Ese era el grito que daban los almogávares, que aterraba a sus enemigos cuando, antes del combate, golpeaban sus azconas entre sí o contra las rocas, produciendo en el choque un espectacular chisporroteo mientras escuchaban el coro proferido por aquellos feroces y temerarios hombres, que “ni daban tregua ni la pedían”.
Era el aviso que hacía temblar al rival, que despertaba de su letargo el hierro de sus armas, siempre dispuestos ellos al combate, al saqueo y al botín. Era, pues, el principio del fin de quienes se atrevían ─y cada vez eran menos─ a enfrentarse a los almogávares.
Su enorme fama como temibles soldados se debía a su contundencia en el campo de batalla, pero también a los actos individuales que alguno de ellos llevó a cabo, como cuando tras la conquista de Sicilia por Pedro III el Grande, los aragoneses solicitaron al rey de Aragón permiso para desembarcar en Italia. El rey, que conocía el carácter belicoso e inquieto de aquel grupo de fieros soldados dejó que unos dos mil de ellos saltaran al continente. Querían acción y botín, y las dos cosas iban a obtener. Las escaramuzas de aquellos dos mil almogávares eran continuas y las derrotas infligidas a los angevinos constantes. En una de aquellas expediciones cayó prisionero uno de aquellos implacables guerreros. Los caballeros franceses viendo el aspecto desarrapado del cautivo y la escasez de su impedimenta hicieron burla de él. Verlo solo e indefenso envalentonó a los franceses, pero el almogávar, cuyo nombre no ha pasado a la historia, pero sí sus hechos, lejos de amilanarse retó a que el caballero francés que tuviera valor se enfrentara a él, cada uno con sus armas, pues él tenía suficiente con su pequeña lanza y su corto y afilado cuchillo. Varios fueron los caballeros franceses que pretendieron enfrentarse a él considerando el choque como un pasatiempo. Al fin hubo un elegido para el combate. Con su caballo engualdrapado y el caballero forrado de metal todo su cuerpo y armado hasta los dientes se lanzó al galope contra el almogávar, que tranquilo, pie en tierra, esperaba la llegada del francés. Cuando el jinete estuvo a una distancia adecuada el almogávar lanzó su azcona con gran vigor contra la cabalgadura. Tal fue la fuerza y tanta la precisión que la lanza penetró tan profundamente en la bestia que ésta cayó desplomada a los pies del aragonés, su jinete conmocionado y el almogávar con su cuchillo, sin oposición, dispuesto a rematar al francés. El duelo, desde luego, fue suspendido por Carlos el Cojo, hijo de Carlos de Anjou, que presidía el lance. Y tal fue la admiración que despertó el almogávar que fue puesto en libertad y devueltas todas sus armas y pertenencias.
Pero ¿Quiénes eran aquellos guerreros? ¿De dónde procedían aquellos hombres tan admirados como temidos? Muchas hipótesis se han barajado tratando de contestar a estas preguntas. Alguna de ellas desbordante de fantasía.
Lo más probable es que se tratara de una mezcla de catalanes y aragoneses acostumbrados a una vida independiente, sin señor que les mandase, endurecidos por la rigurosa vida de las montañas y curtidos en mil batallas en las zonas fronterizas. Sus correrías se adentraban hasta dos o tres días en el territorio musulmán, y ello les obligó a usar una impedimenta liviana y un armamento ligero, que les permitiera desplazarse con gran rapidez.
Recién estrenado el siglo XIV, la situación de los almogávares, ahora mandados por Roger de Flor, era algo comprometida. Fadrique es el nuevo rey de Sicilia. Había gobernado la isla para su hermano Jaime II de Aragón, quien había heredado la corona de su también hermano Alfonso, el tercero de los que con este nombre tuvo Aragón, pero cuando Jaime firmó el tratado de Anagni renunciando a Sicilia, don Fadrique que encontró el apoyo de los caballeros aragoneses y de los almogávares se negó a abandonar la isla y fue nombrado rey; luego, en 1302, con la paz de Caltabellotta, don Fadrique puso fin a la guerra contra los angevinos, se retiró de lo que aún mantenía en Italia, pero lograba ser reconocido también por el papa y los franceses como rey de Sicilia.
Jaime II. Pintura al fresco de Ramón Stolz Viciano,1958. Museo Histórico Municipal de Valencia. |
Así las cosas, con el reino siciliano en paz, los almogávares, leales a la casa de Aragón, bien en el nombre de don Jaime, bien en el de don Fadrique, pero autónomos como lo fueron siempre desde sus orígenes, buscan nuevos horizontes.
Roger de Flor entra en contacto con Andrónico II. Es éste el emperador de Bizancio y se encuentra en apuros. Los turcos se apoderan de la península de Anatolia, y de seguir así las cosas, pronto podrán poner en peligro la propia Constantinopla. Como mercenarios independientes pero bajo bandera de Aragón, alcanzan un acuerdo con Andrónico. Roger de Flor y los adalides(1) sin perder un minuto, cumplimentan al emperador, cruzan el Bósforo y desembarcan en la península de Anatolia. En muy poco tiempo han causado enormes pérdidas entre los turcos, que se retiran. En Bizancio serán admirados primero, viviendo sus momentos de mayor esplendor; para ser al fin odiados, aunque temidos, y ver como sus días de gloria terminan fruto de rencillas y envidias entre sus adalides.
(1)
Los adalides constituían la mayor categoría dentro de la jerarquía de los
almogávares.