LA REBELIÓN DE LOS ESCLAVOS

   François-Dominique Toussaint era hijo de esclavos y él mismo lo fue.  A su padre, perteneciente a una familia real en su lejana tierra africana del golfo de Guinea, de poco le sirvió su rango cuando en Saint Domingue, la zona francesa de la isla La Española, cedida por España en 1697 por el tratado de Ryswick(1), pasó a ser uno más del medio millón de negros, convertidos en esclavos, que se ocupaban de mantener la prosperidad de los alrededor de treinta mil franceses que mandaban sobre ellos. Pero tuvo suerte el joven Toussaint y su dueño lo animó al estudio y concedió la libertad.

   Cuando en Francia, en 1789, se oyeron las palabras libertad, igualdad y fraternidad, en aquella porción francesa de la isla caribeña también se escuchó su eco, un eco engañoso, pues no para todos iba a sonar de igual manera.

   Las clases dirigentes, los Grands Blancs de Saint Domingue, trataron de ser parte de la nueva Francia, tener representación en ella para consolidar su poder, pero se les negó la pretensión. Optaron, pues, por constituir en la isla asambleas propias y demandar autonomía, sin contar con la autoridad de la metrópoli, lo que, pese a contar con el apoyo de los blancos menos influyentes e incluso de los mulatos propietarios, desembocó en el fracaso. Sin embargo, también a las “Gens de Couleur” llegó el mensaje de la revolución, y se rebelaron. Comenzaba la revolución haitiana. Era el principio del fin del esclavismo. Y en ese principio fue parte fundamental Toussaint, que añadiría a su apellido otro: L’ouverture, como reconocimiento a su inicial liderazgo por la libertad de los negros.

   Cabecilla carismático, Toussaint Louverture se refugió en la parte española de la isla, donde recibió instrucción militar, apoyo de los españoles y formó un ejército con el que se dio a la conquista de la zona francesa en su lucha contra el poder opresor. Un ejército de esclavos que no buscaba el incendio de las plantaciones de los blancos ni el saqueo de sus haciendas, como poco antes había sucedido en los tiempos del sacerdote vudú Boukman, sino su libertad, la que preconizaba la Declaración de los Derechos de Hombre y del Ciudadano.

Las plantaciones de caña de azucar eran la principal actividad
en la que más de medio millón de esclavos negros, sin derechos,
trabajaban para apenas treinta mil blancos franceses, sobre todo.

   Pero Louverture, que había combatido con españoles e ingleses en contra de los opresores franceses, cambió de bando al llegar Sonthonax, miembro de la Sociedad de Amigos de los Negros, enviado a Saint Domingue por la Asamblea Legislativa, que otorgó la libertad a los negros de la isla. Más tarde, la Convención, en 1894, decretó la abolición de la esclavitud. Libre, Louverture al mando de sus tropas hostigó la zona española de la isla. Un año después, por el Tratado de Basilea, España cedía a Francia su parte en La Española, a cambio de que Francia se retirara de las zonas ocupadas en Cataluña y las Vascongadas. Louverture ocupa la zona española y unifica la colonia toda ella bajo la soberanía de Francia, pero bajo su gobierno. Pero en la metrópoli las cosas han cambiado. Francia tiene un nuevo dueño, con nuevas ideas. Napoleón envía una flota y al general Leclerc al mando de un ejército con el que recuperar el control del gobierno y detener a Louverture, que llevado a Francia morirá preso en 1803.

   Pero su muerte no será el fin en los anhelos de independencia. Otros finalizarán lo que él había comenzado, no sin dificultades, pues siendo oprimidos antes, trataron de ser opresores después sobre su propio pueblo. Jean-Jacques Dessalines, lugarteniente de Louverture, logrará expulsar a los franceses, declarar la independencia, el 1 de enero de 1804, del recién bautizado Haití y, como Jacques I, proclamarse emperador. Se iniciaba para Haití un duro y penoso existir en libertad.

