde. Quiere ver la orden por la que se deroga la Pragmática. Calomarde le muestra ufano el codicilo. Carlota, de un manotazo lo coge, da una bofetada al ministro y lo rompe ante sus narices. Calormarde como única reacción balbucea: “Manos blancas no ofenden”.

     Para sorpresa de todos, Fernando se recupera. Le ponen al corriente. Por decreto, deroga el codicilo despedazado por Luisa Carlota. Destituye a Calomarde. Éste, opta por la huida. Terminará sus días en París. Carlos, que ya no será el quinto de los que España pueda tener con ese nombre, marcha a Portugal. Será embajador, lejos de Madrid.

     Ahora sí. A Fernando le queda poco tiempo. Antes, proclama a su hija Isabel heredera al trono. Ya puede morir. Uno de los monarcas que mayor huella ha dejado en su pueblo, la huella de la pisada con la que aplastó la Nación expira en Madrid el veintinueve de septiembre de mil ochocientos treinta y tres.
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SANTO DOMINGO DE LA CALZADA

    De Santo Domingo de la Calzada lo primero que se oye decir es que allí fue donde cantó la gallina después de asada. Y es normal que tal ripio se haya hecho famoso, porque en su catedral hay un gallinero en el que, el viajero no sabe desde cuando, viven a cuerpo de rey dos gallinas blancas, que recuerdan el milagro que allí sucedió.
   
    Ocurrió que una familia de peregrinos de procedencia alemana estaba de paso por la localidad camino de Santiago de Compostela. Los padres y un mozo componían la familia, y sobre éste último puso los ojos la hija de los posaderos de la fonda en la que se alojaron. La muchacha se insinuó al joven en varias ocasiones, pero él, virtuoso o váyase a saber, que la historia no lo dice y el viajero no indagará las razones, rechazó a la muchacha, que dolida y despechada no vio otra forma de vengarse del pretendido que acusarlo de ladrón, escondiendo una copa de plata en el equipaje del joven. Nada más partir los peregrinos, la muchacha denunció la falta de la copa y acusó al muchacho de ser el responsable del robo. Fueron detenidos, y al registrar los bultos descubrieron en los del joven lo robado. Detenido, fue juzgado y condenado a morir ahorcado. A partir de aquí la historia tiene dos versiones, aunque con un mismo final: en una el joven es ahorcado, en la otra su cuerpo no llega a pender de la soga; pero como la protagonista es la gallina, no la víctima de la injusticia humana, imaginemos al peregrino con la soga al cuello, al verdugo moviendo la palanca que dejará caer a plomo su cuerpo y al gentío expectante, mientras el corregidor de la plaza asiste a un festín en el que se dispone a degustar un guiso de gallina; y justo también en el momento en el que, atribulados, los padres del reo irrumpen en la casa del corregidor pidiendo justicia, proclamando la inocencia de su hijo y solicitando la gracia del corregidor, que molesto por la inoportuna invasión vocea:
    ─Juzgado está y por ladrón condenado ─y mientras se dispone a trinchar el ave añade─ Tan imposible será evitar que muera colgado del cuello como que esta gallina vuelva a cantar.
    Y dicho esto, y antes de que le diera tiempo a dar un tajo a la pintada, ésta se alza y comienza a cacarear sin pausa.
    Ni que decir tiene que el muchacho o no fue colgado o se produjo su resurrección. El caso es que fue restituido en su honra, y la mesonera, confesa del ardid, castigada.

    El viajero está en el interior de la catedral, ve el gallinero en lo alto de una capilla de uno de los brazos del crucero y, como ha leído en algún lugar que es propósito de visitantes llevarse una pluma de las gallinas de la catedral mira al suelo. Está limpio como una patena, pero ve una: pequeñita, entre blanca y gris, pero bien formada. Esta de suerte, no es fácil encontrar una. La guarda en la cartera, y se dedica a ver el resto del templo. Justo enfrente del gallinero esta el sepulcro del Santo que da nombre al pueblo. Debajo hay una cripta. El viajero baja. Mientras ve lo que allí hay recuerda que Santo Domingo fue un monje constructor. Tuvo una larga vida, pues vivió noventa años, y al principio fue un ermitaño que pronto se empeño en hacer caminos, puentes, hospitales… que facilitaran el tránsito de los peregrinos, por eso los ingenieros de caminos y los funcionarios de obras públicas lo tienen adoptado como patrón (1).

