EL TESTAMENTO

    El 28 de septiembre de 1700 Carlos II recibe el sacramento de la extremaunción. Su salud es tan precaria, viene siéndolo desde que nació, que se teme lo peor: se prevé una muerte inminente del Rey; y a pesar de lo necesario por las circunstancias, éste aún no ha hecho el testamento que España necesita, y ello pese a que el 13 de agosto el marqués de Castelldosrius, embajador de España en la corte del rey Sol, se entrevistara con Luis XIV para conocer la opinión del monarca francés sobre la sucesión y su gestión, algo que el hermético Luis se cuidó de desvelar al diplomático español.

   Desde la muerte, en febrero del año anterior, de José Fernando de Baviera, heredero por los anteriores testamentos del rey de la corona española, la sucesión española es objeto de conversaciones, negociaciones y luchas entre los partidos pretendientes. Con un rey moribundo y un gobierno inoperante, son las potencias extranjeras las que parecen decidir el futuro de España, repartirse los restos de un gigante, con vastas posesiones en Europa y casi íntegro su imperio americano, que se tambalea ante los continuos embates de sus enemigos: todos.

    Por fin, el 3 de octubre Carlos II hace testamento, el último. En su cláusula decimotercera instituye heredero de todos los reinos y dominios de España a Felipe de Anjou, segundo hijo del Delfín de Francia y nieto del rey Sol. El cardenal Portocarrero, gobernador del reino, afín al Borbón ahora, tarda poco en comunicar al embajador francés la existencia del testamento y su contenido que, con igual celeridad, llega a conocimiento del rey de Francia.

Carlos II. Parque de El Retiro. Madrid.

    Pero el Rey no mejora, le quedan pocos días. Es difícil saber qué enfermedad le aqueja, pues parece tenerlas todas(1). Poco antes de morir, en el lecho, la reina Mariana le pregunta cómo se encuentra:
    ─ Me duele todo─ contesta.
    El 1 de noviembre de 1700 a las dos horas y tres cuartos de la tarde “llevó Dios, para gozar sin duda de su gloria, el alma del Rey don Carlos II, nuestro señor”. Así reza la carta, dirigida al rey de Francia, anunciando el fallecimiento real y que el heredero de la corona española es el “Serenísimo Señor Duque de Anjou, hijo del Serenísimo Delfín”. La carta está firmada por la Reina, el cardenal Portocarrero;  don Antonio Critóbal y Ubilla, Notario Mayor del Reino; el Obispo Inquisidor General, don Baltasar de Mendoza y Sandoval y otros miembros del Consejo, y rápidamente se despacha un correo extraordinario rumbo a Fontainebleau, donde, en esos días, está la corte francesa.

   Como si de una carrera se tratara, poco después, otro mensajero sale de Madrid despachado por Monsieur Blecourt, el embajador francés. Ha sido informado, junto al resto del cuerpo diplomático, del óbito real, y urge al mensajero lleve cuanto antes la noticia a su rey.

   Francia, en cierto modo, se hallaba ante una encrucijada. Desde la desaparición de José Fernando de Baviera, el candidato del partido austríaco era el archiduque Carlos, hijo menor del emperador. Éste no ocupaba, pues, el primer lugar en la línea sucesoria del imperio, no; pero no estaba lejos y esto para Francia –y también para otras potencias– que veía posible una unificación hispano-austríaca si el archiduque recogía en sus manos los cetros austríaco y español era un inconveniente. Una nueva Europa dirigida bajo la batuta de los Habsburgo resultaba intolerable para Francia, ahora que tenía recién adquirida su estatus de primera potencia.

    Recibir las noticias con la mayor prontitud, por tanto, era de gran importancia. Es cierto que se conocía el testamento y su contenido desde la indiscreta confidencia de Portocarrero, pero hasta entonces todo era oficioso y la decisión que había que tomar una vez fallecido el rey español era de suma gravedad: aceptar el testamento implicaba asumir el dominio total de la herencia española, cuando apenas seis meses antes se había llegado a un último acuerdo para repartirse las posesiones españolas en Europa con el resto de las potencias europeas; y desde luego esta decisión era claro que no iba a ser, de tomarse, del agrado de Austria.