(1) En realidad esta cesión supuso el reconocimiento de derechos de lo que de hecho existía desde hacía casi un siglo, en el que el abandono por los españoles de aquel sector de la isla propició el asentamiento de bucaneros, filibusteros y todo tipo de piratas, principalmente franceses, en la muy próxima isla Tortuga primero, y de esa porción de “La Española, después y que terminó siendo colonizada por inmigrantes franceses.

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FELICES FIESTAS

   Hace un año, para felicitar las fiestas navideñas a todos los amigos y seguidores de este blog, relaté una corta anécdota del rey Carlos III, en la que por unos momentos Dios parecía servirse de él, convirtiéndolo en Rey Mago de un paje suyo, al que hizo la gracia de ayudar.

   Hoy, para felicitar de nuevo las fiestas, traigo otra corta historia, fantástica, fruto de la imaginación de Tagore, pero igualmente llena del espíritu que cualquier religión y en cualquier tiempo anima a las personas de bien.

  Refiere el relato que en cierta ocasión marchaba un menesteroso por un camino, cuando a lo lejos comenzó a vislumbrar una carroza toda dorada. Conforme se acercaba, el humilde mendigo se preguntaba quién sería aquel rey de reyes que en aquella riquísima carroza era llevado. Se preguntaba también si por fortuna, aquel rico señor, al cruzarse con él, tendría la bondad de apiadarse y ofrecerle alguna limosna.

    Cuando ambos encontraron sus caminos, la carroza se detuvo y el señor que la ocupaba saludó al mendigo y le pidió una ayuda. El infortunado caminante, incapaz de comprender algo, no daba crédito a lo que sucedía; pero era hombre de buen corazón, y de su alma buena brotó la generosidad. Abrió el saco donde llevaba sus cosas. Entre ellas había unos pocos granos de trigo. Extrajo uno y lo entregó al dueño de la carroza dorada, que partió siguiendo su camino. Cuando el mendigo llegó a su refugio, tarde ya, tenía hambre. Abrió su saco, volcó su contenido y revolvió entre sus cosas en busca de algo que comer. Entre los pocos granos de trigo que aún quedaban en su saco vio uno que brillaba y lo tomó con sus manos. Era un grano de oro. El premio a su generosidad.

   He elegido para ilustrar esta felicitación una imagen del Niño Jesús poco corriente. Es el Niño Jesús y San Juan Bautista niño, pintado por Vicente Velázquez, en 1798, que se exhibe en el "Museo de la Ciudad" de Valencia, copia de otro, del pintor italiano del barroco Carlo Maratti.  Es ésta mi particular forma de felicitarles las fiestas y dar las gracias a todos los amigos y seguidores que tan amablemente visitan este humilde blog dedicado a la historia y el arte. 


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TEMÍSTOCLE SOLERA. EL LIBRETO DE SU VIDA

    Cuando Isabel II quedó prendada y su pasional carácter preso de ardor juvenil al conocer a Temístocle Solera, éste ya era hombre curtido por la vida. Rebelde desde niño, había nacido en Ferrara, pero ingresó como interno en el Colegio de Santa Teresa de Viena. No es el joven Temístocle un muchacho dócil. Se escapa. Vagabundea. Se contrata en un circo. Por su encanto juvenil se apropia del corazón de la dueña del circo. Inspector ecuestre, maestro de pantomimas, todo se acaba cuando unos detectives puestos en su busca por su familia dan con él en Hungría. Ahora es Milán la que contempla atónita la presencia de Temístocle. Estudia y, libre de ocupaciones decide seguir por ese camino. Y qué mejor para un hombre libre que escribir poesía. Compone versos. Fracasa; pero conoce a Verdi, el músico que también comienza a abrirse camino. Y le escribe varios libretos. El del Nabucco, da fama a Verdi y dinero a Solera, que lo gasta como si fuera millonario. Sigue Temístocle escribiendo; pero es un espíritu libre y desaparece. En Livorno un hombre se cruza con él, es antiguo amigo suyo. Temístocle se ha empleado como aguador.
   ─Para ahorrar mis ideas, uso mis espaldas.