Santo Domingo de la Calzada. Torre de la catedral
Santo Domingo de la Calzada. Torre de la catedral

     Fuera el viajero mira la torre. Es la tercera que tiene esta catedral, porque las dos anteriores cayeron; la primera por causas naturales: un rayo cayó sobre ella destruyéndola; la segunda por una deficiente construcción: amenazaba ruina, y fue desmontada. La que hoy ve el viajero es del siglo dieciocho, barroca, de tres cuerpos, y la levantó Martín de Beratúa, un vizcaíno que construyó también las dos torres de la catedral logroñesa de Santa María la Redonda. Como el suelo donde debía levantarse la torre era poco consistente, probable causa de la ruina de la anterior, se decidió preparar el terreno para tan gran peso. Cal, arena, piedras y cuernos de toro sirvieron para fabricar los cimientos sobre los que, hasta hoy, se apoya la torre. El viajero callejea por la población hasta llegar a la plaza Mayor, descansa un rato en un café y marcha del pueblo hacia otros destinos.
   
    (1) Santo Domingo tuvo seguidores. Muy cerca, aunque ya en la provincia de Burgos, está la aldea de San Juan de Ortega. El santo que da nombre a este pueblo también obró calzadas, caminos y puentes, aunque más modestamente, y también fue adoptado como patrón profesional. Los aparejadores celebran su fiesta en su honor. El viajero visita San Juan de Ortega. Tiene una pequeña iglesia en la que está el cuerpo del santo, también en una cripta. El templo es famoso porque en los equinoccios de primavera y otoño un rayo de luz penetra por un óculo de la fachada, que mira a poniente, como en casi todos los templos cristianos, e incide directamente sobre un capitel con la representación de una anunciación, produciéndose el conocido “milagro de la luz”.
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LE EXIJO UNA SATISFACCIÓN

    Primero a espada, luego a pistola, nunca autorizados, siempre consentidos, los duelos han venido realizándose hasta comienzos del siglo XX como forma de desagravio a las faltas contra el honor. Fueron duelistas algunos de nuestros más famosos escritores de la Edad de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca y sobre todo Quevedo cruzaron sus aceros contra rivales por todo tipo de causas.

    Se dice de Quevedo que durante una visita a la iglesia de San Martín observó como un individuo golpeó a una dama. Dispuesto a castigar tal actitud sobre una señora y en recinto sagrado tomó al sujeto por un brazo y arrastrándolo le hizo salir a la calle. Allí blandió su estoque y atravesó al desdichado que nada pudo hacer contra la pericia del escritor, que prefirió en esta ocasión castigar con su espada antes que con uno de sus cáusticos sonetos. Sucedió en Madrid, el Jueves Santo de 1611.

    Tras la revolución de 1868 y el exilio de la reina Isabel II a Francia, el gobierno dio el pistoletazo de salida para proveer el trono vacante. Varios fueron los candidatos. Dos de ellos eran viejos adversarios a los que les tocó vivir tiempos en los que las afrentas se resolvían en el campo de tiro, y no les faltó tiempo para dirimir sus diferencias encañonándose mutuamente. Enrique de Borbón, hermano de Francisco de Asís, y Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, eran los rivales. De ideas bien distintas, el destino parecía obligarles a encontrarse una y otra vez. No en vano eran cuñados. El duque, hijo de Luis Felipe de Francia, se había casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina. Ahora, en 1870, siendo aspirantes a la corona, volvían a enfrentarse. Enrique, impulsivo, llamó al duque “pastelero francés”. No tardaron mucho los padrinos de Montpensier en presentarse ante Enrique exigiendo una satisfacción. El 12 de marzo de 1870 ambos rivales tenían entre sí una distancia de diez pasos. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha una pistola de fabricación francesa, de los acreditados armeros Faure, Lepage y Mutier. Atentos a lo que sucedía estaban los padrinos de ambos tiradores y los médicos llevados para el caso de que tuvieran que intervenir. El primer disparo correspondió hacerlo a Enrique, que falló. El turno era para el duque, que apuntó y también erró el tiro. Enrique levantó el arma, apuntó de nuevo sobre el cuerpo de Montpensier, apretó el gatillo y volvió a fallar. Otra vez correspondía el turno al duque. Este apuntó, disparó y la bala impactó en una hebilla de Enrique, desviándose. No fue herido, pero Enrique quedó conmocionado. Los padrinos se pusieron de acuerdo en dar por finalizado el duelo, pero Montpensier no se conformó con dar por terminado el duelo a primera sangre, quería llegar hasta el final. Aturdido y muy afectado Enrique se encaró a Montpensier para el siguiente disparo. Falto de concentración volvió a fallar. Era el turno del duque. Este se dispuso a efectuar el disparo. Concentrado, apuntó y apretó el gatillo. La bala penetró en la cabeza de Enrique, que cayó desplomado. Nada pudieron hacer los médicos que trataron de auxiliarlo. Montpensier había reparado la ofensa y, había eliminado a un aspirante al trono, como él; pero el escándalo que se produjo fue grande, y el duque quedó fuera de la liza por conseguir la corona de España.