    Mientras el correo del embajador enviado por Blecourt galopa sin pausa, el mensajero enviado por el gobierno, con el despacho oficial que debe ser entregado a Luis XIV, se halla detenido en San Sebastián. Está enfermo y debe ser reemplazado. El francés toma la delantera. Llega a Fontainebleau el día nueve y entrega el mensaje. Se confirma lo que ya se conocía: el joven duque de Anjou es el  heredero de la corona española; pero hasta que no llegue el correo español y haga entrega al rey del mensaje del gobierno de España nada será oficial. Hasta entonces la Francia de Luis XIV puede optar entre aceptar la herencia española, con una más que segura reacción contraria de Austria, o asumir el reparto pactado en el mes de marzo, con el relativo descontento de todos, pero con una paz, aunque precaria, real.

    Por fin el día once de noviembre Luis XIV concede audiencia al marqués de Castelldosrius, que entrega el despacho llegado de España. Al día siguiente se entrega a Castelldosrius la respuesta: se acepta la herencia. El duque de Anjou será el nuevo rey de España. Pronto el rugir de los cañones se escuchará en tierra hispana.

(1) Sobre las enfermedades y resultado de la autopsia de Carlos II se puede leer en este blog “El punto final” artículo publicado, hace un año, con motivo del 349 aniversario del nacimiento de Carlos II.
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Notas:
Sobre este periodo histórico del reinado del reinado de Carlos II, el lector puede acudir a al blog "Reinado de Carlos II", donde encontrará una enorme fuente de información sobre este rey y su época.
Sobre la historia, vida palaciega y costumbres del reinado de Luis XIV, el blog “Cierto sabor a veneno” ilustra como ninguno estos aspectos de la corte del rey Sol.


MEMENTO MORI

    Atribuida esta obra hasta hace poco a Vicente Macip (1475-1550), hoy figura el nombre de su hijo Juan Vicente, conocido como Juan de Juanes (1510-1579), como autor de la misma en el Museo de Bellas Artes de Valencia, donde se exhibe este pequeño cuadro gracias a la donación efectuada a la Academia de San Carlos, en 1801, por don Antonio Roca y Pertusa, eclesiástico, canónigo de la catedral de Valencia y gran erudito.

"Calavera". Juan de Juanes. Museo de Bellas Artes de Valencia.

    Tan vigente como cuando se pintó hace más de cuatrocientos años, por lo que nos recuerda, tiene su contrapunto en unos versos de Rafael González Castell (1885-1965). Su título lo dice todo: “Brindis”.

                                  Morir. ¿Quién dice morir?
                                  No; morir, nunca. ¡Vivir!
                                  Luchar, gozar, trabajar;
                                  y padecer y vencer,
                                  y algunas veces reír,
                                  y algunas veces llorar.

VIAJES EN TERCERA PERSONA. CARCASSONNE

   El viajero llega a Carcassonne. Es la segunda vez que la visita. La primera vez subió directamente a la Cité. Ahora no. Primero visita la Bastida de San Luis, zona de calles en cuadrícula, antiguamente limitada por una muralla, que recibe el nombre del rey santo. El viajero ve casas abuhardilladas, casi todas de los siglos XVIII y XIX, ve la catedral de San Michel y llega a la plaza Carnot. Es ésta el centro de la ciudad. Bares, restaurantes y cafés la rodean. Una fuente del siglo XVIII, descentrada, dedicada a Neptuno la adorna: es obra de dos artistas italianos con el mismo apellido, Barata, pues primero el padre y luego un hijo suyo fueron los encargados de plantarla donde hoy está. Sus surtidores lanzan chorros de agua que rompen el silencio del lugar; aunque esto no impide que el viajero sienta el ambiente de la plaza, que fue escenario de algunas ejecuciones del “Terror” revolucionario, algo triste, seguramente por lo solitaria que la encuentra a estas horas, en comparación a como debió estar cuando, allá por el año 1839, visitó la ciudad el duque de Orleans. Cuánta debió ser la diversión con ocasión de aquella visita, cuántos los vítores alegres de los carcasoneses al paso del duque después de haber bebido de la fuente de Neptuno que, para la ocasión, el ayuntamiento no tuvo mejor ocurrencia que hacerle manar vino.

   El viajero toma asiento en una de las muchas terrazas abiertas y piensa para cuántas cosas han servido las plazas.  En ésta en la que está sentado corrió la sangre y el vino. El viajero no quiere saber nada de la primera y del segundo no son horas, así que toma un café y después se dirige hacia la Cité, la ciudad medieval.