   Al poco conoce a la tiple Teresa Rosmini. Se casan. El matrimonio forma una compañía de ópera. Viajan por Europa y llegan a Madrid.
Por esa época el marqués de Salamanca acondiciona el antiguo Circo Olímpico y lo convierte en un teatro lírico, para rendir culto a la ópera italiana en las más exclusivas veladas. Allí acuden los más elegantes personajes de Madrid, y el propio marqués de Salamanca y el General Narváez, a cortejar a sus amantes, divas del bel canto.

   Cierto día Solera dirige la orquesta durante una función en el teatro.  En la primera fila hay un oficial. Impertinente, pronuncia éste palabras en contra de la reina. Solera las escucha. Es hombre impetuoso que siempre ha hecho lo que ha querido. Detiene la función y se dirige al insolente. Lo reprende: “El oficial que insulta a su reina es un traidor; el hombre que ofende a una dama es un cobarde”. Pero el militar no se amilana. Se oyen insultos, suenan bofetadas. El escándalo es monumental y sonado. Tanto que llega a oídos la ofendida. Isabel II, tan impresionable, quiere conocer a su defensor. A ella que tanto le gusta la música, a ella que tanto le gustan los hombres y que tanta necesidad de amor tiene, pese a su no muy lejano matrimonio aún. Y quien la ha defendido es italiano, y músico, y apasionado y además canta. Qué más puede pedir Isabel. Sus almendrados ojos azules se posan sobre el italiano. Si no fue libre para casarse, al menos lo es para elegir a sus amantes. Eran los tiempos del pollo Arana, como gustaba decir a Olózaga al hablar de los queridos reales; pero Isabel colma a Temístocle de favores, lo pone a cargo del teatro de Palacio, terminado poco antes y escenario privilegiado para Emilio Arrieta, cantante, profesor de canto, y no sólo eso de la reina de España, aunque mal pagador para su protectora, cuando tras la caída de Isabel II, compuso el himno “Abajo los Borbones”.

Isabel II, Boceto atribuido a Federico Madrazo.
Museo del Romanticismo. Madrid.

   Pero la vida del teatrillo de Palacio es breve. El costoso mantenimiento del teatro lo hace en exceso gravoso y la terminación de las obras del Teatro Real, en diciembre de 1850, innecesario. También para Temístocle lo es, pues ahora ocupa otro lugar: el corazón de la reina, sino todo, parte de él y a ratos perdidos; y la política en una corte llena de intrigas y, por deseo de la reina, la dirección del nuevo Teatro Real.

   Solera asiste a Isabel, la aconseja en cuestiones políticas, influye en ella. No gusta mucho esa intromisión en la corte entre quienes quieren lo mismo, y se conspira contra él, pero Temístocle los denuncia. El favorito es incómodo y molesto; y puesto que no parece dispuesto a abandonar su privanza, se piensa obligarlo a dejar el puesto de forma irrevocable. Un matón lo aborda, con nocturnidad, con las peores intenciones, pero Temístocle es fuerte. Una enorme humanidad difícil de batir, incluso con la espada. El poderoso puño de Solera derriba al agresor, que queda medio muerto. Muchos son los enemigos que tiene ya, y ni la reina es capaz de protegerlo. Parte, pues, de España.       

   Sus aventuras no acaban en España. En Francia al servicio de Napoleón III; en Italia al de Víctor Manuel II; en Egipto, bajo la égida otomana, al servicio de su jedive. A veces, casi orillando la ley; otras coqueteando con la muerte, como cuando, miembro de la banda del bandido Paolo, se enfrentó a él, lo mató y su cabeza insertada en la punta de una bayoneta exhibida como un triunfo. Temístocle Solera, si dejó de ser algo, fue sin duda, un hombre corriente, y su vida, diríamos ahora, de película. 
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PIO NONO. TIERRA Y CIELO

   El cardenal Giovanni María Mastai Ferreti tiene 55 años cuando el 16 de junio de 1846 la fumata blanca del palacio del Quirinal anuncia su elección como nuevo vicario de Cristo en la tierra. Nunca vio nadie en él al futuro papa, pese a que había sido un cardenal muy popular por sus ideas tolerantes, y que se había ganado las simpatías de los liberales cuando, en 1843, un intento de secuestro fue neutralizado gracias a un chivatazo.