    Uno de los últimos y más famosos duelos sucedidos en España lo protagonizó el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez. Blasco llevó una vida agitada, digna de las novelas que escribió. Dedicado al periodismo, la literatura y la política, estuvo exiliado en Francia. Perseguido por la justicia, un consejo de guerra lo condenó a dos años de cárcel, que no cumplió, pero le supuso el destierro. También emigró a Argentina donde fundó dos colonias agrícolas, que fracasaron.



    Toda una vida llena de aventura en la que no faltaron disputas y varios duelos.

    El más célebre fue el acaecido en Madrid. Blasco Ibáñez era diputado del partido republicano. Durante una manifestación de republicanos a la que asistía se produjo un tumulto con participación de las fuerzas del orden público. Blasco Ibáñez es golpeado. Al día siguiente en el Congreso se queja. Arremete contra el gobierno y contra la policía, que se siente ofendida. Dos representantes del cuerpo de policía comunican a Blasco Ibáñez que debe nombrar padrinos. El teniente Alestuei en representación de la policía se le enfrentará en duelo a pistola. Alestuei es un reconocido tirador. Las cosas no pintan bien para el novelista. No es su primer duelo, pero no es un profesional de las armas. Alestuei sí, y de los buenos. Luis de Armiñán y Nicolás de Estévanez son los padrinos de Blasco. La situación es muy comprometida por la calidad del rival y las condiciones del duelo: duelo a pistola con una distancia de veinticinco pasos, dos balas en la recámara y treinta segundos para efectuar cada uno de los disparos y, a muerte. Blasco efectúa el primer disparo sin apuntar, al aire. Alestuei falla el suyo, El novelista repite la acción. Alestuei sí apunta y, dispara. Como en otros casos de la historia de los duelos una hebilla se interpuso entre el plomo y el cuerpo del duelista. Blasco salva la vida. Las críticas al duelo fueron grandísimas. Los duelos tenían los días contados. La carrera política de Blasco Ibáñez también.
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EL FRAILE, LOS LOCOS Y LA VIRGEN

    A Carmen, que quiso saber.


    Juan Gilabert Jofré vive en Valencia. Es un religioso de la orden de los mercedarios que el 24 de febrero de 1409 se dirige hacia la catedral. De pronto un tumulto llama su atención. Unos muchachos, con la crueldad de quienes dicen y hacen sin pensar en el mal que causan acosan, insultan y se burlan de un demente que han encontrado en la calle. Jofré los ahuyenta y prosigue su camino, llega a la catedral, entra en la sacristía, y puesta su casulla, desde el púlpito, cuenta lo sucedido. La homilía es puro fuego y quema conciencias, dentro y fuera del templo.
    ─No podemos dejar que estos enfermos, locos y dementes, vaguen solos y, vulnerables, estén expuestos a la maldad ajena─ dice.
    Al poco, Lorenzo Salom, un comerciante conmovido por las palabras del fraile, convence a un grupo de gente que decide pasar a la acción. Apenas un año después se funda, en Valencia, el primer manicomio del mundo(1). Pero el mantenimiento del hospital es costoso y los recursos no abundan. Una nueva iniciativa toma cuerpo y al fin se decide crear una cofradía que se encargue, con las aportaciones de los cofrades y sus actividades, de contribuir al sostén de la institución hospitalaria.

Azulejo del Padre Jofré
Azulejo colocado en uno de los muros del edificio en el que estuvo emplazado
 el manicomio desde el siglo XIX hasta su definitivo cierre en 1.989.

    Pronto la cofradía de clara devoción mariana observa la falta de una imagen que la identifique, y se recurre al padre Jofré para que ayude en su obtención.

     La falta de certeza sobre quién y cuándo fue realizada la primera imagen es probable que haya sido la causa de la difusión de una leyenda sobre el origen de la primera imagen de la Virgen de los Desamparados.