   De camino ve el canal du Midi que rodea la ciudad. Tiene un embarcadero. Atracadas en él hay varias embarcaciones. Ha leído el viajero que el Canal du Midi es obra del ingeniero Pierre Paul Riquet y que fue construido durante el siglo XVII para facilitar el transporte de mercancías, por lo que se hizo navegable. Hoy es un atractivo turístico de primer orden, patrimonio de la humanidad. Hay excursiones que recorren sus 241 kilómetros con paradas en todos los lugares de interés e incluso algunas lanchas son alquiladas a los propios turistas que las pilotan y se detienen donde les interesa.

   El viajero continúa su camino. Desde el Puente Viejo, peatonal, que cruza el río Aude, la vista es magnífica, mira por el visor de su cámara, encuadra y dispara.

La Cité





 
   Por fin el viajero llega a la ciudad medieval. No le extraña haber visto estas piedras en varias películas históricas, porque hoy la Cité presenta un formidable aspecto gracias a la reconstrucción que en el siglo XIX hizo Viollet le Duc, el gran arquitecto que pronto hará dos siglos dejó su huella por casi todo el sur francés. El viajero entra por la puerta Narbonense y pasa a formar parte de la enorme masa humana que corretea por las callejuelas del recinto medieval. Cuando llega a la basílica de Saint Nazaire, que fue catedral hasta 1803, nota que el silencio es dueño del lugar. No viene mal después de tanto bullicio.

    Saint Nazaire fue bendecida el año 1098 por Urbano II, el mismo papa que predicó la primera cruzada para recuperar para la cristiandad los Santos Lugares. Inicialmente románica, hoy sólo la nave central nos recuerda este orden, porque en el siglo XIII se amplió y acabó siendo gótica, llenos sus muros de vidrieras y rosetones. Al viajero le gusta saber todo lo que puede de los sitios que visita, y cuando ve una piedra, losa al parecer de la tumba de Simón de Monfort(1), que sería vizconde de Carcassonne tras la muerte del legítimo vizconde Raimon Roger de Trencavel, la mira y hace memoria.


   Porque Carcassonne fue bastión cátaro que resistió los embates cruzados: sitiada la ciudad por las fuerzas de Monfort, aquélla resiste firme. Para levantar el asedio los cruzados exigen del vizconde el abandono de la ciudad. Sólo así permitirán la salida de Trencavel y doce de sus nobles sin daño; pero el vizconde es persona de honor, no piensa abandonar a los suyos, y sigue resistiendo. El tiempo pasa y el asedio está a punto de levantarse; pero el verano llega antes de la retirada de Monfort, y lo hace acompañado de una pertinaz sequía que pone la ciudad al límite de su resistencia. Monfort advierte la crítica situación en la que se encuentran los sitiados; y supone, con acierto, que dentro la población debe estar al límite de su resistencia. Y así es. Se hace necesaria la negociación. El vizconde se presenta ante los sitiadores para establecer las condiciones de la rendición; pero nada se negocia. Al vizconde se le impide volver a la ciudad. Es hecho prisionero. La población queda desamparada, aunque muchos logran huir por unas galerías subterráneas. Monfort se apodera de la ciudad. La sospechosa muerte de Raimon Roger de Trencavel, de repentina enfermedad, durante su cautiverio, deja vía libre a Simón de Monfort, el nuevo vizconde, y primer soldado en la lucha contra la herejía, pero sus días están contados.

   Fuera de la catedral, el viajero da un paseo por las murallas. Más de tres kilómetros mide el perímetro de la ciudad protegido por un doble cinturón de murallas que da a la ciudad el imponente aspecto que, cuando el viajero se va, desde lejos ve.

(1) Simón de Monfort murió en el asedio que los cruzados perseguidores de albigenses sometieron a la ciudad de Toulouse en 1218. Algo más sobre la muerte y vida de este siniestro personaje fue contado en el artículo “La loca de Montcalm”.
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DE LAS CAMPANAS

    Se han instalado en lo alto de torres campanarios para que su sonido llegara a todos los lugares de las ciudades y pueblos en los que se las hacían doblar, y así, por su tamaño, su sonido o por el propio campanario en los que se ubican, muchísimas tienen nombre y algunas han adquirido fama. Toledo tiene una de ellas: la campana gorda. De ella se dice:

                         Para campana grande, la de Toledo
                         que caben siete sastres y un zapatero
                         y tocando a maitines el campanero.