   Cuando tras la muerte de Gregorio XVI, se celebró el cónclave para elegir nuevo papa, nadie pensó que su recién ganada popularidad fuera suficiente para compensar su juventud, inconveniente casi insuperable frente a las candidaturas de los veteranos cardenales aspirantes al trono de San Pedro, en especial la del cardenal conservador Lambruschini, el mejor situado en las preferencias de los electores. Pero fuese el Espíritu Santo quien guiara el discernimiento de los príncipes de la Iglesia o su propio entendimiento, el caso es que Giovanni María había entrado como cardenal Mastai Ferreti y salía como papa Pío IX.  

                                                      *  
  
   Fiel a su pensamiento, enseguida decreta la amnistía de los liberales presos por las revueltas habidas en los Estados Pontificios durante el reinado de su antecesor, introduce mejoras en los territorios papales y permite una tolerancia nunca vista hasta entonces. Muchos se atreven a pensar en una Italia unificada, algunos incluso con el papa al frente. Pío Nono es, a la vista de muchos, un papa liberal y patriota; a la de otros, con su condescendencia liberal, Metternich, entre ellos, un traidor. No es extraño, pues, que los conservadores lo juzgaran con dureza.

   Pero dos años después de su nombramiento las cosas van a cambiar. En 1848 una ola revolucionaria barre Europa. Aires constitucionalistas recorren la bota de Italia, incluso en los Estados Pontificios. Como antes Sicilia, la Toscana o el Piamonte, los Estados Pontificios logran tener su Constitución. Todos se felicitan por ello. Todos menos los que entienden lo que está pasando. Es la primera vez que un papa se somete a un Estatuto, que parece limitarle, pero que en realidad está hecho a su medida. Nada ha cambiado; acaso el pensamiento de Su Santidad, que retornando a presupuestos anteriores, se niega a luchar contra Austria, una nación católica, protectora de los príncipes italianos y contraria por tanto a los intentos integradores.

   Cuando en noviembre de aquel turbulento 1848 es asesinado Pellegrino Rossi, ministro de Justicia de los Estados Pontificios, Pío Nono huye de Roma. En la Nochebuena de aquel año, oculto bajo la sotana de un sacerdote corriente entra en Gaeta, su refugio napolitano. Allí permanecerá mientras Garibaldi y Mazzini, en Roma, imponen un régimen republicano claramente anticlerical. Pocos meses después cuando tropas francesas recuperen Roma, en 1850, el papa volverá a ocupar la sede romana.

Pío Nono. Mural en la Iglesia del San Lorenzo de Valencia,
obra del pintor y muralista valenciano José Bellver Delmás.

   Mas ya nada será igual. Aquella huida deja en él una huella imborrable. Decepcionado, convencido de ser el Risorgimento algo diabólico, de su maldad, y de quienes lo lideran y siguen, la reconciliación no será posible. Lo sucedido en Roma y las políticas liberales, pero anticlericales de Cavour, llevadas a cabo desde Turín, recuerdan a más de uno la pugna entre el pensamiento de la Ilustración y el anticlericalismo de la Revolución con la doctrina cristiana. Los siguientes años, bajo la protección de tropas austríacas y francesas, serán los de defensa a ultranza de los cada vez más exiguos y débiles Estados Pontificios frente a las fuerzas unificadoras lideradas por Víctor Manuel II.