    Cuentan que se presentaron ante el padre Jofré, en el hospital recién construido, un grupo de tres peregrinos. Dijeron que eran artesanos, que sabían tallar y pintar y que se ofrecían, bajo ciertas condiciones, a realizar la imagen que la cofradía necesitaba. Las condiciones impuestas por los peregrinos eran fáciles de cumplir, pues consistían en dejarlos solos sin que se les molestara bajo ningún concepto, y que se les facilitaran las subsistencias necesarias y los materiales precisos para llevar a cabo su trabajo. Viendo que nada había que perder y que lo solicitado no era en exceso gravoso, se aceptaron las condiciones y permitió a los recién llegados alojarse en unas dependencias del hospital.

    Al tercer día, el padre Jofré extrañado de que los peregrinos no dieran señales de vida, preso de cierta impaciencia, acudió a los aposentos de los peregrinos. Ya no estaban allí. Habían marchado sin que nadie lo advirtiera, pero en el lugar donde estuvieron el padre Jofré encontró una imagen de la Virgen.

Plan Sur de Valencia

    Sea cual sea el origen de la imagen lo que sí parece claro es que, según la mayor parte de los estudiosos, la imagen fue realizada para ser dispuesta en posición vertical, aunque en los primeros momentos los cofrades, propietarios de la imagen, la usaron en los funerales de los locos, ajusticiados y pobres, de los que la cofradía se ocupaba, colocándola en posición yacente sobre los ataúdes de los desgraciados y situando unos almohadones bajo su cabeza, que de otro modo aparecía artificialmente levantada. Esto es lo que ha hecho pensar en algún momento que la intención inicial del artesano que la diseñó fuese hacer una escultura yacente. Lo cierto es que la inclinación de la cabeza hacia adelante, que provoca una postura por la que los valencianos cariñosamente llaman a su patrona “Geperudeta”, se debe a que en esa posición la Virgen es capaz de extender su manto sobre todos los desamparados que bajo él quepan y a los que desde arriba cubre con su mirada protectora.

(1) Debido a la ausencia de tratamientos clínicos, el manicomio fundado era llamado hospital, donde más que curarlos, se les asistía como buenamente se podía y a los más perturbados se les aislaba, impidiendo que los orates vagaran descarriados por las calles.

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ZENOBIA. HISTORIA DE UNA AMBICION

    Apenas unos trescientos años duró su esplendor. Antes de ese brillante periodo varios siglos de anonimato, después otros varios languideciendo hasta casi desaparecer.

    La causa de su final fue una ambición. La antigua Tadmor, asentada en un oasis en medio de resecas tierras, fue creciendo, enriqueciéndose. Era parada obligada de las caravanas en su discurrir entre oriente y los puertos del Mediterráneo. Los griegos comenzaron a llamarla Palmira, y los romanos a darle fama. Helenizada, pero bajo el poder de Roma, tuvo varios reyes dependientes del Imperio, hasta que le llegó el turno a Odenato, un senador romano, al que Roma, por los méritos contraídos a favor del Imperio, concedió el título de Augusto. Odenato desarrolló más aún la economía de la urbe. Caravanas de hasta mil camellos, cruzaban sus puertas. Allí se abastecían, descansaban y dejaban parte de sus mercaderías antes de continuar en su camino hacia poniente. Para fomentar la cultura, llevó a Longín, erudito griego que promovió la cultura en la ciudad y se convirtió en maestro de Zenobia, esposa de Odenato. Palmira era rica, apetecible. Había que protegerla y Odenato ordenó construir una muralla que la defendiese de sus enemigos. Con la muralla Odenato protegía la ciudad, pero sin querer la encorsetaba, limitaba su crecimiento. Aún así era magnífica, poderosa, capital de un reino que abarcaba desde Siria hasta los confines del imperio por oriente.

El Mare Nostrum

    Y ese poder lo quiso Zenobia para sí. Y lo tomó. En ella se unían la femenina belleza de su físico, que la hacían una de las mujeres más hermosas del Imperio; y la determinación y fuerza de una gobernante implacable. Una nebulosa envuelve los hechos por los que resultó muerto Odenato, pero entre las dudas de lo sucedido se vislumbra la figura de Zenobia. Fuera o no impulsora de la intriga palaciega que acabó con la vida de su esposo, lo cierto es que Zenobia recogió el cetro de Odenato. Vestida con traje imperial reinó, en nombre de sus hijos, con mano de hierro, incluso en contra de Roma. Al principio tímidamente(1), al final en abierta lucha con el propio emperador Aureliano, que acudió a Asia para someter a la díscola Zenobia, que fue capturada y llevada a Roma prisionera.