    Aunque no sólo las grandes ciudades, con grandes catedrales, tienen campanas famosas. Pequeños municipios también presumen de ellas y de las torres que las albergan. Jérica es un pueblo de la provincia de Castellón. Tiene una sola iglesia;  pero del pueblo, de la iglesia y de sus campanas dicen: 
         
                               Jérica tiene una torre
                               orgullo del mundo entero
                               cuando suenan sus campanas
                               parecen las de Toledo.

   Algunas campanas son famosas sin haber existido. La legendaria campana de Huesca nunca existió, aunque se la pueda ver en un cuadro. En el ayuntamiento de Huesca hay un lienzo en el que se ven una serie de cabezas decapitadas, formando un círculo en el suelo, sobre las que, colgando de una cuerda, a modo de badajo, hay otra. Representan una campana, la de Huesca, en la que José Casado del Alisal se inspiró para pintar un cuadro en 1880, basándose en una leyenda aparecida por primera vez en el siglo XIV, en la Crónica de San Juan de la Peña:
   
    Ramiro II
reinaba en tierras de Aragón. El reino estaba sumido en el desorden. El rey, incapaz de restituir el gobierno, pidió consejo.  Recurrió al abad del monasterio en el que había tomado votos tiempo atrás, hecho por el que la historia le daría el sobrenombre de “el Monje”. El enviado del rey fue llevado a presencia del abad. Éste le condujo a la huerta del convento. Allí, ante un campo de coles, el abad comenzó a cortar todas las que sobresalían sobre las demás. El abad instruyó al enviado del rey: “Cuéntale lo que has visto”, y sin decir nada más lo despidió. El rey, al conocer lo sucedido, comprendió el mensaje de su antiguo maestro. Anunció su propósito de construir una gran campana. Sería tan grande que su doblar se escucharía en todo el reino. Ordenó que las Cortes se reunieran para aprobar el proyecto; pero conforme entraban los nobles díscolos en la sala eran detenidos y decapitados. Sin oposición, el gobierno y el orden fueron repuestos.





    Aunque el relato es fantástico, sí tiene una procedencia histórica. Se conoce que, durante el breve reinado del Ramiro II, hubo una revuelta, que fue sofocada con dureza por el monarca, y que al menos siete nobles fueron ejecutados.

     Normalmente ancladas a los muros interiores de altas torres, las campanas, desde muy antiguo, han sido usadas para avisar de cuanto había sucedido, ocurría en ese momento o iba a suceder en un futuro inmediato; para ello se usaban distintos toques. Así, se podía advertir del fallecimiento de alguien, de la llegada de algún personaje, de la celebración de algún acto, de oficios religiosos, o servía de aviso de alguna catástrofe y llamada de socorro.

    Su volteo varía según la parte del mundo donde se les hace sonar. En España e Hispanoamérica, el volteo es completo. Sujetas por armazones o yugos, casi siempre de madera, llamados truchas, los campaneros las hacen girar completamente por medio de gruesas maromas, llegando a quedar las campanas en posición invertida mientras se produce el giro. En el resto del mundo el movimiento de las campanas suele estar limitado a un balanceo, el llamado medio vuelo. Un movimiento pendular que hace que el badajo golpee a uno y otro lado de la campana.


     También han recibido usos impropios, como el que se les dio a las campanas de Santiago de Compostela que, expoliadas por Almanzor en su campaña de Galicia, fueron llevadas a Córdoba, donde, puestas del revés, fueron usadas como luminarias. Fernando III, tras la reconquista de la antigua ciudad califal, ordenó restituir las campanas a su lugar de origen y promovió su devolución a la ciudad del Apóstol. Las campanas una vez en manos cristianas fueron entregadas  al arzobispo de la ciudad compostelana Juan Arias. Sucedió el 25 de agosto de 1240. Las campanas de Compostela habían estado en Córdoba 243 años.
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POR LA GRACIA DE DIOS

    Así decían las monedas en España hasta el reinado de Alfonso XIII, y aún después, durante la dictadura. Y no sólo en España. También otros países hacían constar tal designio en sus acuñaciones.

