Llegó
a mis manos “El tacto y la caricia” de Ana María Ferrin de forma un tanto
casual e inesperada, tan casual como fue el nacimiento del propio libro.
Había
leído varios artículos suyos, sobre temas variados, en su blog “Gaudí y algo más”, y allí supe de sus
artículos en Historia-16 y de alguna de sus otras publicaciones, pero al poner
mis manos en el teclado para escribir unas líneas sobre su libro, he tenido una
primera duda: no saber si hablar de José María Subirachs, el biografiado, o del
libro de Ana María sobre el escultor barcelonés, recientemente fallecido.
Finalmente he optado por dejarme llevar por impulsos desordenados y hacer
comentarios, ora sobre el artista y su obra, ora sobre la autora del libro y la
suya. Quizás la forma menos ortodoxa, pero más sincera de escribir sobre el
libro de Ana María.
De
Subirachs hay quien opina que no está suficientemente reconocido, yo soy uno de
ellos, pues aun conociendo su existencia, poca cosa sabía de su obra y su
peripecia vital hasta ahora; otros posiblemente piensen que lo está en exceso,
pues vertieron duras críticas contra el escultor en el pasado. Es posible que
fuera la envidia, como diría el propio artista, la razón; y yendo más allá, si quisiéramos
conocer la causa de aquélla encontráramos que fue el espíritu libre del artista
y los logros que sabían la posteridad le reconocerá.
Porque
más de veinte años semirecluido, por propia voluntad, en un apartamento en el
mismo recinto que la obra que iba creando es algo de lo que pocos pueden
presumir, porque pocos son capaces de soportarlo. Todo se le criticó entonces cuando,
dedicado en la madurez a la misión que él mismo se impuso en “La Sagrada
Familia”, hizo lo que desde Cellini, quinientos años atrás, en su célebre Cristo, hoy admirado en el Escorial,
nadie se había atrevido a hacer.
Y
como libro pleno de erudición es posible que no alcance un puesto en la lista
de los best-seller, pero sí merece
tener la consideración que tienen los libros académicos, pues esta monografía
sobre José María Subirachs parece imprescindible para quien quiera saber algo
en profundidad sobre, posiblemente el único escultor contemporáneo autor, casi al estilo medieval, de la
imaginería de la fachada de una, aunque no lo sea en sentido estricto,
catedral. Mas no se crea nadie que con esto resulta un libro aburrido, difícil
o pedante. Nada de eso. Decía Goethe que hay libros que no parecen escritos
para que el lector aprenda algo, sino para que se sepa que su autor ha
aprendido algo. No es el caso de este libro, que está hecho para aprender.
Y
tampoco se crea que el libro, plagado de amenas anécdotas personales del propio
artista y de algunos de los personajes que le trataron, contadas por los
propios protagonistas a la autora en las muchas entrevistas mantenidas, con ser
todo lo dicho, olvida el alma del personaje, sus creencias, sus miedos y hasta
sus obsesiones insospechadas o no tanto. Un detalle: la casi obsesiva presencia
de escaleras en muchas de sus obras: peldaños, escalones sueltos puestos boca
abajo, ¿algo misterioso o esotérico? ¿pretexto argumental de una gnosis personal
o simplemente trauma por la muerte de la madre al caer por unas escaleras? También ahí llega Ana María, que sube y baja por los
peldaños internos del escultor, los que llevan del corazón a la cabeza,
deteniéndose en el camino ante cualquier detalle que su perspicaz mirada
encuentra.
Y para terminar otro
detalle sobre el libro, sobre su continente, que sin pasar desapercibido, puede
resultar ignorado, y que hace justo honor al título. Mientras el lector lo
tenga apoyado sobre la palma de su mano por el lomo podrá sentir con sus dedos
la rugosidad de sus tapas, el tacto y la caricia, recuerdo siempre del hacer de
un escultor sobre la piedra, términos que con otras acepciones se pueden
aplicar a la obra de Ana María sobre el escultor Subirachs: hecha con respeto y
cariño.