    Un año después, en el año 272 la ciudad se levantó contra el Imperio. Aureliano, benévolo un año antes, fue implacable. Arrasó la ciudad, que languidecería arruinándose poco a poco hasta que los viajeros del siglo dieciocho y las excavaciones del siglo diecinueve advirtieron al mundo del esplendor de una ciudad, perdido por una ambición.

(1) En las monedas acuñadas en Palmira, figuraban  las efigies del hijo primogénito de Zenobia y del emperador Aureliano; pero cuando el enfrentamiento fue abierto la efigie del emperador fue sustituida por la de la propia Zenobia.
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EL SABER NO OCUPA LUGAR

    Educación y cultura son dos aspectos distintos y a la vez tan unidos entre sí en la formación de las personas que siempre han sido considerados juntos, como parte del aprendizaje.

    Un ejemplo de ello fue la publicación en 1798 del “Tratado de las Obligaciones del Hombre”, un tratado sobre la moral y un libro de urbanidad, obra de Juan Escoiquiz, nombrado por Carlos IV preceptor del príncipe Fernando. Juan Escoiquiz había nacido en Ocaña a mediados del siglo XVIII, y como paje del rey Carlos III recibió la esmerada educación que se daba a los personajes principales de la corte. Inclinado a la carrera eclesiástica debía conocer bien la teoría sobre las correctas prácticas morales sobre las que escribió, pero que no llevó a la práctica. La Historia le recuerda como un personaje sin escrúpulos, intrigante, que influyó negativamente sobre su pupilo, que aprendió poco de lo bueno que su maestro escribía y mucho de lo malo que hacía.

    Juan Escoiquiz instruyó a un príncipe. Cayetano Ripoll lo hizo con niños de las clases populares hasta que se lo impidieron por la fuerza. Ripoll fue un maestro de escuela. Había nacido en Solsona en 1778, pero ejerció su magisterio en el barrio valenciano de Ruzafa. Antes, había participado en la guerra del francés. Fue hecho prisionero y llevado a Francia. Entre rejas, Ripoll se entregó a la lectura, estudió a los filósofos franceses y dio muestra de buenos sentimientos compartiendo su comida y ropa con otros presos. Ya en España, se dedicó a la enseñanza en su escuela de Valencia. Liberal, masón, deísta en los abominables días de la década ominosa, los tiempos del feroz absolutismo ejercido por Fernando VII, en su escuela se decía Alabado sea Dios en lugar del Ave María Purísima, corrientemente usado como saludo al comenzar las clases. Sus alumnos no recibían más instrucción religiosa que los Diez Mandamientos y se vieron privados de la asistencia a misa. Una beata le delató por ello. Fue detenido y acusado de apóstata por una Junta de Fe, que le acusó de privar a sus alumnos de la educación religiosa necesaria. Se trató de convertirle. Teólogos y religiosos trataron de convencerlo de la necesidad de volver a la fe perdida. Ripoll, pertinaz, fue condenado a morir ahorcado acusado de contumaz herejía por la Junta de Fe, heredera del tribunal inquisitorial. Fue el último condenado por la Inquisición. Bajo su bamboleante cuerpo colgado de la soga se colocaron unas llamas pintadas en la base del cadalso, recuerdo de las antiguas piras purificadoras del mal. Era el 31 de julio de 1826. Cayetano Ripoll tenía cuarenta y ocho años. El escándalo fue tal, incluso en el resto de Europa que apoyaba a Fernando VII, el rey absoluto, que éste se vio obligado a reprobar a la Junta, que, sin atribuciones, había condenado al maestro, y a la audiencia que había confirmado la sentencia. Palabras que pronto se llevó el viento. No sería hasta 1834, reinando Isabel II, cuando el gobierno de Martínez de la Rosa, presidente del Consejo, decretó la definitiva abolición de la Inquisición.

Isabel II

    No mejoraría mucho la situación a lo largo del siglo diecinueve, que fue un siglo de convulsiones políticas. En el último cuarto del siglo hubo voces que clamaron por cambiar las cosas. Era preciso, sacar al país del marasmo cultural en el que se encontraba. Con casi un ochenta por ciento de analfabetos varones y un porcentaje aún mayor entre las mujeres, ni siquiera los dirigentes políticos daban muestras de mucho conocimiento: cierto ministro, de viaje por Francia, fue llevado de visita al palacio papal de Avignon. Al salir comentó a su secretario, que le había acompañado durante la visita: "Interesante, pero eso de que los papas hayan vivido aquí tantos años, como dice el guía, me parece difícil, porque si fuese verdad se sabría".