    En unas sociedades en las que, salvo diferencias sobre asuntos muy concretos, la Iglesia y la monarquía han ido de la mano por el mismo camino, muchas veces lo han hecho en vehículos distintos. Y mientras la Iglesia ha procurado influir, por la gracia de Dios, en la voluntad de los reyes, éstos han tratado de hacer lo propio en la designación de los directores de las almas: regalismo o galicanismo fueron sus éxitos en la lucha con la jerarquía eclesiástica.

   De lo equivocado de algunos designios reales por decisión de los hombres, por más que éstos traten de involucrar en ellos a Dios, la Historia nos pone ejemplos continuos. El mal gobierno de los entronizados o la pésima elección de algunos consortes elegidos lo demuestran.


    Luis I de España no había cumplido diecisiete años cuando su padre, Felipe V, el primer Borbón español, abdicó en su hijo mayor. Desgraciadamente, el rey niño contrajo unas viruelas, que rápidamente dejaron en su rostro la firma de la muerte. Los médicos nada pudieron hacer salvo ver como se moría su paciente cinco días después de cumplir los diecisiete años.  Luis había logrado reinar durante siete meses.


    Antes, como príncipe de Asturias, había estado preparándose para hacer lo que se esperaba de él. En 1722 le buscaron novia: una francesa, Luisa Isabel de Orleáns, hija de Felipe de Orleáns, regente de Francia. Una esposa del país vecino, siendo franceses los padres de los novios, se pensó sería una buena solución. Los casaron enseguida. Pero la novia, jovencita, aún más que el futuro rey, convertida en princesa, estaba más para juegos que para protocolos y tareas de Estado. Maleducada, excéntrica, caprichosa, hace lo que le viene en gana. Dicen que hasta corretea desnuda por los pasillos de palacio y aún por los jardines. Su comportamiento es indigno. Los jóvenes cónyuges no se entienden. Se ordena que confinen a Luisa Isabel. Más tarde arrepentida, algo más madura, pedirá perdón; pero ya no hay tiempo para dejar herederos. Sólo para acompañar a su esposo en el lecho de muerte.
    
    Felipe vuelve a ceñir la corona y la reina Isabel  no quiere a la antigua consorte en España. Para eso está ella, así que Luisa Isabel es devuelta a Francia.  Allí volverá a hacer de las suyas hasta su muerte a los treinta y dos años de su edad.
 
   Tampoco María Josefa Amalia de Sajonia va ha dejar un príncipe para España. Esta princesa alemana de ojos azules y cara de porcelana es la tercera esposa del rijoso Fernando VII. Había sido criada en un convento de monjas. La falta de experiencia, dada su corta edad y la estricta educación cristiana recibida, provocan el rechazo a los embates del lujurioso monarca. El rey, como corresponde,  insiste en la consumación del matrimonio: primero para su placer personal, después como obligación al servicio del Estado. María se resiste al acto, pero están casados por
 la Iglesia. El rey apela a la Biblia que María conoce tan bien:
      ─ Fue Dios quien dijo “Creced y multiplicaos”.
      La reina, tiene respuesta:
     ¿Al pecado de la lujuria queréis agregar el de la mentira? ¿Acaso no sabéis que a los niños los trae la cigüeña?

     El rey, que lo es “por la gracia de Dios” se encomienda al papa. Le habla del rechazo de la reina a cumplir con sus obligaciones maritales, y el Santo Padre toma cartas en el asunto. Resignada, la joven reina se aplica a cumplir con sus obligaciones, como esposa y reina: servir al rey como mujer y a la nación como madre; pero su naturaleza impide lo segundo(1) pese a los continuos tratamientos recibidos, incluidos los baños en aguas de Solán de Cabras, con gran fama entonces de ser apropiados para facilitar la preñez. Diez años después morirá sin haber engendrado heredero.

(1) La virilidad del rey nunca ha sido puesta en duda. Su gran apetito genésico era aplacado, entre otros lugares, en casa de Pepa “la malagueña”, que no hará falta aclarar qué tipo de establecimiento regentaba. Además, de sus anteriores matrimonios hubo descendencia, aunque murieron al poco de nacer, y de su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, también tendría descendencia por partida doble. De este matrimonio nacería la futura Isabel II, la niña que logró ser reina.
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