   Pero si en lo político su reinado fracasó con la total pérdida del su poder temporal, con la entrada de Garibaldi en Roma, en lo religioso, en lo doctrinal, su éxito fue universal. De ultramontano fueron tachados quienes apoyaban sus iniciativas, y no sin razón. Se extendió el culto, ya iniciado con su antecesor, y se definió como dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen María, de la que era seguidor devotísimo, hasta el punto de atribuir a  la Virgen la supuesta curación de su epilepsia. Igual ocurrió con el Sagrado Corazón. Eran los tiempos de las apariciones marianas de la Salette y Lourdes, de la masiva impresión de estampas con las imágenes de santos. El mismo papa era reproducido y su efigie llevada según la rosa de los vientos por todo el orbe. En el inconcluso Concilio Vaticano I, se decreta la controvertida infalibilidad de papa, finalmente limitada a sus intervenciones ex-cátedra, lo cual no fue poco en tiempos en los que el ultramontanismo trataba de imponerse(1).

                                                        *

   El 7 de febrero de 1878 expira Pío Nono a sus 85 años de edad,  tras 32 de pontificado, el más largo habido nunca, si exceptuamos a San Pedro. Había sido voluntad del pontífice que sus restos tuvieran su eterno descanso en la iglesia de San Lorenzo extramuros y en 1881 se decide por fin cumplir su voluntad.  Pero los tiempos son otros muy distintos a aquellos en los que al ser nombrado era aclamado por todos. Desengañado, Pío Nono había fallecido prisionero de un rey saboyano(2), aunque muchos fieles aún le amaban y acudían al Vaticano a venerar sus restos, no hacían lo mismo los liberales, que lo consideraban un traidor. Al realizarse el traslado de sus restos, para protegerlo, se forma una nutrida procesión en cuyo centro viaja el féretro. La prensa anticlerical había incitado al desorden a los liberales y a los miembros de la carbonería, furibundos antipapales, que en número igual o mayor, salen al paso del cortejo. Los insultos y agresiones se suceden, pero al llegar al puente de Sant’Angelo, se disponen los agresores al ataque, con el propósito de arrojar el ataúd al Tíber. La tenaz defensa de quienes custodiaban el féretro y una providencial intervención de la policía disuelve la marcha que, con unos pocos miembros, logra llegar a su destino en San Lorenzo, donde una lápida con la escueta inscripción en latín: “Huesos y cenizas del papa Pío IX” recuerda el lugar de reposo del último papa guerrero de la cristiandad.

(1) El papa habla ex-cátedra cuando ejerce el magisterio de pastor, definiendo doctrina de fe y moral y referida a la Iglesia en su totalidad. No es cuestión sin importancia dichas condiciones limitativas, que en la práctica ha permitido que desde entonces sólo se ha tenido por infalible la declaración de Pío XII, en 1950, sobre la Asunción de la Virgen.

(2)  En realidad, Victor Manuel II había fallecido poco antes, y el propio Pío Nono, su adversario en el mundo, había orado por él y levantado todas las excomuniones con las que había anatemizado al monarca Piamontés.
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EL REY QUE QUERÍA SER PADRE

   Fue un anhelo constante en su vida, pero su naturaleza desvalida se lo impidió. Para tratar de conseguirlo quienes mandaron en su vida lo casaron primero con María Luisa de Orleans y luego, al morir ésta, con Mariana de Neoburgo. De la primera el valetudinario Carlos II estuvo muy enamorado, pero como de su naturaleza no se podía obtener gran cosa, aunque él no lo supiera y los demás no se lo dijeran, ningún fruto se obtuvo.

    Ignorante de su incapacidad, su empeño era preñar a la reina. Como ese era su deber, así se lo demandaban todos. Tampoco era ajena a esta presión para quedar encinta la reina, que puso cuanto pudo de su parte.

   Que la reina fuera francesa, que llegara con un séquito de damas francesas que hablaban en francés, comían comida francesa y lo impregnaran todo con los modos del país vecino, no hizo más que enfrentar a las cortesanas francesas y a las españolas, y que el pueblo español demostrara, en mayor medida aun, su antipatía por todo lo francés. Tantas ganas tenía el rey por tener un heredero, tan obsesivo se tornó el asunto que, siendo la marquesa de Terranova camarera mayor de la reina, ocurrió lo inevitable.