    Este estado de cosas propició la aparición de los regeneracionistas. Uno de sus más brillantes promotores fue Joaquín Costa Martínez, un aragonés de procedencia humilde. Fue criado, albañil y carpintero, estudio dibujo y se hizo delineante. Comprobó el atraso en el que yacía España y que arrastraba a toda la sociedad y a él mismo, pero voluntarioso estudió Derecho y aprobó oposiciones a notarías. Fue Notario en Jaén y Madrid y junto a Giner de los Rios, Azcárate, Salmerón y otros acabaría creando la Institución de Libre Enseñanza en 1876, una especie de universidad paralela liberada del inmovilismo que atenazaba los centros oficiales de la enseñanza. Querían espabilar España, europeizarla, hacer llegar la cultura a todos, y que las palabras de Antonio Machado dedicadas a Castilla, pero aplicables a casi toda España pudieran dejar de ser verdad: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora”.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. ANDORRA

    El viajero vuelve a Andorra una vez más. Ha estado varias veces ya. Sabe que la mayor parte de los visitantes piensan que es una larga calle llena de tiendas, galerías comerciales y hoteles; tiene fama de ello, pero también hay otras cosas. El desarrollo le ha hecho ocupar todo el valle, y la principal calle, antigua carretera promovida por el cardenal Benlloch(1) hace cien años, y asfaltada hace cincuenta, tiene ahora compañeras que discurren paralelas a aquélla. No interesa mucho al viajero la reciente red de carreteras andorranas ni las comerciales calles, donde la fiebre consumista vacía bolsillos de turistas y llena cuentas de comerciantes y hosteleros. Sí le interesan las angostas callejuelas que, como olvidadas por todos, se mantienen desiertas dando al viajero el gusto de ver en ellas lo que hubiera podido ver cien años antes, en tiempos del cardenal valenciano.

    Fuera de la ciudad, el viajero busca pequeñas ermitas, cruces y piedras puestas siglos atrás. En Prats un pequeñísimo poblado cercano a Canillo ve una cruz gótica, que está allí, al borde del camino, desde hace unos quinientos años. El viajero se acerca a ella y la mira por los dos lados: uno tiene grabada una imagen de la Virgen, el otro un Crucificado. Le llaman la cruz de los siete brazos, aunque ahora sólo tiene seis.

Canillo (Andorra). Cruz de los siete brazos

    Cuentan que hace mucho tiempo, sin que se pueda precisar cuanto, un grupo de amigos de Prats decidieron gastar una broma a uno de sus compañeros. Era éste un tanto pusilánime. Apocado y temeroso de todo, sus compañeros le pidieron que fuese a comprar vino, pero que tuviera cuidado con el diablo, que con siniestras intenciones, aseguraban se aparecía a los caminantes. Para que pudiera defenderse le entregaron una escopeta, y le dijeron que no dudara en usarla si el ángel del mal se le presentaba. Los bromistas habían trucado la escopeta, quitando la yesca para que al apretar el gatillo no se produjera el disparo; y así con una escopeta y el miedo en el cuerpo el joven salió a cumplir el encargo. Al llegar a la taberna, el joven dejo la escopeta apoyada en un rincón y pidió vino al cantinero. Un parroquiano, cliente de la taberna, tomó la escopeta para verla y al darse cuenta de su defecto la reparó y volvió a dejarla en su sitio. Cuando el muchacho, con el vino y la escopeta al hombro, ya de vuelta, llevaba un buen trecho andado palideció cuando vio ante sus ojos una silueta blanca que se movía frente a él. Era uno de los amigos que, puesta una sabana sobre sí, se agitaba tratando de asustarlo. El joven, muerto de miedo, cargó la escopeta y apuntando hacia el bulto blanco que tenía ante sí apretó el gatillo, disparando sobre lo que él, convencido, creía ser el diablo, y huyó despavorido al encuentro de sus amigos. Estos, al principio, se burlaron de él, pero al insistirles en que la escopeta se había disparado al apretar el gatillo fueron corriendo hacia el lugar de los hechos. Cuando llegaron nada encontraron y a nadie vieron. A la mañana siguiente volvieron al lugar. Iban más gentes del pueblo. Igual que la noche anterior no encontraron rastro de lo sucedido, pero vieron que a la cruz que había en borde del camino le faltaba un brazo, desaparecido también, como el cuerpo del amigo bromista del que, como por obra del diablo, nunca se supo nada.

Andorra. Sant Miquel de Prats

    Cerca de la cruz de los siete brazos el viajero ve una minúscula capilla con su espadaña. No será la única que vea el viajero, porque muchas pequeñas iglesias plagan el Principado. Son románicas casi todas, con sus espadañas o sus torres campanarios de estilo lombardo. En el interior, apenas algunas imágenes y pinturas murales, casi todas ellas reproducciones, pues los originales están, casi todos, dispersos por el mundo: Barcelona, Nueva York, Berlín(2)…, pero casi todas dignas de que el viajero les preste atención.

    El viajero vuelve al hotel, las tiendas están aún abiertas: ¿resistirá el viajero la tentación de comprar algo inútil? Es seguro que no, porque…, es tan fácil sucumbir al capricho.

(1) El cardenal Benlloch nació en Valencia, fue copríncipe de Andorra y fomentó las obras públicas y el desarrollo andorrano. Fue enterrado en la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de la ciudad que le vio nacer.

(2) Fue durante el primer tercio del siglo veinte cuando Andorra perdió la mayor parte de su patrimonio artístico, especialmente por venta a museos o anticuarios extranjeros: así, las pinturas de la capilla de San Miquel d’ Engolasters están en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona; y las de la Iglesia de Santa Coloma en el berlinés Museo Prusiano de Cultura.



Las pinturas murales del ábside de Sant Miquel d'Engolasters fueron
pintadas por el Maestro de Santa Coloma a mediados del siglo XII y
estuvieron en su capilla hasta 1919. Las que el viajero fotografíó son
 una reproducción del original realizada en 1981.
*   Mas fotografías comentadas en Galería fotográfica.
** Un poco más sobre la historia reciente de Andorra puede leerse en "Un reino imposible"
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EVOLUCIÓN

     Casi todos hemos oído hablar de Charles Darwin y su famosa teoría de la selección natural. Todo el mundo cree tener, aunque sea, una noción general de la misma, y comprender lo que significa, veamos.

     Charles Robert Darwin nació en Shrewsbury, en 1809, tras ciertas dudas sobre su futuro, en contra de los deseos de su padre, aprovechó la oportunidad que se le ofreció y se enroló en el Beagle, un bergantín de la Real Marina Británica. Durante cinco años se dedicó a la observación de la naturaleza en un viaje alrededor del mundo. De dichas observaciones concluyó una nueva teoría que sería publicada en 1859. Teoría a la que de forma independiente y simultáneamente había llegado otro científico: Alfred Wallace. Pero es a Darwin a quien se le atribuye el mérito de dicha teoría, ahora aceptada, después de décadas de duda, y contaminada, popularmente, por las ideas de un predecesor suyo en estos asuntos de la herencia y la evolución, el francés Lamarck. Para Darwin la selección natural se produce al sobrevivir los individuos más fuertes, mejor dotados, que transmiten sus cualidades a sus descendientes desarrollando, toda la especie, dichas cualidades, ya que los individuos no adaptados acaban pereciendo. Lamack sostenía que las cualidades que mejoran una especie se transmiten por el uso continuado de la función para la que sirven y pasa de padres a hijos consolidando la mejora.

     Siempre se ha puesto el ejemplo de las jirafas para explicar estos fenómenos: Lamarck argumenta que las jirafas tienen el cuello más largo por el esfuerzo continuo de alargarlo un poco más cada vez para alcanzar su alimento; que dicha repetición propicia un alargamiento paulatino del cuello, y que dicha cualidad se transmite a su descendencia. Darwin, al contrario, dice que las jirafas de cuello mas largo son las que más comida alcanzan, desbancando a las de cuello más corto. Es ahí donde se produce la selección natural de la especie. No se transmite por herencia un cuello más largo por el entrenamiento continuo, sino que los ejemplares genéticamente dotados de un cuello más largo desplazan a los de cuello más corto.