   Era la marquesa mujer en extremo rigurosa de las costumbres palaciegas, que mantenía la corte en un estado de tedio permanente difícil de soportar. No era la excepción a ese sufrimiento la jovencita reina María Luisa, francesa, alegre y, por lo primero seguro y por lo segundo probable, objeto de las antipatías de la marquesa, a la que todo lo que oliera a francés despertaba el más profundo odio.

   En cierta ocasión, a una de las damas de la reina, francesa naturalmente, la marquesa de Terranova, por quién sabe qué cuestión probablemente baladí, dio un tirón de orejas o parejo castigo. Corrió, pues, la dama a quejarse a su señora por tan impropio castigo, y ésta, indignada llamó a su presencia a todas sus camareras, la marquesa de Terranova a la cabeza, a quien nada más llegar propinó dos sonoros manotazos en el rostro, ante la estupefacción de todas las servidoras. Ahora, quien corría era la marquesa, pero buscando el amparo del desvalido rey Carlos. El pobre, convencido por la camarera, llamó a su esposa. Quería reprenderla por el trato tan cruel dispensado a la marquesa, mas cuando llegó María Luisa, adujo sus razones, que no eran otras que las de habérsele presentado un impulso irresistible, un necesario de satisfacer e imposible de reprimir antojo. Fue oír esta palabra el rey, y olvidar lo que significan otras como imparcialidad o justicia. Qué emoción la del rey, la reina preñada. Y Carlos en su agitación, y para asegurarse del feliz término de lo que él creyó, autorizó a su reina a dar dos nuevas bofetadas a la marquesa.

María Luisa de Orleans, de José García Hidalgo. 1679.
Museo de Bellas Artes de Xátiva, cedido por el Museo del Prado.
Si de alguna mujer estuvo sinceramente enamorado Carlos II fue, sin
duda, de su primera esposa María Luisa de Orleans, a la que invocaba
con frecuencia como "Mi reina". En 1699 quiso el rey visitar, con su
segunda esposa, Mariana de Neoburgo, el pudridero de El Escorial.
Allí estaban su madre, Mariana de Austria, y su primera esposa  María
Luisa. Incapaz de contenerse, no pudo evitar, entre sollozos, gemir:
"Mi reina, mi reina, antes de un año vendré a haceros compañía".

    Por eso, ante la imperiosa necesidad de un heredero, cuando se descubrió que una de las damas de la reina, viuda de un caballero llamado Quentin, y por ello apodada con maldad como “La Cantina” había estado suministrando a la reina, sin que ésta lo advirtiese, un potingue emenagogo el asunto se entendió como muy grave. Si la reina no quedaba en estado y rey moría, quién sabe si la Francia del rey Sol, una gran potencia ya, trataría de convertir España en uno de sus satélites. Se detuvo, pues, a la Cantina, que fue interrogada sin que dijera lo que sus jueces querían oír. Entonces se decidió someterla a tormento. Nada obtuvieron sus verdugos de los estiramientos que se le practicaron en el potro más que ayes y ruegos al cielo, pidiendo la fuerza y la gracia para decir la verdad. Su proclamada inocencia entre lágrimas llevó a sus verdugos a concluir que Dios le había dado fortaleza para resistir y la absolvieron de toda culpa, lo que no la salvó de su expulsión de España.

   Tampoco, lejos ya de palacio “La Cantina”, lograron los reyes su propósito, recayendo sobre la reina, a ojos del pueblo cruel, la mayor parte de las culpas. Varias coplillas se le dedicaron a la reina, el verdadero amor del incompetente Carlos II, pues si algún sentimiento de sincero enamoramiento tuvo el rey, fue precisamente para con la reina María Luisa, a la que nunca dejo de llamar “Mi reina”.
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