     La teoría de Darwin tardó tiempo en ser aceptada. La Iglesia, casi siempre reacia a la novedad, reprobó sus teorías. Eran tiempos los del siglo XIX en los que la Iglesia estaba aferrada al sentido literal de la Biblia; aún lo estaría durante mucho más tiempo. No cabía idea alguna que no fuera la de la creación relatada en el Génesis. Las razas humanas descendían de los hijos de Noe: Set, Cam y Jafet. La posibilidad de que el hombre procediera del mono suscitó polémicas y debates continuos en todo el mundo entre los partidarios de una y otra posición. En España también. Aprovechando la polémica, unos fabricantes de anís decidieron poner cara humana al dibujo del simio que da nombre a la marca del licor. El rostro elegido fue el del discutido Darwin. Aún hoy esta dibujada su cara en las etiquetas de las rugosas botellas de anís de esa marca.


     Habría que llegar a mediados del siglo XX, durante el papado de Pío XII, para que la Iglesia, ya segura de la certeza de la teoría, aceptara las teorías evolucionistas, haciendo compatible ciencia y doctrina.
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UNA HISTORIA IRREAL

    Como tantas veces sucede, hay leyendas que se tienen por verdad. La de Guillermo Tell es una de ellas. Tan real ha sido considerada que hay un museo en el que se conservan dos flechas como las que Guillermo Tell tenía en su carcaj cuando el tirano Gessler le obligó a lanzar hacia la manzana que hizo colocar sobre la cabeza de Walter Tell, hijo del campesino Guillermo.

    Un drama de Schiller y una ópera de Rossini popularizaron la leyenda del libertador. Y es que, aunque la independencia suiza es debida más a la acción conjunta de un pueblo, a su deseo de superar la opresión del Imperio Germánico que a la acción de un solo hombre, en Guillermo Tell, los suizos quieren ver al auténtico héroe de su libertad.

    Los valles suizos estaban bajo el dominio del Imperio Germánico. Gessler era el gobernador que en nombre del emperador sometía la región. Para afianzar su dominio dispuso que se colocara en lo alto de un poste un sobrero tirolés, que representaba el poder del imperio. Todos los súbditos que pasaran por allí debían inclinarse y doblar la rodilla en señal de sometimiento al imperio y al propio Gessler, que desde la ventana de su palacio vigilaba el cumplimiento de tan denigrante orden.

    Cierto día, un campesino de nombre Guillermo Tell se acercó a Altdorf, el lugar donde se había erigido el poste, con la intención de comprar harina. Le acompañaba su hijo, un jovenzuelo espigado que respondía al nombre de Walter. Al pasar por la plaza, Tell y su hijo pasaron ante el poste sin efectuar reverencia alguna. Fue al momento que un guardia apostado junto al lugar los detuvo advirtiéndoles de su falta. El gobernador Gessler también acudió rápido al lugar.

    Tell tenía fama de buen tirador. Era conocida su pericia con la ballesta y Gessler, sin atender a las súplicas del campesino, le observó la falta cometida y propuso un castigo cruel.

    ─Has faltado al mandato, y serás castigado por ello. ¿Quién es este muchacho? ─ preguntó el gobernador.
    ─Es mi hijo Walter.
    ─Bien, colocad al muchacho junto a aquel árbol, atadlo y poned sobre su cabeza una manzana─ dijo el tirano.
    Luego dirigiéndose a Guillermo Tell, le dijo:
    ─Puesto que tienes fama de gran tirador, no te será difícil acertar en aquella manzana─ dijo señalando con su dedo hacia el muchacho atado al árbol.

    Guillermo Tell suplicó en vano que le dejaran libre, que todo había sido un error, pero Gessler, implacable, amenazante, ordenó a Tell disparar. Éste tomo dos flechas, guardó una en su carcaj, y colocó otra en la ballesta. Tembloroso, angustiado, trató de concentrarse. Era la vida de su hijo la que dependía de su acierto. Apuntó con cuidado, disparó y la flecha se clavó en la madera del árbol después de desintegrar la manzana que había sobre la cabeza del joven.


    Gessler, viendo que Tell había superado la prueba, se dispuso a liberarlo, pero antes le preguntó qué destino tenía la segunda flecha, la que había guardado en su carcaj.
    ─Si hubiera fallado, si mi hijo hubiese resultado muerto, ahora vos estaríais muerto también, porque esa flecha estaba destinada a vuestro corazón.
    Al oír esto, el tirano Gessler ordenó apresarlo y mandó llevarlo a prisión. Durante el camino, sucedió una tempestad y Guillermo Tell logró huir. Ya en el bosque se convirtió en un activista por la libertad de su tierra. Durante una emboscada volvió a encontrarse con el tirano Gessler. Esta vez sí uso aquella flecha, y su tierra fue libre.
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